Tuesday, October 02, 2018

F. SCOTT FITZGERALD


Volver a Babilonia

F. Scott Fitzgerald


-¿Y dónde está el señor Campbell? -preguntó Charlie.
-Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está bastante enfermo, señor Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -preguntó Charlie.
-Ha vuelto a Estados Unidos, a trabajar.
-¿Y dónde está el Pájaro de las Nieves?
-Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.
Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve al señor Schaeffer, dele esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.
La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar norteamericano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se bajó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un “chasseur” junto a la puerta de servicio.
En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.
-Bueno, ya está bien -dijo Charlie-, voy a tomarme las cosas con calma.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años iba a toda velocidad.
-Todavía aguanto perfectamente -aseguró Charlie- Llevo aguantando un año y medio.
-¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?
-Llevo meses sin ir a Estados Unidos. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -dijo Charlie-. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
-Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
-No lo entiendo; era un verdadero dandi. Y ahora está hinchado, abotargado… -dibujó con las manos una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.
“Nada les afecta”, pensó. “Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre”.
El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix por el trago.
-¿Estará aquí mucho tiempo, señor Wales?
-Cuatro o cinco días, para ver a mi hija.
-¡Ah! ¿Tiene una hija?
En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma, fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los “bistros” relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.
Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: “Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo”.
Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de nueve años que gritó: “¡Papaíto!”, y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.
-Mi cielo -dijo Charlie.
-¡Papíto, papito, papito, papito, papi, papi, papi!
La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.
La habitación era cálida, agradablemente norteamericana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
-La verdad es que perfectamente -dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln-. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de Estados Unidos para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando tenía dinero. Ya sabes, los checos…
Alardeaba con un propósito específico; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Ustedes tienen unos niños estupendos, muy bien educados.
-Honoria también es una niña estupenda.
Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, norteamericana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.
-¿Cómo has encontrado a Honoria? -preguntó Marion.
-Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?
-Me extraña mucho que haya tan pocos norteamericanos.
-Yo estoy encantada -dijo Marion con vehemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.
-Pero, mientras duró, fue estupendo -dijo Charlie-. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar -titubeó, al darse cuenta de su error-, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
-Creía que ya habías tenido bares de sobra.
-Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.
-¿No quieres un coctel antes de la cena? -preguntó Lincoln.
-Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.
-Espero que te dure -dijo Marion.
La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.
Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.
Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.
Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarés, y había cocottes que trabajaban la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hòtel se le echó encima, gritando:
-¡Está empezando ahora mismo, señor!
Pero Charlie se apartó inmediatamente.
“Tendría que estar como una cuba”, pensó.
El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra “disipado”: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor lentitud.
Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio de nada.
Aquellos billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.
A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.
II
Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.
-¿No quieres vegetales? ¿No deberías comer un poco de vegetales?
-Sí, sí.
-Hay épinards y chou-fleur, zanahorias yharicots.
-Quiero chou-fleur.
-¿No preferirías dos vegetales?
-Normalmente sólo almuerzo uno.
-El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.
Qu’elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.
-¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.
-¿Qué vamos a hacer hoy?
-Primero iremos a la juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.
La niña titubeó.
-Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.
-¿Por qué no?
-Porque ya me has traído esta muñeca -se había llevado la muñeca al restaurante-. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?
-Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
-Muy bien -asintió la niña, resignada.
Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.
-Me gustaría conocerte -dijo con gravedad-. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.
-¡Oh, papi! -no podía aguantar la risa.
-¿Y quién es usted, si es tan amable? -continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:
-Honoria Wales, Rue Palatine, París.
-¿Casada o soltera?
-No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
-Pero, madame, tiene usted una hija.
No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:
-Estuve casada, pero mi marido murió.
Charlie se apresuró a continuar:
-¿Cómo se llama la niña?
-Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.
-Este mes he sido la tercera de la clase -alardeó-. Elsie -era su prima- sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.
-Quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?
-Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:
-¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?
-Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: “…adorable”, y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.
-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de repente-. ¿Por qué mamá ha muerto?
-Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.
-La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.
-¡Pero si es el amigo Wales!
-¡Hombre! Lorraine… Dunc…
Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
-Mi marido no ha podido venir este año -dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie-. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
-¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? -preguntó Duncan.
-No puedo.
Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.
-¿Y si quedamos para cenar? -preguntó Lorraine.
-Tengo una cita. Dame tu dirección y te llamaré.
-Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio -dijo Lorraine solemnemente-. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.
-¿Cuál es tu direccion? -preguntó Dunc, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.
-Todavía no tengo dirección fija. Ya los llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
-¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer -dijo Lorraine-. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.
-Antes tenemos que hacer un recado -dijo Charlie-. A lo mejor nos vemos en el teatro.
-Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob… Adiós, guapísima.
-Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una reverencia.
Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.
En el Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
-¿Tomamos una copa?
-Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.
-El padre perfecto.
Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas y Honoria sonrió.
-Está buena la limonada -dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.
-¿Querida, algunas veces recuerdas de tu madre?
-A veces -contestó vagamente.
-No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?
-Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
-Porque te quería mucho.
-Yo también la quería.
Callaron un momento.
-Papá, quiero vivir contigo -dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.
-¿Es que no estás contenta?
-Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.
-Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
-Sí, es verdad -asintió, muy tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
-Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.
-Muy bien. Adiós, papi, papi, papi, papi.
Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.
III
Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:
-Me figuro que saben por qué he venido a verlos, por qué he venido a París.
Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.
-Tengo verdaderas ganas de tener una casa -continuó-. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, se hayan ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado… -titubeó y continuó con mayor decisión-, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pedirles que reconsideren el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato…
Marion lo miraba con dureza.
-…pero todo eso se ha acabado. Como les he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entienden?
-No -dijo Marion sucintamente.
-Es una especie de truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
-Te entiendo -dijo Lincoln- No quieres admitir que el alcohol te atrae.
-Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Ustedes saben que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y… Bueno, ya les he dicho todo. ¿Qué piensan?
Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.
“Domínate”, se decía a sí mismo. “Quieres a Honoria”.
Lincoln fue el primero en responderle:
-Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió súbitamente.
-¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? -preguntó.
-Espero que siempre.
-¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?
-Saben que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con…
-Por favor, no metas a Helen en esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.
-Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.
-Demasiado tiempo.
-Demasiado tiempo -asintió.
-Lo hago sólo por Helen -dijo Marion-. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.
-Ya lo sé.
-Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.
Charlie no respondió.
-Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habían echado la llave y no la habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
-La noche en que le cerré la puerta…
Y Marion lo interrumpió:
-No pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln dijo:
-Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.
-No culpo a Marion -dijo Charlie despacio-, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar. -Negó con la cabeza-. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no se dan cuenta?
-Sí, te entiendo -dijo Lincoln.
-¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? -preguntó Marion.
-Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, me va malditamente bien, así que…
-Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.
La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo le molestaba la palabra “malditamente”.
-Otra cosa -dijo Charlie-: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo…
Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.
-Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros -dijo Marion-. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos contando cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo mismo.
-No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.
De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un período de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.
-Me es imposible pensar de otra manera -exclamó de repente-. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
-Ya está bien -dijo Lincoln, incómodo-. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.
-Helen murió de una enfermedad cardiaca -dijo Charlie, sin fuerzas.
-Sí, una enfermedad cardiaca -dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.
Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.
-Haz lo que te parezca -exclamó levantándose de pronto-. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… -consiguió frenarse-. Decídanlo ustedes. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:
-Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es… -parecía pedir excusas-: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…
-Claro.
-Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.
-Gracias, Lincoln.
-Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.
-Me voy ya.
Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en cuanto al asunto de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV
Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen. Ella no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acompañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía bajo su control un año mas. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.
También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada y con una campesina bretona regordeta, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.
-No hay nada comparable a un hijo -dijo Lincoln-. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.
-Ya no recuerda de todo lo que trabajé durante siete años en Estados Unidos -dijo Charlie-. Sólo recuerda una noche.
-Eso es distinto -titubeó Lincoln-. Mientras tú y Helen derrochaban dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia… Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.
-El dinero se fue tan rápido como vino -dijo Charlie.
-Sí, y mucho fue a parar a manos de los “chasseurs” y los saxofonistas y los maitres d’hotel… Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.
De vuelta al hotel, Charlie encontró un pneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.
Querido Charlie:
Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz.
Siempre tuya,
Lorraine
La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero sí el incidente de la bicicleta: era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?
Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces:muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella,y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
-Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.
-Es difícil olvidar ciertas cosas -contestó Marion-. Es cuestión de confianza -Charlie no contestó y Marion preguntó entonces-: ¿Cuándo piensas llevártela?
-Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.
-No, es imposible. Tengo que preparar sus cosas. Antes del sábado es imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.
-Bueno, me tomaré mi whisky diario.
Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.
Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.
-Ajá -Duncan agitaba el dedo pícaramente en dirección a Charlie-. Ajá.
Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un momento, Duncan dijo:
-Hemos venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.
Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
-Lo siento, pero no puedo. Díganme dónde van a estar y los llamaré por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:
-¡Que niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:
-Ven a cenar. Estoy segura de que tus primos no se molestarán. Te veo tan solem… tan solemne.
-No puedo -respondió Charlie, cortante-. Cenen ustedes, ya los llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió desagradable:
-Bien, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.
-Buenas noches -dijo Charlie.
-¡Buenas noches! -respondió Lorraine con énfasis.
Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
-¡Que poca vergüenza! -estalló Charlie-. ¡No hay derecho!
Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:
-Gente a la que no veo desde hace dos años y tienen la increíble desfachatez de…
Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya», una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.
-Niños, vayan a comer. Empiecen a tomarse la sopa -dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie-: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente mal.
-Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado el nombre y la dirección de ustedes. Deliberadamente han…
-Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.
Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
-Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.
-¿Se ha disgustado conmigo?
-Más o menos -dijo Lincoln, casi con malos modos-. No es fuerte y…
-¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?
-Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.
-Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.
-Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:
-Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.
-Buenas noches, corazón -dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió-: Buenas noches, queridos niños.
V
Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.
-Todo ha cambiado mucho -dijo con tristeza-. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a Estados Unidos lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
-No, trabajo en Praga.
-Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.
-Sí -asintió con amargura-, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.
-¿Vendiendo a la baja?
-Más o menos.
El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas…
Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.
-Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?
-Marion está enferma -respondió Lincoln, cortante-. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.
-Ya.
-Lo siento, Charlie.
Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero:le había dado dinero a tanta gente…
-No, se acabó -dijo a otro camarero-. ¿Cuánto es?
Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.
                                                                                                              “Babylon Revisited”,
                                                                                                        Saturday Evening Post, 1931
Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Estados Unidos, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, Estados Unidos, 21 de diciembre de 1940) fue un novelista y escritor estadounidense de historias cortas, ampliamente conocido como uno de los mejores autores estadounidenses del siglo XX, cuyos trabajos son paradigmáticos de la era del jazz. Fitzgerald es considerado miembro de la Generación Perdida de los años veinte. Escribió cuatro novelas: A este lado del paraíso,  Hermosos y malditos, El gran Gatsby (la más conocida) y Suave es la noche. Una quinta, sin terminar, The love of the last tycoon, fue publicada tras su muerte. Fitzgerald escribió también múltiples historias cortas, muchas de las cuales tratan sobre la juventud y las promesas, la edad y la desesperación.
Scott Fitzgerald nació en el seno de una familia de clase media y recibió el nombre de Francis Scott Key en honor a un primo segundo famoso,​ pero siempre se le conoció simplemente como Scott Fitzgerald. El nombre también rendía homenaje a Louise Scott Fitzgerald,​ una de sus dos hermanas fallecidas poco antes del nacimiento de Scott. «Bueno, tres meses antes de que yo naciera,» escribió siendo ya adulto, «mi madre perdió a sus otros dos hijos... Creo que entonces empecé a ser escritor».3
Su padre, Edward Fitzgerald, de ascendencia irlandesa e inglesa, se trasladó a Saint Paul después de la Guerra Civil, era un hombre callado y caballeroso con bellos modales sureños.​ Su madre fue Mary McQuillan Fitzgerald, comúnmente llamada Molly, la hija de un inmigrante irlandés que hizo su fortuna en el negocio de venta al por mayor de alimentos. Fitzgerald era primo hermano de Mary Surratt, colgada en 1865 por conspirar para asesinar a Abraham Lincoln.
Scott Fitzgerald pasó la primera década de su infancia principalmente en Buffalo, Nueva York (1898-1901 y 1903-1908), donde su padre trabajó para Procter & Gamble,9​ con un corto intervalo en Siracusa, Nueva York (entre enero de 1901 y septiembre 1903). Sus padres, ambos católicos, mandaron a Fitzgerald a dos escuelas de este credo al oeste de Buffalo, primero a Holy Angels Convent (1903-1904) y luego a Nardin Academy (1905-1908). Sus años de formación en Buffalo lo revelaron como un niño de inteligencia inusual con un temprano y vivo interés en la literatura. Su cariñosa madre se aseguró de que su hijo tuviera todas las oportunidades de la educación de la clase media-alta.11​ Su crianza fue poco convencional, y Fitzgerald sólo asistía media jornada a Holy Angels, que además podía escoger a voluntad.
En 1908, su padre fue despedido de Procter & Gamble, y la familia regresó a Minnesota, donde Fitzgerald asistió a la St. Paul Academy entre 1908 y 1911.​ A los trece años vio publicado en el periódico escolar su primer escrito, una historia de detectives. En 1911, cuando tenía quince años, sus padres lo mandaron al instituto Newman, una prestigiosa escuela secundaria católica en Hackensack, Nueva Jersey. Allí Fitzgerald jugó en el equipo de fútbol de 1912 y conoció al padre Sigourney Fay, quien notó su talento incipiente en la escritura y lo alentó a seguir sus ambiciones literarias.
Después de graduarse en la escuela Newman en 1914, Fitzgerald decidió quedarse en Nueva Jersey para continuar su desarrollo artístico en la Universidad de Princeton. Intentó ingresar en el equipo de fútbol de la universidad, pero resultó eliminado el primer día de entrenamiento. Se dedicó entonces a perfeccionar su trabajo como escritor y se hizo amigo de los futuros críticos y escritores Edmund Wilson y John Peale Bishop,​ mientras colaboraba en el Nassau Lit,​ del Princeton Triangle Club, y en el Princeton Tiger. También estuvo involucrado en la Sociedad American Whig-Cliosophic, que dirigía el Nassau Lit.​ Su pertenencia al Club Triangle -una especie de sociedad de comedia musical- lo llevó a escribir una novela que presentó a Charles Scribner's Sons, pero el editor rechazó el manuscrito pese a dedicarle ciertos elogios.​ A mitad de año, cuatro de los clubes de la universidad lo invitaron a sumarse como miembro, y Fitzgerald eligió el University Cottage Club (en cuya biblioteca se exhiben hoy su escritorio y sus materiales de escritura), conocido como el club Big Four, el cual estaba comprometido con el ideal del caballero a la moda.
Su dedicación a la escritura hizo que Fitzgerald descuidara su curso en Princeton, por tal motivo quedó en una situación provisional, y en 1917 abandonó la universidad para unirse al ejército. Preocupado por la posibilidad de morir en la guerra sin cumplir sus sueños literarios, Fitzgerald escribió apresuradamente The romantic egotist («El ególatra romántico») en las semanas previas a su incorporación a filas y, aunque Scribners lo rechazó, el revisor crítico dejó constancia de la originalidad de su novela y alentó a Fitzgerald a entregar más trabajos en el futuro.
Mientras estaba en Princeton y durante una visita a su hogar en St. Paul, Fitzgerald conoció a Ginevra King, una joven de la alta sociedad de Chicago.​ Obsesionado con ella, según Mizner, Fitzgerald «siguió consagrado a Ginevra mientras ella se lo permitió», y le escribió: «las incoherentes y expresivas cartas diarias que todos los jóvenes enamorados escriben».​ Ella se convertiría en su inspiración para el personaje de Isabelle Borgé, el primer amor de Amory Blaine en This side of Paradise, para Daisy en The great Gatsby, y para otros múltiples personajes de sus novelas e historias cortas.

Zelda Fitzgerald
Fitzgerald fue ascendido a subteniente de infantería y asignado al campamento Sheridan, a las afueras de Montgomery, Alabama. Durante una reunión en un club campestre conoció a Zelda Sayre (1900-1948), la hija de un juez del Tribunal Supremo de Alabama y, según el propio Fitzgerald, la "niña bonita" de la sociedad juvenil de Montgomery, y se enamoró de ella. La guerra terminó en 1918, antes de que Fitzgerald fuera enviado al frente, y al ser dado de baja se mudó a Nueva York, con la esperanza de hacer carrera en publicidad y ganar lo suficiente para convencer a Zelda de que se casara con él. Trabajó para la agencia de publicidad Barron Collier, mientras vivía en una habitación en la Av. Claremont 200 del barrio de Morningside Heights, en el lado oeste de Manhattan.
Zelda aceptó su propuesta de matrimonio, pero después de un tiempo y a pesar de trabajar en una empresa publicitaria y escribir historias cortas, Fitzgerald no consiguió convencerla de que sería capaz de mantenerla, por lo que ella rompió el compromiso. Fitzgerald regresó a la casa de sus padres en la Av. Summit 599 de Cathedral Hill, en St. Paul, para revisar The romantic egotist y reestructurarla como This side of Paradise, una representación semiautobiográfica de los años de carrera de Fitzgerald en Princeton. Fitzgerald tenía tan poco dinero que durante un tiempo trabajó reparando techos de automóviles. Su novela revisada fue aceptada por Scribner en el otoño de 1919 y publicada el 26 de marzo de 1920. Se convirtió en un éxito inmediato, llegó a vender 41 075 ejemplares el primer año y significó el inicio de la carrera de Fitzgerald como escritor, quien consiguió un salario estable que permitía satisfacer las necesidades de Zelda. Renovaron su compromiso y finalmente se casaron en la catedral de San Patricio de Nueva York. Su hija única, Frances Scott Fitzgerald, "Scottie", nació el 26 de octubre de 1921.

"La era del jazz"
En París de los años veinte fue la década más influyente en el desarrollo de Fitzgerald; viajó con frecuencia a Europa, por lo general a París y la Riviera Francesa, y se hizo amigo de muchos miembros de la comunidad de estadounidenses expatriados en París, en especial de Ernest Hemingway. La amistad de Fitzgerald con Hemingway era bastante apasionada, como solía ocurrir con las relaciones de Fitzgerald. Hemingway no se llevaba bien con Zelda y no sólo la tildó de "loca" en sus memorias A moveable feast, sino que también afirmó que Zelda "alentaba a su esposo a beber para distraerlo de su trabajo en su novela",​ a fin de que pudiera dedicarse a las historias cortas que vendía a las revistas para mantener su estilo de vida. Como muchos autores profesionales de su época, Fitzgerald complementaba sus ganancias escribiendo relatos para revistas como The Saturday Evening Post, Collier's Weekly y Esquire, y vendía sus historias y novelas a los estudios de Hollywood. Esta "prostitución", como Fitzgerald y Hemingway llamaban a esas ventas, fue motivo de fricción en la amistad de los dos autores. Fitzgerald decía que primero escribía sus historias de forma 'auténtica' y que luego las reescribía para darles el "toque que las convertía en historias vendibles para revistas".
Aunque la pasión de Fitzgerald era escribir novelas, sólo su primera novela se vendió lo suficiente para mantener el lujoso estilo de vida qué él y Zelda adoptaron como celebridades de Nueva York. (El gran Gatsby, ahora considerado su obra maestra, no se hizo conocido hasta después de su muerte.) Debido a su estilo de vida y a las facturas de la atención médica de Zelda, Fitzgerald tenía constantes problemas económicos y a menudo requería préstamos de su agente literario, Harold Ober, y de su editor de Scribner, Maxwell Perkins. Cuando Ober decidió no seguir adelantando dinero a Fitzgerald, el autor cortó lazos con su viejo amigo y agente. (Fitzgerald le dedicó un sentido tributo a su apoyo en su posterior historia corta Financing Finnegan.)
Fitzgerald comenzó a trabajar en su cuarta novela a finales de la década de 1920, esta la desatendió para escribir historias cortas comerciales debido a sus problemas económicos y a la esquizofrenia que sufría Zelda en 1930, cuya salud psíquica se mantuvo frágil por el resto de su vida. En febrero de 1932, la hospitalizaron en la Clínica Phipps del Johns Hopkins de Baltimore, Maryland.26​ Durante este tiempo, Fitzgerald alquiló la finca "La Paix" en el suburbio de Towson, Maryland, para trabajar en su libro más reciente, la historia del auge y la caída de Dick Diver, un joven psiquiatra prometedor que se enamora de Nicole Warren, una de sus pacientes, y se casa con ella. El libro pasó por varias versiones, la primera de las cuales iba a ser una historia de matricidio. Algunos críticos la consideraron una novela autobiográfica apenas velada, en la que Fitzgerald relataba los problemas con su esposa, los corrosivos efectos de la fortuna y el decadente estilo de vida, su propio egoísmo y confianza en sí mismo, y su alcoholismo. De hecho, Fitzgerald protegía celosamente su "material" (por ejemplo, su vida en común). Cuando Zelda escribió su propia versión novelada de su vida en Europa, Save me the waltz, y se la envió a Scribner, Fitzgerald se enojó y consiguió que le permitieran hacer algunos cambios antes de publicar la novela. Asimismo, convenció a los doctores de Zelda de que no le dejaran escribir más sobre lo que él llamaba "su material", que incluía su relación. La novela de Fitzgerald se publicó finalmente en 1934 con el título de Tender is the night. Los críticos, que habían esperado durante nueve años la continuación de El gran Gatsby, expresaron opiniones encontradas sobre la novela. La mayoría de ellos se mostraron desconcertados por su estructura de tres partes, y muchos confesaron que Fitzgerald no había satisfecho sus expectativas.​ El libro no se vendió bien en el momento de su publicación; pero, tal como había ocurrido antes con Gatsby, fue ganando reputación con el correr del tiempo.​ El alcoholismo de Fitzgerald y sus problemas económicos, sumados a la enfermedad mental de Zelda, hicieron muy difíciles sus años en Baltimore. Lo internaron nueve veces en el hospital Johns Hopkins, y su amigo H. L. Mencken dijo en una carta de 1934: «El caso de F. Scott Fitzgerald se ha vuelto preocupante. Está bebiendo de un modo desenfrenado y se ha convertido en una molestia».

Años en Hollywood
En 1926, el productor John W. Constantine invitó a Fitzgerald a alojarse temporalmente en Hollywood a fin de escribir una comedia moderna para United Artists. La pareja se mudó a un chalé de propiedad del estudio en enero del siguiente año, y Fitzgerald pronto conoció a Lois Moran y empezó un amorío con ella. La joven estrella se convirtió en una musa temporal para el autor, que reescribió el personaje de Rosemary Hoyt (uno de los personajes principales de Suave es la noche, que había sido un hombre en borradores anteriores) para que fuera su fiel reflejo. La estancia en Hollywood incrementó las dificultades maritales de la pareja, que al cabo de dos meses abandonó la ciudad.​ En los años siguientes, Zelda se volvió cada vez más violenta y más perturbada emocionalmente, y en 1936 Fitzgerald consiguió que la internaran en el Hospital Highland de Asheville, Carolina del Norte.​
Aunque Fitzgerald supuestamente consideraba degradante el trabajo en el cine, sus problemas económicos lo llevaron a firmar un lucrativo acuerdo exclusivo con Metro-Goldwyn-Mayer en 1937, por consiguiente se mudó a Hollywood, donde pasó a ganar su máximo salario anual hasta entonces: $29.757,87.32​ Inició también una aventura con la columnista de películas Sheilah Graham, que era del dominio público.​ Los proyectos que Fitzgerald trabajó para el estudio incluían un guion nunca filmado de Lo que el viento se llevó, y una revisión de Madame Curie por la cual no recibió crédito alguno. Durante este periodo se dedicó también a trabajar en su quinta y última novela, The love of the last tycoon, publicada póstumamente como The last tycoon y basada en el productor cinematográfico Irving Thalberg. En 1939 finalizó el contrato con MGM, y Fitzgerald pasó a trabajar como guionista independiente.​ Mientras trabajaba en la película Winter carnival, su alcoholismo empeoró gravemente y fue tratado por el psiquiatra de Nueva York Richard H. Hoffmann.

De 1939 hasta su muerte en 1940, Fitzgerald se burló de sí mismo como escritorzuelo de Hollywood a través del personaje de Pat Hobby en una secuencia de  historias cortas recolectadas más tarde como The Pat Hobby stories, que obtuvo muy buenas críticas. Las historias de Pat Hobby se publicaron originalmente en Esquire entre enero de 1940 y julio de 1941, aun después de la muerte de Fitzgerald.

Enfermedad y muerte
El alcoholismo de Fitzgerald, que había comenzado en la universidad, se volvió notorio durante la década de 1920 por la manera desenfrenada en que bebía, y hacia finales de la década de 1930 empezó a afectarle la salud. Según la biógrafa de Zelda, Nancy Milford, Fitzgerald decía haber contraído tuberculosis, pero Milford consideraba esto simplemente un pretexto para ocultar sus problemas con la bebida. No obstante, Matthew J. Bruccoli, estudioso de Fitzgerald, sostiene que este último padecía realmente una tuberculosis recurrente, y, según Nancy Milford, el biógrafo de Fitzgerald Arthur Mizener dijo que Fitzgerald sufrió un ataque de tuberculosis leve en 1919, y en 1929 tuvo «una hemorragia de origen tuberculoso». Otros han dicho que esta hemorragia fue causada por varices sangrantes esofágicas.
Fitzgerald sufrió dos ataques al corazón a finales de los treinta. Después del primero, su doctor le ordenó evitar el ejercicio extenuante. Se mudó con Sheilah Graham, quien vivía en Hollywood en la Av. North Hayworth, a una manzana del departamento de Fitzgerald en la Av. North Laurel.​ De esa manera evitaba subir los dos pisos de escaleras que llevaban a su departamento, ya que el de Graham estaba en la planta baja.
Fitzgerald había conocido a Graham en julio de 1937 y relata que se había enamorado de inmediato. Ruthe Stein la cita diciendo, "Sólo me recordarán, si me recuerdan en absoluto, debido a Scott Fitzgerald."
Compartieron hogar y eran compañeros constantes mientras Fitzgerald todavía estaba casado con su esposa Zelda, que fue internada en un asilo psiquiátrico. No obstante, Graham protestó por su descripción como su "amante" en su libro El Resto de la Historia sobre la base de que ella era solamente "la mujer que amaba a Scott Fitzgerald para bien o para mal hasta que murió". Fue ella quien encontró su cuerpo en 1940 en el salón de su apartamento de West Hollywood, California, donde había muerto de un ataque al corazón. Habían estado juntos sólo tres años y medio, pero su hija informó que Graham "nunca lo superó realmente". Durante esos tres años, Scott bosquejó un "plan de estudios" educativo para ella y la guió a través de él, lo que ella más tarde escribió en detalle en su obra A College of One (Lecciones de un Pigmalión). El plan alternaba lecciones magistrales, lecturas, bailes, representaciones teatrales y discusiones políticas. Fitzgerald le elaboraba listas de lecturas de literatura, historia, filosofía, religión, música y arte en el que hacía alternar El capital con Los papeles de Aspern o la arquitectura eclesiástica con Maupassant. El propio Fitzgerald estaba presente con su Suave es la noche. También incluyó a Homero, Shakespeare, Keats, Flaubert, Dickens, Anatole France, Conrad, Dreiser, Bernard Shaw o Marcel Proust. Graham también escribió más adelante sobre sus años pasados con Fitzgerald en el libro Amado infiel de 1958, que fue adaptado como película posteriormente. Después de la muerte de Fitzgerald, buscando un respiro de las exigencias sociales y el ritmo frenético de su vida, Graham trabajó como corresponsal extranjera en la oficina de NANA en Londres. Esto le dio la oportunidad de demostrar sus habilidades como periodista seria. Su primera historia  importante en el Reino Unido fue una entrevista en profundidad con George Bernard Shaw, y más tarde presentó otra con Winston Churchill.
En la noche del 20 de diciembre de 1940, Fitzgerald y Sheilah Graham fueron al estreno de This thing called love, protagonizada por Rosalind Russell y Melvyn Douglas. Cuando se marchaban del Pantages Theater, Fitzgerald sufrió un mareo y tuvo problemas para salir del teatro; molesto, le dijo a Graham, «Creen que estoy ebrio, ¿no es así?».
Al día siguiente, cuando Fitzgerald estaba comiendo una barrita de caramelo y escribiendo unas notas en su recién llegado Princeton Alumni Weekly,​ Graham lo vio saltar de su sillón y aferrarse a la repisa de la chimenea, jadeando, para luego desplomarse al suelo. Ella corrió a buscar al administrador del edificio, Harry Culver, fundador de la Ciudad Culver. Al entrar en el departamento para ayudar a Fitzgerald, dijo, "Me temo que está muerto". Fitzgerald había muerto de un ataque al corazón. El Dr. Clarence H. Nelson, el médico de Fitzgerald, firmó el acta de defunción, y el cadáver fue trasladado al Pierce Brothers Mortuary.
Entre los asistentes al velatorio estuvo Dorothy Parker, de quien se cuenta que lloró y murmuró «el pobre hijo de puta», una línea extraída del funeral de Jay Gatsby en El gran Gatsby. Su cuerpo se transportó a Maryland, donde se celebró el funeral con la asistencia de 20 o 30 personas; entre los asistentes se encontraban su única hija, Frances Fitzgerald Lanahan Smith (quien entonces tenía diecinueve años) y su editor, Maxwell Perkins.
La familia quiso enterrar a Fitzgerald en la parcela que poseían en el cementerio católico Saint Mary, pero la Iglesia no lo permitió, alegando que no practicaba el catolicismo y que había formado parte de la provocativa era del jazz, por lo que al fin lo enterraron en el cementerio Rockyville Union. Zelda murió en 1948, en un incendio que se declaró en el Hospital Mental Highland de Asheville, North Carolina. En 1975 Scottie Smith consiguió que la Iglesia revocara su anterior decisión, e hizo trasladar los restos de sus padres a la parcela familiar del cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.
Fitzgerald murió antes de que pudiera completar The love of the last tycoon. Su manuscrito, que incluía extensas notas para la parte no escrita de la historia de la novela, fue editado por su amigo, el crítico literario Edmund Wilson, y publicada en 1941 como The last tycoon. En 1994 el libro fue reeditado con el título original The love of the last tycoon, tras haberse comprobado que ése era el título preferido por Fitzgerald.
En 2015, un editor de la revista The Strand Magazine descubrió y publicó por primera vez un manuscrito de 8000 palabras, datado en julio de 1939, de una historia corta de Fitzgerald titulada "Temperatura". Perdido durante mucho tiempo, el manuscrito de Fitzgerald apareció entre los archivos de libros raros y manuscritos de la Universidad de Princeton, el alma mater de Fitzgerald. Como se explicaba en Strand, "Temperatura", que transcurre en Los Ángeles, cuenta la historia del fracaso, enfermedad y decadencia de un escritor otrora famoso y de su vida entre ídolos de Hollywood, mientras padece persistentes fiebres y se entrega a superficiales aventuras amorosas.​ El protagonista es un alcohólico autodestructivo de treinta y un años llamado Emmet Monsen, a quien Fitzgerald describe en su historia como "notablemente fotogénico, delgado, moreno y apuesto". Relata sus relaciones personales con varios doctores, asistentes personales y una actriz de Hollywood que es su amante, en tanto que su salud se deteriora. -En cuanto a la presente evasión, carece de sentido intentar decir que "Toda semejanza con hechos o personas reales es fruto de la casualidad"-, escribió Fitzgerald al principio de su historia.

Legado
Las obras de Fitzgerald han inspirado a otros escritores desde su primera publicación.50​ El gran Gatsby incitó a T. S. Eliot a escribirle a Fitzgerald: «Creo que es el primer paso que da la ficción norteamericana desde Henry James...». Don Birnam, el protagonista de The lost weekend, de Charles Jackson, se dice, refiriéndose a El gran Gatsby: "No existe (...) una novela perfecta. Pero si la hay, es ésta." En cartas escritas en los cuarenta, J. D. Salinger expresó su admiración por la obra de Fitzgerald, y su biógrafo Ian Hamilton escribió que Salinger incluso se consideró por algún tiempo «el sucesor de Fitzgerald».​ Richard Yates, un escritor a quien se compara a menudo con Fitzgerald, afirmó que El gran Gatsby era "la novela más rica que había leído (...) un milagro del talento (...) un triunfo de técnica". En un editorial del New York Times publicado después de su muerte, se afirmó que Fitzgerald "era mejor de lo que creía, ya que en los hechos y en el sentido literario inventó una generación (...). Tal vez los interpretaba e incluso los guiaba cuando, llegados a la madurez, veían una libertad diferente y más noble amenazada por la destrucción".
Se han vendido ya millones de ejemplares de El gran Gatsby y de sus otras obras, y Gatsby, un best-seller constante, es lectura obligatoria en muchas escuelas secundarias y universidades.


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