Conversación
Eduardo
Mallea
Él no contestó,
entraron en el bar. Él pidió un whisky con agua; ella pidió un whisky con agua.
Él la miró; ella tenía un gorro de terciopelo negro apretándole la pequeña
cabeza; sus ojos se abrían, oscuros, en una zona azul; ella se fijó en la
corbata de él, roja, con las pintas blancas sucias, con el nudo mal hecho. Por
el ventanal se veía el frente de una tintorería; al lado de la puerta de la
tintorería jugaba un niño; la acera mostraba una gran boca por la que,
inconcebible nacimiento, surgía el grueso tronco de un castaño; la calle era
muy ancha. El mozo vino con la botella y dos vasos grandes y hielo:
—Cigarrillos —le dijo
él— Máspero.
El mozo recibió la
orden sin mover la cabeza, pasó la servilleta por la superficie manchada de la
mesa, donde colocó después los vasos; en el salón casi todas las mesas estaban
vacías; detrás de una kentia gigantesca escribía el patrón en las hojas de un
bibliorato; en una mesa del extremo rincón hablaban dos hombres, las cabezas
descubiertas, uno con bigote recortado y grueso, el otro rasurado, repugnante,
calvo y amarillento; no se oía, en el salón, el vuelo de una mosca; el más
joven de los dos hombres del extremo rincón hablaba precipitadamente, haciendo
pausas bruscas; el patrón levantaba los ojos y lo miraba, escuchaba ese hablar
rudo e irregular, luego volvía a hundirse en los números; eran las siete.
Él le sirvió whisky,
cerca de dos centímetros, y luego le sirvió un poco de hielo, y agua; luego se
sirvió a sí mismo y probó en seguida un trago corto y enérgico; prendió un
cigarrillo y el cigarrillo le quedó colgando de un ángulo de la boca y tuvo que
cerrar los ojos contra el humo, mirándola; ella tenía su vista fija en la
criatura que jugaba junto a la tintorería; las letras de la tintorería eran
plateadas y la T, que había sido una mayúscula pretenciosa, barroca, tenía sus
dos extremos quebrados y en lugar del adorno quedaban dos manchas más claras
que el fondo homogéneo de la
tabla sobre la que
muchos años habían acumulado su hollín; él tenía una voz autoritaria, viril,
seca.
—Ya no te pones el
traje blanco —dijo.
—No —dijo ella.
—Te quedaba mejor que
eso —dijo él.
—Seguramente.
—Mucho mejor.
—Sí.
—Te has vuelto
descuidada. Realmente te has vuelto descuidada.
Ella miró el rostro del
hombre, las dos arrugas que caían a pico sobre el ángulo de la boca pálida y
fuerte; vio la corbata, desprolijamente hecha, las manchas que la cubrían en
diagonal, como salpicaduras.
—Sí —dijo.
—¿Quieres hacerte ropa?
—Más adelante —dijo
ella.
—El eterno “más
adelante” —dijo él—. Ya ni siquiera vivimos. No vivimos el momento que pasa.
Todo es “más adelante”.
Ella no dijo nada; el
sabor del whisky era agradable, fresco y con cierto amargor apenas sensible; el
salón servía de refugio a la huida final de la tarde; entró un hombre vestido
con traje de brin blanco y una camisa oscura y un pañuelo de puntas castaño
saliéndole por el bolsillo del saco; miró a su alrededor y fue a sentarse al
lado del mostrador y el patrón levantó los ojos y lo miró y el mozo vino y pasó
la servilleta sobre la mesa y escuchó lo que el hombre pedía y luego lo repitió
en voz alta; el hombre de la mesa lejana que oía al que hablaba volublemente volvió
unos ojos lentos y pesados hacia el cliente que acababa de entrar; un gato
soñoliento estaba tendido sobre la trunca balaustrada de roble negro que
separaba dos sectores del salón, a partir de la vidriera donde se leía, al
revés, la inscripción: “Café de la Legalidad”; ella pensó: ¿por qué se llamará
café de la Legalidad? Una vez había visto, en el puerto, una barca que se
llamaba Causalidad; ¿qué quería decir
Causalidad, por qué había pensado el
patrón en la palabra Causalidad, qué
podía saber de Causalidad un
navegante gris a menos de ser un hombre de ciertas lecturas venido a menos?;
tal vez tuviera que ver con ese mismo desastre la palabra Causalidad; o sencillamente habría querido poner Casualidad —es decir, podía ser lo
contrario, esa palabra, puesta allí por ignorancia o por un asomo de
conocimiento—; junto a la tintorería, las puertas ya cerradas pero los
escaparates mostrando el acumulamiento ordenado de carátulas grises, blancas,
amarillas, con cabezas de intelectuales fotográficos y avisos escritos en
grandes letras negras.
—Este no es un buen
whisky —dijo él.
—¿No es? —preguntó
ella.
—Tiene un gusto raro.
Ella no le tomaba
ningún gusto raro; verdad que había tomado whisky tan pocas veces; él tampoco
tomaba mucho; algunas veces, al volver a casa cansado, cinco dedos, antes de
comer; otros alcoholes tomaba, con preferencia, pero nunca solo sino con
amigos, al mediodía; pero no se podía deber a eso, a tan poca cosa, aquel color
verdoso que le bajaba de la frente, por la cara ósea, magra, hasta el mentón;
no era un color enfermizo pero tampoco eso puede indicar salud; ninguno de los
remedios habituales había podido transformar el tono mate que tendía algunas
veces hacia lo ligeramente cárdeno.
Le preguntó él:
—¿Qué me miras?
—Nada —dijo ella.
—Al fin ¿vamos a ir o
no, mañana, a lo de Leites?…
—Sí —dijo ella—, por
supuesto, si quieres. ¿No les hemos dicho que íbamos a ir?
—No tiene nada que ver
—dijo él.
—Ya sé que no tiene
nada que ver; pero en caso de no ir habría que avisar ya.
—Está bien. Iremos.
Hubo una pausa.
—¿Por qué dices, así,
que iremos?—preguntó ella.
—¿Cómo “así”?
—Sí, con un aire
resignado. Como si no te gustara ir.
—No es de las cosas que
más me entusiasman, ir.
Hubo una pausa.
—Sí. Siempre dices eso.
Y sin embargo, cuando estás allí…
—Cuando estoy ahí,
¿qué? —dijo él.
—Cuando estás allí
parece que te gustara y que te gustara de un modo especial…
—No entiendo —dijo él.
—Que te gustara de un
modo especial. Que la conversación con Ema te fuera una especie de respiración,
algo refrescante, porque cambias…
—No seas tonta.
—Cambias —dijo ella—.
Creo que cambias. O no sé. En cambio, no lo niegues, por verlo a él no darías
un paso.
—Es un hombre
insignificante y gris, pero al que debo cosas —dijo él.
—Sí. En cambio, no sé,
me parece que dos palabras de Ema te levantaran, te hicieran bien.
—No seas tonta —dijo
él—. También me aburre.
—¿Por qué pretender que
te aburre? ¿Por qué decir lo contrario de lo que realmente es?
—No tengo por qué decir
lo contrario de lo que realmente es. Eres terca. Me aburre Leites y me aburre
Ema y me aburre todo lo que los rodea y las cosas que tocan.
—Te fastidia todo lo
que los rodea. Pero por otra cosa—dijo ella.
—¿Por qué otra cosa?
—Porque no puedes
soportar la idea de esa cosa grotesca que es Ema unida a un hombre tan
inferior, tan trivial.
—Pero es absurdo lo que
dices. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Cada cual crea relaciones en la medida
de su propia exigencia. Si Ema vive con Leites no será por una imposición
divina, por una ley fatal, sino tranquilamente porque no ve más allá de él.
—Te es difícil concebir
que no vea más allá de él.
—Por Dios, basta, no
seas ridícula.
Hubo otra pausa. El
hombre del traje blanco salió del bar…
—No soy ridícula —dijo
ella.
Habría querido agregar
algo más, decir algo más significativo que echara una luz sobre todas esas
frases vagas que cambiaban; pero no dijo nada; volvió a mirar las letras de la
palabra Tintorería; el patrón llamó al mozo y le dio una orden en voz baja y el
mozo fue y habló con uno de los dos clientes que ocupaban la mesa extrema del
salón; ella sorbió la última gota del aguardiente ámbar.
—En el fondo, Ema es
una mujer bastante conforme con su suerte —dijo él.
Ella no contestó nada.
—Una mujer fría de corazón
—dijo él.
Ella no contestó nada.
—¿No crees? —dijo él.
—Tal vez —dijo ella.
—Y a ti, a veces, te da
por decir cosas tan absolutamente fantásticas.
Ella no dijo nada.
—¿Qué crees que me
puede interesar en Ema? ¿Qué es lo que crees?
—Pero, ¿para qué volver
sobre lo mismo? —dijo ella—. Es una cosa que he dicho al pasar. Sencillamente
al pasar.
Los dos permanecieron
callados; él la miraba, ella miraba hacia fuera, la calle que iba llenándose,
muy lentamente, de oscuridad, la calle donde la noche entraba en turno; el
pavimento que, de blanco, estaba ya gris, que iba a estar pronto negro, con
cierto reflejo azul mar brillando sobre su superficie; pasaban automóviles,
raudos, alguno que otro ómnibus, cargado; de pronto se oía una campanilla
extraña; ¿de dónde era esa campanilla?; la voz de un chico se oyó, lejana,
voceando los diarios de la tarde, la quinta edición, que aparecía; el hombre
pidió otro whisky para él; ella no tomaba nunca más de una pequeña porción; el
mozo volvió la espalda a la mesa y gritó el pedido con la misma voz estentórea
y enfática con que había hecho los otros pedidos y con que se dan el gusto de
ser autoritarios estos subordinados de un patrón tiránico; el hombre golpeó la
vidriera y el chico que pasaba corriendo con la carga de diarios oliendo a
tinta entró en el salón y el hombre compró un diario y lo desplegó y se puso a
leer los títulos; ella se fijó en dos o tres fotografías que había en la página
postrera, una joven de la aristocracia que se casaba y un fabricante de automóviles
británicos que acababa de llegar a la Argentina en gira comercial; el gato se
había levantado sobre la balaustrada y jugaba con la pata en un tiesto de
flores, moviendo los tallos de las flores viejas y escuálidas; ella preguntó al
hombre si había alguna novedad importante y el hombre vaciló antes de contestar
y después dijo:
—La eterna cosa. No se
entienden los rusos con los alemanes. No se entienden los alemanes con los
franceses. No se entienden los franceses con los ingleses. Nadie se entiende. Tampoco
se entiende nada. Todo parece que de un momento a otro se va a ir al diablo. O
que las cosas van a durar así: todo el mundo sin entenderse, y el planeta
andando.
El hombre movió el
periódico hacia uno de los flancos, llenó la copa con un poco de whisky y
después le echó un terrón de hielo y después agua.
—Es mejor no
revolverlo. Los que saben tomarlo dicen que es mejor no revolverlo.
—¿Habrá guerra, crees?
—le preguntó ella.
—¿Quién puede decir sí,
quién puede decir no? Ni ellos mismos, yo creo. Ni ellos mismos.
—Duraría dos semanas la
guerra, con todos esos inventos…
—La otra también, la
otra también dijeron que iba a durar dos semanas.
—Era distinto…
—Era lo mismo. Siempre
es lo mismo. ¿Detendrían al hombre unos gramos más de sangre, unos millares más
de sacrificados? Es como la plata del avaro. Nada sacia el amor de la plata por
la plata. Ninguna cantidad de odio saciará el odio del hombre por el hombre.
—Nadie tiene ganas de
ser masacrado —dijo ella—. Eso es más fuerte que todos los odios.
—¿Qué? —dijo él—. Una
ceguera general todo lo nubla. En la guerra la atroz plenitud de matar es más
grande que el pavor de morir.
Ella calló; pensó en
aquello, iba a contestar, pero no dijo nada; pensó que no valía la pena; una
joven de cabeza canosa, envuelta en un guardapolvo gris, había salido a la
acera de enfrente y con ayuda de un hierro largo bajaba las cortinas metálicas
de la tintorería, que cayeron con seco estrépito; la luz eléctrica era muy
débil en la calle y el tránsito se había hecho ahora ralo, pero seguía pasando
gente con intermitencias.
—Me das rabia cada vez
que tocas el asunto de Ema —dijo él.
Ella no dijo nada. Él
tenía ganas de seguir hablando.
—Las mujeres deberían
callarse a veces —dijo.
Ella no dijo nada; el
hombre rasurado de piel amarillenta se despidió de su amigo y caminó por entre
las mesas y salió del bar; el propietario levantó los ojos hacia él y luego los
volvió a bajar.
—¿Quieres ir a alguna
parte a comer? —preguntó él, con agriedad.
—No sé —dijo ella—,
como quieras.
Cuando hubo pasado un
momento, ella dijo:
—Si uno pudiera dar a
su vida un fin.
Seguía él callado.
Estuvieron allí un rato
más y luego salieron; echaron a andar por esas calles donde rodaban la soledad,
la pobreza y el templado aire nocturno; parecía haberse establecido entre los
dos una atmósfera, una temperatura que no tenía nada que ver con el clima de la
calle; caminaron unas pocas cuadras, hasta el barrio céntrico donde ardían los
arcos galvánicos, y entraron en el restaurante.
¡Qué risas, estrépito,
hablar de gentes! Sostenía la orquesta de diez hombres su extraño ritmo;
comieron en silencio; de vez en cuando cruzaba entre los dos una pregunta, una réplica;
no pidieron nada después del pavo frío; más que la fruta, el café; la orquesta
solo se imponía pequeñas pausas.
Cuando salieron, cuando
los recibió nuevamente el aire nocturno, la ciudad, caminaron un poco a la
deriva entre las luces de los cinematógrafos. Él estaba distraído, exacerbado,
y ella miraba los carteles rosa y amarillo; habría deseado decir muchas cosas,
pero no valía la pena, callaba.
—Volvamos a casa —dijo
él—. No hay ninguna parte adonde ir.
—Volvamos —dijo ella—.
¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Eduardo Alberto Mallea
(14 de agosto de 1903, Bahía Blanca, Argentina - 12 de noviembre de 1982,
Buenos Aires, Argentina) fue un escritor y diplomático argentino.
Biografía
Eduardo Alberto Mallea
era hijo de Narciso Segundo Mallea y de Manuela Artiria. Su padre, nacido en
San Juan y descendiente de Sarmiento, era un médico que había realizado sus
estudios en Buenos Aires. Una vez recibido, ejerció su profesión en Benito
Juárez y Azul (provincia de Buenos Aires) trasladándose luego a Bahía Blanca –a
la sazón, la ciudad más importante del sur argentino– ubicada a unos 680
kilómetros de la capital federal. Fue de su padre de quien recibió la mayor
influencia para inclinarse, definitivamente, por la literatura. Como describe
Oscar Hermes Villordo: «El padre vivía manejando
enciclopedias, diccionarios y libros. Los había leído todos. Los releía. Era
amigo de Manuel Lainez, tío abuelo del novelista Manuel Mujica Lainez».
En 1907 la familia
realizó un viaje a Europa. Al regreso, en 1910, Eduardo fue inscrito en un colegio
inglés en Bahía Blanca. En 1916 la familia se trasladó a Buenos Aires, donde
Eduardo escribe sus primeros relatos y publica en 1920 el primer cuento La Amazona. Tres años después, el diario
La Nación le publicó Sonata de soledad. En 1926 aparecerán
los Cuentos para una inglesa desesperada
y un año después abandona los estudios de abogacía ingresando a la redacción de
La Nación, donde sería por muchos
años el director del suplemento literario. La
Revista de Occidente le publica en 1932 la novela La angustia. En 1936 se edita La
ciudad junto al río inmóvil y en 1937 la editorial Sur publica en Buenos Aires su obra más importante como
ensayo interpretativo de la realidad social y espiritual del país: Historia de una pasión argentina [véase
el estudio de Alberto Fernando Roldán, “Eduardo Mallea y su visión del nuevo
hombre argentino”]. En 1940 se publica la novela La bahía de silencio y un año después sale a la luz otra obra suya
con el bíblico título: Todo verdor
perecerá. En 1941 se publica su libro de ensayos El sayal y la púrpura.
A modo de síntesis de
las influencias de escritores como los mencionados, Myron Lichtblau escribió: “Debió sentir cierta afinidad con aquellos
escritores que trataron de utilizar el fenómeno del lenguaje no sólo como medio
de comunicación o adorno descriptivo, sino como una fuerza vital y creadora que
pudiera integrarse funcionalmente con la materia tratada”.
Mallea fue invitado a
pronunciar conferencias en muchos centros académicos del mundo tales como las
universidades de Princeton y Yale y la Academia Goethe de San Pablo. En su honor existe el premio Eduardo Mallea.
Obra
El escritor y nuestro
tiempo (1935). El sayal y la púrpura. Buenos Aires: Losada, 2da. edición, 1962
Cuentos para una
inglesa desesperada (1926, ed. Gleizer)
Conocimiento y
expresión de la Argentina (1935, Ensayo, Buenos Aires, Sur)
Nocturno europeo (1935,
Novela, Buenos Aires Sur)
La ciudad junto al río
inmóvil (1936, Nueve novelas cortas, Buenos Aires, Sur)
Historia de una pasión
argentina (1937, ensayo, Buenos Aires, Sur)
Fiesta en noviembre
(1938, Buenos Aires, Club del Libro A.L.A.)
Meditación en la costa
(1939, Buenos Aires, Imprenta Mercatali)
La bahía del silencio
(1940, Buenos Aires, Sudamericana)
El sayal y la púrpura
(1941, ensayos, Buenos Aires, Losada)
Todo verdor perecerá
(1943, novela, Buenos Aires, Espasa-Calpe)
Las águilas (1944,
novela, Buenos Aires, Sudamericana)
Rodeada esta de sueño
(1946, Buenos Aires, Espasa-Calpe)
El retorno (1946, Buenos
Aires, Espasa-Calpe)
El vínculo. Los
Rembrandts. La rosa de Cernobbio. (1946, Noveulles, Emecé)
Los enemigos del alma
(1950, novela, Buenos Aires, Sudamericana)
La torre (1951, novela,
Buenos Aires, Sudamericana)
Chaves (1953, novela,
Buenos Aires, Emecé)
La sala de espera
(1953, Buenos Aires, Sudamericana)
Notas de un novelista
(1954, ensayos, Buenos Aires, Losada)
Simbad (1957, novela,
Sudamericana)
El gajo de enebro
(1957, teatro, Buenos Aires, Emecé)
Posesión (1958,
nouvelles, Buenos Aires, Sudamericana)
La razón humana (1959,
nouvelles, Buenos Aires, Losada)
La vida blanca (1960,
Buenos Aires, Sur)
Las travesías I (1961,
Buenos Aires, Sudamericana)
Las travesías II (1962,
Buenos Aires, Sudamericana)
La representación de
los aficionados (1962, teatro, Buenos Aires, Sudamericana)
La guerra interior
(1963, ensayo, Buenos Aires, Sur)
Poderío de la novela
(1965, ensayos, Buenos Aires, Aguilar)
El resentimiento (1966,
noveulles, Buenos Aires, Sudamericana)
La barca de hielo
(1967, relatos, Buenos Aires, Sudamericana)
La red (1968, relatos,
Buenos Aires, Sudamericana)
La penúltima puerta
(1969, Buenos Aires, Sudamericana)
Triste piel del
universo (1971, novela, Buenos Aires, Sudamericana)
Gabriel Andaral (1971,
Buenos Aires, Sudamericana)
En la creciente
oscuridad (1973, Buenos Aires, Sudamericana)
Los papeles privados
(1974, ensayo, Buenos Aires, Sudamericana)
La mancha en el mármol
(1982, cuentos, Buenos Aires, Sudamericana)
La noche enseña a la
noche (1985, novela, Buenos Aires, Sudamericana)
Premios y distinciones
Gran Premio de Honor de
la SADE 1946
No comments:
Post a Comment