La
noche del cometa
Liliana
Heker
a Sylvia Iparraguirre
Del cometa sabíamos que
hubo quien se arrojó al vacío para esquivar su llegada, que su cola hendió de
luz ciertas noches del año del centenario, que, como la Exposición de París o
la Gran Guerra, su travesía por el mundo alumbró inolvidablemente la aurora del
siglo. El de la silla de caña había hablado de una foto que vio no sabía dónde,
en la que unos hombres con rancho de paja y unas mujeres de capellina emplumada
miraban hechizados un punto en el cielo, punto que lamentablemente (dijo) no
aparecía en la foto. Yo había recordado la ilustración de un libro de lectura
de cuarto grado: una familia petrificada por la reciente visión de su cruce por
el cielo; en el dibujo se los veía sentados a la mesa, muy erectos, los ojos
despavoridos, sin atreverse a girar la cabeza hacia la ventana por el temor de
volver a verlo. (Apenas lo dije tuve la impresión de que la lectura se refería
más bien a un Globo Montgolfier, pero como no sabía muy bien qué era un Globo
Montgolfier –ni siquiera estaba segura de que existiese algo con ese nombre– e
igual me parecía sugestivo que, ya en cuarto grado y cualquiera fuese el
fenómeno real que lo causó, yo hubiese atribuido el estupor de esa familia a la
venida del cometa, no aclaré mi posible error y en todos –también en mí–
perduró la sensación de que el cometa era capaz de pasmar a la gente, de
dejarla cristalizada en su sitio.)
Teníamos algunas dudas:
¿de qué tamaño se lo había visto la última vez?, ¿de qué tamaño se lo iba a ver
ahora?, ¿cuánto tardaba en surcar el cielo? El que estaba junto a la mesita de
la lámpara opinó que a la velocidad de un avión y si uno no andaba muy atento
en el momento en que pasaba, zas, se lo iba a perder. El del taburete dijo que
no: que aparecía sobre el río a la caída de la noche y se ponía sobre los
edificios del oeste al amanecer. Eso es imposible, dijo la apoyada contra la
puerta ventana; porque entonces parecería fijo en el cielo. Y algo que parece
fijo no puede dejar estela, ni en el mar ni en el cielo ni en nada. Era ilógico
pero verosímil, así que varios estuvimos de acuerdo. En lo que no nos poníamos
de acuerdo era en el tamaño. El tamaño de la luna, dijo la del sillón más
claro. El de una estrella muy pequeña, habló el que ponía el cassette de la
Pequeña música nocturna, y que sólo se distinguía de la estrella por la cola.
¿Y de qué largo es la cola? Las preguntas no se terminaban nunca. Mi abuelo
contaba que lo vio, dijo el que fumaba en pipa. El estaba en el patio, sentado
en un banquito de tres patas (yo pensé que lo del banquito era aleatorio y por
anticipado puse en duda el testimonio) y el cometa pasó, ni muy lento ni muy
rápido; era como una bufanda de luz. No: una bufanda de aire de luz, creo que
dijo. Pero naturalmente el dato era demasiado impreciso: por la edad del de
pipa el abuelo debía haber muerto hacía bastante. Aunque no hubiese sido un
charlatán (como dejaba entrever el detalle del banquito), ¿quién podía jurar que el
nieto recordaba exactamente sus palabras?, ¿y estaría en condiciones de separar
la paja del trigo? De hecho había repetido lo del banquito sin siquiera
deslizar una ironía sobre lo superfluo del pormenor.
¿Pero acaso iba a
importarnos lo que vio ese abuelo? No necesitábamos abuelos: nos había tocado a
nosotros al fin, por el cielo de nuestro tiempo iba a pasar. Y nos sentíamos
afortunados en esta época sin fortuna por el mero hecho de estar vivos, de ser
todavía capaces de movernos con alegría, y de esperar con alegría, en la noche
del cometa.
En rigor todo ese año
había sido el año del cometa pero desde la semana anterior la esperanza general
se había desbocado. Los diarios vaticinaban circunstancias dichosas: esta vez
pasaría más cerca de la tierra que a principios de siglo, se lo vería más bien
rojo, se lo vería casi blanco pero con la cola anaranjada, tendría el tamaño
aparente de un melón pequeño, la longitud de una serpiente estándar, cubriría
el setenta por ciento del cielo visible. Esto último era lo que más nos
intrigaba. Cómo el setenta por ciento del cielo, preguntó la que tomaba café.
Pero entonces casi todo el cielo va a ser el cometa, dijo el que vino con la
novia. De noche se va a hacer de día (la que encendía un cigarrillo). Mejor que
de día (el del almohadón en el suelo); como si la luna, con toda su luz
reflejada, se pusiera a cien metros de la tierra. Abajo, en un rincón, uno ve
el cielo negro de la noche, pero todo lo demás es luna, ¿se dan cuenta?, luna
maciza. Hubo un silencio, como si todos estuviésemos tratando de imaginar un
cielo de luna maciza. ¿Y cuánto tiempo va a quedarse así?, preguntó al fin el
que miraba por la ventana. ¿Quedarse? No, no puede quedarse (el que clavaba los
ojos en la mujer que vino sola); el cometa se mueve todo el tiempo. Se va a ir
desplazando y la franja de noche va a ser cada vez más ancha hasta que no quede
más que un hilito, un largo hilito de luz en el horizonte, que entonces va a
desaparecer, y de nuevo va a ser de noche. Sentí una especie de tristeza;
recién me daba cuenta de que eso que alguna vez me había parecido irrecuperable
–como el aceite hirviendo de las Invasiones Inglesas o la pelea Firpo-Dempsey–
no sólo me estaba ocurriendo: también se iba a ir.
Pero, ¿a qué velocidad
se va a ir? Nadie lo sabía. La de la espalda apoyada en unas rodillas de hombre
se golpeó la frente con la palma: Ahora que lo pienso, no, dijo; no puede ser a
lo ancho. El cometa va a ocupar el setenta por ciento del cielo a lo largo. ¿Se
dan cuenta?: la cola. La cola es la que va a ocupar el setenta por ciento. Como
un arco iris que va de acá para allá (y abarcaba un gran sector de
circunferencia con el brazo extendido) pero acaba antes de llegar al horizonte.
Pensó un momento. Un treinta por ciento antes, agregó con cierto rigor
científico.
No estaba mal, aunque
yo seguía prefiriendo la gran luna desplegada a cien metros de la tierra. ¿Y a
qué velocidad cruzaría el cielo ese gran arco de luz? Siempre nos quedaba esa
pregunta –y muchas otras– sin respuesta.
Pero no estábamos
intranquilos. Intranquilos habíamos estado a principios de semana, cuando los
diarios anunciaron que el cometa ya estaba sobre el mundo. Siempre nos habíamos
figurado que saldríamos a la calle a saludar su venida. Ahí llega, ahí llega el
cometa. Pero nada de eso sucedía: mirábamos el cielo y no veíamos nada.
Estaban los de los
telescopios, claro. Los de los telescopios hacían cálculos y determinaban
horarios y lugares estratégicos. Al parecer, el cuñado de la que acariciaba la
oreja de un hombre, luego de consultar varios tratados, había encontrado las
condiciones óptimas: el balcón de un primo suyo a las tres y veinticinco de la
madrugada del miércoles y con el telescopio a 40 grados respecto de la
dirección del Centauro. ¿Pero tu cuñado lo vio?, le preguntamos al mismo tiempo
el que estaba jugando con el gato y yo. Él dice que le parece que lo vio, fue
la desvaída respuesta.
Teníamos cierta
información de gente que había viajado a Chascomús o hasta un lugar entre San
Miguel del Monte y Las Flores, o de unos que se habían corrido hasta Tandil, a
un montículo cercano a la Piedra Movediza. Pero como no tuvimos oportunidad de
hablar con ninguno ignorábamos si tanto desplazamiento había dado sus frutos.
Sabíamos por los avisos que se habían organizado chárteres de diversas
categorías. Desde un viaje en jet a San Martín de los Andes que incluía cena
con champagne, suite diplomática, sauna y desayuno americano, hasta excursiones
en combi a diversas zonas del conurbano, algunas acompañadas de fogón criollo y
guitarreada bajo la luz del cometa. No conocíamos los resultados. Pero tres
líneas muy precisas en un diario del jueves nos hicieron desestimar tanto
telescopio y travesía nocturna. Y así tenía que ser. Porque lo que siempre
habíamos soñado, lo que de verdad deseábamos, era mirar hacia arriba y
simplemente verlo. Y eso, decían las tres líneas del diario, iba a ser posible
la noche del viernes, cuando ya fuera totalmente de noche; ahí el cometa se
acercaría como nunca antes a la Tierra. Entonces, y sólo entonces, podría ser
visto como lo vieron los de rancho de paja y las de capellina, el abuelo en su
banquito de tres patas y la familia embrujada de mi libro de lectura. Ahí
nomás, en la Costanera Sur. Y para mayor gloria de ese momento único que
habíamos ambicionado en los tiempos de Sandokán y que con suerte volvería a
ocurrir para los nietos de nuestros hijos, ese viernes a la noche se apagarían
todas las luces de la Costanera.
Por eso esta espera en
la casa de San Telmo, entre lámparas y taburetes, tenía algo de vela de armas.
Cada tanto alguno salía al balcón para ver si ya era de noche. No vale la pena
ir antes (la que tomaba vino), la luz no permite ver nada. Y el del balcón: No,
no es por la luz, lo que pasa es que recién cuando esté oscuro va a aparecer
sobre el horizonte. Eso dice el diario. ¿Pero a qué hora exacta? Tampoco lo
sabíamos. La oscuridad no es algo que cae sobre el mundo en un solo instante.
Cierto. Pero hay un instante en que uno, mirando intempestivamente la calle,
puede afirmar: ya es de noche. Lo dijo el que comía maníes y todos salimos al
balcón a verificarlo.
En el camino hablamos
poco. Estábamos cruzando Azopardo cuando el que iba cerca del cordón preguntó:
¿Ya habrá aparecido? Y la del lado de la pared: Mejor si ya apareció. Así
cuando llegamos lo vemos de golpe, sobre el río.
–¿El río?
No sé quién lo
preguntó. Tampoco importaba demasiado. Me di cuenta de que también yo, desde
que había leído el anuncio en el diario, lo había imaginado así: con su cola de
polvo de estrellas prolongándose en el río. Pero ya no hay río en Buenos Aires.
Pasto y mosquitos, eso es lo único que hay en la Costanera Sur, dijo el de mi
derecha. Igual tiene magia (la que iba atrás); es como si le quedara el
recuerdo del río. Pensé en el majestuoso espectro del Balneario Municipal, en
la glorieta que celebra el arribo triunfal del Navegante Solitario, en Luis
Viale con su salvavidas de piedra, a punto de arrojarse (hacia un barrial donde
hoy sólo chillan las cotorras) a salvar a los náufragos del Vapor de la
Carrera. Pensé en el puente giratorio: el mismo puente que crucé en el tranvía
14 cuando mi madre me llevaba al Balneario; tan familiar que yo sabía calcular
el anchor de la playa por la altura a la que el agua golpeaba el murallón de
piedra. Yo amaba ese puente, la palpitante espera los días en que se abría
pausado para que pasase un barco de carga, el suspenso cuando se cerraba, ya
que un mínimo error en la posición de las vías (yo sospechaba) podría
desencadenar un descarrilamiento atroz. Y la felicidad cuando el tranvía salía
indemne y a mí me esperaba el río. El río era como la vida. El cometa era otra
cosa: el cometa era una de esas felicidades que sólo se pueden atrapar en los
libros. Distraídamente yo sabía que un día iba a volver, pero no lo esperaba.
Porque en el tiempo en que la dicha consistía en amasar el barro del Balneario,
cualquier cometa o paraíso vislumbrado más allá de mis veinte años no merecía
ni ser soñado.
Y heme aquí caminando
sobre este puente, me dije, ni tan extraña a la que un día lo cruzó en tranvía
como para no amarlo de nuevo, ni tan desmejorada como para no estar por aullar
de alegría mientras marcho con esta manga de locos al encuentro del cometa,
como en una procesión.
Tardé en darme cuenta
de que la palabra procesión venía motivada por la ola de gente que, a pie o en
auto o en camiones o hasta en un tractor, se amontonaba cada vez más a medida
que nos acercábamos a la Costanera.
La Costanera en sí era
una pared virtual. Entre la multitud que trataba de conseguir una buena
ubicación para ver el cielo, el humo de los puestos improvisados de choripán, y
la ausencia de focos, todo lo que se distinguía desde el Boulevard de los
Italianos (donde estábamos ahora) era una dilatada ameba de consistencia más
bien humana en la que estábamos embebidos y que no dejaba de moverse y
ronronear.
Allí, allí. Cerca de
mí, una voz decidida había conseguido emerger de la ameba. Varios miramos.
Detecté un índice flaco y nudoso que señalaba el noreste.
–¿Dónde? No veo nada.
–Allí, ¿no lo ve?, un
poco al costado de esas dos estrellas que están juntas. A un poquito así del
horizonte.
–¿Pero sube? –preguntó
a mi izquierda una voz desesperada.
–Bueno, sube despacio.
Creí verlo,
despegándose lentamente de la lucecita de una casilla o de algo cerca del
horizonte, cuando detrás de mí un ronco gritó.
–No, está ahí, bien
arriba. Justo a la derecha de las Tres Marías.
No me costó enfocar las
Tres Marías y estaba revisándoles el flanco derecho cuando escuché una voz de
niño, realmente entusiasmada:
–¡Ya lo veo, ahí está!
¡Es enorme!
Busqué el dedo infantil
y, con cierta esperanza, algo enorme en la dirección del dedo. Fue inútil.
–¿Sabe lo que pasa?
–una voz casi en mi oreja–. Que uno lo mira a simple vista. Y no hay nada que
hacerle: así a simple vista no se lo puede ver. La cosa es ponerse de costado y
mirarlo de reojo.
Di medio giro sobre mí
misma. Noté que varios a mi alrededor hacían lo mismo, sólo que se ponían de
costado respecto de cosas distintas. Me encogí de hombros y de reojo miré hacia
arriba, primero con el ojo derecho y después con el ojo izquierdo. Una mano me
tocó el tobillo. Me sacudí ligeramente y miré hacia el suelo. Había varios
acostados.
–¿Le doy un consejo?
–vino una voz desde mis pies–. Acuéstese en el pasto. Así boca arriba uno mira
de un saque toda la bóveda y me parece que lo encuentra en seguida.
Dócilmente me acosté
junto a varios desconocidos y otra vez miré para arriba. En la noche sin
lámparas ni luna, bajo la improfanada música del Universo, estuve a punto de
descubrir algo que tal vez me habría ayudado a proseguir la vida con cierta
paz. Entonces, a unos metros sobre mi cabeza, alguien habló:
–¿No se dan cuenta de
que no sirve de nada mirar desde el suelo? La cosa es hacer una retícula con
los dedos. ¿No leyeron que el efecto retícula aumenta la visión? Es igual que
tener un microscopio.
El del microscopio me
pareció poco confiable, así que el efecto retícula no lo llegué a probar. Con
cierto desaliento me puse de pie. Eché una mirada a mí alrededor. Púberes,
jorobados, parturientas, hipotensos, poligriyos y matronas señalaban simultánea
y fragorosamente el cenit, el horizonte, la fuente de Lola Mora, los aviones
que despegaban en Aeroparque, ciertas estrellas fugaces, unas cañitas
voladoras, la Vía Láctea o el fantasma inesperado del viejo Vapor de la
Carrera. Bizcos, enrollados, con retícula, moviendo las orejas, saltando en un
pie, basculando la pelvis, valiéndose de telescopios, microscopios, periscopios
o caleidoscopios, a través de anillitos, de cánulas, de ojos de aguja o de
caños maestros, todos miraban el cielo. Cada uno, entre la avalancha de
estrellas –frías y hermosas desde el despertar del mundo, frías y hermosas
cuando el último brillito de nuestro planeta se apagara–, cada uno buscaba
entre esas estrellas una única luz indefinible. Ni siquiera nos dimos cuenta de
que estábamos descubriendo la muerte. Pero era eso: se nos había perdido –otra
vez– una última oportunidad. Un día, como un melón, como una serpiente, como
una bufanda de luz, como todo lo redondo o coludo o resplandeciente que es
posible urdir por el mero deseo de ser feliz, el cometa de cola áurea giraría
otra vez por el que había sido nuestro cielo. Pero nosotros, los que esa noche
nos afanábamos y aguardábamos bajo las estrellas impasibles, nosotros, los de
esta costanera, ya no agitaríamos la suave bruma nocturna para perseguirlo.
Liliana Heker
(Buenos Aires, 9 de febrero de 1943) es una cuentista, novelista y ensayista
argentina.
Trayectoria
Estudió Física en la
UBA pero, desde muy temprana edad, eligió la literatura. A los 16 años,
identificada con la actitud literaria y la posición ideológica de la revista
literaria El Grillo de Papel, envió a esa revista una carta y un poema. Cuando
uno de sus directores, Abelardo Castillo, se encontró con ella (enero de 1960),
le dijo que el poema era malo pero que en la carta se notaba que era una
escritora, y le propuso integrarse a la revista, cosa que Heker hizo al día
siguiente a este encuentro. En El grillo de papel, publicó sus primeros cuentos
y, a partir de octubre, fue su Secretaria de Redacción.
En 1961, luego que la
revista fuera prohibida por un decreto estatal junto a otras publicaciones de
izquierda, fundó con Abelardo Castillo la revista de literatura El Escarabajo
de Oro (1961-1974), de la que al principio fue Secretaria de Redacción y, desde
1964, Subdirectora. En 1977, con Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, fundó
la revista El Ornitorrinco (1977-1986), que codirigió. En estas revistas
publicó artículos, ensayos, críticas y polémicas.
Su primer libro de
cuentos, "Los que vieron la zarza", obtuvo en 1966 la Mención Única
del Concurso de Literatura Hispanoamericana y fue publicado ese mismo año.
Luego publicó "Acuario" (cuentos, 1972), "Un resplandor que se
apagó en el mundo" (tríptico de nouvelles, 1977), "Las peras del
mal" (cuentos, 1982), "Zona de clivaje" (novela, 1987, Primer
Premio Municipal de novela), "Los bordes de lo real" (1991, que
reúne, prologados y reordenados, sus tres primeros libros de cuentos, Segundo
Premio Municipal de Cuentos), "El fin de la historia" (novela, 1996),
"Las hermanas de Shakespeare" (1999, que reúne muchos de sus textos
de no ficción publicados hasta ese año), "La crueldad de la vida"
(cuentos, 2001), "Diálogos sobre la vida y la muerte" (libro de
entrevistas, 2003, con entrevistas a Jorge Luis Borges, Roberto Fontanarrosa,
Abelardo Castillo, Eduardo Pavlovsky, Lucila Pelento, Marcelino Cereijido, Ana
María Shúa, y otros), "La muerte de Dios" (cuentos, 2001). En 2016 se
publicó "Cuentos Reunidos", con prólogo de Samanta Schweblin, que
reúne, revisados y reordenados, sus cuentos publicados y algunos inéditos.
Las traducciones de sus
cuentos al inglés, alemán, francés, ruso, turco, serbio, holandés, y farsi, se
incluyen en diversas antologías. Su novela "El fin de la historia"
fue traducida al inglés por Andrea Labinger y publicada por Editorial
Biblioasis (Canadá, 2012). La Universidad de Yale publicó una amplia selección
de sus cuentos, traducidos al inglés por Alberto Manguel y Miranda France
(Please talk to me, Yale University Press, 2015). En 2008 se publicó en Israel
una selección de sus cuentos traducidos al hebreo.
Desde 1978 coordina
talleres de narrativa en los que se han formado muchos de los nuevos narradores
argentinos.
Obras
Los que vieron la zarza
(Editorial Jorge Alvarez 1966), cuentos
Acuario (Centro Editor
de América Latina, Buenos Aires 1972), cuentos
Un resplandor que se
apagó en el mundo (Editorial Sudamericana 1977), tríptico
Las peras del mal (1ª
edición). Editorial de Belgrano. 1982. ISBN 978-950-577-081-6.
Zona de clivaje (1ª
edición). Legasa. 1987. ISBN 978-950-600-109-4. (Ver clivaje (psicología))
Los bordes de lo real
(1ª edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 1991. ISBN 978-950-511-124-4.
El fin de la historia
(1ª edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 1996. ISBN
978-950-511-240-1.1415
Las hermanas de
Shakespeare (1ª edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 1999. ISBN
978-950-511-458-0.
La crueldad de la vida
(1ª edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 2001. ISBN 978-950-511-735-2.
Diálogos sobre la vida
y la muerte (1ª edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 2003. ISBN
978-950-511-859-5.
Cuentos (1ª edición).
Punto de Lectura. 2004. ISBN 978-987-1106-70-7.
Liliana Heker (1ª
edición). Desde la Gente. 2006. ISBN 978-950-860-190-2.
Cuerpos de papel (1ª
edición). Universidad Nacional de Tucumán. 2011. ISBN 978-950-554-697-8. En
coautoría con Carmen Noemí Perilli y María Jesús Benites.
Cuentos de aprendizaje
(1ª edición). Cántaro. 2011. ISBN 978-950-753-284-9. En coautoría con Antonio
Dal Masetto y Daniel Moyano.
La muerte de Dios (1ª
edición). Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. 2011. ISBN 978-987-04-2178-8.
Siluetas de papel (1ª
edición). Corregidor. 2011. ISBN 978-950-05-1974-8. Coautora.
Palabras de mujer (1ª
edición). La Estación. 2012. ISBN 978-987-1652-95-2. Reúne escritos la autora y
de Rosa Montero, Isabel Allende, Carmen Laforet, Ángeles Mastretta, Adela Basch
y Clarice Lispector.
Represión y
reconstrucción de una cultura (1ª edición). Eudeba. 2014. ISBN
978-950-23-2375-6. Antología de trabajos de Hipólito Solari Yrigoyen, Tulio
Halperín Donghi, Mónica Peralta Ramos, José Pablo Feinmann, Luis Gregorich,
Juan Carlos Martini, Noé Jitrik, Jorge Lafforgue, León Rozitchner, Tomás Eloy
Martínez, Liliana Heker, Osvaldo Bayer y Santiago Kovadloff.
Cuentos reunidos (1ª
edición). Alfaguara. 2016. ISBN 978-987-738-285-3.
Cuentos de aprendizaje
(2ª edición). Cántaro. 2017. ISBN 978-950-753-450-8. Reúne trabajos de la
autora y Antonio Dal Masetto, Daniel Moyano, Silvina Ocampo, María Esther de
Miguel, Marcelo Birmajer, Julio Cortázar y Abelardo Castillo.
Cuentos
latinoamericanos. Mágicos y realistas (1ª ed. 2ª reimp. edición). La Estación.
2018. ISBN 978-987-1935-64-2. Antología. Autores: Sylvia Iparraguirre, Mario
Vargas Llosa, Héctor Tizón, Juan Rulfo, Liliana Heker, Gabriel García Márquez y
Ángeles Mastretta.
Premios
Mención Única del
Premio Casa de las Américas 1966 por Los que vieron la zarza.
Faja de Honor otorgada
por la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), 1967.
Primer Premio Municipal
de Novela (Buenos Aires) 1986-1987 por Zona de Clivaje.
Premio Esteban
Echeverría
Premio Konex - Diploma
al Mérito 1994 en "Cuento, quinquenio 1989 - 1993", otorgado por la
Fundación Konex.16
Premio Konex de Platino
2014 en "Cuento, quinquenio 2009 - 2013", otorgado por la Fundación
Konex.
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