LA
EDAD DE LA DISCRECIÓN
Simone
de Beauvoir
¿Mi reloj está parado?
No. Pero las agujas no dan la sensación de girar. No mirarlas. Pensar en otra
cosa, en cualquier cosa: en este día detrás de mí, tranquilo y cotidiano, a
pesar de la agitación de la espera.
Enternecimiento al
despertar. André estaba acurrucado en la cama, los ojos cubiertos con una
venda, la mano apoyada en la pared, con gesto infantil, como si en la confusión
del sueño hubiera necesitado experimentar la solidez del mundo. Me he sentado
al borde de la cama, he apoyado la mano sobre su hombro. Se ha arrancado la
venda, una sonrisa se ha dibujado sobre su rostro atolondrado.
—Son las ocho.
He instalado en la
biblioteca la bandeja del desayuno; he tomado un libro recibido la víspera y ya
a medias hojeado. ¡Qué fastidio todas esas cantinelas sobre la incomunicación!
Si uno quiere comunicarse, generalmente se logra. No con todo el mundo,
ciertamente, pero sí con dos o tres personas. A veces oculto a André caprichos,
nostalgias, inquietudes menores; sin duda él también tiene sus pequeños
secretos, pero a grandes rasgos no ignoramos nada el uno del otro. He servido
en las tazas, té de China muy caliente, muy cargado. Lo hemos bebido revisando
nuestro correo; el sol de julio entraba a raudales en el cuarto. ¿Cuántas veces
nos habíamos sentado frente a frente ante esta mesita, delante de las tazas de
té muy cargado, muy caliente? Y otra vez mañana, dentro de un año, dentro de
diez años... Ese instante tenía la dulzura de un recuerdo y la alegría de una
promesa. ¿Teníamos treinta años, o sesenta? Los cabellos de André se han
encanecido tempranamente: en otra época, esa nieve que realzaba la frescura
mate de su piel parecía una coquetería. Sigue siendo una coquetería. La piel se
ha endurecido y agrietado, viejo cuero, pero la sonrisa de la boca y de los
ojos ha conservado la luz. A pesar de los desmentidos del álbum de fotografías,
su imagen juvenil concuerda con su rostro de hoy: mi mirada no le conoce edad.
Una larga vida con risas, lágrimas, cóleras, abrazos, confesiones, silencios,
impulsos, y a veces parece que el tiempo no hubiera pasado. El porvenir todavía
se extiende hasta el infinito. Se ha levantado:
—Buena suerte con el
trabajo —me ha dicho.
—Tú también: buen
trabajo.
No ha contestado. En
esa clase de búsqueda, forzosamente hay períodos en los cuales no se adelanta;
uno se resigna a eso con menos facilidad que antes.
He abierto la ventana.
París olía a asfalto y a tormenta, abrumado por el pesado calor del verano. He
seguido a André con la mirada. Es quizá durante esos instantes, cuando lo veo
alejarse, cuando él para mí existe con la más trastornadora evidencia; la alta
silueta se empequeñece, dibujando a cada paso el camino de su regreso;
desaparece, la calle parece vacía pero en realidad se trata de un campo de
fuerzas que lo conducirá otra vez hacia mí como a su sitio natural; esta
certidumbre me conmueve aún más que su presencia.
Me he quedado un largo
rato en el balcón. Desde mi sexto piso descubro un gran pedazo de París, el
vuelo de las palomas por encima de los techos de pizarra y esas falsas macetas
que son chimeneas. Rojas o amarillas, las grúas (cinco, nueve, diez, cuento
diez) obstruyen el cielo con sus brazos de hierro; a la derecha, mi mirada
tropieza con una alta muralla perforada por pequeños agujeros: un inmueble
nuevo; descubro también torres prismáticas, rascacielos recientemente
edificados. ¿Desde cuándo el terraplén del bulevar Edgar-Quinet se transformó
en un parking? La frescura de ese paisaje me salta a la vista, y sin embargo,
no me acuerdo de haberlo visto distinto. Me gustaría contemplar uno al lado de
otro los dos grabados: antes, después, y asombrarme de sus diferencias. Pero
no. El mundo se crea bajo mis ojos en un eterno presente; me habitúo tan
rápidamente a sus rostros que no advierto que cambian.
Sobre mi mesa, los
ficheros, el papel blanco me invitaban a trabajar; pero las palabras que
bailaban en mi cabeza me impedían concentrarme. «Philippe estará aquí esta
noche.» Casi un mes de ausencia. He entrado en su habitación, donde todavía
había libros, papeles, un viejo pulóver gris, un pijama violeta, este
dormitorio que no me decido a transformar porque no tengo tiempo ni dinero,
porque no quiero creer que Philippe haya dejado de pertenecerme. He vuelto a la
biblioteca impregnada por un gran ramo de rosas frescas e inocentes como
lechugas. Me sentía sorprendida de que este apartamento jamás me hubiera
parecido desierto. Nada faltaba. Miraba cariñosamente los colores ácidos y
tiernos de los cojines diseminados sobre los divanes; las muñecas polacas, los
bandoleros eslovacos, los gallos portugueses ocupaban modosamente sus sitios.
«Philippe estará aquí...» Me he quedado desamparada. La tristeza puede
llorarse. Pero la impaciencia de la alegría no es fácil de conjurar.
He decidido salir a
respirar el olor del verano. Un negro alto, vestido con un impermeable azul
eléctrico y cubierto con un gorro gris, barría indolentemente la acera: antes,
era un argelino color gris oscuro. En el bulevar Edgar-Quinet me he unido al bullicio
de las mujeres. Como ya casi no salgo por la mañana, el mercado me parecía
exótico (tantos mercados por la mañana, bajo tantos cielos). Una viejecita
renqueaba de una carnicería a otra con sus mechones tirados hacia atrás,
apretando el asa de su bolsa vacía. En otros tiempos no me inquietaba por los
ancianos; los tomaba por muertos cuyas piernas aún caminan; ahora los veo:
hombres, mujeres, apenas un poco más viejos que yo. A ésta ya la había
observado el día en que había pedido sobras para sus gatos al carnicero. «¡Para
sus gatos! —dijo cuando ella salió—. No tiene gato. ¡Va a cocinarse uno de esos
guisotes!» Al carnicero le parecía divertido. Luego recogería los desperdicios
bajo las tablas de la carne antes de que el enorme negro hubiera barrido todo a
la alcantarilla. Sobrevivir con ciento ochenta francos por mes: hay más de un
millón en ese mismo caso; y otros tres millones apenas menos necesitados.
He comprado frutas,
flores, he callejeado. Jubilarse, suena un poco como ser tirado al canasto; la palabra
me helaba. La extensión de mis ocios me horrorizaba. Estaba equivocada. El
tiempo me queda un poco holgado de hombros, pero me las arreglo. ¡Y qué placer
vivir sin consigna, sin apremio! En ocasiones, a pesar de todo, el estupor me
gana. Me acuerdo de mi primer puesto, mi primera clase, las hojas muertas que
crujían bajo mis pies en el otoño provinciano. Entonces el día de la jubilación
—que un lapso dos veces tan largo, o casi, como mi vida anterior separaba de
mí— me parecía irreal como la muerte misma. Y he aquí que hace un año que ha
llegado. He cruzado otras líneas, pero más imprecisas. Esta tiene la rigidez de
una trampa de hierro.
He regresado, me he
sentado a mi mesa: sin trabajo, hasta esta alegre mañana me hubiera parecido
insulsa. Hacia la una hice un alto para poner la mesa en la cocina: totalmente
igual a la cocina de la abuela, en Milly —quisiera volver a ver Milly— con su
mesa de granja, los bancos, los cobres, el techo con las vigas al descubierto;
sólo que hay un horno de gas en lugar de una cocina de hierro fundido, y un
frigorífico. (¿En qué año aparecieron en Francia los frigoríficos? Compré el
mío hace diez años, pero ya era un artículo corriente. ¿Desde cuándo? ¿Antes de
la guerra? ¿Inmediatamente después? De nuevo una de esas cosas de las que ya no
me acuerdo.)
André ha llegado tarde,
me había avisado: al salir del laboratorio había tomado parte en una reunión
sobre la fuerza disuasiva. He preguntado:
—¿Ha estado bien?
—Hemos estado
redactando un nuevo manifiesto. Pero no me hago ilusiones. No tendrá más eco
que los otros. A los franceses les importa un pito. La fuerza disuasiva, la
bomba atómica en general, todo. A veces tengo ganas de salir volando a otra
parte: a Cuba, a Malí. No, seriamente, sueño con ello. Allá uno quizá pueda ser
útil.
—No podrías trabajar
más.
—No sería una gran
desgracia.
He dejado sobre la mesa
la ensalada, el jamón, el queso, la fruta.
—¿Tan descorazonado
estás? No es la primera vez que no dan en el clavo.
—No.
—... ¿Entonces?
—No quieres comprender.
Me repite a menudo que
ahora todas las ideas nuevas vienen de sus colaboradores, que está demasiado
viejo para inventar: no lo creo.
—¡Ah!, veo lo que
piensas —dije—. No lo creo.
—Estás equivocada. Tuve
mi última idea hace quince años. Quince años. Ninguno de los períodos de
depresión que ha atravesado ha durado tanto tiempo. Pero en el punto al que ha
llegado, sin duda, tiene necesidad de esta pausa para reencontrar una
inspiración nueva. Pienso en los versos de Valéry:
Cada
átomo de silencio
es
la posibilidad de un fruto maduro.
De esta lenta gestación
van a nacer frutos inesperados. Esta aventura de la cual he participado
apasionadamente no ha terminado: la duda, el fracaso, el tedio de los
estancamientos, luego una luz entrevista, una esperanza, una hipótesis
confirmada; después de semanas y meses de paciencia ansiosa, la embriaguez del
éxito. No comprendía gran cosa de los trabajos de André, pero mi confianza
testaruda fortificaba la suya. Permanece intacta. ¿Por qué ya no puedo
comunicársela? Me niego a creer que nunca más veré brillar en sus ojos la
alegría febril del descubrimiento.
Dije:
—Nada prueba que no
tengas un segundo empuje.
—No. A mi edad uno
tiene hábitos mentales que frenan la invención. Y de año en año me vuelvo más
ignorante.
—Volveremos a hablar
dentro de diez años. Harás tal vez tu más grande descubrimiento a los setenta
años.
—Siempre tu optimismo:
te garantizo que no.
—¡Siempre tu pesimismo!
Nos hemos reído. Sin
embargo, no hay de qué reír. El derrotismo de André es infundado, por una vez
carece de rigor. Sí, Freud escribió en sus cartas que a una cierta edad no se
inventa nada más y que es desolador. Pero él era entonces mucho más viejo que
André. No importa: injustificada, esta morosidad no me entristece menos. Si
André se abandona a ella significa que de una manera general está en crisis. Me
sorprende, pero el hecho es que no se resigna a haber sobrepasado los sesenta
años. A mí, miles de cosas me divierten todavía; a él, no. Antiguamente se
interesaba por todo; ahora es toda una historia arrastrarlo a ver una película,
a una exposición, a casa de amigos.
—Qué lástima que ya no
te guste pasear —he dicho—. ¡Los días son tan hermosos! Hace un momento pensaba
que me hubiera gustado volver a Milly y al bosque de Fointainebleau.
—Eres sorprendente —me
ha respondido con una sonrisa—. ¡Conoces toda Europa y querrías volver a ver
los alrededores de París!
—¿Por qué no?, la
colegiata de Champeaux no es menos hermosa porque yo haya subido a la
Acrópolis.
—Bueno, cuando el
laboratorio cierre, dentro de cuatro o cinco días, te prometo un gran paseo en
coche.
Tendríamos tiempo para
hacer más de uno, puesto que nos quedamos en París hasta principios de agosto.
¿Pero tendrá ganas? Le he preguntado:
—Mañana es domingo. ¿No
estás libre?
—¡No, por desgracia! Ya
sabes, por la noche hay esa conferencia de prensa sobre el apartheid. Me han
traído una cantidad de documentos que todavía no he mirado. Prisioneros
políticos españoles, detenidos portugueses, iraníes perseguidos, rebeldes
congoleños, cameruneses, guerrilleros venezolanos, peruanos, colombianos,
siempre está dispuesto a ayudarlos en la medida de sus fuerzas. Reuniones,
manifiestos, mítines, octavillas, delegaciones, nada le desanima.
—Trabajas demasiado.
—¿Por qué demasiado?
¿Qué otra cosa hacer?
¿Qué hacer cuando el
mundo se ha descolorido? No queda más que matar el tiempo. Yo también atravesé
un mal período, hace diez años. Estaba asqueada de mi cuerpo, Philippe se había
vuelto un adulto, después del éxito de mi libro sobre Rousseau me sentía vacía.
Envejecer me angustiaba. Y después emprendí un estudio sobre Montesquieu, logré
que Philippe se diplomara, hacerle comenzar una tesis. Me confiaron unas clases
en la Sorbona que me interesaron aún más que el liceo. Me resigné a mi cuerpo.
Me pareció resucitar. Y actualmente, si André no tuviera una conciencia tan
aguda de su edad, olvidaría fácilmente la mía.
Ha vuelto a salir y me
he quedado todavía un largo rato en el balcón. He mirado girar sobre el fondo
azul del cielo una grúa color minio. He seguido con la mirada a un insecto
negro que trazaba en el azul un ancho surco espumoso y helado. La perpetua
juventud del mundo me corta el aliento. Cosas que amaba han desaparecido.
Muchas otras me han sido dadas. Ayer al anochecer, subía por el bulevar Raspail
y el cielo era carmesí; me parecía caminar sobre un planeta extraño donde la
hierba habría sido violeta, la tierra azul: los árboles escondían el parpadeo
rojizo de un cartel de neón. Andersen se maravillaba, a los sesenta años, de atravesar
Suecia en menos de veinticuatro horas mientras que en su juventud el viaje
duraba una semana. He conocido semejantes deslumbramientos: ¡Moscú a tres horas
y media de París!
Un taxi me ha conducido
al parque Montsouris, donde tenía cita con Martine. Al entrar en el jardín el
olor de la hierba cortada me ha llegado al corazón: olor a los pastos de alta
montaña por donde caminaba, mochila a la espalda con André, tan conmovedor por
tratarse del olor de las praderas de mi infancia. Reflejos, ecos, repitiéndose
hasta el infinito: he descubierto la dulzura de tener tras de mí un largo
pasado. No tengo tiempo de narrármelo, pero a menudo fortuitamente lo percibo
como transparente en el fondo del momento presente; le da su color, su luz,
como las rocas o las arenas se reflejan en el tornasolado mar. Otras veces me
ilusionaba con proyectos, promesas; ahora la sombra de los días idos
amortiguaba mis emociones, mis placeres.
En la terraza del
café-restaurante, Martine bebía un zumo de limón. Espesos cabellos negros, ojos
azules, un vestido corto con franjas anaranjadas y amarillas, tirando un poco a
violeta: una hermosa y joven mujer. Cuarenta años. A los treinta años yo había
sonreído, cuando el padre de André había tratado de «hermosa y joven» a una
cuarentona; y las mismas palabras me venían a los labios a propósito de
Martine. Actualmente, casi todo el mundo me parece joven. Me ha sonreído:
—¿Me ha traído su
libro?
—Por supuesto.
Ha mirado la
dedicatoria:
—Gracias —me ha dicho
con voz emocionada, y ha agregado—: Tengo mucha impaciencia por leerlo. Pero
este final de curso está muy cargado. Tendré que esperar al catorce de julio.
—Me gustaría conocer su
opinión. Tengo gran confianza en su juicio: es decir, que estamos casi siempre
de acuerdo. Me sentiría en un plano de mayor igualdad con ella si no conservara
aún hacia mí esa vieja deferencia entre alumna y profesora, si bien ella ya lo
es, además de estar casada y ser madre de familia.
—Es difícil hoy día
enseñar literatura. Sin sus libros, no sabría verdaderamente cómo
arreglármelas.
—Me ha preguntado
tímidamente—: ¿Está contenta con éste? Una pregunta permanecía en sus ojos sin
que osara formularla. He tomado la iniciativa. Sus silencios me animan a hablar
más que muchas preguntas atolondradas.
—Usted sabe lo que he
querido hacer: a partir de una reflexión sobre las obras críticas publicadas
desde la guerra, proponer un nuevo método que permita penetrar en la obra de un
autor de una manera más exacta de lo que hasta ahora se ha hecho. Espero
haberlo logrado.
Era más que una
esperanza: una convicción. Me llenaba de sol el corazón. Qué hermoso día, y me
gustaban esos árboles, ese césped, estas alamedas donde tan a menudo me había
paseado con mis camaradas, con amigos. Algunos han muerto o bien nuestras vidas
se han alejado. Por suerte, al contrario de André, que ya no ve a nadie, he
seguido unida a algunos alumnos y a colegas jóvenes; los prefiero a las mujeres
de mi edad. Su curiosidad vivifica la mía, y me arrastran tras de su porvenir,
más allá de mi tumba.
Martine ha acariciado
el volumen con la palma de la mano.
—A pesar de todo, voy a
echarle un vistazo esta misma noche. ¿Lo ha leído alguien?
—Sólo André. Pero la
literatura no le apasiona. Ya nada le apasiona. Y es tan derrotista conmigo
como con él mismo. Sin decírmelo, en el fondo está convencido de que todo
cuanto yo haga en adelante no añadirá nada a mi reputación. No me perturba
porque sé que se equivoca.
Acabo de escribir mi
mejor libro y el segundo tomo irá todavía más lejos.
—¿Su hijo?
—Le envié un paquete de
pruebas. Me hablará de ello: regresa esta noche.
Hemos hablado de
Philippe, de su tesis, de literatura. Como yo, ella ama las palabras y las
personas que saben servirse de ellas. Lo que pasa es que se deja devorar por su
profesión y su hogar. Me ha acompañado hasta casa en su pequeño Austin.
—¿Vuelve pronto a
París?
—No creo. De Nancy iré
directamente a descansar a Yonne.
—¿Trabajará algo
durante las vacaciones?
—Me gustaría mucho.
Pero siempre estoy corta de tiempo. No tengo su energía.
No es una cuestión de
energía, me dije al dejarla: no podría vivir sin escribir. ¿Por qué? ¿Y por qué
me he encarnizado en hacer de Philippe un intelectual, cuando André lo hubiera
dejado lanzarse a otros caminos? Niña, adolescente, los libros me salvaron de
la desesperación; eso me ha persuadido de que la cultura es el más alto de los
valores, y no logro considerar esta convicción con mirada crítica.
En la cocina,
Marie-Jeanne se atareaba en preparar la cena: en el menú, los platos preferidos
de Philippe. He verificado que todo fuera bien, he leído los diarios y resuelto
unos difíciles crucigramas que me han retenido tres cuartos de hora; a veces me
divierte quedarme largo rato inclinada sobre un casillero donde las palabras
están virtualmente presentes, aunque invisibles; para hacerlas aparecer, empleo
mi cerebro como un revelador; me parece arrancarlas de la espesura del papel,
donde se habrían escondido.
Rellena la última
casilla, he elegido en mi guardarropa mi vestido más bonito, de seda gris y
rosa. A los cincuenta años mis vestidos me parecían siempre demasiado tristes o
demasiado alegres; ahora sé lo que me está permitido o prohibido, me visto sin
problemas. Sin placer también. Esa relación íntima, casi tierna, que antes
tenía con mi ropa ha desaparecido. Sin embargo, he contemplado con satisfacción
mi silueta. Fue Philippe quien un día me dijo: «Vaya, estás engordando». (Casi
no parece haber notado que he recuperado la línea.) Me sometí a un régimen,
compré una balanza. Antes no me imaginaba que me inquietaría alguna vez por mi
peso. ¡Y aquí estoy! Cuanto menos me reconozco en mi cuerpo, más obligada me
siento a ocuparme de él. Está a mi cargo y lo cuido con una dedicación
aburrida, como a un viejo amigo poco favorecido, algo disminuido, que tuviera
necesidad de mí.
André ha traído una
botella de Mumm que he puesto a enfriar, hemos charlado un poco y llamado por
teléfono a su madre. Lo hace a menudo. Ella está más sana que una manzana; aún
milita enérgicamente en las filas del PC; pero, con todo, tiene ochenta y
cuatro años, vive sola en su casa de Villeneuvelés-Avignon: él se inquieta un
poco por ella. Reía en el teléfono, yo les escuchaba lanzar exclamaciones,
protestar, pero pronto se callaba: Manette es voluble cada vez que se le
presenta la ocasión.
—¿Qué ha dicho?
—Está cada vez más
convencida de que de un día a otro cincuenta millones de chinos van a franquear
la frontera rusa. O si no, arrojarán una bomba en cualquier parte por el placer
de hacer estallar una guerra mundial. Me acusa de tomar partido por ellos:
imposible convencerla de que no.
—¿Está bien? ¿No se
aburre?
—Estará encantada de
vernos; en cuanto al aburrimiento, ignora lo que es.
Maestra, tres hijos, la
jubilación ha sido una felicidad que todavía no ha agotado. Hablamos de ella y
de los chinos, sobre quienes estamos tan mal informados como todo el mundo.
André ha abierto una revista. Y aquí estoy, mirando mi reloj cuyas agujas no
dan la sensación de girar.
Ha aparecido de pronto;
cada vez me sorprende encontrar en su rostro, armoniosamente fundidos, los
rasgos disímiles de mi madre y de André. Me ha abrazado muy fuerte diciendo
palabras joviales y me he abandonado a la ternura de la chaqueta de franela
contra mi mejilla. Me he separado de él para abrazar a Irène; ella me sonreía
con una sonrisa tan helada que me ha sorprendido sentir bajo mis labios una
mejilla dulce y cálida. Irène. La olvido siempre; está siempre allí. Rubia,
ojos gris-azul, boca suave, mentón agudo, y en su frente demasiado amplia algo
al mismo tiempo vago y obstinado. La he borrado rápidamente. Estaba sola con
Philippe, como en aquel tiempo cuando le despertaba cada mañana con una caricia
sobre la frente.
—¿Ni siquiera una gota
de whisky? —ha preguntado André.
—Gracias. Tomaré un
zumo de fruta. —¡Qué razonable es! Vestida, peinada con una razonable
elegancia, el cabello liso, un mechón que oculta su gran frente, maquillaje
ingenuo, trajecito austero. Me sucede a menudo, cuando hojeo una revista
femenina, decirme: «¡Vaya! Es Irène». Al verla también me ocurre reconocerla
con dificultad. «Es mona», afirma André. Ciertos días estoy de acuerdo:
delicadeza de las orejas y de las fosas nasales, la ternura nacarada de la piel
que subraya el azul oscuro de las pestañas. Pero si mueve un poco la cabeza, el
rostro huye, no se percibe más que esa boca, ese mentón. Irène. ¿Por qué? ¿Por
qué Philippe siempre se ha relacionado con esa clase de mujeres, elegantes,
distantes, esnobs?
Sin duda, para probarse
a sí mismo que era capaz de seducirlas. No se ataba a ellas. Yo pensaba que si
se atara... Pensaba que no se ataría, y una noche me dijo: «Voy a anunciarte
una gran noticia», con el aspecto algo sobreexcitado de un niño que en un día
de fiesta ha jugado demasiado, reído demasiado, gritado demasiado. Hubo ese golpe
de gong en mi pecho, sangre en mis mejillas, todas mis fuerzas tensas para
reprimir el temblor de mis labios. Una noche de invierno, las cortinas
corridas, la luz de las lámparas sobre el arco iris de los almohadones y ese
abismo de ausencia repentinamente abierto. «Te gustará: es una mujer que
trabaja.» Ella trabaja de vez en cuando como scriptgirl. Conozco a esas jóvenes
«a la moda». Tienen una vaga profesión, pretenden cultivarse, hacer deportes,
vestirse bien, mantener impecable su apartamento, educar perfectamente a sus
hijos, llevar una vida mundana; en una palabra, éxito en todos los planos. Y no
tienen verdadero interés por nada. Me hielan la sangre.
Habían partido para
Cerdeña el día en que la facultad cerraba sus puertas, a principios de junio. Mientras
cenábamos alrededor de esta mesa donde tan a menudo he hecho comer a Philippe
(vamos, termina esa sopa; toma otro poco de carne; come algo antes de salir
para tu clase), hemos hablado de su viaje — hermoso regalo de bodas ofrecido
por los padre de Irène, ellos tienen dinero—. Ella callaba mucho, como una
mujer inteligente que sabe esperar el momento de colocar una observación
astuta, algo sorprendente; de vez en cuando soltaba una frasecita, sorprendente
—en mi opinión, al menos— por su tontería o su banalidad.
Hemos vuelto a la
biblioteca. Philippe ha echado un vistazo sobre mi mesa.
—¿Has trabajado mucho?
—Todo va bien. ¿No has
tenido tiempo de leer mis pruebas?
—No, figúrate. Lo
siento muchísimo.
—Leerás el libro. Tengo
un ejemplar para ti.
Su negligencia me ha
entristecido un poco, pero no lo he demostrado; le he dicho:
—¿Y ahora, vas a volver
seriamente a tu tesis?
No ha respondido. Ha
cambiado una rara mirada con Irène.
—¿Qué hay? ¿Volvéis a
salir de viaje?
—No. —Nuevamente un
silencio, y ha dicho con un poco de fastidio—: ¡Ah!, vas a enfadarte; me lo
reprocharéis, pero durante este mes he tomado una decisión. Resulta muy pesado
conciliar un puesto de asistente y una tesis. Ahora bien, sin tesis, la
universidad no me ofrece un porvenir interesante. Voy a dejarla.
—¿Qué estás diciendo?
—Voy a abandonar la
universidad. Soy aún lo bastante joven como para orientarme en otro sentido.
—Pero no es posible. A
esta altura no vas a perderlo todo —dije con indignación.
—Compréndeme. Antes, el
profesorado era una profesión de oro. Ahora soy el único que encuentra
imposible ocuparse de sus alumnos y trabajar para sí: son demasiado numerosos.
—Eso es cierto —dijo
André—.Treinta alumnos es treinta veces un alumno. Cincuenta es una multitud.
Pero seguramente se puede encontrar una salida que te permita tener más tiempo
para ti y terminar tu tesis.
—No —dijo Irène con
tono tajante—. La enseñanza, la investigación, realmente están muy mal
remuneradas. Tengo un primo químico. En el CNRS* ganaba ochocientos francos por
mes. Ha entrado en una fábrica de colorantes: gana tres mil.
(*
Centre National de la Recherche Scientifique: Consejo Superior de
Investigaciones Científicas.)
—No es solamente una
cuestión de dinero —dijo Philippe.
Por supuesto. También
cuenta estar en la realidad. En pequeñas frases mesuradas ella ha dado a
entender lo que pensaba de nosotros. Eso sí: lo ha dicho con tacto, ese tacto
que uno ve venir de lejos. (No quiero de ninguna manera herirlos, no me tengan
rabia, sería injusto, sin embargo hay cosas que hace falta decirles y si no me
contuviera diría bastantes más.) André, desde luego, es un gran sabio, y yo
para ser mujer, no he tenido poco éxito. Pero vivimos separados del mundo, en
laboratorios y bibliotecas. La joven generación de intelectuales quiere estar
en contacto directo con la sociedad. Philippe, con su dinamismo, no está hecho
para nuestro género de vida, hay otras carreras donde podría dar mucho más la
medida de su capacidad.
—En fin, una tesis es
algo caduco —concluyó. ¿Por qué a veces ella profiere tales enormidades?
Irène no es tan
estúpida. Existe, cuenta, ha anulado la victoria que yo había obtenido con
Philippe, contra él, para él. Un largo combate, a veces tan duro para mí. «No
logro hacer esta disertación, me duele la cabeza, ponme una nota diciendo que
estoy enfermo.» «No.» El dulce rostro de adolescente se crispaba, envejecía,
los ojos verdes me asesinaban: «No eres amable». André intervenía. «Por una
vez...» «No.» Mi desamparo en Holanda durante esas vacaciones de Pascuas en las
que dejamos a Philippe en París. «No quiero que tu diploma sea una chapuza.» Y
él había gritado con odio: «No me lleves, me importa tres pitos, no escribiré
una línea». Y luego sus éxitos, nuestra armonía. Nuestra armonía que Irène está
quebrando. Me lo arranca por segunda vez. No quería estallar delante de ella,
me he dominado.
—Entonces, ¿qué tienes
intención de hacer?
Irène iba a responder,
Philippe la ha cortado.
—El padre de Irène
tiene en vista diferentes cosas.
—¿De qué tipo? ¿En los
negocios?
—Es impreciso todavía.
—Has hablado de eso con
él antes de tu viaje. ¿Por qué no nos has dicho nada a nosotros?
—Quería reflexionar.
He tenido un sobresalto
de cólera; era inconcebible que no me hubiera consultado desde que la idea de
abandonar la universidad había brotado en su cabeza.
—Vosotros me censuráis
naturalmente —dijo Philippe con aire irritado.
El verde de sus ojos
tomaba ese color de tormenta que conozco bien.
—No —dijo André—. Hay
que hacer lo que uno tiene ganas de hacer.
—¿Tú me censuras?
—Ganar dinero no me
parece una finalidad exaltante. Estoy sorprendida.
—Te he dicho que no se
trataba solamente de dinero.
—¿De qué,
estrictamente? Precísalo.
—No puedo. Es necesario
que vuelva a ver a mi suegro. Pero aceptaré lo que me proponga sólo si
encuentro interés en ello.
He discutido aún un
poco, lo más serenamente posible, tratando de convencerlo del valor de su
tesis, recordándole antiguos proyectos de ensayos, de estudios. Ha respondido
cortésmente, pero mis palabras resbalaban sobre él. No, no me pertenecía ya,
para nada. Incluso su aspecto físico había cambiado: otro corte de pelo, ropa
más a la moda, el estilo del distrito XVL. Yo he sido quien ha dado forma a su
vida. Ahora, asisto a ella desde fuera como un testigo distante. Es la suerte
común a todas las madres: ¿pero, quién no se ha consolado nunca diciéndose que
su suerte es la suerte común?
André ha esperado el
ascensor con ellos y yo me he desplomado sobre el diván. Este vacío, otra
vez... El bienestar del día, esa plenitud en el centro de la ausencia no era
más que la certeza de tener a Philippe aquí por algunas horas. Lo había
esperado como si él regresara para no volver a irse: volverá a irse siempre. Y
nuestra ruptura es mucho más definitiva de lo que había supuesto. Yo no
participaré en su trabajo, ya no tendremos los mismos intereses. ¿Es que el
dinero cuenta hasta ese punto para él? ¿O no hace más que ceder ante Irène? ¿La
ama tanto? Habría que conocer sus noches. Sin duda ella sabe colmar a la vez su
cuerpo y su orgullo: bajo sus apariencias mundanas, la imagino capaz de
desenfrenos. Tengo tendencia a subestimar la importancia del lazo que crea en
una pareja la felicidad física. La sexualidad para mí ya no existe. Llamaba
serenidad a esta indiferencia; repentinamente, la entendí de otra manera: es
una carencia, la pérdida de un sentido; eso me vuelve ciega a las necesidades,
a los dolores, a las alegrías de quienes la poseen. Me parece no saber ya nada
de Philippe. Una sola cosa es segura: ¡cómo va a faltarme! Es quizá gracias a
él que yo me adaptaba, o algo así, a mi edad. Me arrastraba a su juventud. Me
llevaba a las Veinticuatro Horas de Le Mans, a las exposiciones de pop-art, y
hasta a un happening. Su presencia agitada, inventiva, colmaba toda la casa.
¿Me acostumbraré a este silencio, al curso formal de los días que ningún
imprevisto quebrará ya?
He preguntado a André:
—¿Por qué no me has
ayudado a hacer entrar en razón a Philippe? Has cedido enseguida. Tal vez entre
los dos podríamos haberlo convencido.
—Es necesario dejar a
la gente en libertad. Nunca ha tenido muchas ganas de ser profesor.
—Pero su tesis le
interesaba.
—Hasta cierto punto,
muy incierto. Lo comprendo.
—Comprendes a todo el
mundo.
En el pasado, André era
tan intransigente para con los demás como para consigo mismo. Ahora, sus
posiciones políticas no han cedido, pero en su vida privada no reserva más que
para sí su severidad; excusa, explica, acepta a la gente. Algunas veces hasta
el punto de exasperarme. He continuado:
—¿Crees que ganar
dinero es un objetivo suficiente en la vida?
—No sé demasiado bien
cuáles han sido nuestros objetivos ni si eran suficientes.
¿Pensaba lo que decía o
se divertía provocándome? Le ocurre cuando me encuentra demasiado obstinada en
mis opiniones y mis principios. En general, dejo de buena gana que me hostigue,
entro en el juego. Pero en esta oportunidad no estaba de humor para bromear. Mi
voz subió de tono:
—¿Por qué hemos vivido
como lo hemos hecho, si te parece igualmente bien vivir de otra manera?
—Porque nosotros no hubiéramos podido.
—No hubiéramos podido,
porque nuestro género de vida nos parecía válido.
—No. Para mí, conocer,
descubrir, era una manía, una pasión, o incluso una especie de neurosis, sin
ninguna justificación moral. Nunca he pensado que todo el mundo debería
imitarme. En el fondo, yo pienso que todo el mundo debería imitarnos, pero no
he querido discutirlo.
—No se trata de todo el
mundo, sino de Philippe. Va a transformarse en un hombre de negocios, y yo no
lo he educado para eso.
André reflexionaba.
—Es molesto para un
joven tener padres que todo lo han conseguido demasiado bien. No se atreve a
creer que marchando sobre sus huellas los igualará. Prefiere apostar a otros
números.
—Philippe empezaba muy
bien.
—Lo ayudabas, trabajaba
a tu sombra. Francamente, sin ti no habría ido lejos y es bastante perspicaz
para darse cuenta.
Siempre había habido esta sorda oposición
entre nosotros, a propósito de Philippe. Quizás André se había sentido
contrariado por el hecho de que él hubiera elegido las letras y no la ciencia;
o era la clásica rivalidad padre-hijo que se manifestaba: había tenido siempre
a Philippe por un mediocre, lo que era una manera de aguijonearlo hacia la
mediocridad.
—Ya sé —he dicho—.
Nunca le has tenido confianza. Y si duda de sí es porque se ve por tus ojos.
—Puede ser —dijo André
con tono conciliador. —De todas maneras, la gran responsable es Irène. Es ella
quien lo incita. Desea que su marido gane mucho. Y está demasiado contenta de
alejarlo de mí.
—¡Ah!, no te hagas la
suegra. Irène vale tanto como cualquier otra.
—¿Qué otra? Ha dicho
disparates.
—Suele ocurrirle. Pero
a veces es maliciosa. Es signo de un desequilibrio afectivo más que de falta de
inteligencia. Por otra parte, si lo que quería más que nada era dinero, no se
hubiera casado con Philippe, que no es rico.
—Ella ha comprendido
que él podría llegar a serlo.
—En todo caso, lo ha
elegido antes que a cualquier pequeño esnob.
—Si ella te agrada,
tanto mejor.
—Cuando uno siente
interés por alguien, debe dar un poco de crédito a la gente que ese otro ama.
—Es cierto —he dicho—.
Pero Irène me descorazona.
—Hay que ver de qué
ambiente sale.
—Lamentablemente, no
sale.
Esos grandes burgueses
podridos de pasta, influyentes, importantes, me parecen más detestables todavía
que el medio frívolo y mundano contra el cual se rebeló mi juventud.
Durante un momento
hemos guardado silencio. Detrás de los cristales de la ventana, el letrero de
neón saltaba del rojo al verde, los ojos de la gran muralla brillaban. Una
hermosa noche. Hubiera bajado con Philippe para tomar una última copa en una
mesa de la terraza... Inútil sugerirle a André que viniera a dar una vuelta,
visiblemente comenzaba a tener sueño.
—Me pregunto por qué
Philippe se ha casado con ella.
—¡Oh!, sabes que desde
fuera uno no comprende jamás esas cosas.
Había contestado con
aire indiferente. Su rostro estaba agobiado, apoyaba un dedo contra su mejilla,
a la altura de la encía: un tic que había contraído desde hacía algún tiempo.
—¿Te duelen las muelas?
—No.
—Entonces ¿por qué te
manoseas la encía?
—Verifico que no me
duele.
El año pasado, se
tomaba el pulso cada diez minutos. Es verdad que había tenido un poco de
hipertensión, pero un tratamiento lo ha estabilizado en 17, lo que para nuestra
edad es perfecto. Conservaba el dedo apoyado contra su mejilla, sus ojos
estaban vacíos, se hacía el viejo, iba a terminar por convencerme de que lo
era. Por un instante he pensado con horror: «¡Philippe se ha ido y yo voy a
terminar mi vida con un anciano!». He tenido ganas de gritar: «Basta, no
quiero». Como si me hubiera escuchado, me sonrió, volvió a ser él mismo y nos
hemos ido a dormir.
Duerme todavía; voy a
despertarlo, beberemos té de China muy oscuro, muy fuerte. Pero esta mañana no
se parece a la de ayer. Necesito reaprender que he perdido a Philippe. He
debido saberlo. Me ha dejado desde el instante en que me ha anunciado su
casamiento; desde su nacimiento: una nodriza hubiera podido reemplazarme. ¿Qué
he imaginado? Porque él era exigente yo me he creído indispensable. Porque él
se dejaba influir fácilmente, ha creído haberlo creado a mi imagen. Este año,
cuando le veía con Irène o con su familia política, tan diferente de lo que es
conmigo, me parecía que se prestaba al juego: yo era quien detentaba su verdad.
Y él elige apartarse de mí, romper nuestras complicidades, rechazar la vida que
al precio de tantos esfuerzos le había edificado. Se volverá un extraño.
¡Vamos! Yo, a quien
André con frecuencia acusa de optimismo ciego, acaso estoy atormentándome por
nada. Con todo, no pienso que fuera de la universidad no haya salvación, ni que
hacer una tesis sea un imperativo absoluto. Philippe ha dicho que no aceptaría
sino un trabajo interesante... Pero yo desconfío de las oportunidades que el padre
de Irène puede ofrecerle. Desconfío de Philippe. Ya se le ha ocurrido otras
veces ocultarme cosas, o mentirme; conozco sus defectos, he sacado mis
conclusiones; ya hasta me conmueven como podría hacerlo un defecto físico. Pero
ahora estoy indignada de que no me haya tenido al corriente de sus proyectos.
Indignada y ansiosa. Hasta ahora, cuando él me apenaba, siempre sabía
consolarme: no estoy segura de que esta vez lo consiga.
¿Por qué André se había
retrasado? Había trabajado cuatro horas seguidas, mi cabeza estaba pesada, me
he tendido sobre el diván. En tres días Philippe no había dado señales de vida;
no es su costumbre; su silencio me sorprendía tanto más ya que, cuando él teme
haberme herido, multiplica las llamadas telefónicas y las notas. No comprendía,
sentía un peso en el corazón y mi tristeza se extendía como una mancha de
aceite; ensombrecía el mundo que, para compensar, la alimentaba. André. Se
estaba volviendo cada vez más huraño. Vatrín era el único al que aún aceptaba
ver y se había irritado porque yo le había invitado a almorzar: «Me aburre».
Todo el mundo lo aburría. ¿Y yo? Me había dicho, hace mucho, mucho tiempo:
«Puesto que te tengo, jamás podré ser desdichado». Y no tenía aspecto feliz. Ya
no me amaba como antes. ¿Qué significaba amar, para él, hoy día? Estaba
aferrado a mí como a una vieja costumbre, pero yo no le aportaba ya ninguna
alegría. Acaso era injusto, pero le guardaba rencor: él accedía a esta
indiferencia, se instalaba en ella.
La llave ha girado en la cerradura, me ha abrazado,
tenía aspecto preocupado.
—Me he retrasado.
—Algo.
—Es que Philippe ha venido a buscarme a la Escuela
Normal. Hemos tomado una copa juntos.
—¿Por qué no lo has traído aquí?
—Él quería hablar en privado. Para que sea yo quien
te diga lo que quería decirnos.
—¿Qué es? (¿Partía para el extranjero, muy lejos,
por años?)
—No va a gustarte. No se atrevió a confesarlo la
otra noche, pero es cosa hecha. Su suegro le ha encontrado una posición. Lo
hará entrar en el Ministerio de Cultura. Me ha explicado que a su edad ése es
un puesto magnífico. ¿Pero te das cuenta de lo que eso supone?
—Es imposible. ¡Philippe!
Era imposible. Él compartía nuestras ideas. Había
corrido grandes riesgos durante la guerra de Argelia (esa guerra que nos había
asolado y que ahora parecía no haber ocurrido nunca); se había hecho apalear en
manifestaciones antigaullistas; había votado igual que nosotros en las últimas
elecciones...
—Ha dicho que ha evolucionado. Ha comprendido que el
negativismo de la izquierda francesa no la había llevado a nada, que estaba
acabada, que él quería estar en la realidad, tener contacto con el mundo,
obrar, construir.
—Uno creería estar escuchando a Irène. —Pero era
Philippe quien hablaba —ha dicho André con voz dura.
Bruscamente me he dado cuenta. Me ha ganado la
cólera.
—Entonces ¿qué? ¿Es un arribista? ¿Un chaquetero?
Espero que le hayas echado una bronca.
—Le he dicho que lo desaprobaba.
—¿No has intentado hacerle cambiar de opinión?
—Por supuesto que sí. Discutí.
—¡Discutir! Hacía falta intimidarlo, decirle que no
volveríamos a verlo más. Has sido demasiado blando, te conozco.
De pronto todo se me venía encima, una avalancha de
sospechas, de malestares que había rechazado. ¿Por qué nunca había tenido sino
mujeres demasiado bien vestidas, encopetadas, esnobs? ¿Por qué Irène y ese
casamiento con bombos y platillos, por la Iglesia? ¿Por qué se mostraba tan
solícito, tan halagador con su familia política? Se movía en ese ambiente como
pez en el agua. Yo no había querido plantearme preguntas, y cuando André
arriesgaba una crítica, yo defendía a Philippe. Toda esa terca confianza se
transformaba en rencor. De golpe Philippe había cambiado de rostro. Un
chaquetero, un intrigante.
—Voy a hablarle.
He ido hacia el teléfono. André me ha detenido.
—Primero cálmate. Una escena no arreglará nada.
—Me aliviará.
—Te lo ruego.
—Déjame.
He marcado el número de Philippe.
—Tu padre acaba de decirme que te incorporas al
gabinete del Ministerio de Cultura. Felicitaciones.
—¡Ah! Por favor —me dijo—, no adoptes ese tono.
—¿Y qué tono debería adoptar? ¿Debería regocijarme
cuando ni siquiera te atreves a hablarme cara a cara?, ¿tanta vergüenza te da?
—No tengo vergüenza en absoluto. Uno tiene derecho a
corregir sus opiniones.
—¡Corregir! Hace seis meses condenabas radicalmente
la política cultural del régimen. —¡Y bien, justamente voy a intentar
cambiarla!
—¡Vamos! No tienes peso, y lo sabes. Harás el juego
prudentemente, te procurarás una hermosa carrera. Es la ambición lo que te
empuja, nada más. Ya no sé lo que le he dicho; él gritaba: «Cállate, cállate».
Yo continuaba, él me cortaba la palabra, su voz se volvía odiosa. Ha terminado
por decirme con furor:
—Uno no es un sinvergüenza porque se niegue a
compartir vuestras obstinaciones seniles.
—¡Basta! ¡No volveré a verte nunca más en mi vida!
He colgado, me he sentado, bañada en sudor,
temblando, las piernas flojas. Más de una vez nos hemos peleado a muerte, pero
esto era serio: no volvería a verlo más. Su cambio de partido me asqueaba, y
sus palabras me habían herido porque habían querido ser hirientes.
—Nos ha insultado. Ha hablado de nuestras
obstinaciones seniles. No volveré a verle jamás y no quiero que vuelvas a
verlo.
—Tú también has sido muy dura. No has debido
colocarte en un terreno pasional.
—¿Y por qué no? Él no ha tenido para nada en cuenta
nuestros sentimientos; prefiere su carrera a nosotros, acepta pagarla con una
ruptura...
—No ha pretendido una ruptura. Y por lo demás, no
ocurrirá, me opongo.
—En lo que a mí respecta, está hecho: todo ha
terminado entre Philippe y yo.
Me he callado: continuaba temblando de cólera.
—Desde hace algún tiempo Philippe andaba en cosas
raras —dijo André—. No querías admitirlo, pero yo me daba perfecta cuenta. Sin
embargo, no hubiera creído que llegaría a esto.
—Es un sucio ambicioso de medio pelo.
—Sí —dijo André con tono perplejo—. Pero ¿por qué?
—¿Cómo por qué?
—Lo decíamos la otra noche: seguramente tenemos
nuestra parte de responsabilidad. —Vaciló—: Eres tú quien le ha insuflado la
ambición; de por sí, él era más bien indiferente. Y sin duda yo he desarrollado
en él un antagonismo.
—Toda la culpa es de Irène —prorrumpí—. Si no se
hubiera casado con ella, si no hubiera entrado en ese ambiente, jamás habría
transigido.
—Pero se casó con ella en parte porque ese ambiente
le imponía respeto. Hace ya mucho tiempo que sus valores no son los nuestros.
Veo muchas razones para ello.
—No vas a defenderlo.
—Trato de explicármelo.
—Ninguna explicación me convencerá. No volveré a
verlo. No quiero que vuelvas a verlo.
—No te equivoques. Lo censuro. Lo censuro
profundamente. Pero volveré a verlo. Tú también.
—No. Y si tú me fallas, después de lo que me ha
dicho por teléfono, te guardaré rencor como nunca te lo he guardado. No me
hables más de él.
Pero tampoco podíamos hablar de otra cosa. Hemos
cenado casi en silencio, muy rápidamente, y luego cada uno ha cogido un libro.
Guardaba rencor a Irène, a André, al mundo entero. «Seguramente tenemos nuestra
parte de responsabilidad.» ¡Ah! era ocioso buscar razones, excusas.
«Obstinaciones seniles», me había gritado esas palabras. Estaba tan segura de
su amor por nosotros, por mí; en verdad yo no contaba demasiado, no era nada
para él, un vejestorio que se arrincona en el compartimiento de los accesorios;
no me quedaba otra solución que arrinconarle a él también allí. Durante toda la
noche me ha sofocado el rencor. Por la mañana, una vez que André ha salido, he
entrado en la habitación de Philippe, he destrozado los viejos diarios, los
viejos papeles; he llenado un baúl con sus libros; en otro he amontonado el
pulóver, el pijama, todo lo que quedaba en los armarios. Ante los estantes
desnudos, se me han llenado los ojos de lágrimas. Tantos recuerdos
emocionantes, conmovedores, deliciosos se despertaban en mí. Los haría
desaparecer. Él me había abandonado, traicionado, escarnecido, insultado. Nunca
se lo perdonaría.
Han pasado dos días sin que habláramos de Philippe.
La tercera mañana, cuando examinábamos nuestro correo, le he dicho a André:
—Una carta de Philippe.
—Supongo que se excusa.
—Pierde su tiempo. No la leeré.
—¡Oh!, a pesar de todo mírala. Sabes cómo le cuesta
dar los primeros pasos. Dale una oportunidad.
—Nada de eso. He metido la carta en un sobre en el
que he escrito la dirección de Philippe.
—Déjala en un buzón, por favor. Siempre había cedido
demasiado fácilmente a sus bellas sonrisas, a sus lindas frases. Esta vez no
cedería.
Dos días después, en las primeras horas de la tarde,
Irène ha llamado al timbre.
—Querría hablarle cinco minutos. —Vestido muy
sencillo, los brazos desnudos, los cabellos sueltos: tenía el aspecto de una
jovencita, fresca y tímida. Todavía no la había visto nunca en ese papel. La he
hecho entrar. Por supuesto, venía a defender la causa de Philippe. La
devolución de la carta le había afligido. Se excusaba de lo que había dicho por
teléfono, no pensaba una sola palabra de todo eso, pero yo conocía su carácter,
se encolerizaba rápidamente, entonces decía cualquier cosa y todo se lo llevaba
el viento. Quería por todos los medios explicarse conmigo.
—¿Por qué no ha venido él mismo?
—Tenía miedo de que usted le cerrase la puerta en
las narices.
—En efecto, es lo que hubiera hecho. No quiero
volver a verlo. Punto. Punto final.
Ella insistía. Él no soportaba que yo estuviera
disgustada con él, no había imaginado que yo me hubiera tomado las cosas tan a
pecho.
—Entonces se ha vuelto idiota; ¡que se vaya al
diablo!
—Pero usted no se da cuenta; lo que papá logró para
él es una proeza; a su edad, un puesto así, es algo completamente excepcional.
Usted no puede exigir que él sacrifique su porvenir.
—Él tenía un porvenir limpio, conforme a sus ideas.
—Perdóneme: a las ideas suyas. Ha evolucionado.
—Evolucionará, ya conocemos esa música; pondrá sus
opiniones de acuerdo con sus intereses. Por el momento chapotea en la mala fe:
no piensa más que en tener éxito. Reniega y lo sabe, eso es lo que es feo —he
dicho con arrebato.
Irène me ha clavado los ojos:
—Supongo que su vida siempre ha sido impecable, y
que eso la autoriza a juzgar a todo el mundo desde muy alto.
Me he puesto en guardia:
—He tratado de ser honesta. Quería que Philippe lo
fuese. Lamento que usted lo haya desviado.
Se echó a reír.
—Se diría que se ha vuelto ladrón, o falsificador.
—Dadas sus convicciones, no encuentro honorable su
elección.
Irène se ha puesto de pie:
—A pesar de todo, es curiosa esta severidad —ha
dicho con lentitud—. Su padre, que políticamente está mucho más comprometido
que usted, no ha roto con Philippe. Y usted...
La he cortado:
—No ha roto... ¿Quiere usted decir que han vuelto a
verse?
—No sé —ha dicho vivamente—. Sé que él no había
hablado de romper cuando Philippe lo puso al corriente de su decisión.
—Eso fue antes de la llamada telefónica. ¿Pero
después?
—No sé.
—¿Usted no sabe a quién ve ni a quién deja de ver
Philippe?
—No —ha respondido con aire terco.
—Está bien. No tiene importancia.
La he acompañado hasta la puerta. He repasado en mi
cabeza nuestras últimas réplicas. ¿Ella se había contradicho por perfidia o por
torpeza? De todos modos, mi convicción estaba hecha. Casi hecha. No lo
suficiente para que la cólera me liberase. Bastante como para que la angustia
me sofoque.
No bien André hubo llegado, yo ataqué:
—¿Por qué no me has dicho que habías vuelto a Ver a
Philippe?
—¿Quién te ha contado eso?
—Irène. Vino a preguntarme por qué no vuelvo a
verlo, ya que tú te ves con él.
—Te había advertido que volvería a verlo.
—Yo te previne que te guardaría rencor a muerte.
—Tú le has persuadido de que me escriba.
—Claro que no.
—Desde luego que sí. Te has burlado bien de mí.
«Sabes cómo le cuesta dar los primeros pasos.» ¡Y tú los habías dado! A
escondidas.
—Respecto a ti, él ha dado el primer paso.
—Empujado por ti. Vosotros habéis conspirado a mis
espaldas. Me habéis tratado como a una niña, como a una enferma. No tenías
derecho.
De pronto había humaredas rojas en mi cabeza, una
niebla roja delante de mis ojos, algo rojo que gritaba en mi garganta. Mis
rabietas contra Philippe me son familiares, me reconozco en ellas. Pero con André,
cuando (raramente, muy raramente) entro en cólera contra él, es un tornado que
me arrastra a miles de kilómetros de él y de mí misma, a una soledad a la vez
quemante y helada.
—¡Nunca me habías mentido! Es la primera vez.
—Pongamos que he cometido un error.
—Error de volver a ver a Philippe, error de hacerte
cómplice en mi contra, con él y con Irène, error de engañarme, de mentirme. Eso
suma muchos errores.
—Escucha... ¿Quieres escucharme, serenamente?
—No. No quiero hablarte más, no quiero verte más,
necesito estar sola, voy a tomar el aire.
—Ve a tomar el aire y trata de calmarte —me ha dicho
secamente.
He salido a la calle,
he caminado como a veces lo he hecho para apaciguar temores, cóleras, para
conjurar imágenes. Solamente que ya no tengo veinte años, ni siquiera
cincuenta; la fatiga se ha adueñado de mí rápidamente. He entrado en un bar, he
bebido un vaso de vino, los ojos lastimados por la luz cruel del neón. Philippe
estaba acabado. Casado, se había pasado al otro bando.
Ya no me quedaba nadie
más que André, a quien, justamente, no tenía. Nos creía transparentes el uno
para el otro, unidos, soldados como hermanos siameses. Se había desligado de
mí, me había mentido: volvía a encontrarme sobre este taburete, sola. A cada
segundo, al evocar su rostro, su voz, atizaba un rencor que me devastaba. Como
en esas enfermedades en las que uno se forja su propio sufrimiento, cada
inspiración desgarra los pulmones y sin embargo uno está obligado a respirar.
He vuelto a la calle,
he seguido caminando. ¿Y entonces qué?, me preguntaba atontada. No íbamos a separarnos.
Continuaríamos viviendo uno al lado del otro, solitarios. Así que enterraría
mis agravios, esos agravios que no quería olvidar. La idea de que alguna vez mi
cólera me podría abandonar me exasperaba más aún.
Cuando he regresado, he
encontrado un mensaje sobre la mesa: «Me he ido al cine». He empujado la puerta
de nuestra habitación. Sobre la cama estaba el pijama de André, en el suelo los
mocasines que le sirven de pantuflas, un paquete de tabaco y sus medicamentos
contra la hipertensión sobre la mesilla de noche. Durante un momento él ha
existido de una manera punzante, como si hubiera estado alejado de mí por una
enfermedad o un exilio y volviera a encontrarlo en esos objetos abandonados.
Los ojos se me han llenado de lágrimas. He tomado un somnífero y me he
acostado.
Cuando me he despertado
por la mañana, dormía encogido, la mano apoyada en la pared. He apartado la
vista. Ningún impulso hacia él. Mi corazón estaba helado y sombrío como una
capilla secularizada en la que no alumbra la más mínima llama. Las pantuflas,
la pipa ya no me conmovían; no evocaban a un ausente querido; no eran más que
una prolongación de este extranjero que vivía bajo el mismo techo que yo. Atroz
contradicción de la cólera nacida del amor y que mata el amor.
No le he hablado;
mientras él bebía su té en la biblioteca, yo estaba en mi habitación. Me ha
llamado antes de salir, me ha preguntado:
—¿No quieres que nos
expliquemos?
—No. No había nada que
explicar.
Esta cólera, este
dolor, esa rigidez de mi corazón, quebrarían las palabras.
Durante todo el día he
pensado en André y por momentos algo vacilaba en mi cabeza. Como cuando uno ha
recibido un golpe en el cráneo y la visión se ha turbado y uno percibe dos
imágenes del mundo a alturas diferentes, sin poder situar lo de arriba y lo de
abajo. Las dos imágenes que tenía de André, en el pasado y en presente, no se
ajustaban entre sí. Había un error en alguna parte. Ese instante mentía: no era
él, no era yo, esta historia se desarrollaba en otra parte. O entonces el
pasado era un espejismo: yo me había equivocado respecto a André. Ni lo uno, ni
lo otro, me decía cuando veía claro nuevamente. La verdad es que él había
cambiado. Envejecido. Ya no otorgaba tanta importancia a las cosas. Antes la
conducta de Philippe lo hubiera sublevado: se contentaba con desaprobar. No
hubiera maniobrado a mis espaldas, no me hubiera mentido. Su sensibilidad, su
moralidad se han embotado. ¿Continuará por esta pendiente? Cada vez más
indiferente... No quiero. Llaman indulgencia, sabiduría, a esta inercia del
corazón: es la muerte que se instala en nosotros. No todavía, no ahora. Aquel
día apareció la primera crítica de mi libro. El autor me acusaba de parloteo.
Es un viejo imbécil que me detesta; no hubiera debido ser sensible a su
crítica. Pero, como estaba de humor irritable, me he irritado. Me hubiera
gustado hablar de eso con André, pero habría sido necesario hacer las paces; no
quería.
—Habíamos decidido
pasar este mes en París —respondí secamente.
—Habrías podido cambiar
de opinión.
—No lo he hecho.
El rostro de André
volvió a cerrarse.
—¿Vas a continuar mucho
tiempo poniéndome mala cara?
—Me temo que sí.
—¡Bueno!, estás
equivocada. No guarda proporción con lo que ha sucedido.
—Cada uno tiene sus
medidas.
—Las tuyas son
aberrantes. Eres siempre la misma. Por optimismo, por voluntarismo, te ocultas
la verdad y cuando finalmente te salta a la vista, te derrumbas o explotas. Lo
que te exaspera, y yo pago las consecuencias, es haber sobrestimado a Philippe.
—Tú siempre lo has
subestimado.
—No. Simplemente, no me
he hecho muchas ilusiones sobre sus capacidades ni sobre su carácter. Y, en
suma, aún me hacía demasiadas.
—Un niño no es algo que
se compruebe con una experiencia de laboratorio. Se convierte en aquello que
sus padres hacen de él. Tú has apostado por él como perdedor, eso no lo ha
ayudado.
—Tú apuestas siempre
por el ganador. Allá tú. Pero a condición de saber tragártelo cuando pierdes.
Sin embargo, no sabes. Buscas falsas escapatorias, coges rabietas, acusas a
aquél y al de más allá, cualquier cosa es buena para no reconocer tus errores.
—¡Dar crédito a alguien
no es un error!
—¡Oh, el día en que
reconozcas que te has equivocado! Ya sé. En mi juventud se me ha dicho tanto
que estaba equivocada, tener razón me ha costado tanto, que rechazo
equivocarme. Pero no estaba de humor para convenir en ello. Agarré la botella
de whisky.
—¡Increíble, tú eres
quien me sienta en el banquillo!
Llené un vaso, que he
tomado de un trago. El rostro de André, su voz; el mismo, otro, amado, odiado,
esta contradicción descendía por mi cuerpo; mis nervios, mis músculos se
contraían en una especie de tétanos.
—Desde el principio te
has negado a discutir serenamente. En lugar de eso te has arrojado a los
temblores... ¿Y ahora vas a emborracharte? Es ridículo — dijo cuando yo
comenzaba un segundo vaso.
—Me emborracharé si
quiero. No te concierne, déjame en paz.
He llevado la botella a
mi habitación. Me he metido en la cama con una novela de espionaje, pero
imposible leer. Philippe. Su imagen había empalidecido un poco, tanto me
obsesionaba mi cólera contra André. Repentinamente, a través de los vapores del
alcohol, me sonreía con una intolerable dulzura. Sobrestimado: no. Le había
querido en sus debilidades: menos caprichoso, menos indolente, habría tenido
menos necesidad de mí. No habría sido tan deliciosamente tierno si no hubiera
tenido nada que hacerse perdonar. Nuestras reconciliaciones, sus lágrimas,
nuestros besos. Pero entonces no se trataba más que de pequeñas faltas. Ahora,
era otra cosa. He tragado un gran sorbo de whisky, las paredes han empezado a
dar vueltas y me he ido a pique.
La luz se filtró a
través de mis párpados. Los he mantenido cerrados. Tenía la cabeza pesada,
estaba mortalmente triste. No recordaba mis sueños. Me había hundido en espesuras negras; era líquido y sofocante,
como alquitrán, y esta mañana emergía apenas. He abierto los ojos.
André estaba sentado en
un sillón a los pies de la cama, me miraba sonriendo.
Querida, no vamos a
continuar así. Era él, en el pasado, en el presente, el mismo, lo reconocía.
Pero esa barra de hierro permanecía en mi pecho. Mis labios temblaban.
Endurecerme más, irme a pique, hundirme en las espesuras de soledad y de noche.
O intentar agarrar esa mano que se me tendía. Hablaba con esa voz equilibrada,
apaciguadora, que me gusta. Admitía sus errores. Pero era en interés mío que
había hablado con Philippe. Nos sabía tan tristes a los dos que había decidido
intervenir enseguida, antes de que nuestro disgusto se hubiera consolidado.
—¡Tú, que siempre eres
tan alegre, no te imaginas cuánto me entristecía verte angustiada! Comprendo
que en ese momento me hayas tenido rabia. Pero no olvides lo que somos el uno
para el otro, no vas a guardarme indefinidamente rencor.
He sonreído débilmente,
se aproximó, pasó un brazo alrededor de mis hombros, me he abrazado a él y he
llorado suavemente. Cálida voluptuosidad de las lágrimas resbalando sobre la
mejilla. ¡Qué descanso! Es tan fastidioso detestar a alguien a quien se ama.
—Sé por qué te he
mentido —me dijo un poco más tarde—. Porque envejezco. Sabía que decirte la
verdad sería una historia; en otra época no me hubiera detenido, ahora, la sola
idea de una disputa me fatiga. He tomado un atajo.
—¿Quiere decir eso que
me mentirás cada vez más?
—No, te lo prometo. Por
lo demás no veré con frecuencia a Philippe, ya no tenemos gran cosa que
decirnos.
—Las disputas te
fatigan: sin embargo, anoche me regañaste.
—No soporto que me
pongas mala cara: vale más regañarte.
Le he sonreído.
—Quizá tengas razón.
Había que salir de eso.
Me ha tomado por los hombros:
—¿Hemos salido,
verdaderamente salido? ¿Ya no me guardas rencor?
—Absolutamente. Se
acabó, se acabó.
Se había acabado;
estábamos reconciliados. ¿Pero nos lo habíamos dicho todo? Yo, en todo caso,
no; algo me quedaba en el corazón: esa manera que André tenía de abandonarse a
la vejez. No quería hablarle ahora de eso, primero era necesario que el cielo
se hubiera vuelto totalmente sereno. ¿Y él? ¿Tenía reservas? ¿Me reprochaba
seriamente lo que llamaba mi voluntarismo? Esa tormenta había sido demasiado
breve para que algo cambiara entre nosotros: pero ¿no era la señal de que,
desde hacía algún tiempo (¿cuánto?), imperceptiblemente, algo había cambiado?
Algo ha cambiado, me
decía mientras corríamos a ciento cuarenta por hora sobre la autopista. Estaba
sentada al lado de André, nuestros ojos veían la misma calzada, el mismo cielo,
pero había, invisible, una capa aislante entre nosotros. ¿Se daba cuenta de
ello? Sin duda, sí. Si había propuesto este paseo, era con la esperanza de que,
al resucitar los de antes, terminaría por reconciliarnos; no era parecido
porque él no esperaba personalmente ningún placer del paseo. Hubiera debido
agradecerle su gentileza; pero no, me sentía apenada por su indiferencia. La
había captado tan bien que poco faltó para que rehusara, pero él hubiera tomado
ese desaire como una prueba de mala voluntad. ¿Qué nos sucedía? En nuestra vida
había habido disputas, pero por razones serias; por ejemplo, a propósito de la
educación de Philippe. Se trataba de verdaderos conflictos que liquidábamos en
la violencia, pero rápida y definitivamente. Esta vez había sido un torbellino
humeante, humo sin fuego, y a causa de su misma inconsistencia, en dos días no
se había disipado totalmente. Hay que decir también que antes teníamos en la
cama reconciliaciones fogosas; en el deseo, la turbación, el placer, los
rencores inútiles quedaban calcinados; nos volvíamos a encontrar uno frente al
otro, nuevos y alegres. Ahora estábamos privados de ese recurso.
Vi el letrero, abrí
desmesuradamente los ojos.
—¿Qué? ¿Es Milly? ¿Ya?
Hace veinte minutos que partimos.
—Hemos corrido mucho
—dijo André.
Milly. Cuando mamá nos
traía a ver a la abuela, ¡qué expedición! Era el campo, inmensos campos de
trigo dorado al borde de los cuales recogíamos amapolas. Este pueblo lejano
estaba ahora más próximo de París que Neuilly o Auteuil en tiempos de Balzac.
André tuvo dificultades
para aparcar el coche, era día de mercado: un hormigueo de coches y peatones.
He reconocido el viejo mercado, el hotel Lion d'Or, las casas y sus tejas con
los colores desteñidos. Pero los puestos levantados en la plaza lo
transformaban. Los utensilios de plástico, los juguetes, las telas, las latas
de conserva, los perfumes, las alhajas no evocaban las antiguas ferias de
pueblo: esparcidos al aire libre, eran Monoprix, Inno. Con puertas y paredes de
cristal, una gran librería relucía colmada de libros y revistas con las
cubiertas plastificadas. La casa de la abuela, situada antiguamente un poco
fuera del pueblo, era reemplazada por un edificio de cinco pisos, encerrado en
la aglomeración.
—¿Quieres tomar una
copa?
—¡Oh!, no —dije—. Esto
ya no es mi Milly.
Decididamente, ya nada
era parecido: ni Milly, ni Philippe, ni André. ¿Y yo?
—Veinte minutos para
venir a Milly, un milagro —dije cuando volvimos al coche—. Sólo que ya no es
Milly.
—Eso es. Ver cambiar el
mundo es a la vez milagroso y desolador.
He reflexionado:
—Una vez más, te burlarás
de mi optimismo: para mí es sobre todo milagroso.
—Pero para mí también.
Lo desolador, cuando uno envejece, no está en las cosas sino en uno mismo.
—No me lo parece. Con
eso también se pierde, pero se gana.
—Se pierde mucho más de
lo que se gana. A decir verdad, no veo qué es lo que se gana. ¿Puedes
decírmelo?
—Es agradable tener
detrás de sí un largo pasado.
—¿Crees que lo tienes?
Para mí el mío. Trata de contártelo.
—Sé que está ahí. Da
densidad al presente.
—Sea. ¿Y qué más?
—Intelectualmente, se
dominan mejor las preguntas; se olvida mucho, de acuerdo, pero incluso lo que
se olvida queda a nuestra disposición, en cierto modo.
—Tal vez en tu
profesión. Yo cada vez soy más ignorante de todo lo que no es mi especialidad.
Para ponerme al corriente de la física cuántica, tendría que volver a la universidad
como un simple estudiante.
—Nada te lo impide.
—Tal vez lo haga.
—Curioso —dije—.
Estamos de acuerdo en todos los puntos; y no en esto: no veo qué es lo que se
pierde con envejecer.
Sonrió:
—La juventud.
—No es un bien en sí.
—La juventud y eso que
los italianos designan con una palabra tan bella: la stamina. La savia, el
fuego que permite amar y crear. Cuando has perdido eso, lo has perdido todo.
Había hablado con un
acento tal que no me atrevía a acusarlo de complacencia. Algo lo corroía, que
yo ignoraba. Que no deseaba conocer, que me espantaba. Acaso eso era lo que nos
separaba.
—Nunca creeré que ya no
puedas crear —dije.
—Bachelard escribió:
«Los grandes sabios son útiles a la ciencia en la primera mitad de su vida,
nocivos en la segunda». Se me tiene por un sabio. Por lo tanto, todo lo que
puedo hacer actualmente es tratar de no ser demasiado nocivo.
No he respondido nada.
Verdadero o falso, creía en lo que decía; protestar hubiera sido fútil.
Comprendía que mi optimismo a menudo lo irritara: era una manera de eludir su
problema. ¿Pero qué hacer? No podía enfrentarlo en su lugar. Lo mejor era
callarse. Anduvimos en silencio hasta Champeaux.
—Esta nave es
verdaderamente hermosa —dijo André cuando entramos en la iglesia—. Se parece
mucho a la de Sens, pero las proporciones están aún más logradas.
—Sí, es hermosa. Ya no
recuerdo la de Sens.
—Es la misma
alternancia de gruesas columnas aisladas y de delgadas columnas geminadas.
—¡Qué memoria tienes!
Miramos
concienzudamente la nave, el coro, el crucero. La colegiata no era menos bella
porque yo hubiera subido a la Acrópolis, pero mi humor no era el mismo que en
el tiempo en que en un viejo cacharro recorríamos palmo a palmo
l'Ille-de-France. Ninguno de nosotros dos estaba en aquello. No me interesaba
verdaderamente en los capiteles esculpidos, en la sillería del coro cuyas comas
antiguamente nos habían divertido tanto.
Al salir de la iglesia,
André me ha preguntado:
—¿Crees que la Truite
d'Or existe todavía?
—Vamos a ver. Antes era
uno de nuestros lugares favoritos, esa pequeña hostería, al borde del agua,
donde se comían platos simples y exquisitos. Ahí habíamos festejado nuestras
bodas de plata y después no habíamos vuelto. Silencioso, pavimentado con
pequeñas piedras, este pueblo no ha cambiado. Hemos recorrido la calle central
en ambos sentidos: la Truite d'Or había desaparecido. El restaurante donde nos
detuvimos, en el bosque, nos desagradó: quizá porque lo comparábamos con
recuerdos.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—dije.
—Habíamos hablado del
castillo de Vaux, de las torres de Blandy.
—Pero ¿tienes ganas de
ir?
—¿Por qué no?
Le daba lo mismo y
entonces a mí también, pero ninguno de los dos se atrevía a decirlo. ¿En qué
pensaba, exactamente, mientras íbamos por los senderos olorosos de follaje? ¿En
el desierto de su porvenir? No podía seguirlo. Le sentía solo a mi lado. Yo lo
estaba también. Philippe había intentado muchas veces telefonearme. Yo había
colgado en cuanto reconocía su voz. Me interrogaba a mí misma. ¿Había tenido
para con él demasiada exigencia? ¿André, demasiada indulgencia desdeñosa? De
esta discordancia, ¿había sufrido él las consecuencias? Hubiera querido
discutirlo con André, pero temí volver a provocar una disputa.
El castillo de Vaux,
las torres de Blandy: pusimos en ejecución nuestro programa. Decíamos: «Me
acordaba», «no me acordaba», «esas torres son soberbias...». Pero, en un
sentido, ver cosas es ocioso. Es necesario que un proyecto o una pregunta nos
ligue a ellas. Yo no percibía más que piedras amontonadas unas sobre otras.
Aquel día no nos había
acercado, nos sentía a ambos defraudados y muy lejos uno del otro mientras
volvíamos hacia París. Me parecía que no podríamos hablarnos más. ¿Será pues
verdad lo que cuentan sobre la incomunicación? Como lo había entrevisto durante
la cólera, ¿estábamos consagrados a la soledad, al silencio? ¿Lo habíamos
estado siempre, era por mi terco optimismo que había pretendido lo contrario?
«Es necesario hacer un esfuerzo», me dije mientras me acostaba. «Mañana por la
mañana charlaremos. Trataremos de llegar al fondo de las cosas». Si nuestra
disputa no estaba liquidada, quería decir que no había sido nada más que un
síntoma. Era necesario volverlo a tomar todo, desde la raíz. En particular no
temer volver a hablar de Philippe. Un solo tema prohibido, y todo nuestro diálogo
resulta bloqueado.
He servido el té y
buscaba mis palabras para iniciar la explicación cuando André me dijo:
—¿Sabes de qué tengo
ganas? De ir enseguida a Villeneuve. Descansaré mejor que en París.
¡He aquí la conclusión
que él había extraído de ese día malogrado: en lugar de buscar un acercamiento,
huía! Suele suceder que pase algunos días sin mí en casa de su madre, por
cariño hacia ella. Pero ahora era una manera de escapar de nuestra
conversación. Me sentí herida en lo más vivo.
—Excelente idea —dije
secamente—. Tu madre estará encantada. Vete, pues.
Con desgana preguntó:
—¿No quieres venir?
—Sabes muy bien que no
tengo ningunas ganas de dejar París tan pronto. Iré en la fecha prevista.
—Como quieras. De todas
maneras, me hubiera quedado; quería trabajar y también ver cómo sería acogido
mi libro; hablar de él con los amigos.
Pero quedé
desconcertada de que no insistiera. Pregunté fríamente:
—¿Cuándo piensas irte?
—No sé; pronto. No
tengo nada que hacer aquí.
—Pronto, ¿qué quiere
decir: mañana, pasado mañana?
—¿Por qué no mañana por
la mañana?
Así que estaríamos
separados durante quince días: nunca me dejaba más de tres o cuatro, excepto
por los congresos. ¿Me había mostrado tan desagradable?
Tendría que haberlo
discutido conmigo en lugar de huir. Sin embargo, las escapatorias no figuraban
en su estilo. Yo no veía más que una explicación, siempre la misma: envejecía.
Molesta, he pensado: «Que vaya a cultivar su vejez a otra parte». Ciertamente
no iba a mover un dedo para retenerlo.
Convinimos en que se
llevaría el coche. Ha pasado la mañana en el garaje, haciendo compras, hablando
por teléfono; se ha despedido de sus colaboradores. Apenas lo he visto. Cuando
al día siguiente subió al coche, intercambiamos besos y sonrisas. Me he
encontrado en la biblioteca, atontada. Tenía la impresión de que, al dejarme
plantada allí, André me castigaba. No; simplemente había querido librarse de
mí.
Pasada la primera
sorpresa, me he sentido aliviada. La vida entre dos exige que uno decida: «¿A
qué hora las comidas? ¿Qué te gustaría comer?». Se formulan proyectos. En la
soledad, los actos se realizan sin premeditación, uno descansa. Me levantaba
tarde, me quedaba acurrucada en la tibieza de las sábanas, procurando atrapar
al vuelo jirones de mis sueños. Leía el correo bebiendo mi té, y canturreaba:
«me lo paso... me lo paso... me lo paso muy bien sin ti». Entre mis horas de
trabajo, paseaba.
Ese estado de gracia ha
durado tres días. En la tarde del cuarto, llamaron a la puerta con pequeños
timbrazos precipitados. Solamente una persona llama así. Mi corazón se puso a
latir con violencia. Pregunté a través de la puerta:
—¿Quién es?
—Abre —gritó Philippe—.
Dejo el dedo en el timbre hasta que abras.
Abrí y enseguida sus
brazos estuvieron alrededor de mí, su cabeza inclinada sobre mi hombro.
—Mi pequeña, mi
querida, te lo ruego, no me detestes. No puedo vivir disgustado contigo. Te lo
ruego. ¡Te quiero tanto!
¡Tan a menudo esa voz
suplicante ha hecho desaparecer mis rencores! Lo dejé entrar en la biblioteca.
Me quería, no podía dudarlo. ¿Es que otra cosa contaba? Las viejas palabras me
venían a los labios: «Mi pequeño», pero las rechacé. No era un crío.
—No lo intentes, es
demasiado tarde. Lo has estropeado todo.
—Escucha, quizá me he
equivocado, quizás he actuado mal, ya no lo sé, no puedo dormir. ¡Pero no
quiero perderte, ten piedad de mí, me haces tan desdichado!
Lágrimas infantiles
brillaban en sus ojos. Pero ya no era un niño. Un hombre, el marido de Irène,
un señorito.
—Sería demasiado cómodo
—dije—. Preparas el golpe en silencio, sabiendo perfectamente que cavas un
abismo entre nosotros. ¡Y querrías que lo tragara con una sonrisa, que todo
volviera a ser como antes! No, y no.
—Verdaderamente eres
demasiado dura, demasiado sectaria. Hay padres e hijos que se quieren sin tener
las mismas opiniones políticas.
—No se trata de una
divergencia de opiniones. Cambias de partido por ambición, por conveniencia.
Eso es lo feo.
—Que no. ¡Mis ideas han
cambiado! Tal vez soy influenciable, pero es verdad que me puse a ver las cosas
desde otro ángulo. ¡Te lo juro!
—Entonces has debido
prevenirme mucho antes. No hacer tus tejemanejes a mis espaldas y enseguida
meterme por las narices el hecho consumado. Jamás te perdonaré eso.
—No me atreví. Tienes
una manera de mirarme que me da miedo.
—Siempre decías eso:
jamás fue una excusa.
—Sin embargo, me
perdonabas. Perdóname también esta vez. Te lo suplico. No soporto estar mal
contigo.
—No puedo hacer nada.
Has actuado de tal manera que ya no puedo estimarte. La tormenta retumbó en sus
ojos: lo prefería. Su cólera sostendría la mía.
—Tienes expresiones que
me matan. No me he preguntado nunca si te estimaba o no. Si hicieras idioteces,
no por eso te querría menos. Para ti, el amor hay que merecerlo. Pues sí:
bastante trabajo me he tomado para no desmerecer. Todos mis deseos (ser
aviador, o corredor de automóviles, o reportero, la acción, la aventura) los
tomabas como caprichos; los he sacrificado para complacerte. La primera vez que
no cedo ante ti, te peleas conmigo.
Lo interrumpí:
—Te escapas por la
tangente. Tu conducta me indigna, ése es el motivo por el que no quiero verte
más.
—Te indigna porque
contradice tus proyectos. Sin embargo, no iba a obedecerte toda mi vida. Eres
demasiado tiránica. En el fondo no tienes corazón, solamente voluntad de poder.
—Había rabia y lágrimas en su voz—. ¡Y bien!, adiós, despréciame todo lo que
quieras, prescindiré de ti.
Caminó hacia la puerta,
la golpeó tras de sí. He permanecido de pie en el vestíbulo, pensando:
«Volverá». Siempre volvía. No hubiera tenido el coraje de resistir, hubiera
llorado con él. Al cabo de cinco minutos regresé a la biblioteca, me senté y he
llorado sola. «Mi pequeño...» ¿Qué es un adulto? Un niño inflado de edad. Lo
despojaba de su edad, volvía a encontrar sus doce años, imposible guardarle
rencor. Y sin embargo, no, era un hombre. Ninguna razón para juzgarlo menos
severamente que a otro. ¿Tengo corazón duro? ¿Hay gente capaz de querer sin
estimar? ¿Dónde empieza, dónde termina la estima? ¿Y el amor? Si hubiera
fracasado en su carrera universitaria, si hubiera tenido una vida mediocre,
jamás le habría faltado mi ternura: porque habría tenido necesidad de ella. Si
me hubiera vuelto inútil para él pero en la dignidad, habría continuado
queriéndolo alegremente. Pero, al mismo tiempo, se me escapa y le condeno. ¿Qué
hacer por él?
La tristeza había
vuelto a caer sobre mí y ya no me ha dejado. En adelante, si por la mañana me
demoraba en la cama, es porque me costaba trabajo despertar sin ayuda al mundo
y a mi vida. Vacilaba en zambullirme sola en la monotonía de la jornada. Una
vez de pie, a veces me sentía tentada de volver a acostarme hasta la noche. Me
sumergía en el trabajo, permanecía muchas horas seguidas ante mi mesa,
alimentándome de zumos de fruta. Cuando finalmente me levantaba, al mediodía, tenía
la cabeza ardiente y los huesos doloridos. A veces me dormía tan pesadamente
sobre el diván que al despertar experimentaba un estupor angustiado: como si mi
conciencia, al emerger anónimamente de la noche, dudara antes de reencarnarse.
O contemplaba con mirada incrédula el decorado familiar: reverso ilusorio y
tornasolado del vacío donde me había sumergido. Mi mirada se detenía
sorprendida en los objetos que había traído de los cuatro rincones de Europa.
Mis viajes, el espacio no conservaba huella de ellos, mi memoria desdeñaba
evocarlos; y las muñecas, los vasos, las baratijas estaban allí. Una nada me
fascinaba, me obsesionaba. Encontrar un pañuelo de seda roja y un almohadón
violeta: ¿cuándo he visto por última vez fucsias, su vestido de obispo y cardenal,
su largo sexo frágil? La campanilla luminosa, la simple rosa silvestre, la
madreselva desgreñada, los narcisos, abriendo en su blancura grandes ojos
atónitos, ¿cuándo? Podían no existir ya en el mundo y no lo sabría. Ni
nenúfares en los estanques, ni trigo sarraceno en la campiña. La tierra está a
mi alrededor como una vasta hipótesis que ya no verifico
Me arrancaba de esas
brumas, bajaba a la calle, miraba al cielo, las casas mal blanqueadas. Nada me
conmovía. Claros de luna y crepúsculos, olor de primavera mojada, de alquitrán
caliente, resplandores y estaciones, he conocido instantes de un puro destello
de diamante; pero siempre sin haberlos solicitado. Surgían por sorpresa, tregua
inesperada, promesa impensada, a través de ocupaciones que me exigían; gozaba
de ellos, precipitándome, al salir del liceo, o de una boca del metro, en mi
balcón entre dos sesiones de trabajo, en el bulevar cuando me apresuraba para
encontrarme de nuevo con André. Ahora, marchaba por París, disponible, atenta y
helada de indiferencia. El exceso de mis ocios, al entregarme al mundo, me
impedía verlo. Así, en las cálidas siestas, el sol que estalla a través de las
persianas cerradas hace brillar en mí todo el esplendor del verano; me ciega si
me enfrento a él en su crudeza tórrida.
Volvía a casa, llamaba
por teléfono a André, o él me llamaba. Su madre estaba más combativa que nunca,
él volvía a verse con viejos camaradas, se paseaba, se dedicaba a la
jardinería. Su cordialidad regocijada me deprimía, yo me decía que volveríamos
a encontrarnos exactamente en el mismo punto, con ese muro de silencio entre
nosotros. El teléfono no acerca, confirma las distancias. No se es dos como en
una conversación puesto que no se ve. No se está solo como delante del papel,
que permite hablarse hablándole al otro, buscar, encontrar la verdad. He tenido
ganas de escribirle: ¿pero qué? A mi fastidio se mezclaba una inquietud. Los
amigos a quienes había enviado mi ensayo tendrían que haberme escrito
hablándome de ello: ninguno lo hacía, ni siquiera Martine. La semana siguiente
a la partida de André, de repente hubo un gran número de artículos sobre mi
libro. Los del lunes me defraudaron, los del miércoles me irritaron, los del
jueves me aterraron. Los más severos hablaban de charlatanería, los más
benevolentes de interesante repetición. A todos se les había escapado la
originalidad de mi trabajo. ¿No había sabido ponerla en claro? He llamado a
Martine. Las críticas eran estúpidas, me dijo, era preciso no tenerlas en
cuenta. En cuanto a su propia opinión, quería esperar a terminar el libro para
dármela, iba a terminarlo y a reflexionar esa misma noche, al día siguiente
vendría a París. Al colgar el auricular tenía la boca amarga. Martine no había
querido decírmelo por teléfono: por lo tanto, su juicio era desfavorable. Yo no
comprendía. Por lo común no me engaño sobre lo que hago.
Habían pasado tres
semanas desde nuestro reencuentro en el parque Montsouris (tres semanas que se
cuentan entre las más desagradables de mi vida). Normalmente hubiera estado
contenta ante la idea de volver a ver a Martine. Pero me sentía más angustiada
que cuando esperaba los resultados de la licenciatura. Después de rápidos
cumplidos, arremetí:
—Entonces, ¿usted qué
piensa?
Me respondió con frases
ponderadas, que una sentía cuidadosamente preparadas. Ese ensayo era una
excelente síntesis, elucidaba ciertos puntos oscuros, ponía útilmente en claro
lo que mi obra había aportado de nuevo.
—Pero el ensayo en sí
mismo, ¿aporta algo de nuevo?
—No es ése el objetivo.
—Era el mío.
Se turbó; insistí, la
acosé. Según ella, los métodos que proponía los había aplicado ya en mis
estudios anteriores; en muchos pasajes, incluso los había netamente
explicitado. No, no innovaba. Más bien se trataba, como había dicho Pélissier,
de un sólido resumen.
—Había querido hacer
otra cosa completamente distinta.
Me sentía a la vez
alterada e incrédula, como sucede a menudo cuando una mala noticia se abate
sobre uno. La unanimidad del veredicto era aplastante y sin embargo me decía:
«No puedo haberme equivocado tanto».
En el jardín donde
cenamos, a las puertas de París, hice un gran esfuerzo para disimular mi
contrariedad. Terminé por decir:
—Me pregunto si a
partir de los sesenta años una no está condenada a repetirse.
—¡Qué idea!
—Pintores, músicos,
incluso filósofos que se hayan superado a la vejez, hay muchos; pero
escritores, ¿puede citarme alguno?
—Víctor Hugo.
—Sea. ¿Pero qué otro?
Montesquieu prácticamente se detuvo a los cincuenta y nueve años, con El
espíritu de las leyes, que había concebido desde hacía muchos años.
—Debe de haber muchos
casos.
—Pero no se le ocurre
ninguno.
—¡Vamos!, no va a
descorazonarse —me dijo Martine con reproche—. Toda obra comporta altibajos.
Esta vez no ha conseguido todo lo que deseaba: tendrá su revancha.
—En general, mis
fracasos me estimulan. Esta vez es diferente.
—No veo en qué.
—A causa de la edad.
André afirma que los sabios están acabados antes de los cincuenta años. En
literatura, sin duda, también llega un momento en el que ya no se puede
adelantar.
—En literatura estoy
segura de que no —dijo Martine. —¿Y en las ciencias?
—De eso no sé nada.
Volví a ver el rostro
de André. ¿Había experimentado el mismo tipo de decepción que yo? ¿Una vez,
definitivamente, o en varias ocasiones?
—Usted tiene
científicos entre sus amigos. ¿Qué piensa de André?
—Que es un gran sabio.
—¿Pero cómo juzgan lo
que hace en este momento?
—Tiene un excelente
equipo, sus trabajos son muy importantes.
—Él dice que todas las
ideas nuevas vienen de sus colaboradores.
—Es posible. Parece que
los sabios descubren solamente en la plenitud de la vida. En las ciencias casi
todos los premios Nobel son hombres jóvenes.
Suspiré:
—Entonces André tiene
razón: no descubrirá nada más.
—No se tiene derecho a
prejuzgar el porvenir —dijo Martine cambiando bruscamente de tono—. Después de
todo, no hay más que casos particulares. Las generalidades no prueban nada.
—Quisiera creerla
—confesé. Y desvié la conversación.
Al irse, Martine me
dijo con un aire de duda:
—Voy a releer su libro.
Lo he leído demasiado rápidamente.
—Lo ha leído, y es un
fracaso. Pero, como usted decía, no es muy grave.
—Nada grave en
absoluto. Estoy segura de que aún escribirá mucho, muy buenos libros.
Estaba aproximadamente
segura de lo contrario, pero no quise contradecirla.
—¡Usted es tan joven!
—agregó. Me lo dicen a menudo y me siento halagada. De pronto, la palabra me
irritó. Es un cumplido ambiguo que anuncia penosos días futuros. Conservar
vitalidad, alegría, presencia de espíritu, es permanecer joven. Por lo tanto,
la parte que le toca a la vejez es la rutina, la morosidad, la chochez. No soy
joven, estoy bien conservada, es muy distinto. Bien conservada y quizás
acabada. He tomado un somnífero y me he metido en la cama.
Al despertar me he
encontrado en un extraño estado, más febril que ansioso. He dejado el teléfono
descolgado, he acometido la relectura de mi Rousseau
y de mi Montesquieu. He leído diez
horas seguidas, interrumpiéndome apenas para comer dos huevos duros y una
loncha de jamón. Curiosa experiencia: reanimar esos textos nacidos de mi pluma
y olvidados. Por momentos me interesaban, me sorprendían como si otra los
hubiera escrito; sin embargo, reconocía ese vocabulario, esos cortes de frase,
esos comienzos, esas elipsis, esos tics; esas páginas estaban totalmente
impregnadas de mí, era una intimidad repugnante como el olor de una habitación
donde uno ha estado confinado demasiado tiempo. Me obligué a tomar el aire, a
cenar en el pequeño restaurante de al lado; en casa me he bebido unas tazas de
café muy fuerte y he abierto mi último ensayo. Lo tenía bien presente y sabía de
antemano cuál sería el resultado de esa comprobación. Todo lo que tenía que
decir había sido dicho en mis dos monografías. Me limitaba a repetir bajo otra
forma aquellas ideas que tenían interés. Me había equivocado cuando creía
progresar. E inclusive, separados del contenido singular al que los había
aplicado, mis métodos perdían algo de su sutileza, de su flexibilidad. No
aportaba nada nuevo; absolutamente nada. Y sabía que el segundo tomo no hacía
más que prolongar ese moverse en el mismo sitio. Así es: había pasado tres años
escribiendo un libro inútil. No solamente errado, como algunos otros en los
cuales, a través de torpezas y tanteos, abría perspectivas. Inútil. Para echar
al fuego.
No prejuzgar el
porvenir. Fácil de decir. Lo veía. Se extendía delante de mí hasta perderse de
vista, vacío, desnudo. No más proyectos, no más deseos. No escribiré más.
¿Entonces qué haré? Qué vacío en mí, alrededor de mí. Inútil. Los griegos
llamaban a sus ancianos abejorros. «Abejorro inútil», se dice Hécuba en Las
troyanas. Se trata de mí. Estaba aniquilada. Me preguntaba cómo se logra vivir
todavía cuando no se espera nada más de sí.
Por amor propio no
quise adelantar mi partida y por teléfono no le hablé a André de nada. ¡Pero
qué largos han parecido los tres días siguientes! Discos insulsos en sus fundas
de colores vivos, y volúmenes apretados sobre los estantes de madera, ni la
música ni las frases podían hacer nada por mí. Antes esperaba de ellas un
estímulo o un descanso. No veía más que un entretenimiento cuya gratuidad me
asqueaba. ¿Ir a una exposición, volver al Louvre? Había deseado tanto tener
tiempo cuando me faltaba. Pero si diez días atrás no había sabido ver en las
iglesias y los castillos más que piedras apiladas, ahora sería peor todavía.
Entre el cuadro y mi mirada no pasaría nada. Sobre la tela no vería más que
colores escupidos por un tubo y esparcidos por un pincel. Pasearme me aburría,
ya lo había comprobado. Mis amigos estaban de vacaciones y, por otra parte, no
deseaba ni su sinceridad ni sus mentiras. Philippe... ¡con cuánto dolor lo
echaba de menos! Apartaba de mí su imagen, me llenaba los ojos de lágrimas.
Así que me he quedado
en casa, a rumiar mis pensamientos. Hacía mucho calor; aunque bajara las
cortinas me ahogaba. El tiempo se estancaba. Es terrible —tengo ganas de decir:
es injusto— que pueda pasar a la vez tan rápida y tan lentamente. Franqueaba la
puerta del liceo de Bourg, casi tan joven como mis alumnas, miraba con
compasión a los viejos profesores de cabellos grises. ¡Y zas! Me he vuelto una
vieja profesora, y después la puerta del liceo se ha cerrado. Durante años mis
clases me dieron la ilusión de no cambiar de edad: en cada nueva temporada
escolar las reencontraba, igualmente jóvenes, y me identificaba con esa
inmovilidad. En el océano del tiempo yo era una roca batida por las olas
siempre nuevas y que no se mueve ni se desgasta. Y repentinamente el flujo me
arrastra y me arrastrará hasta que me hunda en la muerte. Mi vida se precipita
trágicamente. Y no obstante, en este momento, con qué lentitud gotea (hora a
hora, minuto a minuto). Hay que esperar siempre que el azúcar se disuelva, que
el recuerdo se esfume, que la herida cicatrice, que el sol se oculte, que el
fastidio se disipe. Extraño corte entre esos dos ritmos. Al galope mis días
huyen y en cada uno de ellos languidezco.
No me quedaba más que
una esperanza. André. ¿Pero podría colmar ese vacío en mí? ¿En qué estábamos? Y
en principio, ¿qué habíamos sido el uno para el otro, a lo largo de esta vida
que llaman en común? Quería decidir sin hacer trampas. Para eso era preciso
recapitular nuestra historia. Siempre me prometía hacerlo. Lo intenté.
Arrellanada en un profundo sillón, los ojos en el techo, me relaté nuestros
primeros encuentros, nuestro casamiento, el nacimiento de Philippe. No me
enteraba de nada que ya no supiera. ¡Qué pobreza! «El desierto del pasado»,
dijo Chateaubriand. ¡Tiene razón, desgraciadamente! Me había más o menos
imaginado que mi vida, detrás de mí, era un paisaje en el cual podría pasearme
a mi gusto, descubriendo poco a poco sus meandros y sus repliegues. No. Soy
capaz de recitar nombres, fechas, como un escolar declama una materia bien
aprendida sobre un tema que le es extraño. Y de tarde en tarde, resucitaban
imágenes mutiladas, descoloridas, tan abstractas como las de mi vieja historia
de Francia; se recortan arbitrariamente, sobre un fondo blanco. El rostro de
André no cambia nunca a través de las evocaciones. Me detuve. Lo que hacía
falta era reflexionar. ¿Me ha amado como yo lo amaba? Al principio, pienso que
sí, o más bien la pregunta no se planteaba para ninguno de los dos: nos
entendíamos bien. Pero cuando su trabajo dejó de satisfacerle, ¿se dio cuenta
de que nuestro amor no le bastaba? ¿Se sintió decepcionado por eso? Pienso que
me considera como un invariable, cuya desaparición lo desconcertaría pero que
no podría modificar en nada su destino, ya que la partida se juega en otra
parte. Entonces ni siquiera mi comprensión le aportará gran cosa. ¿Otra mujer
lograría darle algo más? La barrera entre nosotros, ¿quién la había levantado?
¿Él, yo, ambos? ¿Había posibilidad de derribarla? Estaba cansada de
interrogarme. Las palabras se descomponían en mi cabeza: amor, entendimiento,
desacuerdo, ruidos carentes de sentido. ¿Nunca lo habían tenido? Cuando tomé el
expreso del sur, a principios de una tarde, no sabía en absoluto lo que
esperaba.
Él me esperaba en el
andén de la estación. ¡Después de tantas imágenes y palabras, y esa voz
desencarnada, de pronto la evidencia de una presencia! Curtido por el sol, más
delgado, los cabellos recién cortados, vestido con un pantalón de dril y con
una camisa de mangas cortas, era algo diferente del André que había dejado,
pero era él. Mi alegría no podía ser falsa, no podía aniquilarse en unos pocos
instantes. ¿O sí? Tenía gestos afectuosos para instalarme en el coche, y
sonrisas llenas de gentileza mientras nos dirigíamos hacia Villeneuve. Pero
estamos tan habituados a hablarnos amablemente que ni los gestos ni las
sonrisas significaban gran cosa. ¿Estaba verdaderamente contento de volver a
verme?
Manette puso su mano
seca sobre mi hombro, un beso rápido sobre mi frente. «Buenos días, niña mía».
Cuando ella esté muerta, nadie más me llamará «niña mía». Me resulta difícil
pensar que tengo quince años más que en su primera aparición. A los cuarenta y
cinco años ella me parecía casi de la misma edad que ahora.
Me senté en el jardín
con André; las rosas maltratadas por el sol exhalaban un olor penetrante como
un quejido. Le dije:
—Has rejuvenecido.
—¡Es la vida del campo!
¿Cómo andas tú?
—Físicamente bien.
¿Pero has visto mis críticas?
—Algunas.
—¿Por qué no me has
advertido de que mi libro no valía nada?
—Exageras. Es menos
diferente de los otros de lo que pensabas. Pero está lleno de cosas
interesantes.
—No te ha interesado
tanto.
—¡Oh!, yo... ya nada me
cautiva. No hay peor lector que yo.
—Incluso Martine lo
juzga severamente; y, pensándolo bien, yo también.
—Tratabas de hacer algo
muy difícil, anduviste un poco a tientas. Pero supongo que ahora ves claro; te
desquitarás en el segundo volumen.
—Lamentablemente, no.
Lo errado es la concepción misma del libro. El segundo volumen será tan malo
como el primero. Abandono.
—Es una decisión muy apresurada.
Dame a leer tu manuscrito.
—No lo he traído. Sé
que es malo, créeme.
Me miró perplejo. Sabe
que no me descorazono fácilmente.
—¿Qué vas a hacer en
lugar de eso?
—Nada. Creía tener pan
en el horno para dos años. Bruscamente, el vacío.
Puso su mano sobre la
mía.
—Comprendo que estés
abatida. Pero no te atormentes demasiado. Por el momento se impone forzosamente
el vacío. Y después, un día, una idea aparece.
—Ves cómo uno es
optimista cuando se trata de otros.
Insistió, era su papel.
Citó autores de los cuales hubiera sido interesante hablar. ¿Pero volver a
comenzar mi Rousseau, mi Montesquieu, para qué? Había querido
encontrar otro ángulo: no lo encontraría. Recordaba las cosas que André había
dicho. Esas resistencias de las cuales me había hablado, las reencontraba en
mí. Mi aproximación a los problemas, mis hábitos de pensamiento, mis
perspectivas, mis presuposiciones, eran yo misma, no imaginaba un cambio. Mi
obra estaba detenida, terminada. Con ello mi vanidad no sufría. Si hubiera
tenido que morir durante la noche, habría estimado que mi vida era un logro.
Pero estaba aterrada por ese desierto a través del cual iba a arrastrarme hasta
desembocar en la muerte. Durante la cena me esforcé por poner buena cara. Felizmente,
Manette y André discutieron apasionadamente acerca de las relaciones
chino-soviéticas.
Subí a acostarme
temprano. Mi habitación olía a lavanda, tomillo y hojas de pino: me parecía
haberla dejado la víspera. ¡Un año ya! Cada año pasa más rápidamente que el
precedente. No tendría mucho que esperar antes de dormirme para siempre.
Mientras tanto, ya sabía cómo las horas pueden arrastrarse lentamente. Y aún
amo demasiado la vida para que la idea de la muerte me consuele. En el silencio
campestre he dormido, a pesar de todo, con un sueño apaciguador.
—¿Quieres dar un paseo?
—me preguntó André al día siguiente por la mañana.
—Desde luego.
—Voy a mostrarte un
lindo rincón que he vuelto a descubrir. Al borde del Gard. Lleva el traje de
baño.
—No tengo.
—Manette te prestará
uno. Vas a ver, te sentirás seducida.
Seguimos en coche a
través de landas con angostos caminos polvorientos. André hablaba con
volubilidad. Desde hacía muchos años no había pasado aquí una temporada tan
larga. Había tenido tiempo para explorar de nuevo la región, para volver a ver
a sus compañeros de infancia. Parecía decididamente mucho más joven y alegre
que en París. Yo no le había hecho falta en absoluto, se veía. ¿Durante cuánto
tiempo había estado alegremente sin mí?
Detuve el coche:
—¿Ves esa mancha verde,
abajo? Es el Gard. Forma una especie de hondonada, es ideal para bañarse y el
sitio es encantador.
—Pero, fíjate hay una
buena distancia. Hay que volver a subirla.
—No es cansado, lo he
hecho con frecuencia. —Descendió la cuesta, muy rápidamente, con seguridad. Lo
seguí desde lejos, frenándome, y tropezando un poco: una caída, una fractura, a
mi edad no sería nada divertido. Podía subir rápidamente, pero nunca había sido
muy buena para las bajadas.
—¿No es bonito?
—Muy bonito.
Me senté a la sombra de
un peñasco. No para bañarme. Nado mal. Y hasta delante de André detesto
mostrarme en traje de baño. Un cuerpo de viejo es, a pesar de todo, menos feo
que un cuerpo de vieja, me dije viéndolo chapuzarse en el agua. Agua verde,
cielo azul, olor a monte: aquí habría estado mejor que en París. Si él hubiera
insistido, habría venido antes: pero eso es justamente lo que él no había
querido. Se sentó junto a mí sobre la arenilla.
—Has hecho mal. ¡Estaba
fantástica!
—Estaba muy bien aquí.
—¿Cómo has encontrado a
mamá? Es sorprendente, ¿eh?
—Sorprendente. ¿Qué
hace durante todo el día?
—Lee mucho; escucha la
radio. Le he propuesto comprarle un televisor, pero se ha negado; me dijo: «No
dejo entrar a cualquiera a mi casa». Cuida el jardín. Va a las reuniones de su
célula. No se inquieta nunca, como ella dice.
—En suma, es el mejor
período de su vida.
—Seguramente. Es uno de
esos casos en que la vejez es una edad feliz: cuando uno ha llevado una vida
dura y más o menos devorada por los demás.
Cuando comenzamos a
subir de nuevo hacía mucho calor; el camino era más largo, más arduo de lo que
había dicho André. Caminaba a largas zancadas; y yo, que antes trepaba tan
gallardamente, me arrastraba lejos detrás de él, era humillante. El sol me barrenaba
las sienes, la agonía estridente de las amorosas cigarras me perforaba los
oídos; jadeaba. —Caminas demasiado rápido —dije.
—No te apresures. Te
espero arriba.
Me detuve, bañada en
sudor. Seguí. Ya no era dueña de mi corazón, de mi aliento; mis piernas apenas
me obedecían; la luz me lastimaba los ojos; el canto de amor y de muerte de las
cigarras, en su monotonía obstinada, me hacía rechinar los nervios. Llegué al
coche con el rostro y la cabeza ardiendo, al borde de la congestión, me
parecía.
—Estoy muerta.
—Deberías haber subido.
—Trataré de acordarme
de tus caminitos fáciles.
Regresamos en silencio.
Hacía mal en irritarme por una nadería. Siempre he sido colérica: ¿me volvería
agria? Era preciso que tuviera cuidado. Pero no conseguía vencer mi despecho. Y
me sentía tan mal que temí una insolación. Comí dos tomates y fui a descansar a
la habitación, donde la sombra, el embaldosado, la blancura de las sábanas
daban una falsa impresión de frescura. Cerré los ojos, en el silencio escuché
el tic tac de un reloj de péndulo. Había dicho a André: «No veo lo que se
pierde al envejecer». ¡Y bien! Ahora lo veía. Siempre me he negado a enfocar la
vida a la manera de Fitzgerald, como un «proceso de degradación». Pensaba que
mi relación con André no se alteraría jamás, que mi obra no cesaría de
enriquecerse, que Philippe se parecería cada día más al hombre que yo había
querido hacer de él. Por mi cuerpo no me inquietaba. Y creía que incluso el silencio tenía frutos. ¡Qué
ilusión! La expresión de Sainte-Beuve es más verdadera que la de Valéry: «Uno
se endurece por partes, se pudre en otras, jamás se madura». Mi cuerpo me
abandonaba. Ya no era capaz de escribir; Philippe había traicionado todas mis
esperanzas y lo que me apesadumbraba todavía más era que entre André y yo las cosas
estaban deteriorándose. ¡Qué engaño, ese progreso, esa ascensión con la que me
había embriagado, puesto que viene el momento del hundimiento! Ya se había
iniciado. Y ahora sería muy rápido y muy lento: nos volveríamos unos ancianos.
Cuando bajé, el calor
se había apaciguado; Manette leía, cerca de una ventana que daba sobre el
jardín. La edad no la había disminuido, ¿pero qué pasaba en el fondo de ella
misma? ¿Pensaba en la muerte? ¿Con resignación, con temor? No me atrevía a
preguntárselo.
—André ha ido a jugar a
la petanca —me dijo.
Me he sentado frente a
ella. De todas maneras, si yo llegase a los ochenta años, no me parecería a
ella. No me imaginaba llamando libertad a mi soledad y aprovechando
tranquilamente cada instante. A mí, la vida iba poco a poco a sacarme todo lo
que me había dado; ya había comenzado.
—Así que —me dijo—,
Philippe ha abandonado la enseñanza; no es bastante bueno para él; quiere
volverse un gran señor.
—Desgraciadamente, sí.
—Esta juventud no cree
en nada. Hay que reconocer que vosotros no creéis tampoco en gran cosa.
—¿André y yo? Pues
claro que sí.
—André está contra
todo. Ése es el error. Por eso Philippe se ha encaminado mal. Es necesario
estar a favor de algo.
No se ha resignado
nunca a que André no se afiliara al Partido. Yo no tenía ganas de discutirlo.
Conté el paseo de la mañana y pregunté:
—¿Dónde ha guardado las
fotos?
En un ritual, todos los
años miro el viejo álbum.
Pero no está nunca en
el mismo lugar. Lo ha dejado sobre la mesa, así como una caja de cartón. Hay
pocas fotos, muy viejas. Manette, el día de su boda, con un largo vestido
austero. Un grupo: ella con su marido, sus hermanos, sus hermanas, toda una
generación de la cual es la única sobreviviente. André niño, el aire testarudo,
decidido. Renée a los veinte años, entre sus dos hermanos. Pensábamos que no
nos consolaríamos nunca de su muerte; veinticuatro años y esperaba tanto de la
vida. ¿Qué hubiera obtenido de ella? ¿Cómo hubiera soportado su vejez? Mi
primer encuentro con la muerte, cómo lloré. Después he llorado cada vez menos:
mis padres, mi cuñado, mi suegro, los amigos. También eso es envejecer. Tantos
muertos detrás de uno, echados de menos, olvidados. A menudo, cuando leo el
periódico, me entero de una nueva muerte: un escritor querido, una colega, un
viejo colaborador de André, uno de nuestros camaradas políticos, un amigo
perdido de vista. Uno debe de sentirse extraño cuando queda, como Manette, como
el único testigo de un mundo abolido.
—¿Miras las fotos?
André se inclinaba
sobre mi hombro. Hojeó el álbum y me señaló una imagen que lo representaba, a
los once años, con los compañeros de su clase.
—Más de la mitad están
muertos —me dijo—. A éste, Pierre, he vuelto a verle. A aquél también. Y a
Paul, que no está en la foto. Hace ya veinte años que no nos habíamos visto.
Apenas los reconocí. No se diría que tienen exactamente mi edad: se han
transformado en ancianos. Mucho más deslucidos que Manette.
Para mí fue un golpe.
—¿A causa de la vida
que han llevado?
—Sí. Ser campesino, en
un rincón así, es algo que gasta a un hombre.
—En comparación, te
sentiste joven.
—No joven. Pero sí
injustamente privilegiado. —Volvió a cerrar el álbum— : Te llevo a tomar el
aperitivo a Villeneuve.
—De acuerdo.
En el coche me ha
hablado de la partida de petanca que acaba de ganar, había hecho grandes
progresos desde su llegada. Su humor parecía inalterablemente bueno, mi
irritación no lo había perturbado, lo comprobé con algo de amargura. Detuvo el
coche junto a un terraplén con sombrillas azules y anaranjadas bajo las cuales
la gente bebía anisados; el olor del anís flotaba en el aire. Pidió lo mismo
para nosotros. Hubo un largo silencio. Dijo:
—Es alegre este sitio.
—Muy alegre.
—Lo dices con un aire
lúgubre. ¿Añoras París?
—¡Oh, no! En este
momento los lugares me importan un comino.
—La gente también,
tengo la impresión.
—¿Por qué dices eso?
—No estás muy locuaz.
—Discúlpame. Me siento
mal. He tomado demasiado sol esta mañana.
—Por lo común, eres tan
sufrida.
—Envejezco.
Mi voz no era amable.
¿Qué había esperado de André? ¿Un milagro? ¿Que un golpe de varita mágica
hubiese vuelto mi libro bueno, las críticas favorables? ¿O que cerca de él mi
fracaso se volviera indiferente? Había hecho para mí muchos pequeños milagros;
en la época que vivía tenso hacia su porvenir, su ardor animaba el mío. Me
daba, me devolvía confianza. Había perdido ese poder. Aunque hubiera conservado
la fe en su propio destino, no habría sido suficiente para fortalecerme
respecto del mío... Sacó una carta del bolsillo.
—Philippe me ha
escrito.
—¿Cómo sabía dónde
estabas?
—Le hablé por teléfono
el día de mi partida, para despedirme. Me cuenta que lo echaste.
—Sí. No me arrepiento.
No puedo querer a alguien que no estimo.
André me sonrió.
—No sé si obras de muy
buena fe.
—¿Cómo?
—Te colocas en un plano
moral, cuando es sobre todo en el plano afectivo que te sientes traicionada.
—Las dos cosas.
Traicionada, abandonada, sí; una herida demasiado sangrante como para que
soporte hablar de ella. Volvimos a quedarnos en silencio. ¿Iba a instalarse
definitivamente entre nosotros? Una pareja que continúa porque ha empezado, sin
otra razón: ¿era eso lo que estábamos a punto de volvernos? ¿Pasar todavía
quince años, veinte años, sin agravio particular, sin animosidad, pero cada uno
en su enojo, atado a su problema, rumiando su fracaso personal, toda palabra
transformada en vana? Habíamos empezado a vivir a destiempo. En París yo estaba
contenta, él sombrío. Le guardaba rencor por estar contento ahora que yo me
había ensombrecido. Hice un esfuerzo:
—Dentro de tres días
estaremos en Italia. ¿Te gusta?
—Si te gusta a ti.
—Me gusta si te gusta.
—¿Por qué a ti los
lugares definitivamente te importan un bledo?
—Con frecuencia,
también a ti te importan un bledo.
No contestó nada. Algo
se había interpuesto en nuestro diálogo: cada uno interpretaba al revés lo que
decía el otro. ¿Terminaríamos algún día? ¿Por qué mañana más que hoy, en Roma
más que aquí?
—¡Y bien!, volvamos
—dije al cabo.
Matamos la tarde
jugando a las cartas con Manette.
Al día siguiente no
quise exponerme al sol y al chirrido de las cigarras. ¿Para qué? Ante el
castillo de los papas o el puente del Gard, sabía que permanecería tan
indiferente como en Champeaux. Pretexté un dolor de cabeza para quedarme en la
casa. André había traído una docena de obras nuevas, se zambulló en una de
ellas. Yo estoy al día, las conocía todas. Examiné la biblioteca de Manette.
Los clásicos Garnier, algunos Pléiades que le habíamos regalado. Durante mucho
tiempo no había tenido la ocasión de volver a esos textos, los había olvidado.
Y sin embargo, sentía pereza ante la idea de releerlos. Uno se acuerda a medida
que hace falta, o por lo menos se hace la ilusión. La frescura primera está
perdida. ¿Qué tenían que darme, esos escritores que me habían hecho lo que era
y ya no dejaría de ser? Abrí, hojeé algunos volúmenes; todos tenían un sabor
casi tan nauseabundo como el de mis propios libros: sabor a polvo.
Manette ha levantado la
vista de su diario.
—Empiezo a creer que
veré con mis ojos hombres en la Luna.
—¿Con tus ojos? ¿Harás
el viaje? —preguntó André con voz riente.
—Me comprendes muy
bien. Sabré que están allí. Y serán rusos, hijito mío. Los yanquis la han
pifiado con su oxígeno puro.
—Sí, mamá, verás a los
rusos en la Luna —dijo André cariñosamente.
—Pensar que comenzamos
en las cavernas, exactamente con nuestros diez dedos a nuestro servicio —continuó
ensoñadoramente Manette—. Y hemos llegado donde estamos: reconoce que es
alentador.
—Es cierto que la
historia de la humanidad es hermosa —dijo André—. Lástima que la de los hombres
sea tan triste.
—No lo será siempre. Si
tus chinos no hacen saltar la Tierra, nuestros nietos conocerán el socialismo.
Viviré todavía cincuenta años para verlo.
—¡Qué salud! La estás
escuchando —me dijo André—. Volvería a enrolarse por cincuenta años.
—¿Tú no, hijo mío?
—No mamá, francamente,
no. La historia sigue por tan curiosos caminos que apenas sí tengo la impresión
de que me concierne. Me siento en la superficie. Entonces, ¡dentro de cincuenta
años...!
—Lo sé, ya no crees en
nada —dijo Manette reprobadoramente.
—Eso no es totalmente
cierto.
—¿En qué crees?
—En el sufrimiento de
la gente, y que es abominable. Es necesario hacer todo lo posible para
suprimirlo. A decir verdad, ninguna otra cosa me parece importante.
—Entonces —pregunté—,
¿por qué no la bomba, por qué no la aniquilación? Que todo salte en pedazos,
que se termine.
—A veces uno se siente
tentado de desearla. Pero prefiero soñar que la vida podría ser sin dolor.
—La vida para hacer
algo con ella —dijo Manette con aire batallador.
El tono de André me
había helado; no estaba tan despreocupado como parecía. «Lástima que la de los
hombres sea tan triste.» ¡Con qué voz lo había dicho! Le miré, tuve tal ímpetu
hacia él que repentinamente me invadió una certeza. Nunca seríamos dos
extraños. Uno de estos días, mañana quizá, nos reencontraríamos puesto que mi
corazón ya lo había encontrado. Después de la cena, fui yo quien propuso salir.
Nos dirigimos lentamente hacia el fuerte Saint André. Pregunté:
—¿Piensas
verdaderamente que nada cuenta sino suprimir el sufrimiento?
—¿Qué otra cosa?
—No es alegre.
—No. Mucho menos cuando
no se sabe cómo combatirlo. —Calló un momento—: Mamá acaba de decir que no
creemos en nada. Pero prácticamente ninguna causa es por completo nuestra: no
estamos con la URSS y sus compromisos; tampoco con China; en Francia ni por el
régimen ni por ninguno de los partidos de la oposición.
—Es una situación
incómoda —dije. —Eso explica un poco la actitud de Philippe: estar contra todo,
a los treinta años, no es nada exaltante.
—A los sesenta tampoco.
No es una razón para renegar de sus ideas.
—¿Eran verdaderamente
«sus» ideas?
—¿Qué quieres decir?
—¡Oh!, por supuesto,
las grandes injusticias, las grandes porquerías, eso le subleva. Pero nunca ha
estado totalmente politizado. Adoptó nuestras opiniones porque no podía hacer
otra cosa, veía el mundo a través de nuestros ojos: ¿pero hasta qué punto
estaba convencido?
—¿Y los riesgos que
corrió durante la guerra de Argelia?
—Eso lo asqueaba
sinceramente. Y además, las maletas, las manifestaciones, era la acción, la
aventura. Eso no prueba que haya sido profundamente de izquierdas.
—Curiosa manera de
defender a Philippe: demoliéndolo.
—No. No lo demuelo.
Cuanto más reflexiono, más excusas le encuentro. Mido cuánto hemos pesado sobre
él; ha terminado por tener necesidad de afirmarse en nuestra contra, a
cualquier precio. Y después hablas de Argelia: lindamente defraudado. Ninguno
de los tipos por los que se comprometió le ha dado señales de vida. Y allá el
gran hombre es De Gaulle.
Nos sentamos sobre la
hierba, al pie del fuerte. Escuchaba la voz de André, calma y convincente; de
nuevo podríamos hablarnos y algo se desanudaba dentro de mí. Por primera vez
pensaba en Philippe sin cólera. Sin alegría también, pero apaciblemente: tal
vez porque André estaba repentinamente tan próximo que la imagen de Philippe se
desdibujaba.
—Hemos pesado sobre él,
sí —dije con buena voluntad. Pregunté—: ¿Piensas que debo volver a verlo?
—Lo apenaría
enormemente que siguieras enojada con él: ¿para qué le serviría?
—No me propongo
causarle pena. Me siento vacía, eso es todo.
—¡Oh! Por supuesto, ya
nunca será lo mismo entre él y nosotros.
Miré a André. Entre él
y yo me parecía que ya todo había vuelto a ser lo mismo. La luna brillaba y
también la pequeña estrella que la escolta fielmente, y una gran paz descendió
en mí: «Estrellita te veo. / Que la luna atrae a sí». Volvía a encontrar las
viejas palabras en mi garganta, tal como habían sido escritas. Me unían a los
siglos pasados, cuando los astros brillaban exactamente como hoy. Y ese renacimiento
y esa permanencia me daban una impresión de eternidad. La tierra me parecía
fresca como en las primeras edades y ese instante se bastaba. Yo estaba allí,
miraba a nuestros pies los techos de tejas bañados por el claro de luna, sin
razón, por el placer de mirarlos. Este desinterés tenía un encanto punzante.
—Tal es el privilegio
de la literatura —dije—. Las imágenes se deforman, palidecen. Las palabras, uno
se las lleva consigo.
—¿Por qué piensas en
eso? —preguntó André.
Le cité los dos versos
de Aucassin et Nicolette. Agregué con
nostalgia:
—¡Qué hermosas son las
noches aquí!
—Sí. Es lamentable que
no hayas podido venir antes.
Me sobresalté:
—¡Es lamentable! ¡Pero
si no querías que viniera!
—¿Yo? ¡Ésa sí que es
buena! Fuiste tú quien se negó. Cuando te dije: «Por qué no salir enseguida
para Villeneuve?», me contestaste: «Buena idea. Vete pues».
—No fue así. Dijiste,
lo recuerdo textualmente: «De lo que tengo ganas es de ir a Villeneuve».
Estabas harto de mí, todo lo que querías era escaparte.
—¡Estás loca!
Evidentemente quería decir: «Tengo ganas de que vayamos a Villeneuve». Y me
contestaste «vete pues», con una voz que me heló. A pesar de todo insistí.
—¡Oh!, de labios para
afuera; sabías que me negaría.
—Absolutamente no.
Tenía un aspecto tan
sincero que me asaltó la duda. ¿Había podido equivocarme? La escena estaba fija
en mi memoria, no podía cambiarla. Pero estaba segura de que él no mentía.
— Qué tonto es —dije—.
Fue un duro golpe cuando vi que habías decidido partir sin mí.
—Es tonto —dijo André—.
¡Me pregunto por qué creíste eso!
Reflexioné:
—Desconfiaba de ti.
—¿Porque te había
mentido?
—Desde hacía algún
tiempo me parecías cambiado.
—¿En qué?
—Te hacías el viejo.
—No me lo hacía. Ayer
tú misma me dijiste: Envejezco.
—Pero te abandonabas.
En un montón de cosas.
—¿Por ejemplo?
—Tenías tics; esa
manera de manosearte la encía.
—¡Ah!, eso...
—¿Qué?
—Mi mandíbula está un
poco infectada en ese sitio; si es algo serio, mi puente se debilitará, tendré
que usar dentadura postiza. ¡Te das cuenta! Me doy cuenta. En sueños a veces
todos mis dientes se vienen abajo en mi boca y de golpe la decrepitud se me
viene encima. Dentadura postiza...
—¿Por qué no me lo
dijiste?
—Hay disgustos que uno
guarda para sí.
—Quizá sea un error. Es
así como se llega a los malentendidos.
—Puede ser. —Se puso de
pie—. Vamos, cogeremos frío.
Yo también me puse de
pie. Descendimos lentamente la pendiente herbosa.
—Sin embargo, tienes
algo de razón al decir que me hacía el viejo —dijo André—. Exageraba la nota.
Cuando vi todos esos tipos mucho más ajados que yo y que toman las cosas como vienen,
sin montarse historias, me llamé a la realidad. He decidido reaccionar.
—¡Ah, entonces es eso!
Pensé que era mi ausencia la que te había devuelto tu buen humor.
—¡Qué idea! Al
contrario, por ti más que nada me he impuesto sobreponerme. No quiero ser un
viejo puñetero. Viejo, ya es bastante, puñetero no.
Agarré su brazo, lo
apreté contra el mío. Había reencontrado a André, a quien nunca había perdido y
a quien jamás perderé. Entramos en el jardín, nos sentamos sobre un banco, al
pie de un ciprés. La luna y su estrellita brillaban encima de la casa.
—Sin embargo, es verdad
que la vejez existe —dije—. Y no es tan divertido decirse que uno está acabado.
Puso su mano sobre la
mía.
—No te lo digas. Creo
que sé por qué fracasaste en ese ensayo. Partiste de una ambición vacía:
innovar, superarte. Eso es algo que no perdona. Comprender y hacer comprender a
Rousseau, Montesquieu era un proyecto concreto que te llevó lejos. Si estás en
vena otra vez, aún puedes hacer un buen trabajo.
—A grandes rasgos, mi
obra quedará como está: he visto mis límites.
—Desde un punto de
vista narcisista, no tienes gran cosa que ganar, es cierto. Pero aún puedes
interesar a los lectores, enriquecerlos, hacerlos reflexionar.
—Sería de desear.
—Por mi parte, he
tomado una decisión. Un año más e interrumpo todo. Vuelvo a meterme en el estudio,
me pongo al día, lleno mis lagunas.
—¿Piensas que después
volverás a empezar por buen camino?
—No. Pero hay cosas que
ignoro, y que quiero saber. Nada más que para saberlas.
—¿Te bastará?
—En todo caso, durante
un tiempo. No miremos demasiado lejos.
—Tienes razón.
Siempre habíamos mirado
lejos. ¿Sería necesario aprender a vivir al día? Estábamos sentados uno al lado
del otro bajo las estrellas, acariciados por el olor amargo del ciprés,
nuestras manos se tocaban; por un instante el tiempo se había detenido. Se
echaría a correr otra vez. ¿Y entonces? ¿Sí o no, yo podía trabajar todavía?
¿Mi rencor en contra de Philippe se desdibujaría? ¿Volvería a asaltarme la
angustia de envejecer? No mirar demasiado lejos. A lo lejos estaban los
horrores de la muerte y de los adioses; los postizos, las ciáticas, las
invalideces, la esterilidad mental, la soledad en un mundo extraño que ya no
comprendemos y que continuará su curso sin nosotros. ¿Lograré no alzar mi vista
hacia esos horizontes? ¿O aprenderé a percibirlos sin espanto? Estamos juntos,
ésa es nuestra posibilidad. Nos ayudaremos a vivir esta última aventura de la
cual no regresaremos. ¿Eso nos la hará tolerable? No sé. Esperemos. No tenemos
elección.
Título original: L'Age de la discretion
Monologue
La
femme rompue (La mujer rota)
Traducción de Dolores
Sierra y Neus Sánchez
Revisión de
Sanjosé-Carbajosa
Diseño de la cubierta:
Edhasa basado en una idea original
de Mabel (Tribugráfica)
Primera edición en
colección Diamante: abril de 2007
Simone de Beauvoir
(París, Francia, 9 de enero de 1908 - París, Francia, 14 de abril de 1986) fue
una escritora, profesora y filósofa francesa defensora de los derechos humanos
y feminista. Escribió novelas, ensayos, biografías y monográficos sobre temas
políticos, sociales y filosóficos. Su pensamiento se enmarca en la corriente
filosófica del existencialismo y su obra El
segundo sexo, se considera fundamental en la historia del feminismo. Fue
pareja del también filósofo Jean Paul Sartre
Nació en el piso familiar,
situado en el bulevar Raspail de París en el marco de una familia burguesa con
moral cristiana muy estricta. Era hija de Georges Bertrand de Beauvoir, que
trabajó un tiempo como abogado y era un actor aficionado, y de Françoise
Brasseur, una mujer profundamente religiosa. Ella y su hermana pequeña Hélène
de Beauvoir, con quien mantuvo siempre una estrecha relación, fueron educadas
en colegios católicos. Fue escolarizada desde sus cinco años en el Cours
Désir, donde solía enviarse a las hijas de familias burguesas. Su hermana menor
Hélène de Beauvoir (conocida con el apodo de Poupette) la siguió dos años más
tarde.
Desde su niñez, de
Beauvoir destacó por sus habilidades intelectuales, que hicieron que acabase
cada año primera de su clase. Compartía brillantez escolar con Elizabeth Lacoin
(llamada Zaza en la autobiografía que escribe de Beauvoir), que se convirtió
rápidamente en su mejor amiga.
Desde adolescente, por
otro lado, se rebelaría contra la fe familiar declarándose atea y considerando
que la religión era una manera de subyugar al ser humano.
Después de la Primera
Guerra Mundial, su abuelo materno, Gustave Brasseur, entonces presidente del
Banco de la Meuse, presentó la quiebra, lo que precipitó a toda la familia en
el deshonor y la vergüenza. Como consecuencia de esta ruina familiar, los
padres de Simone se vieron obligados a abandonar la residencia señorial del
bulevar Raspail y a trasladarse a un apartamento oscuro, situado en un quinto
piso sin ascensor en la calle de Rennes. Georges de Beauvoir, que había
planeado vivir con el dinero de su esposa y de su familia, vio sus planes
defraudados. La culpa que sintió entonces Françoise no la abandonó nunca a lo
largo de su vida y la dote desaparecida se convirtió en una vergüenza familiar.
La pequeña Simone
sufrió la situación, y vio cómo las relaciones entre sus padres se deterioraban
poco a poco. Hecho importante en el nacimiento de las ideas políticas
feministas de Simone, toda su infancia será marcada por el hecho de haber
nacido mujer: su padre no le escondió el hecho de que hubiese deseado un hijo,
con el sueño de que hubiese cursado estudios en la prestigiosa Escuela
Politécnica de París. Muchas veces le comentó a Simone: «Tienes un cerebro de
hombre» Apasionado por el teatro, que practicaba como aficionado, compartía
este gusto con su esposa y sus hijos, junto con su amor por la literatura.
Georges de Beauvoir le indicó a menudo a Simone que para él «el oficio más
bonito es el de escritor»[cita requerida]. Con su esposa, compartía la convicción
de que, dada la mediocre condición económica en la que se hallaba la familia,
la única esperanza de mejora social para sus dos hijas eran los estudios.
Los de Beauvoir
veranearon a menudo en Saint-Ybard, en la propiedad de Mayrignac situada en
Correze. El parque, fundado alrededor de 1880 por su abuelo, Ernest Bertrand de
Beauvoir, fue adquirido a principios de siglo XIX por el bisabuelo, Narcisse
Bertrand de Beauvoir. De Beauvoir narró estos tiempos felices en sus Memorias
de una joven formal. El contacto con la naturaleza y los largos paseos
solitarios por el campo hicieron surgir en el espíritu de la joven Simone la
ambición de un destino fuera de lo común.
Con solamente quince
años ya estaba decidida sobre la forma de este destino: quería ser escritora.
Tras haber aprobado el bachillerato en 1925, de Beauvoir empezó sus estudios
superiores en el Instituto Católico de París, institución religiosa privada a
la que solían asistir las muchachas de buena familia. Allí completó su
formación matemática, mientras que ampliaba su formación literaria en el
Instituto Sainte-Marie de Neuilly. Tras su primer año universitario en París,
logró obtener certificados de matemáticas generales, literatura y latín. En
1926, se dedicó a estudiar filosofía y obtuvo en junio de 1927 su certificado
de filosofía general. Tras estos reconocimientos acabó licenciándose en letras,
con especialización en filosofía, en la primavera de 1928, tras haber aprobado
también unas certificaciones de ética y de psicología. Sus estudios
universitarios concluyeron en 1929 con la redacción de una tesina sobre
Leibniz, culminación de sus estudios superiores.
La profesora
Tras haber sido
profesora agregada de filosofía en 1929, de Beauvoir, o Castor, apodo que le
dio su amigo René Maheu y que Sartre siguió usando, en un juego de palabras
entre «Beauvoir» y beaver, en inglés, se preparó para ser profesora titular.
Su primer destino fue Marsella. Sartre obtuvo a su vez un puesto en Le Havre en
marzo de 1931 y la perspectiva de separarse de él destrozó a de Beauvoir. Para
que pudiesen ser nombrados en el mismo instituto, Sartre le propuso que se
casasen a lo que ella se negó. En La fuerza de las Cosas, explicó el porqué:
Tengo
que decir que no pensé en aceptar aquella propuesta ni un segundo. El
matrimonio multiplica por dos las obligaciones familiares y todas las faenas
sociales. Al modificar nuestras relaciones con los demás, habría alterado fatalmente
las que existían entre nosotros dos. El afán de preservar mi propia
independencia no pesó mucho en mi decisión; me habría parecido artificial
buscar en la ausencia una libertad que, con toda sinceridad, solamente podía
encontrar en mi cabeza y en mi corazón.
De la misma forma, de
Beauvoir decidió no tener hijos. El año siguiente, logró acercarse a Sartre al
ser trasladada a Ruán, donde conoció a Colette Audry, que ejercía también de
profesora en el mismo liceo. Mantuvo relaciones amorosas con algunas de sus
alumnas, entre ellas, Olga Kosakiewitcz y Bianca Bienenfeld: el pacto que la
unió a Sartre le permitía conocer estos “amores contingentes”. También mantuvo
una breve relación con un alumno de Sartre, apodado “el pequeño Bost”, futuro
marido de Olga. Sartre también cortejó a la muchacha, sin conseguir
conquistarla.
Este grupo de amigos,
que se llamaban entre ellos «la pequeña familia», permaneció unido hasta la
muerte de sus miembros, pese a las tensiones ligeras o a los conflictos más
serios que atravesaron. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, la pareja
Sartre-de Beauvoir fue destinada a París. De 1936 a 1938, de Beauvoir enseñó en
el liceo Molière, del que fue despedida tras haber entablado una relación
amorosa con Bianca Bienenfeld, una de sus alumnas.
Las editoriales
Gallimard y Grasset rechazaron su primera novela, Primaldad de lo espiritual, escrita entre 1935 y 1937, que se
publicó tardíamente en 1979 con el título Cuando predomina lo espiritual. La Invitada se publicó en 1943; en esta
novela, la escritora describía, mediante personajes ficticios, la relación
entre Sartre, Olga y ella misma, a la vez que elaboraba una reflexión
filosófica sobre la lucha entre las consciencias y las posibilidades de la
reciprocidad. Fue un éxito editorial inmediato que la llevó a ser suspendida en
junio de 1943 de la Educación Nacional, tras la presentación de una denuncia
por incitación a la perversión de personas menores en diciembre de 1941 por la
madre de Nathalie Sorokine, una de sus alumnas. Se la reintegró como profesora
tras la Liberación de París; durante la Ocupación trabajó para la radio libre
francesa («Radio Vichy»), donde organizó programas dedicados a la música.
La escritora
comprometida
Con Sartre, Raymond
Aron, Michel Leiris, Maurice Merleau-Ponty, Boris Vian y otros intelectuales
franceses de izquierda, fue la fundadora de una revista, Les Temps Modernes,
que pretendía difundir la corriente existencialista a través de la literatura
contemporánea. De forma paralela, continuó sus producciones personales: tras la
publicación de varios ensayos y novelas donde hablaba de su compromiso con el
comunismo, el ateísmo y el existencialismo. Consiguió independizarse
económicamente y se dedicó plenamente a ser escritora. Viajó por numerosos
países (EE. UU., China, Rusia, Cuba...) donde conoció a otras personalidades
comunistas como Fidel Castro, Che Guevara, Mao Zedong o Richard Wright. En los
Estados Unidos, entabló una relación pasional con el escritor americano Nelson
Algren con quien mantuvo una intensa relación epistolar, llegando a
intercambiar unas trescientas cartas.
Su consagración
literaria tuvo lugar el año 1949: la publicación de El segundo sexo, del que se vendieron más de veintidós mil
ejemplares en la primera semana, causó escándalo y fue objeto de animados
debates literarios y filosóficos. La Santa Sede, por ejemplo, se mostró
contraria al ensayo. François Mauriac, que siempre tuvo animosidad hacia la
pareja, publicó en Les Temps Modernes un editorial que creó polémica al afirmar:
«ahora, lo sé todo sobre la vagina de vuestra jefa». El segundo sexo se tradujo
a varios idiomas: en los Estados Unidos se vendieron un millón de ejemplares y
se convirtió en el marco teórico esencial para las reflexiones de las
fundadoras del movimiento de liberación la mujer. De Beauvoir se convirtió en
precursora del movimiento feminista al describir a una sociedad en la que se
relega a la mujer a una situación de inferioridad. Su análisis de la condición
femenina, en ruptura con las creencias existencialistas, se apoya en los mitos,
las civilizaciones, las religiones, la anatomía y las tradiciones. Este
análisis desató un escándalo, en particular el capítulo dedicado a la
maternidad y al aborto, entonces equiparado al homicidio. Describía el matrimonio
como una institución burguesa repugnante, similar a la prostitución en la que
la mujer depende económicamente de su marido y no tiene posibilidad de
independizarse.
Los
Mandarines, publicado el 1954, marcó el reconocimiento de su
talento literario por la comunidad intelectual: se le otorgó por esta novela el
prestigioso Premio Goncourt. De Beauvoir era por entonces una de las escritoras
con más lectores a nivel mundial. En esta novela, que trata de la posguerra,
expuso su relación con Nelson Algren aunque siempre a través de personajes
ficticios. Algren, celoso, ya no aguantaba más la relación que unía a de
Beauvoir y Sartre: la ruptura entre ella y Algren demostró la fuerza del lazo
que unía a los dos filósofos y la de su pacto. Posteriormente, de julio de 1952
a 1959, de Beauvoir vivió con Claude Lanzmann.
A partir de 1958,
emprendió la escritura de su autobiografía, en la que describe el mundo burgués
en el que creció, sus prejuicios, sus tradiciones degradantes y los esfuerzos
que llevó a cabo para deshacerse de ellos pese a su condición de mujer. También
relata su relación con Sartre, que calificó de éxito total. Pese a todo y a la
fuerza del lazo pasional que aún los unía, ya no eran una pareja en el sentido
sexual, aunque de Beauvoir se lo hiciese creer a sus lectores.
En 1964, publicó Una muerte muy dulce, que relata la
muerte de su madre: Sartre consideró siempre que éste fue el mejor escrito de
de Beauvoir. La eutanasia o el luto forman el núcleo de este relato cargado de
emoción. A lo largo de su luto, a la escritora le acompaña una muchacha que
conoció entonces: Sylvie Le Bon, estudiante en filosofía. La relación que unió
a las dos mujeres era ambigua: madre-hija, de amistad o de amor. En su cuarto
escrito autobiográfico, Final de cuentas, de Beauvoir declaraba que compartió
con Sylvie el mismo tipo de relación que la unió, cincuenta años antes, a su
mejor amiga Zaza. Sylvie Le Bon fue adoptada oficialmente como hija por la
escritora quien la nombró heredera de su obra literaria y de sus bienes.
Muerte de Sartre y
últimos años
Tras la muerte de
Sartre en 1980 publicó en 1981 La ceremonia del adiós donde relató los diez
últimos años de vida de su compañero sentimental, aunque los detalles médicos e
íntimos de la vida del filósofo fueron mal recibidos por muchos de sus
seguidores. Este texto se completó con la publicación de sus conversaciones con
Sartre grabadas en Roma entre agosto y septiembre de 1974. En estos diálogos
Sartre reflexionaba sobre su vida y expresaba algunas dudas sobre su producción
intelectual. Al publicar estas conversaciones íntimas, de Beauvoir pretendió
demostrar cómo su difunta pareja había sido manipulada por el filósofo y
escritor francés Benny Lévy. Lévy hizo que Sartre reconociera una cierta
«inclinación religiosa» en el existencialismo pese a que Sartre y los demás
existencialistas hubiesen proclamado siempre que el ateísmo era uno de sus
pilares. Para de Beauvoir, Sartre ya no disponía de la plenitud de sus
capacidades intelectuales cuando había sostenido este debate con Lévy y no
estaba en situación de enfrentarse a éste filosóficamente. En estos textos que
desvelan la vida de Sartre también dejó ver lo mala que fue su relación con la
hija adoptiva de Sartre, Arlette Elkaïm-Sartre. Concluye La Ceremonia del adiós
con la frase siguiente: «Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Así
es; ya es demasiado bello que nuestras vidas hayan podido juntarse durante
tanto tiempo».
De 1955 a 1986, residió
en el número 11 bis de la calle Victor-Schœlcher de París, donde murió
acompañada de su hija adoptiva y de Claude Lanzmann. Se la enterró en el
cementerio de Montparnasse de la capital francesa, en la división 20, al lado
de Sartre. Simone de Beauvoir fue enterrada llevando en su mano el anillo de
plata que le regaló su amante Nelson Algren al despertar de su primera noche de
amor.
Relaciones personales
A lo largo de su
período universitario en París Simone de Beauvoir conoció a otros jóvenes
intelectuales, entre ellos Jean-Paul Sartre que calificó con admiración de
genio. Una relación mítica nació entre los dos filósofos, que sólo acabó con la
muerte de Sartre. Simone será su «amor necesario», en oposición a los «amores
contingentes» que los dos conocerán de forma paralela: un pacto de
polifidelidad, que renovaban cada dos años, se estableció entre ellos a partir
de 1929, más o menos un año tras su encuentro. Ambos cumplieron este pacto
filosófico: él tuvo muchos amores contingentes, ella no tantos. El clímax de la
carrera universitaria de la pareja sucedió en 1929, cuando Sartre y de Beauvoir
se presentaron al concurso de la agregación de filosofía, que ganó él mientras
ella quedaba en segundo puesto.
Pese a este éxito, la
muerte repentina de su amiga Zaza el mismo año causó un gran sufrimiento a la
filósofa. De Beauvoir, criada por una madre religiosa, perdió su fe cristiana
con catorce años, tal como relató en sus Memorias de una joven formal:8 años
antes de sus estudios filosóficos, la joven se había emancipado de su familia y
de sus valores burgueses.
El encuentro con Sartre
supone para de Beauvoir el comienzo de una vida de permanente diálogo
intelectual con un interlocutor privilegiado de un nivel que ella definía como
mayor al suyo, al menos al inicio de la relación. Sartre y de Beauvoir no se
separaron desde que se conocieron, ni durante la separación de ésta de su
familia. Su relación perduró hasta la muerte de Sartre. Sin embargo, nunca se
casaron ni vivieron bajo el mismo techo. Ambos vivieron en completa libertad,
practicando el poliamor y sintiéndose felices con el lazo que habían creado
entre ellos. Este esquema relacional novedoso se cimentaba en el rechazo
profundo y visceral del modo de vida burgués.
Simone se creía única,
pero ante Sartre tuvo que reconocer: «Era la primera vez en mi vida que yo me
sentía intelectualmente dominada por alguno». Decidieron unir sus vidas, pero
en un amor libre porque ni de Beauvoir ni Sartre aceptaban el matrimonio:
Sartre no tenía la
vocación de la monogamia; le gustaba estar en compañía de las mujeres, a las
que encontraba menos cómicas que los hombres; no comprendía, a los veintitrés
años, el renunciar para siempre a su seductora diversidad.
De todos modos ella lo
amó y lo aceptó tal como era. Sartre propuso la fórmula de su relación: «Entre
nosotros se trata de un amor necesario, pero conviene que también conozcamos
amores contingentes».[cita requerida] En La Habana, Cuba, cuando visitan a
Fidel Castro y se reúnen con Che Guevara, este último les manifiesta a ambos
que su amor es un amor revolucionario.
Obra literaria
Durante la Segunda
Guerra Mundial y la ocupación alemana de París, vivió en la ciudad tomada
escribiendo su primera novela, La invitada (1943), donde exploró los dilemas
existencialistas de la libertad, la acción y la responsabilidad individual,
temas que abordó igualmente en novelas posteriores como La sangre de los otros
(1944) y Los mandarines (1954), novela por la que recibió el Premio Goncourt.
En 1945 junto a Jean
Paul Sartre y otros eruditos del momento fundaron la revista Tiempos Modernos.
Las tesis
existencialistas, según las cuales cada uno es responsable de sí mismo, se
introducen también en una serie de obras autobiográficas, cuatro en total,
entre las que destacan Memorias de una joven de buena familia (también conocida
como Memorias de una joven formal) (1958) y Final de cuentas (1972). Sus obras
ofrecen una visión sumamente reveladora de su vida y su tiempo.
Entre sus ensayos
destaca El segundo sexo (1949), un análisis sobre el papel de las mujeres en la
sociedad y la construcción del rol y la figura de la mujer; La vejez (1970),
centrada en la situación de la ancianidad en el imaginario occidental y en
donde criticó su marginación y ocultamiento, y La ceremonia del adiós (1981),
polémica obra que evoca la figura de su compañero de vida, Jean Paul Sartre.
Además de sus
aportaciones en el feminismo cabe destacar sus reflexiones sobre la creación
literaria, sobre el desarrollo de la izquierda antes y después de la Segunda
Guerra Mundial, sobre el dolor y la percepción del yo, sobre los linderos del
psicoanálisis y sobre las premisas profundas del existencialismo.
Feminismo
Simone de Beauvoir
definió el feminismo en 1963 como una manera de vivir individualmente y una
manera de luchar colectivamente, explica la doctora en filosofía, Teresa López
Pardina, una de las principales especialistas en la figura de la escritora y
filósofa francesa.
No
se nace mujer, se llega a serlo
Artículo principal: El Segundo Sexo
De Beauvoir sostiene
que "la mujer" o lo que entendemos por mujer es un producto cultural
que se ha construido socialmente. Denuncia que la mujer se ha definido a lo largo
de la historia siempre respecto a algo (como madre, esposa, hija, hermana) y
reivindica que la principal tarea de la mujer es reconquistar su propia
identidad específica y desde sus propios criterios. Las características que se
identifica en las mujeres no les vienen dadas de su genética, sino por cómo han
sido educadas y socializadas. Como resumen de este pensamiento escribió una de
sus frases más célebres: "No se nace mujer, se llega a serlo"
Una voz solitaria
denunciando la situación de las mujeres
En 1949 cuando publicó
El Segundo Sexo era una voz solitaria en la sociedad occidental en la que tras
el movimiento sufragista y la obtención del derecho al voto femenino se había
vuelto a recluir a las mujeres en el hogar. El libro que en su momento fue un
escándalo y que con el tiempo se está considerado un "clásico" que
permite hacer balance del recorrido hacia la igualdad de los sexos señala la
filósofa Alicia Puleo. Las teóricas de las distintas y contrapuestas corrientes
del feminismo (liberal, radical y socialista) que resurgiría en los años
sesenta después de un largo paréntesis de silencio -señala Puleo- reconocer ser
"hijas de Beauvoir".
Referencia en las
políticas de igualdad y los estudios feministas
El ser humano,
considera de Beauvoir, no es una "esencia" fija sino una
"existencia": "proyecto", "trascendencia",
"autonomía", "libertad" que no puede escamotearse a un
individuo por el hecho de pertenecer al "segundo sexo". La idea
fundamental de El Segundo Sexo —destaca Puleo— es hoy asumida por millones de
personas que no han leído esta obra ni han oído hablar de ella y sus principios
han sido incorporados a las políticas de igualdad europeas y han dado lugar a
los estudios feministas y de género de centros universitarios de vanguardia.
De Beauvoir expresó en
los términos de la filosofía existencialista todo un ciclo de reivindicaciones
de igualdad de las mujeres que comienza con la Ilustración y lleva a la
obtención del voto y al acceso a la enseñanza superior en primer tercio del
siglo XX destaca la filósofa Celia Amorós.
Lucha por el derecho al
aborto
De Beauvoir tuvo
también un papel determinante en la legalización del aborto en Francia. Con
Halimi fundó el movimiento Choisir y fue una de las redactoras del Manifiesto
de las 343 -firmado por mujeres de la política, la cultura y distintas áreas de
la sociedad francesa como la escritora Marguerite Duras, la abogada Gisèle
Halimi o las cineastas Françoise Sagan, Jeanne Moreau y Agnes Vardà
reconociendo haber abortado- publicado el 5 de abril de 1971 por la revista Le Nouvel Observateur.
Sobre el aborto señaló:
"El
aborto es parte integral de la evolución en la naturaleza y la historia humana.
Esto no es un argumento ni a favor o en contra, sino un hecho innegable. No hay
pueblo, ni época donde el aborto no fuera practicado legal o ilegalmente. El
aborto está completamente ligado a la existencia humana…".
La actividad de Simone
de Beauvoir fue, junto con la Gisèle Halimi y Elisabeth Badinter, clave para
lograr el reconocimiento de los malos tratos sufridos por las mujeres durante
la Guerra de Argelia.
Premio Simone de
Beauvoir
En 2008, con motivo del
centenario del aniversario de su nacimiento, se creó en su honor el Premio
Simone de Beauvoir por la Libertad de las Mujeres a iniciativa de Julia
Kristeva financiado por la Universidad Diderot de París con un montante de
20.000 euros para destacar a las personas comprometidas por su obra artística y
su acción a promover la libertad de las mujeres en el mundo.
Controversias
La relación entre la
escritora y Jean-Paul Sartre y su posición en relación al poliamor han generado
numerosas controversias sobre el tipo de relación que mantenían. También la
firma en 1977 de Simone de Beauvoir junto a Jean Paul Sartre y otros
intelectuales de izquierda contemporáneos de una petición solicitando la
liberación de dos hombres arrestados por haber mantenido relaciones sexuales
con menores de edad publicada en Le Monde en 1977.
Obras
Novelas
La invitada. (1943)
La sangre de los otros
(1945)
Todos los hombres son
mortales (1946)
Los mandarines (1954,
ganadora del Premio Goncourt).
Las bellas imágenes
(1966)
La mujer rota (1968)
Cuando
predomina lo espiritual (1979)
Ensayos
Para qué la acción
(1944)
Para una moral de la
ambigüedad (1947)
El existencialismo y la
sabiduría de los pueblos (1948)
América al día (1948)
El segundo sexo (1949)
El pensamiento político
de la derecha (1955)
La larga marcha (Ensayo
sobre China) (1957)
La vejez (año 1970)
Memorias y diarios
Norteamérica al desnudo
(1948)
Memorias de una joven
formal (1958)
La plenitud de la vida
(1960)
La fuerza de las cosas
(1963)
Una muerte muy dulce
(1964)
Final de cuentas (1972)
La ceremonia del adiós
(1981)
Diario de guerra:
septiembre de 1939-enero de 1941 (edición póstuma a cargo de Sylvie Le Bon de
Beauvoir) (1990)
Cahiers de jeunesse,
1926-1930. Edición a cargo de Sylvie Le Bon de Beauvoir. Gallimard, 2008.
(Inédito en español)
Teatro
Las bocas inútiles (1945)
Correspondencia
Cartas a Sartre (1990)
Cartas a Nelson Algren:
un amor transatlántico (1998)
Correspondance croisée avec
Jacques-Laurent Bost
(1937-1940). Edición, presentación y notas de Sylvie Le Bon de
Beauvoir. Gallimard, 2004. (Inédito en español)
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