El capote
Nicolai
Gogol
En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no
nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase
de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los
funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera
suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que
en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se
dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó
un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos
imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a
pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de
cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de
Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por
eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al
departamento de que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de
quien apenas si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de
estatura, algo picado de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de
vista, con una pequeña calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y
el rostro pálido, como el de las personas que padecen de hemorroides… ¡Qué se
le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.
En cuanto al grado -ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación-,
nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como
es sabido, se han mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre
de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión
era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra
zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y
hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre
botas, a las que mandaban poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre
se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto
raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las
circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como
sigue:
Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós
al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro
funcionario, dispuso todo lo necesario, como era natural, para que el niño
fuera bautizado. La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de
la puerta, y a la derecha se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin,
hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna
Belobriuchkova, esposa de un oficial de la Policía y mujer de virtudes
extraordinarias.
Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el
del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡ No!»
Para complacerla, pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres
nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.
-¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué
nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj;
pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de
Pavsikajiy y Vajticiy.
-Bueno; ya veo -dijo la anciana madre- que este ha de ser su destino. Pues
bien: entonces, será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el
padre; que el hijo se llame también Akakiy.
Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue bautizado.
Durante el acto sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que
había de ser consejero titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos
citado estos hechos con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía
que suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.
Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le
colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían
visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de
copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo,
completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente.
En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no
sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le
miraban, como si se tratara sólo de una mosca que pasara volando por la sala de
espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes
del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices,
sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e
interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos
modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién
los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en
el acto a copiarlos.
Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con todo el ingenio de
que es capaz un cancillerista -si es que al referirse a ellos se puede hablar
de ingenio-, contando en su presencia toda clase de historias inventadas sobre
él y su patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba y
preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le tiraban sobre la cabeza
papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve. Pero a todo esto,
Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se encontrara allí solo. Ni
siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban la lata
de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la
broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el
brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:
-¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?
Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las
pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió
en cierta ocasión: un joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y
que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó
cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y desde entonces
pareció que todo había cambiado ante él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una
fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus compañeros, a quienes había
tomado por personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde, en los
momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de aquel diminuto empleado
con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.
«¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?»
Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras: «¡Soy tu hermano!» El
pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de
su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta
dureza y grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y
esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y
honradas…
Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan
celosamente con sus deberes… y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta
afición y esmero. Allí, copiando documentos, se abría ante él un mundo más
pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba.
Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de
sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba
hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma.
Si le hubieran dado una recompensa a su celo tal vez, con gran asombro por
su parte, hubiera conseguido ser ya consejero de Estado. Pero, como decían sus
compañeros bromistas, en vez de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en
los riñones. Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún
caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso, deseando recompensarle
por sus largos servicios, ordenó que le diesen un trabajo de mayor importancia
que el suyo, que consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que
redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser elevado a otro
departamento. Su trabajo consistía sólo en cambiar el título y sustituir el
pronombre de primera persona por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que,
todo sudoroso, no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por
fin acabó por exclamar:
-No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.
Y desde entonces le dejaron para siempre de copista.
Fuera de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para él.
Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino que había adquirido
un color de harina que tiraba a rojizo. Llevaba un cuello estrecho y bajo, y, a
pesar de que tenía el cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía
exageradamente largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que
llevan colgando, por docenas, los artesanos.
Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de heno, o bien
un hilo. Además. tenía la mala suerte, la desgracia, de que al pasar siempre
por debajo de las ventanas lo hacía en el preciso momento en que arrojaban
basuras a la calle. Y por eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna
cáscara de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la vida prestó
atención a lo que ocurría diariamente en las calles, cosa que no dejaba de
advertir su colega, el joven funcionario, a quien, aguzando de modo especial su
mirada, penetrante y atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la
acera de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones de trabillas,
pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera, todo lo cual hacía asomar
siempre a su rostro una sonrisa maliciosa.
Pero Akakiy Akakievich, adonde quiera que mirase, siempre veía los
renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo cuando se le ponía
sobre el hombro el hocico de algún caballo, y éste le soplaba en la mejilla con
todo vigor, se daba cuenta de que no estaba en medio de una línea, sino en
medio de la calle.
Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba rápidamente la
sopa de schi, y después comía un pedazo de carne de vaca con
cebollas, sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo
aquello que Dios añadía por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago
empezaba a llenársele, se levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y
empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa. Cuando no tenía
trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre todo si se trataba
de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese
dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.
Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y toda la población
de empleados se ha saciado cenando de acuerdo con sus sueldos y gustos
particulares; cuando todo el mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de
las plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones propias y
ajenas y de todas las molestias que se toman voluntariamente los hombres
inquietos y a menudo sin necesidad; cuando los empleados gastan el resto del
tiempo divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro, otros
saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las modas últimas,
quiénes acudiendo a alguna reunión en donde se prodiguen cumplidos a lindas
muchachas o a alguna en especial, que se considera como estrella en este
limitado círculo de empleados, y quiénes, los más numerosos, yendo simplemente
a casa de un compañero, que vive en un cuarto o tercer piso compuesto de dos
pequeñas habitaciones y un vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que
denotan casi siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa adquirida a
costa de muchos sacrificios, renunciamientos y privaciones a cenas o recreos.
En una palabra: a la hora en que todos los empleados se dispersan por las
pequeñas viviendas de sus amigos para jugar al whist y tomar
algún que otro vaso de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga
pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se distribuían las cartas,
contar historias escandalosas del gran mundo a lo que un ruso no puede
renunciar nunca, sea cual sea su condición, y cuando no había nada que referir,
repetir la vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir que
habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el Grande, de
Falconet…; en suma, a la hora en que todos procuraban divertirse de alguna
forma, Akakiy Akakievich no se entregaba a diversión alguna.
Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en alguna reunión.
Después de haber copiado a gusto, se iba a dormir, sonriendo y pensando de
antemano en el día siguiente. ¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?
Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que, cobrando un sueldo
de cuatrocientos rublos al año, sabía sentirse contento con su destino. Tal vez
hubiera llegado a muy viejo, a no ser por las desgracias que sobrevienen en el
curso de la vida, y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los
privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de nadie los
aceptan.
Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben
más de cuatrocientos rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que
nuestras heladas nórdicas, aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas.
Pasadas las ocho, la hora en que van a la oficina los diferentes empleados del
Estado, el frío punzante e intenso ataca de tal forma los narices sin elección
de ninguna especie, que los pobres empleados no saben cómo resguardarse. A
estas horas, cuando a los más altos dignatarios les duele la cabeza de frío y
las lágrimas les saltan de los ojos, los pobres empleados, los consejeros
titulares, se encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en
cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles, envueltos en sus
ligeros capotes, y luego detenerse en la conserjería, pateando enérgicamente,
hasta que se deshielan todos los talentos y capacidades de oficinistas que se
helaron en el camino.
Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un dolor fuerte y
punzante en la espalda y en el hombro, a pesar de que procuraba medir lo más
rápidamente posible la distancia habitual de su casa al departamento. Se le
ocurrió al fin pensar si no tendría la culpa de ello su capote. Lo examinó
minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la espalda y en los
hombros la tela clareaba, pues el paño estaba tan gastado, que podía verse a
través de él. Y el forro se deshacía de tanto uso.
Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también era blanco de las
burlas de los funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de capote y
le llamaban bata. En efecto, este capote había ido tomando una forma muy
curiosa; el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para remendar el
resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y
ofrecían un aspecto tosco y antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su
capote, Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que vivía en
un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas,
revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y fraques de funcionarios y
de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba
en su cabeza alguna otra empresa.
Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como es costumbre
en cada narración esbozar fielmente el carácter de cada personaje, no queda
otro remedio que presentar aquí a Petrovich.
Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se llamaba Gregorio
a secas. Tomó el nombre de Petrovich al conseguir la libertad, y al mismo
tiempo empezó a emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los
grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas las fiestas de
la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz en el calendario. Por ese
lado permanecía fiel a las costumbres de sus abuelos, y riñendo con su mujer,
la llamaba impía y alemana.
Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir algunas palabras
acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía nada de la misma, a no ser que
era esposa de Petrovich y que se cubría la cabeza con un gorrito y no con un
pañuelo. Al parecer, no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que
otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con ella por la
calle le echase alguna mirada debajo del gorro, acompañada de un extraño
movimiento de la boca y de los bigotes con un curioso sonido inarticulado .
Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por cierto,
estaba empapada de agua sucia y de desperdicios, desprendiendo un olor a
aguardiente que hacía daño al olfato y que, como es sabido, es una
característica de todos los pisos interiores de las casas petersburguesas;
subiendo la escalera, pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que
iba a cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.
La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que en aquel
preciso momento freía pescado, había hecho tal humareda en la cocina, que ni
siquiera se podían ver las cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin
ser visto por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba Petrovich
sentado en una ancha mesa de madera con las piernas cruzadas, como un bajá, y
descalzo, según costumbre de los sastres cuando están trabajando. Lo primero
que llamaba la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy Akakievich
por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la concha de una tortuga.
Llevaba al cuello una madeja de seda y de hilo y tenía sobre las rodillas una
prenda de vestir destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por
enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes contra la
oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre dientes:
-¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo perder la
paciencia, granuja!
Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en aquel preciso
momento en que Petrovich se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando
el sastre estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como decía su
esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el aguardiente ingerido. En
semejante estado, Petrovich solía mostrarse muy complaciente y rebajaba de
buena gana, más aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante
el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía que su marido
estaba borracho y por eso había aceptado el trabajo a bajo precio. Entonces se
le añadían diez kopeks más, y el asunto quedaba resuelto. Pero
aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se mostraba terco, poco
hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes.
Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice,
tomar las de Villadiego; pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo
torcido y Akakiy Akakievich dijo sin querer:
-¡Buenos días, Petrovich!
-¡Muy buenos los tenga usted también! -respondió Petrovich, mirando de
soslayo las manos de Akakiy Akakievich para ver qué clase de botín traía éste.
-Vengo a verte, Petrovich, pues yo…
Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre por medio de
preposiciones, adverbios y partículas gramaticales que no tienen ningún
significado. Si el asunto en cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de
no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: «Es
verdad, justamente eso…», y después no seguía nada y él mismo se olvidaba,
pensando que lo había dicho todo.
-¿Qué quiere, pues? -le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel
instante con su único ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda,
los faldones y los ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.
Esta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo
Petrovich.
-Verás, Petrovich…; yo quisiera que… este capote…; mira el paño…; ¿ves?,
por todas partes está fuerte…, sólo que está un poco cubierto de polvo, parece
gastado; pero en realidad está nuevo, sólo una parte está un tanto…, un poquito
en la espalda y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro hombro…
Mira, eso es todo… No es mucho trabajo…
Petrovich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo examinó
detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para
coger su tabaquera redonda con el retrato de un general, cuyo nombre no se
podía precisar, puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba
perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo rectangular de papel.
Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso el capote al trasluz y
volvió a menear la cabeza. Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera, y
de nuevo meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera adornada
con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e
introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo
por fin:
-Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.
Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy Akakievich.
-¿Por qué no es posible, Petrovich? -preguntó con voz suplicante de niño-.
Sólo esto de los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo…
-Sí, en cuanto a los pedazos se podrían encontrar -dijo Petrovich-; sólo
que no se pueden poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en
cuanto se toque con la aguja.
-Pues que se deshaga, tú no tiene más que ponerle un remiendo.
-No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además,
sería un remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento
basta para arrancarlo.
-Bueno, pues refuérzalo…; como no…, efectivamente, eso es…
-No -dijo Petrovich con firmeza-; no se puede hacer nada. Es un asunto muy
malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando
llegue el invierno y empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada,
no son más que un invento de los alemanes para hacer dinero -Petrovich
aprovechaba gustoso la ocasión para meterse con los alemanes-. En cuanto al
capote, tendrá que hacerse otro nuevo.
Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le nublaba la
vista y le pareció que todo lo que había en la habitación empezaba a dar
vueltas. Lo único que pudo ver claramente era el semblante del general tapado
con el papel en la tabaquera de Petrovich.
-¡Cómo uno nuevo! -murmuró como en sueño-. Si no tengo dinero para ello.
-Sí; uno nuevo -repitió Petrovich con brutal tranquilidad.
-…Y de ser nuevo…, ¿cuánto sería…?
-¿Que cuánto costaría?
-Sí.
-Pues unos ciento cincuenta rublos -contestó Petrovich, y al decir esto
apretó los labios.
Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente
y luego mirar de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales
palabras.
-¡Ciento cincuenta rublos por el capote! -exclamó el pobre Akakiy Akakievich.
Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se
distinguía por su voz muy suave.
-Sí -dijo Petrovich-. Y además, ¡qué capote! Si se le pone un cuello de
marta y se le forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta
doscientos rublos.
-¡Por Dios, Petrovich! -le dijo Akakiy Akakievich con voz suplicante, sin
escuchar, es decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y
efectos-. Arréglalo como sea para que sirva todavía algún tiempo.
-¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero… -repuso Petrovich.
Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó completamente abatido y
se marchó. Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los
labios expresivamente apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber
sabido mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.
Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.
«¡Qué cosa! -decía para sí-. Jamás hubiera pensado que iba a terminar
así…¡Vaya! -exclamó después de unos minutos de silencio-. ¡He aquí al extremo
que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto…
-y después de otro largo silencio, terminó diciendo-: ¡Pues así es! ¡Esto sí
que es inesperado!… ¡Qué situación! …»
Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en
dirección contraria. En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole
el hombro, se lo manchó de negro; del techo de una casa en construcción le cayó
una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Sólo cuando
se dio de cara con un guardia, que habiendo colocado la alabarda junto a él
echaba rapé de la tabaquera en su palma callosa, se dio cuenta porque el
guardia le gritó:
-¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?
Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó
a reconcentrar sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se
hallaba y comenzó a monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con
lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a quien se puede
confiar lo más íntimo de su corazón
-No -decía Akakiy Akakievich-; ahora no se puede hablar con Petrovich, pues
está algo…; su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor
que vaya a verle un domingo por la mañana; después de la noche del sábado
estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para reanimarse algo, y como
su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y
él se volverá más tratable y arreglará el capote…
Y esta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y procurando animarse,
esperó hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue
directamente a su casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera,
estaba más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido;
pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si le
impulsara el propio demonio:
-¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro capote!
Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la mano la moneda de
diez kopeks.
-Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud -dijo
Petrovich-. En cuanto al capote, no debe pensar más en él, no sirve para nada.
Yo le haré uno estupendo.., se lo garantizo.
Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no le
quiso escuchar.
-Le haré uno nuevo, magnífico… Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que
pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última
moda.
Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse sin un nuevo
capote y perdió el ánimo por completo.
Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un
aguinaldo que le darían en las próximas fiestas. Pero este dinero lo había
distribuido ya desde hace tiempo con un fin determinado. Era preciso encargar
unos pantalones nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas
punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba encargarse tres camisas
y dos prendas de ropa de esas que se considera poco decoroso nombrarlas por su
propio nombre. Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el
director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de cuarenta y cinco a
cincuenta rublos, sería solo una pequeñez en comparación con el capital
necesario para el capote, era una gota de agua en el océano. Aunque, claro,
sabía que a Petrovich le daba a veces no sé qué locura y entonces pedía precios
tan exorbitantes, que incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:
-¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas casi gratis y
ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que tú mismo no vales.
Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich consentiría en
hacerle el capote por ochenta rublos. Pero, de todas maneras, ¿dónde hallar
esos ochenta rublos ? La mitad quizá podría conseguirla, y tal vez un poco más.
Pero ¿y la otra mitad?…
Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la primera mitad.
Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre
que gastaba un rublo, en un pequeño cajón, cerrándolo con llave, cajón que
tenía una ranura ancha para hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año
hacía el recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las cambiaba
por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía mucho tiempo y de esta
manera, al cabo de unos años, ahorró una suma superior a cuarenta rublos. Así,
pues, tenía en su poder la mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los
cuarenta rublos restantes?
Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la conclusión de
que era preciso reducir los gastos ordinarios por lo menos durante un año, o
sea dejar de tomar té todas las noches, no encender la vela por la noche, y si
tenía que copiar algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz
de su vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más suavemente
posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi de puntillas para no
gastar demasiado rápidamente las suelas, dar a lavar la ropa a la lavandera
también lo menos posible. Y para que no se gastara, quitársela al volver a casa
y ponerse sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente, no
había sido demasiado maltratada por el tiempo.
Hemos de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas
privaciones, pero después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta
llegó a dejar de cenar; pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la
eterna idea de su futuro capote. Desde aquel momento diríase que su vida había
cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si otro ser estuviera
siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida
compañera hubiera accedido gustosa a caminar con él por el sendero de la vida.
Y esta compañera no era otra, sino… el famoso capote, guateado con un forro
fuerte e intacto. Se volvió más animado y de carácter más enérgico, como un
hombre que se ha propuesto un fin determinado. La duda e irresolución
desaparecieron en la expresión de su rostro, y en sus acciones también todos
aquellos rasgos de vacilación e indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba
algo así como una llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en
su mente: «¿Y si se encargase un cuello de marta?» Con estas reflexiones por
poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a punto de hacer una falta, de modo
que exclamó «¡Ay!», y se persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de
Petrovich para hablar del capote y consultarle sobre dónde sería mejor comprar
el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre volvía a casa algo
preocupado, pero contento al pensar que al fin iba a llegar el día en que, después
de comprado todo, el capote estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que
había esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio un
aguinaldo, no de cuarenta o cuarenta y ocho rublos, sino de sesenta rublos.
Quizá presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un capote o quizá fue
solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich se enriqueció de
repente con veinte rublos más. Esta circunstancia aceleró el asunto. Después de
otros dos o tres meses de pequeños ayunos consiguió reunir los ochenta rublos.
Su corazón, por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y ese
mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich. Compraron un paño muy
bueno -¡y no es de extrañar!-; desde hacía más de seis meses pensaban en ello y
no dejaban pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios. Y
así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un paño inmejorable.
Eligieron un forro de calidad tan resistente y fuerte, que según Petrovich era
mejor que la seda y le aventajaba en elegancia y brillo No compraron marta
porque, en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más hermosa
piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos fácilmente se podía
tomar por marta.
Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues era preciso
pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera terminado antes. Por su trabajo
cobró doce rublos, menos ya no podía ser. Todo estaba cosido con seda y a
dobles costuras, que el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en
ellas variados arabescos.
Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió…, es difícil precisar
el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich.
Se lo trajo por la mañana, precisamente un poco antes de irse él a la oficina.
No habría podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío empezaba a
dejarse sentir con intensidad y amenazaba con volverse aún más punzante.
Petrovich apareció con el capote como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba
una expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había visto. Parecía
estar plenamente convencido de haber realizado una gran obra y se le había
revelado con toda claridad el abismo de diferencia que existe entre los sastres
que sólo hacen arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas
nuevas de vestir.
Sacó el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién planchado; sólo
después volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolsillo para su uso particular.
Una vez descubierto el capote, lo examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas
manos lo echó con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich. Luego,
lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó perfectamente, pero
sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como hombre de edad madura, quiso también
probar las mangas. Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el
capote le sentaba estupendamente. En una palabra: estaba hecho a la perfección.
Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si se lo había hecho a tan bajo
precio era sólo porque vivía en un piso pequeño, sin placa, en una calle
lateral y porque conocía a Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre
de la perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado setenta y cinco
rublos Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con Petrovich,
temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre solía hacer alarde. Le
pagó, le dio las gracias y salió con su nuevo capote camino de la oficina.
Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le siguió largo
rato con la mirada, absorto en la contemplación del capote. Después, a
propósito, pasó corriendo por una callejuela tortuosa y vino a dar a la misma
calle para mirar otra vez el capote del otro lado, es decir, cara a cara.
Mientras tanto, Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada
momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros y hasta llegó a
sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En efecto, tenía dos ventajas:
primero, porque el capote abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante. El
camino se le hizo cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró
en la oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por todos
los lados, rogando al conserje que tuviera especial cuidado con él.
No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se enteraron de que
Akakiy Akakievich tenía un capote nuevo y que el famoso batín había
dejado de existir. En el acto todos salieron a la conserjería para ver el nuevo
capote de Akakiy Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo,
que no pudo por menos de sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo
avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él diciendo que tenía que
celebrar el estreno del capote por medio de un remojón y que, por lo menos,
debía darles una fiesta, el pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no
supo qué responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y poniéndose
todo colorado intentó asegurarles, en su simplicidad, que no era un capote nuevo,
sino uno viejo.
Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del Jefe de oficina, queriendo
demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y sabía tratar con sus
inferiores, dijo:
-Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy Akakievich y les convido
a tomar el té esta noche en mi casa. Precisamente hoy es mi cumpleaños.
Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al ayudante del jefe de
oficina y aceptaron muy gustosos la invitación. Akakiy Akakievich quiso
disculparse, pero todos le interrumpieron diciendo que era una descortesía, que
debería darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la invitación.
Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al pensar que de este
modo tendría ocasión de lucir su nuevo capote también por la noche.
Se puede decir que todo aquel día fue para él una fiesta grande y solemne.
Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó el capote y
lo colgó cuidadosamente en una percha que había en la pared, deleitándose una
vez más al contemplar el paño y el forro y, a propósito, fue a buscar el viejo
capote, que estaba a punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se
echó a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos de sonreírse al
pensar en el estado en que se hallaba el capote. Comió alegremente y luego,
contrariamente a lo acostumbrado, no copió ningún documento. Por el contrario,
se tendió en la cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin
más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.
Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario
anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo,
sus calles y sus casas se mezclaron de tal suerte en su cabeza, que resultaba
difícil sacar de aquel caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo
seguro es que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o sea
lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que caminar por calles
solitarias escasamente alumbradas, pero a medida que iba acercándose a la casa
del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor alumbradas. Los
transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban ataviadas
elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de castor y ya no se veían tanto
los veñkas con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de
clavos dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados,
provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de
terciopelo color frambuesa, o se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve,
carrozas con los pescantes sumamente adornados.
Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente nuevo; hacía
varios años que no había salido de noche por la calle.
Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un
cuadro que representaba a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato,
por lo que lucía una pierna escultural: a su espalda, un hombre con patillas y
perilla, a estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy Akakievich
meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez
porque se encontraba con algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo,
muy bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un sexto sentido. Quizá
también pensara lo que la mayoría de los funcionarios habrían pensado decir:
«¡Ah, estos franceses! ¡No hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una
cosa, así ha de ser…» También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues es
imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo cuanto piensa.
Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de oficina. Este
llevaba un gran tren de vida; en la escalera había un farol encendido, y él
ocupaba un cuarto en el segundo piso. Al entrar en el recibimiento, Akakiy
Akakievich vio en el suelo toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el
centro de la habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar esparciendo
columnas de vapor. En las paredes colgaban capotes y capas, muchas de las cuales
tenían cuellos de castor y vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se
oían voces confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse la
puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con vasos vacíos, un
tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo visto los funcionarios debían de
estar reunidos desde hacía mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de
té. Akakiy Akakievich colgó él mismo su capote y entró en la habitación. Ante
sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los funcionarios, las pipas y
mesas de juego mientras que el rumor de las conversaciones que se oían por
doquier y el ruido de las sillas sorprendían sus oídos.
Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso, reflexionando sobre
lo que tenía que hacer. Pero ya le habían visto sus colegas; le saludaron con
calurosas exclamaciones y todos fueron en el acto al recibimiento para admirar
nuevamente su capote. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado; pero
como era una persona sincera y leal no pudo por menos de alegrarse al ver cómo
todos ensalzaban su capote.
Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al capote y volvieron a
las mesas de whist. Todo ello, el ruido, las conversaciones y
la muchedumbre… le pareció un milagro. No sabía cómo comportarse ni qué hacer
con sus manos, pies y toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que
jugaban: miraba tan pronto las cartas como los rostros de los presentes; pero
al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse, tanto más cuanto que había pasado
la hora en la que acostumbraba acostarse.
Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron marcharse,
alegando que tenía que beber una copa de champaña para celebrar el estreno del
capote. Una hora después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría,
empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le hicieron tomar dos
copas, con lo cual todo cuanto había en la habitación se le apareció bajo un
aspecto mucho más risueño. Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche
pasada y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de la casa
no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la habitación sin ser visto y
buscó su capote en el recibimiento, encontrándolo, con gran dolor, tirado en el
suelo. Lo sacudió, le quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las
escaleras.
Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de comestibles,
eternos clubs de las servidumbres y otra gente, estaban aún
abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz que se filtraba por entre
las rendijas atestiguaba claramente que los parroquianos aún permanecían allí.
Eran éstos sirvientes y criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus
amos en la absoluta ignorancia de dónde se encontraban.
Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta
corrió, sin saber por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un
rayo, moviendo todas las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y
prosiguió su camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque tan
inesperado que había tenido.
Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día
por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más
silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se
destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se
veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba
tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían
destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto
donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se
podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y
desolado desierto.
A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una garita que
parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la alegría de Akakiy
Akakievich se desvaneció por completo. Entró en la plaza no sin temor, como si
presintiera algún peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que
alrededor se extendía un inmenso océano. «¡No! ¡Será mejor que no mire!», pensó
para sí, y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando los abrió para ver
cuánto le quedaba aún para llegar al extremo opuesto de la plaza, se encontró
casi ante sus propias narices con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo
de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el
corazón empezó a latirle precipitadamente.
-¡Pero si este capote es mío! -dijo uno de ellos con voz de trueno,
cogiéndole por el cuello.
Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro le tapó la
boca con el pañuelo, que era del tamaño de la cabeza de un empleado,
diciéndole: «¡Ay de ti si gritas!»
Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el capote y le
daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de espaldas en la nieve, en
donde quedó tendido sin sentido.
Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie. Sintió que
hacía mucho frío y que le faltaba el capote. Empezó a gritar, pero su voz no
parecía llegar hasta el extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de gritar,
echó a correr a través de la plaza directamente a la garita, junto a la cual
había un guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad, tratando
de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando gritos.
Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo jadeante que no
hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se daba cuenta de cómo robaban a la
gente. El guarda le contestó que él no había visto nada: sólo había observado
cómo dos individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó que eran
amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de enfurecerse en vano, en ir a
ver a la mañana siguiente al inspector de policía, y que éste averiguaría sin
duda alguna quién le había robado el capote.
Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los cabellos que aún
le quedaban en pequeña cantidad sobre las sienes y la nuca estaban
completamente desordenados. Tenía uno de los costados, el pecho y los
pantalones, cubiertos de nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba
fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose sólo una
zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose pudorosamente con una
mano el pecho, sobre el cual no llevaba más que una camisa. Pero al ver a
Akakiy Akakievich retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había
sucedido ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse directamente
al Comisario del distrito y no al inspector, porque éste no hacía más que
prometerle muchas cosas y dar largas al asunto. Lo mejor era ir al momento al
Comisario del distrito, a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que
tuvo antes de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma le
veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además, todos los domingos, en
la iglesia pudo observar que rezaba y al mismo tiempo miraba alegremente a
todos, y todo en él denotaba que era un hombre de bien.
Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su habitación. Cómo
pasó la noche…, sólo se lo imaginarían quienes tengan la capacidad suficiente
de ponerse en la situación de otro.
A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al Comisario del distrito,
pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y aún seguía durmiendo. Fue a
las once, pero el Comisario había salido. Se presentó a la hora de la comida,
pero los escribientes que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e
insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había sucedido. De modo
que, en vista de los entorpecimientos, Akakiy Akakievich quiso, por primera vez
en su vida, mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que
tenía que hablar personalmente con el Comisario, que venía del Departamento del
Ministerio para un asunto oficial y que, por tanto, debían dejarle pasar, y si
no lo hacían, se quejaría de ello y les saldría cara la cosa. Los escribientes
no se atrevieron a replicar y uno de ellos fue a anunciarle al Comisario.
Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del capote.
En vez de interesarse por el punto esencial empezó a preguntar a Akakiy
Akakievich por qué volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría
estado en una casa sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se
quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien encomendado. En
todo el día no fue a la oficina (hecho sin precedente en su vida). Al día
siguiente se presentó todo pálido y vestido con su viejo capote, que tenía el
aspecto aún más lamentable. El relato del robo del capote -aparte de que no
faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para burlarse-
conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en beneficio
suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios habían
tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y
para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del
autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de
ellos, movido por la compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo,
le dijo que no se dirigiera al Comisario, pues suponiendo aún que deseara
granjearse las simpatías de su superior y encontrar el capote, este
permanecería en manos de la Policía hasta que lograse probar que era su
legítimo propietario. Lo mejor sería, pues, que se dirigiera a una «alta
personalidad», cuya mediación podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no
quedaba otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la «alta
personalidad».
¿Quién era aquella «alta personalidad» y qué cargo desempeñaba? Eso es lo
que nadie sabría decir. Conviene saber que dicha «alta personalidad» había
llegado a ser tan sólo esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces
era por completo desconocido. Además su posición tampoco ahora se consideraba
como muy importante en comparación con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá
personas que consideran como muy importante lo que los demás califican de
insignificante. Además, recurriría a todos los medios para realzar su
importancia. Decretó que los empleados subalternos le esperasen en la escalera
hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente a él sino que las
cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que
presentar la solicitud de audiencia al secretario del Gobierno, quien a su vez
la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría
superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa
Rusia, todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en
imitar a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron
a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por
medio de un tabique de lo que él llamaba «sala de reuniones». A la puerta de
dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre
tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes,
aunque en la «sala de reuniones» apenas si cabía un escritorio de tamaño
regular.
El modo de recibir y las costumbres de la «alta personalidad» eran
majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La base principal de su
sistema era la severidad. «Severidad, severidad, y… severidad», solía decir, y
al repetir por tercera vez esta palabra dirigía una mirada significativa a la
persona con quien estaba hablando aunque no hubiera ningún motivo para ello,
pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo gubernamental, ya sin
eso estaban constantemente atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el
trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su conversación
con los subalternos era siempre severa y consistía sólo en las siguientes
frases: «¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla ? ¿Se da usted cuenta?
¿Sabe a quién tiene delante?»
Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se
comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de general le había hecho
perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo
confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con
personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos
aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el
anfitrión era tan sólo de un grado inferior al suyo, entonces parecía hallarse
completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de
compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar
el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el
ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse
a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por
su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso
permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando
en cuando un sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más
aburrido.
Tal era la «alta personalidad» a quien acudió Akakiy Akakievich, y el
momento que eligió para ello no podía ser más inoportuno para él; sin embargo,
resultó muy oportuno para la «alta personalidad». Ésta se hallaba en su
gabinete conversando muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a
quien no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que deseaba
hablarle un tal Bachmachkin.
-¿Quién es? -preguntó bruscamente.
-Un empleado.
-¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo -dijo la alta personalidad. Es
preciso decir que la alta personalidad mentía con descaro; tenía tiempo; los
dos amigos ya habían terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la
conversación había quedado interrumpida ya más de una vez por largas pausas,
durante las cuales se propinaban cariñosas palmaditas, diciendo:
-Así es, Iván Abramovich.
-En efecto, Esteban Varlamovich.
Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que
esperase el funcionario, para demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba
retirado y vivía en una casa de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los
empleados en la antesala. Por fin. después de haber hablado cuanto quisieron o,
mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar sus cigarros
cómodamente recostados en unos mullidos butacones, y entonces su excelencia
pareció acordarse de repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario,
que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su informe:
-Creo que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.
Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy Akakievich, se
volvió hacia él con brusquedad y le dijo:
-¿Qué desea?
Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado
delante del espejo, a solas en su habitación, una semana antes que le nombraran
para el nuevo cargo.
Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por
completo. Sin embargo, trató de explicar como pudo o mejor dicho, con toda la
fluidez de que era capaz su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo
habían robado de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades
y más palabras innecesarias. Rogaba a su excelencia que intercediera por
escrito… o así…. como quisiera…. con el jefe de la Policía u otra persona para
que buscasen el capote y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin
embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar, y por eso dijo
bruscamente:
-Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta
así? ¿Acaso ignora cómo se procede en estos asuntos? Primero debería usted
haber hecho una instancia en la cancillería, que habría sido remitida al jefe
del departamento, el cual la transmitiría al secretario y éste me la hubiera
presentado a mí.
-Pero, excelencia… -dijo Akakiy Akakievich recurriendo a la poca serenidad
que aún quedaba en él y sintiendo que sudaba de una manera horrible-. Yo,
excelencia, me he atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios…,
los secretarios… son gente de poca confianza..
-¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted?.-exclamó la «alta personalidad»-. ¿Cómo se
atreve a decir semejante cosa? ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué
audacia tienen los jóvenes con sus superiores y con las autoridades!
Era evidente que la «alta personalidad» no había reparado en que Akakiy
Akakievich había pasado de los cincuenta años, de suerte que la palabra «joven»
sólo podía aplicársele relativamente, es decir, en comparación con un
septuagenario.
-¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da
usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!
Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun
otro que no fuera Akakiy Akakievich se habría asustado también.
Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le
recorrió todo el cuerpo, y apenas si se pudo tener en pie. De no ser porque un
guardia acudió a sostenerle, se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi
desmayado.
Pero aquella «alta personalidad», satisfecha del efecto que causaron sus
palabras, y que habían superado en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de
contento, al pensar que una palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer
perder el sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba de
todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en
una situación indefinible, muy próxima al terror.
Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la calle, esto son
cosas que ni él mismo podía recordar, pues apenas si sentía las manos y los
pies. En su vida le habían tratado con tanta grosería, y precisamente un
general y además un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en las
calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como
de costumbre en San Petersburgo, soplaba sobre él de todos los lados, es decir,
de los cuatro puntos cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante
se resfrío la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder proferir
ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se metió en la cama. ¡Tal
es el efecto que puede producir a veces una reprimenda!
Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa
ayuda del clima petersburgués, el curso de la enfermedad fue más rápido de lo
que hubiera podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso,
únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el enfermo no
muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en
el acto que le quedaban sólo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la
patrona, diciendo:
-Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de
madera de pino, pues uno de roble sería demasiado caro para él.
Ignoramos si Akakiy Akakievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su
muerte, y en el caso de que las oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y
le hicieron quejarse de su Destino, ya que todo el tiempo permanecía en el
delirio de la fiebre.
Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a
Petrovich y le encargaba que le hiciese un capote con alguna trampa para los
ladrones, que siempre creía tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba
a la patrona y le suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo
de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba colgado delante de
él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces creía estar delante del general,
escuchando sus insultos y diciendo: «Perdón, excelencia.» Por último se puso a
maldecir y profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó,
ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante; además, estas
palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después sólo
murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada. Sólo
se podía deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se
referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el pobre Akakiy
Akakievich exhaló el último suspiro.
Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que
no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un
cuaderno de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones
desprendidos de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe
para quién quedó todo esto!
Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el particular.
Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin
él como si jamás hubiera existido.
Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien
nadie había querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención
del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla
en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus
colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto
extraordinario; sin embargo, divisó, aunque sólo fuera al fin de su vida, el
espíritu de la luz en forma de capote, el cual reanimó por un momento su
miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a veces
sobre los privilegiados de la tierra…
Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con
orden de que Akakiy Akakievich se presentase inmediatamente, porque el jefe lo
exigía. Pero el ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y
declaró que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le preguntaron:
-¿Y por qué?
-¡Pues, porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.
Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akakiy
Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo
empleado. Era mucho más alto y no trazaba las letras tan derechas al copiar los
documentos, sino mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a
imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy Akakievich, ya que estaba
destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después de muerto como
recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y
nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.
En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a
poca distancia de él, se aparecía de noche un fantasma con figura de empleado
que buscaba un capote robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los
hombres, sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con pieles
de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente guateados: en una palabra:
todas las pieles auténticas o de imitación que el hombre ha inventado para
protegerse.
Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y
reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo
correr, y por eso no pudo observar bien al espectro. Sólo vio que aquel le
amenazaba desde lejos con el dedo. En todas partes había quejas de que las
espaldas y los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares,
sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes resfriados al ser
despojados de sus capotes.
Se comprende que la Policía tomara sus medidas para capturar de la forma
que fuese al fantasma, vivo o muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento
de otros, y por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección
de la calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el lugar
del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente a un músico
retirado que en otros tiempos había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía
cogido por el cuello, gritó para que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les
entregó al detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano en la
bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su nariz, que se le había
quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía de ser de tal calidad que ni
siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado
de tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha, cuando el fantasma
estornudó con tal violencia, que empezó a salpicar por todos lados. Mientras se
frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de
modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.
Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera
se atrevían a detener a una persona viva, y se limitaban solo a gritarle desde
lejos: «¡Oye, tú! ¡Vete por tu camino!» El espectro del empleado empezó a
esparcirse también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo horrible
entre la gente tímida.
Pero hemos abandonado por completo a la «alta personalidad», quien, a decir
verdad, fue el culpable del giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo
demás muy verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la «alta
personalidad» sintió algo así como lástima, poco después de haber salido el
pobre Akakiy Akakievich completamente deshecho. La compasión no era para él
realmente ajena: su corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo
su alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su gabinete el
amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el pobre Akakiy
Akakievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e incapaz de
resistir la reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le
inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado a
su casa para preguntar por su salud y averiguar si se podía hacer algo por él.
Al enterarse de que Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se
quedó aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de
mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por
la noche a casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor,
personas de su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado. Esto
ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable,
tomó parte en las conversaciones de un modo agradable; en un palabra: pasó muy
bien la velada. Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como se
sabe, es un medio excelente para comunicar alegría. El champaña despertó en él
deseos de hacer algo fuera de lo corriente, así es que resolvió no volver
directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán
al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso que
digamos que la «alta personalidad» ya no era un hombre joven. Era marido sin
tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba ya
en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco
encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano,
diciendo: «Bonjour, papa.» Su esposa, que era joven aún y no
sin encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego, volviéndola
hacia fuera tomaba la de él y se la besaba a su vez. Pero la «alta
personalidad», aunque estaba plenamente satisfecho con las ternuras y el cariño
de su familia, juzgaba conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y
mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más joven ni más
hermosa que su esposa; pero tales problemas existen en el mundo y no es asunto
nuestro juzgarlos.
Así, pues, la «alta personalidad» bajó las escaleras, subió al trineo y
ordenó al cochero:
-¡A casa de Carolina Ivanovna!
Envolviéndose en su magnífico capote permaneció en este estado, el más
agradable para un ruso, en que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por
sí solas las ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en
perseguirlas ni en buscarlas. Lleno de contento, rememoró los momentos felices
de aquella velada y todas sus palabras que habían hecho reír a carcajadas a
aquel grupo, alguna de las cuales repitió a media voz. Le parecieron tan
chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus
ganas.
De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo
que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro,
arrojándole además montones de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el
cuello del capote como una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza
sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le
obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.
De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por el cuello;
volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo
muy gastado, y no sin espanto reconoció en él a Akakiy Akakievich. E1 rostro
del funcionario estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de
un difunto. Pero el terror de la «alta personalidad» llegó a su paroxismo
cuando vio que la boca del muerto se contraía convulsivamente exhalando un olor
de tumba y le dirigía las siguientes palabras:
-¡Ah! ¡Por fin te tengo!… ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu
capote! No quisiste preocuparte por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien:
dame ahora el tuyo!
La pobre «alta personalidad» por poco se muere. Aunque era firme de
carácter en la cancillería y en general para con los subalternos, y a pesar de
que al ver su aspecto viril y su gallarda figura, no se podía por menos de
exclamar: «¡Vaya un carácter!», nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de
figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió que le diese un
ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote y gritó al cochero, con una voz
que parecía la de un extraño:
-¡A casa, a toda prisa!
El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos
decisivos, y que solía ser acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza
entre los hombros para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a
toda velocidad. A los seis minutos escasos la «alta personalidad» ya estaba
delante del portal de su casa.
Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez de haber ido a
la de Carolina Ivanovna. A duras penas consiguió llegar hasta su habitación y
pasó una noche tan intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le
dijo su hija:
-¡Qué pálido estás, papá!
Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había
sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin
embargo, este episodio le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los
subalternos: «¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?» Y si así sucedía,
nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que
a partir de aquel día ya no se apareció el fantasma del difunto empleado. Por
lo visto, el capote del general le había venido justo a la medida. De todas
formas, no se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los
transeúntes.
Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron
tranquilizarse y contaban que el espectro del difunto empleado seguía
apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia
del barrio de Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por detrás
de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento -en cierta ocasión un
cerdo ordinario, ya completamente desarrollado, que se había escapado de una
casa particular, le derribó, provocando así las risas de los cocheros que le
rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la burla de que fue
objeto, unos centavos para tabaco-, como decimos, pues, era muy débil y no se
atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad hasta que aquel
volvió de repente la cabeza y le preguntó:
-¿Qué deseas? -y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas
vivas.
-Nada -replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.
El fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A
grandes pasos se dirigió al puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la
noche.
Nikolái Vasílievich
Gógol (en ucraniano Мико́ла Васи́льович Го́голь, en ruso:
Николай Васильевич Гоголь; Soróchintsy, Gobernación de Poltava, Imperio ruso,
20 de marzo/jul./ 1 de abril de 1809greg.-Moscú, 21 de febrero/jul./ 4 de marzo
de 1852greg.) fue un escritor ruso de origen ucraniano. Cultivó varios géneros,
pero fue notablemente conocido como dramaturgo, novelista y escritor de cuentos
cortos. Su obra más conocida es, probablemente, Almas muertas, considerada por muchos como la primera novela rusa
moderna.
Gógol nació en
Soróchintsy, en la gobernación de Poltava, actualmente Ucrania, en el seno de
una familia de la baja nobleza rutena. Algunos de sus antepasados se
identificaban como parte de la nobleza polaca (Szlachta), debido a la
influencia cultural polaca de las clases altas rutenas. Su propio abuelo,
Afanasi Gógol, escribió en documentos censales que sus «antepasados, de
apellido Gógol, pertenecen a la nación polaca». Sin embargo, su bisabuelo Jan
Gógol, tras haber estudiado en la Academia de Kiev-Mohyla (o Kyiv-Mohyla, en
ucraniano), institución de fuertes raíces ucranianas y ortodoxas, se trasladó a
la parte oriental de Ucrania, más vinculada culturalmente a Moscovia, y se
estableció en la región de Poltava, dando lugar a la línea familiar de los
Gógol-Yanovski. El propio Gógol consideraba la segunda parte de su apellido «un
añadido polaco artificial», usando sólo la primera parte, Gógol. Su padre murió
cuando el joven Nikolái tenía 15 años de edad. Las profundas creencias
religiosas de la madre sin duda debieron influir en la visión del mundo de
Gógol, muy condicionada también por su entorno familiar de baja nobleza en un
medio rural.
Se trasladó a San
Petersburgo en 1828 y allí trabajó en un modestísimo empleo de burócrata de la
administración zarista. En 1831, conoció a Aleksandr Pushkin, que le ayudó en
su carrera como escritor y se hizo amigo suyo. Más adelante, impartió clases de
historia medieval en la Universidad de San Petersburgo de 1834 a 1835.7
Escribió diversos relatos breves cuya acción transcurre en San Petersburgo,
como La avenida Nevski, el Diario de un loco, El capote y La nariz. Este último
sería adaptado como ópera por Dmitri Shostakóvich. Sin embargo, sería su
comedia El inspector, publicada en 1836, la que lo convertiría en un escritor
conocido. El tono satírico de la obra, que comparte con otros de sus escritos,
generó una cierta controversia, y Gógol emigró a Roma.
Gógol pasó casi cinco
años viviendo en Italia y Alemania, viajando también algo por Suiza y Francia.
Fue durante este periodo cuando escribió Almas
muertas, cuya primera parte se publicó en 1842, y la novela histórica Tarás Bulba, protagonizada por el cosaco
del mismo nombre y ambientada en el siglo XVI en tierras ucranianas y que
estaban parcialmente ocupadas por los polacos. Se dice que la idea de la trama
de Almas muertas le habría sido
sugerida a Gógol por Pushkin. En 1848, Gógol hizo una peregrinación a Jerusalén,
impulsado por sus profundas creencias cristianas ortodoxas. Tras volver de
Jerusalén, Gógol decidió abandonar la literatura para concentrarse en la
religión, bajo la influencia del sacerdote ortodoxo Padre Konstantínovski.
Entonces, Gógol quemó lo que había escrito de la segunda parte de Almas muertas
diez días antes de su muerte el 21 de febrero/4 de marzo de ese año en Moscú.
Algunos fragmentos de esa segunda parte de Almas muertas sobrevivieron a la
quema y han sido publicados.
Es importante decir que
esta segunda parte de Almas Muertas en verdad iba a llamarse Almas Blancas. Relata el poeta argentino
Luis Tedesco:
Gógol
un hombre perfectamente instalado en la corte zarista había escrito Almas
Muertas como un feroz fresco sobre sus contemporáneos pudientes. Cuando se le
reprocha ese ataque, imprevisible en alguien de su posición, Gógol comienza a
escribir una segunda parte de su novela a la que titularía Almas Blancas con el
propósito consciente de revertir su visión anterior. Cuenta entonces (Gógol),
que mientras estaba describiendo en trazos benévolos la conducta de sus
personajes, la pluma se le desviaba hacia el grotesco, hacia la denuncia, hacia
la disección de una sociedad viciada de corrupción. Así, las Almas Blancas
nunca se publicó ya que Gógol quemó lo mucho o poco que llevaba escrito en la
chimenea de su confortable cuarto de trabajo.
Sus últimos cuatro años
de vida transcurrieron en una cómoda casa de dos plantas ubicada en lo que hoy
se conoce como Bulevar Nikitski de Moscú. Esta residencia se conserva como
museo y guarda casi todos los muebles y objetos personales del autor;
incluyendo su escritorio, en el que trabajaba de pie y coronado con una imagen
del poeta Pushkin, sus plumas y cuadros personales, donde sobresalen fotos de
religiosos ortodoxos con quienes tuvo trato. También se exhibe su máscara
mortuoria de yeso. Gógol falleció allí mismo en su alcoba, mentalmente muy
enfermo y con un gran deterioro físico.
Interpretación
La vida y las obras
literarias de Gógol muestran el debate entre las tendencias prooccidental y
eslavófila en la cultura rusa. Los reformistas liberales rusos interpretaron en
un principio las historias de Gógol como sátiras de los aspectos negativos de la
sociedad rusa. Sin embargo, al final de su vida, estos mismos reformistas lo
veían como una figura reaccionaria y patética, perdida en el fanatismo
religioso. Así, en su famosa Carta a Gógol, Visarión Belinski lo tachó de
«predicador del látigo y apóstol del oscurantismo».
Aunque está fuera de
toda duda que en Almas Muertas se
refleja un ansia de reformar Rusia, no queda claro si las reformas sugeridas
habrían de ser de tipo político o moral. La primera parte del libro muestra los
errores cometidos por el protagonista, mientras que en la segunda, más confusa,
se muestran las enmiendas a esos errores.
El deseo de Gógol de
una reforma moral de Rusia se hizo al final de su vida mucho más radical, como
se ve en el fanatismo que impregna en algunas de sus cartas publicadas. Esta
radicalización de su pensamiento lo llevó a la decisión de quemar el borrador
de la segunda parte de Almas Muertas,
a la vez que su salud empeoraba rápidamente.
Gógol sigue la
tradición literaria de E. T. A. Hoffmann, con un uso frecuente de lo
fantástico. Además, las obras de Gógol muestran un excelente sentido del humor.
Esta mezcla de humor con realismo social, elementos fantásticos, y formas de
prosa no convencionales son la clave de su popularidad.
Gógol escribió en una
época de censura política. Su uso de elementos fantásticos es, como en las
fábulas de Esopo, una manera de burlar al censor. Algunos de los mejores
escritores soviéticos también recurrieron a la fantasía por razones similares.
Gógol tuvo un impacto
enorme y permanente en la literatura rusa. La influencia de Gógol se aprecia en
escritores como Yevgueni Zamiatin, Mijaíl Bulgákov o Andréi Siniavsky (Abram
Terts).
La obra El Capote hace
de base en el argumento de la película El buen nombre de Mira Nair en 2006.
Obras
El Viy También
traducida al Español como Vi
Historias de San
Petersburgo (cinco relatos, 1835-1842)
La avenida Nevski
El retrato
Diario de un loco
La nariz
El capote
Veladas en un caserío
de Dikanka (ocho relatos)
La feria de Soróchintsy
La noche en vísperas de
San Juan8
La noche de mayo o la
ahogada
La carta perdida
La Nochebuena
Terrible venganza
Iván Fiódorovich
Shponka y su tía
El lugar embrujado
El inspector
Tarás Bulba
Almas muertas
Adaptaciones teatrales
El
diario de un loco fue realizada en teatro e interpretada
durante 25 años por el actor mexicano Carlos Ancira hasta el día de su
fallecimiento. Esta obra se estrenó en 1960 en el teatro Reforma dirigida por
Alejandro Jodorowsky.
Adaptaciones
cinematográficas
Adaptación de La carta desaparecida (Прoпавшая
грамота): mediometraje de dibujos animados de 1945, producido por Soyuzmultfilm
y dirigido por Lamis Bredis (Ламис Бредис), Valentina Brumberg (Валентина
Брумберг, 1899-1975) y Zinaída Brumberg (Зинаида Брумберг, 1900-1983)
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