EL
GIGANTE AHOGADO
J.
G. Ballard
En la mañana después de
la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la
ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. La primera noticia la trajo un
campesino de las cercanías y fue confirmada luego por los hombres del periódico
local y de la policía. Sin embargo, la mayoría de la gente, incluyéndome a mí,
no lo creímos, pero la llegada de otros muchos testigos oculares que
confirmaban el enorme tamaño del gigante excitó al fin nuestra curiosidad.
Cuando salimos para la costa poco después de las dos, no quedaba casi nadie en
la biblioteca donde yo y mis colegas estábamos investigando, y la gente siguió
dejando las oficinas y las tiendas durante todo el día, a medida que la noticia
corría por la ciudad.
En el momento en que
alcanzamos las dunas sobre la playa, ya se había reunido una multitud
considerable, y vimos el cuerpo tendido en el agua baja, a doscientos metros.
Lo que habíamos oído del tamaño del gigante nos pareció entonces muy exagerado.
Había marea baja, y casi todo el cuerpo del gigante estaba al descubierto, pero
no parecía ser mayor que un tiburón echado al sol. Yacía de espaldas con los
brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese
dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en
el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco
de un ave marina, Perplejos, y descontentos con las explicaciones de la
multitud, mis amigos y yo bajamos de las dunas hacia la arena de la orilla.
Todos parecían tener miedo de acercarse al gigante, pero media hora después dos
pescadores con botas altas salieron del grupo, adelantándose por la arena.
Cuando las figuras minúsculas se acercaron al cuerpo recostado, un alboroto de
conversaciones estalló entre los espectadores. Los dos hombres parecían
criaturas diminutas al lado del gigante. Aunque los talones estaban
parcialmente hundidos en la arena, los pies se alzaban a por lo menos el doble
de la estatura de los pescadores, y comprendimos inmediatamente que este
leviatán ahogado tenía la masa y las dimensiones de una ballena.
Tres barcos pesqueros
habían llegado a la escena y estaban a medio kilómetro de la playa; las
tripulaciones observaban desde las proas. La prudencia de los hombres había
disuadido a los espectadores de la costa que habían pensado en vadear las aguas
bajas. Impacientemente, todos dejamos las dunas y esperamos en la orilla. El
agua había lamido la arena alrededor de la figura, formando una concavidad,
como si el gigante hubiese caído del cielo. Los dos pescadores estaban ahora
entre los inmensos plintos de los pies, y nos saludaban como turistas entre las
columnas de un templo lamido por las aguas, a orillas del Nilo. Durante un
momento temí que el gigante estuviera sólo dormido y pudiera moverse y juntar
de pronto los talones, pero los ojos vidriados miraban fijamente al cielo, sin
advertir esas réplicas minúsculas de sí mismo que tenía entre los pies.
Los pescadores echaron
a andar entonces alrededor del cuerpo, pasando junto a los costados blancos de
las piernas. Luego de detenerse a examinar los dedos de la mano supina,
desaparecieron entre el brazo y el pecho, y asomaron de nuevo para mirar la cabeza,
protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaban el perfil griego. La
frente baja, la nariz recta y los labios curvos me recordaron una copia romana
de Praxiteles; las cartelas elegantemente formadas de las ventanas de la nariz
acentuaban el parecido con una escultura monumental.
Repentinamente brotó un
grito de la multitud, y un centenar de brazos apuntaron hacia el mar.
Sobresaltado, vi que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y
se paseaba por encima haciendo señas hacia la orilla. Hubo un rugido de
sorpresa y victoria en la multitud, perdido en una precipitación de conchillas
y arenisca cuando todos corrieron playa abajo.
Al acercarnos a la
figura recostada, que descansaba en un charco de agua del tamaño de un campo de
fútbol, la charla excitada disminuyó otra vez, dominada por las enormes
dimensiones de este coloso moribundo. Estaba tirado en un ligero ángulo con la
orilla, las piernas más hacia la costa, y este detalle había ocultado la
longitud real del cuerpo. A pesar de los dos pescadores subidos al abdomen, el
gentío se había ordenado en un amplio círculo, y de cuando en cuando unos pocos
grupos de tres o cuatro personas avanzaban hacia las manos y los pies.
Mis compañeros y yo
caminamos alrededor de la parte que daba al mar; las caderas y el tórax del
gigante se elevaban por encima de nosotros como el casco de un navío varado. La
piel perlada, distendida por la inmersión en el agua del mar, disimulaba los
contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla
izquierda, que estaba ligeramente doblada, y de donde colgaban los tallos de
unas húmedas algas marinas. Cubriéndole flojamente el diafragma y manteniendo
una tenue decencia, había un pañolón de tela, de trama abierta, y de un color
amarillo blanqueado por el agua. El fuerte olor a salitre de la prenda que se
secaba al sol se mezclaba con el aroma dulzón y poderoso de la piel del
gigante.
Nos detuvimos junto al
hombre y observamos el perfil inmóvil. Los labios estaban ligeramente
separados, el ojo abierto nubloso y ocluido, como si le hubieran inyectado
algún líquido azul lechoso, pero las delicadas bóvedas de las ventanas de la
nariz y las cejas daban a la cara un encanto ornamental que contradecía la
pesada fuerza del pecho y de los hombros.
La oreja estaba
suspendida sobre nuestras cabezas como un portal esculpido. Cuando alcé la mano
para tocar el lóbulo colgante alguien apareció gritando sobre el borde de la
frente. Asustado por esta aparición retrocedí unos pasos, y vi entonces que unos
jóvenes habían trepado a la cara y se estrujaban unos a otros, saltando en las
órbitas.
La gente andaba ahora
por todo el gigante, cuyos brazos recostados proporcionaban una doble
escalinata. Desde las palmas caminaban por los antebrazos hasta el codo y luego
se arrastraban por el hinchado vientre de los bíceps hasta el llano paseo de
los músculos pectorales que cubrían la mitad superior del pecho liso y lampiño.
Desde allí subían a la cara, pasando las manos por los labios y la nariz, o
bajaban corriendo por el abdomen para reunirse con otros que habían trepado a
los tobillos y patrullaban las columnas gemelas de los muslos.
Seguimos caminando
entre la gente, y nos detuvimos para examinar la mano derecha extendida. En la
palma había un pequeño charco de agua, como el residuo de otro mundo, pisoteado
ahora por los que trepaban al brazo. Traté de leer las líneas que acanalaban la
piel de la palma buscando algún indicio del carácter del gigante, pero la
dilatación de los tejidos casi las había borrado, llevándose todos los posibles
rastros de identidad y los signos de las últimas circunstancias trágicas. Los
huesos y los músculos de la mano daban la impresión de que el coloso no era
demasiado sensible, pero la precisa flexión de los dedos y las uñas cuidadas,
cortadas todas simétricamente a una distancia de quince centímetros de la carne
mostraban un temperamento de algún modo delicado, confirmado por las facciones
griegas de la cara, en la que se posaban ahora como moscas todos los vecinos
del pueblo.
Hasta había un joven de
pie en la punta de la nariz, moviendo los brazos a los lados y gritándoles a
otros muchachos, pero la cara del gigante conservaba una sólida compostura.
Regresando a la orilla
nos sentamos en la arena y miramos la corriente continua de gente que llegaba
del pueblo. Unos seis o siete botes de pesca se habían reunido a corta
distancia de la costa, y las tripulaciones vadeaban el agua poco profunda para
ver desde
Más cerca esta presa
traída por la tormenta. Más tarde apareció una partida de policías y con poco
entusiasmo intentó acordonar la playa, pero después de subir a la figura
recostada abandonaron la idea, y se alejaron todos juntos echando miradas
divertidas por encima del hombro.
Una hora después había
un millar de personas en la playa, y doscientas de ellas estaban de pie o
sentadas en el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas o circulando en un
alboroto incesante por el pecho y el estómago. Un grupo de jóvenes se había
instalado en la cabeza, empujándose unos a otros sobre las mejillas y
deslizándose por la superficie lisa de la mandíbula. Dos o tres habían montado
a horcajadas en la nariz, y otro se arrastró dentro de uno de los orificios,
desde donde ladraba como un perro.
Esa tarde volvió la
policía y abrió paso por entre la multitud a una partida de hombres de ciencia
- autoridades en anatomía y en biología marina - de la universidad. El grupo de
jóvenes y la mayoría de la gente bajaron del gigante, dejando atrás unas pocas
almas intrépidas encaramadas en las puntas de los dedos de los pies y en la
frente. Los expertos anduvieron a pasos largos alrededor del gigante,
deliberando con señas vigorosas, precedidos por los policías que iban apartando
a la multitud. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial mayor se ofreció
para ayudarlos a subir a la palma, pero los expertos se negaron
apresuradamente. Luego que estos hombres regresaron a la orilla, la muchedumbre
trepó una vez más al gigante, y cuando nos marchamos a las cinco ya se habían
apoderado totalmente del cuerpo, cubriendo los brazos y las piernas como una
compacta banda de gaviotas posada en el cadáver de un cetáceo.
Visité de nuevo la
playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían vuelto al trabajo,
y habían delegado en mí la tarea de vigilar al gigante y preparar un informe.
Quizá entendían mi interés particular por el caso, y era realmente cierto que
yo estaba ansioso por volver a la playa.
No había nada
necrofílico en esto, porque el gigante estaba realmente vivo para mí, más vivo
por cierto que la mayoría de la gente que iba allí a mirarlo. Lo que yo
encontraba tan fascinante era en parte esa escala inmensa, los enormes
volúmenes de espacio ocupados por los brazos y las piernas que parecían
confirmar la identidad de mis propios miembros en miniatura, pero sobre todo el
hecho categórico de la existencia del gigante. No hay cosa en la vida, quizá,
que no pueda ser motivo de dudas, pero el gigante, muerto o vivo, existía en un
sentido absoluto, dejando entrever un mundo de absolutos análogos, de los
cuales nosotros, los espectadores de la playa, éramos sólo imitaciones,
diminutas e imperfectas.
Cuando llegué a la
costa el gentío era considerablemente menor, y había unas doscientas o
trescientas personas sentadas en la arena, merendando y observando a los grupos
de visitantes que bajaban por la playa. Las mareas sucesivas habían acercado el
gigante a la costa, moviendo la cabeza y los hombros hacia la playa, de modo
que el tamaño del cuerpo parecía duplicado, empequeñeciendo a los botes de pesca
varados ahora junto a los pies. El contorno irregular de la playa había
arqueado ligeramente el espinazo del gigante, extendiéndole el pecho e
inclinándole la cabeza hacia atrás, en una posición más explícitamente heroica.
Los efectos combinados del agua salada y la tumefacción de los tejidos le daban
ahora a la cara un aspecto más blando y menos joven. Aunque a causa de las
vastas proporciones del rostro era imposible determinar la edad y el carácter
del gigante, en mi visita previa el modelado clásico de la boca y de la nariz
me habían llevado a pensar en un hombre joven de temperamento modesto y
humilde. Ahora, sin embargo, el gigante parecía estar, por lo menos, en los
primeros años de la madurez. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más
anchas y los ojos apretados insinuaban una edad adulta bien alimentada, que ya
mostraba ahora la proximidad de una creciente corrupción.
Este acelerado
desarrollo postmortem, como si los elementos latentes del carácter del gigante
hubieran alcanzado en vida el impulso suficiente como para descargarse en un
breve resumen final, me fascinaba de veras. Señalaba el principio de la entrega
del gigante a ese sistema que lo exige todo: el tiempo en el que como un millón
de ondas retorcidas en un remolino fragmentado se encuentra el resto de la
humanidad y del que nuestras vidas finitas son los productos últimos. Me senté
en la arena directamente delante de la cabeza del gigante, desde donde podía
ver a los recién llegados y a los niños trepados a los brazos y las piernas.
Entre las visitas
matutinas había una cantidad de hombres con chaquetas de cuero y gorras de
paño, que escudriñaban críticamente al gigante con ojo profesional, midiendo a
pasos sus dimensiones y haciendo cálculos aproximativos en la arena con maderas
traídas por el mar. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otros
cuerpos municipales, y estaban pensando sin duda cómo deshacerse de este
colosal resto de naufragio.
Varios sujetos bastante
mejor vestidos, propietarios de circos o algo así, aparecieron también en
escena y pasearon lentamente alrededor del cuerpo, con las manos en los
bolsillos de los largos gabanes, sin cambiar una palabra. Evidentemente, el
tamaño era demasiado grande aun para los mayores empresarios. Al fin se fueron,
y los niños siguieron subiendo y bajando por los brazos y las piernas, y los
jóvenes forcejearon entre ellos sobre la cara supina, dejando las huellas
arenosas y húmedas de los pies descalzos en la piel blanca de la cara.
Al día siguiente
postergue deliberadamente la visita hasta las últimas horas de la tarde, y
cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la arena.
El gigante había sido llevado aún más hacia la playa, y estaba ahora a unos
setenta y cinco metros, aplastando con los pies la empalizada podrida de un
rompeolas. El declive de la arena más firme inclinaba el cuerpo hacia el mar, y
en la cara magullada había un gesto casi consciente. Me senté en un amplio
montacargas que habían sujetado a un arco de hormigón sobre la arena, y miré
hacia abajo la figura recostada.
La piel blanqueada
había perdido ahora la perlada translucidez, y estaba salpicada de arena sucia
que reemplazaba la que había sido llevada por la marea nocturna. Racimos de
algas llenaban los espacios entre los dedos de las manos, y debajo de las
caderas y las rodillas se amontonaban conchillas y huesos de moluscos. No
obstante, y a pesar del engrosamiento continuo de los rasgos, el gigante
conservaba una espléndida estatura homérica. La enorme anchura de los hombros y
las inmensas columnas de los brazos y las piernas transportaban la figura a
otra dimensión, y el gigante parecía más la imagen auténtica de un argonauta
ahogado o de un héroe de la Odisea que el retrato convencional de estatura
humana en el que yo había pensado hasta ese momento.
Bajé a la orilla y
caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Había dos muchachos sentados
en la cavidad de la oreja, y en el otro extremo un joven solitario estaba
encaramado en el dedo de un pie, examinándome mientras me acercaba. Como yo
había esperado al postergar la visita, nadie más me prestó atención, y las
personas de la orilla se quedaron allí envueltas en las ropas de abrigo.
La mano derecha del
gigante estaba cubierta de conchillas y arena, que mostraba una línea de
pisadas. La mole redondeada de la cadera se elevaba ocultándome toda la visión
del mar. El olor dulcemente acre que yo había notado antes era ahora más
punzante, y a través de la piel opaca vi las espirales serpentinas de unos
vasos sanguíneos coagulados. Aunque pudiera parecer desagradable, el
descubrimiento de esta incesante metamorfosis, una visible vida en la muerte,
me permitió al fin poner los pies en el cadáver.
Usando el pulgar como
pasamano, trepé a la palma y comencé el ascenso. La piel era más dura de lo que
yo había esperado, cediendo apenas bajo mi peso. Subí rápidamente por la
pendiente del antebrazo y por el globo combado del bíceps. La cara del gigante
ahogado asomaba a mi derecha; las cavernosas ventanas de la nariz y las
inmensas y empinadas laderas de las mejillas se elevaban como el cono de un
extravagante
Di la vuelta por el
hombro y bajé a la amplia explanada del pecho, sobre la que se destacaban los
costurones huesudos de las costillas, como vigas inmensas. La piel blanca estaba
moteada por las magulladuras negras de innumerables huellas, donde se
distinguían claramente los tacos de los zapatos. Alguien había levantado un
pequeño castillo de arena en el centro del esternón y trepé a esa estructura
derruida a medias para tener una mejor visión de la cara.
Los dos niños habían
escalado la oreja y se arrastraban hacia la órbita derecha, cuyo globo azul,
completamente cerrado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más al]á de
aquellas formas diminutas. Vista oblicuamente desde abajo, la cara estaba
desprovista de toda gracia y serenidad; la boca contraída y la barbilla alzada,
sustentada por los músculos gigantescos, se parecían a la proa rota de un
colosal naufragio. Tuve conciencia por vez primera de los extremos de esta
última agonía física, no menos dolorosa porque el gigante no pudiera asistir a
la ruina de los músculos y los tejidos. El aislamiento absoluto de la figura
postrada, tirada como un barco abandonado en la costa vacía, casi fuera del
alcance del rumor de las olas, transformaba la cara en una máscara de
agotamiento e impotencia.
Di un paso y hundí el
pie en una zona de tejido blando, y una bocanada de gas fétido salió por una
abertura entre las costillas. Apartándome del aire pestilente, que colgaba como
una nube sobre mi cabeza volví la cara hacia el mar para airear los pulmones
Descubrí sorprendido que le habían amputado la mano izquierda al gigante.
Miré con asombro el
muñón oscurecido, mientras el Joven solo, recostado en aquella percha alta a
treinta metros de distancia, me examinaba con ojos sanguinarios.
Esta fue sólo la
primera de una serie de depredaciones. Pasé los dos días siguientes en la
biblioteca resistiéndome por algún motivo a visitar la costa, sintiendo que
había presenciado quizá el fin próximo de una magnífica ilusión. La próxima vez
que crucé las dunas y empecé a andar por la arena de la costa, el gigante
estaba a poco más de veinte metros de distancia, y ahora, cerca de los
guijarros ásperos de la orilla, parecía haber perdido aquella magia de remota
forma marina. A pesar del tamaño inmenso, las magulladuras y la tierra que
cubrían el cuerpo le daban un aspecto meramente humano; las vastas dimensiones
aumentaban aún más la vulnerabilidad del gigante.
Le habían quitado la
mano y el pie derechos, los habían arrastrado por la cuesta y se los habían
llevado en un carro. Luego de interrogar al pequeño grupo de personas
acurrucadas junto al rompeolas, deduje que una compañía de fertilizantes
orgánicos y una fábrica de productos ganaderos eran los principales
responsables.
El otro pie del gigante
se alzaba en el aire, y un cable de acero sujetaba el dedo grande, preparado
evidentemente para el día siguiente. Había unos surcos profundos en la arena,
por donde habían arrastrado las manos y el pie. Un fluido oscuro y salobre
goteaba de los muñones y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias.
Cuando bajaba por la playa advertí unas leyendas jocosas, svásticas y otros
signos, inscritos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil
hubiese soltado de pronto un torrente de rencor reprimido. Una lanza de madera
atravesaba el lóbulo de una oreja, y en el centro del pecho había ardido una
hoguera, ennegreciendo la piel alrededor. La ceniza fina de la leña se
dispersaba aún en el viento.
Un olor fétido envolvía
el cadáver, la señal inocultable de la putrefacción, que había ahuyentado al
fin al grupo de jóvenes. Regresé a la zona de guijarros y trepé al montacargas.
Las mejillas hinchadas del gigante casi le habían cerrado los ojos, separando
los labios en un bostezo monumental. Habían retorcido y achatado la nariz
griega, en un tiempo recta, y una sucesión de innumerables zapatos la habían
aplastado contra la cara abotagada.
Cuando visité otra vez
la playa, a la tarde del día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se
habían llevado la cabeza.
Transcurrieron varias
semanas antes de mi próximo viaje a la costa, y para ese entonces el parecido
humano que habla notado antes había desaparecido de nuevo. Observados
atentamente, el tórax y el abdomen recostados eran evidentemente humanos, pero
al troncharle los miembros, primero en la rodilla y en el codo y luego en el
hombro y en el muslo, el cadáver se parecía al de algún animal marino acéfalo:
una ballena o un tiburón. Luego de esta perdida de identidad, y las pocas
características permanentes que habían persistido tenuemente en la figura, el
interés de los espectadores había muerto al fin, y la costa estaba ahora
desierta con excepción de un anciano vagabundo y el guardián sentado a la entrada
de la cabaña del contratista.
Habían levantado un
andamiaje flojo de madera alrededor del cadáver y una docena de escaleras de
mano se mecían en el viento; alrededor había rollos de cuerda esparcidos en la
arena, cuchillos largos de mango de metal y arpeos; los guijarros estaban
cubiertos de sangre y trozos de hueso y piel.
El guardián me
observaba hoscamente por encima del brasero de carbón, y lo saludé con un
movimiento de cabeza. El punzante olor de los enormes cuadrados de grasa que
hervían en un tanque detrás de la cabaña impregnaba el aire marino.
Habían quitado los dos
fémures con la ayuda de una grúa pequeña, cubierta ahora por la tela abierta
que en otro tiempo llevaba el gigante en la cintura, y las concavidades
bostezaban como puertas de un granero. La parte superior de los brazos, los
huesos del cuello y los órganos genitales habían desaparecido. La piel que
quedaba en el tórax y el abdomen había sido marcada en franjas paralelas con
una brocha de alquitrán, y las cinco o seis secciones primeras habían sido
recortadas del diafragma, descubriendo el amplio arco de la caja torácica.
Cuando ya me iba, una
bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando la
arena manchada con gritos feroces.
Varios meses después,
cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos
trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La
mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar,
y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago
pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo,
esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del
gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más
importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes
fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los
porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve
una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos
desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo
los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano.
Unos pocos días después
vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo
durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle
principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una
carroza la mano derecha momificada.
El maxilar inferior,
típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha
desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de
basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río
abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos
costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un
cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de
mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca
del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad,
en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de
la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de
curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de
proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo
identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la
mayoría de la gente, aun aquellos que lo vieron en la costa después de la
tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia
marina.
El resto del esqueleto,
desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas
torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la
cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la
bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En
el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas,
pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
James Graham Ballard
(Shanghái, República Popular China - 15 de noviembre de 1930 - Londres,
Inglaterra, 19 de abril de 2009) fue un escritor inglés de ciencia ficción. Un
gran número de sus escritos describen distopías.
J. G. Ballard nace en
Shanghái (China) en 1930 de padres ingleses. Durante la Segunda Guerra Mundial
fue encerrado junto con su familia en un campo de concentración japonés,
experiencia que relataría en su obra “El imperio del sol”, propuesta para el
Booker Prize, ganadora del Guardian Fiction Prize y que más tarde llevaría al
cine Steven Spielberg en la película homónima.
En 1946 su familia se
traslada a Gran Bretaña e inicia estudios de medicina en la Universidad de
Cambridge, aunque no los completará. A continuación, trabaja como redactor en
un periódico técnico y como portero del Covent Garden, antes de incorporarse a
la RAF en Canadá, como piloto. Una vez licenciado, trabaja durante seis años
como adjunto a la dirección de una revista científica, para pasar más tarde a
dedicarse por completo a la literatura.
Falleció el 19 de abril
de 2009, víctima de un cáncer de próstata.
OBRA
Sus primeros cuentos
datan de 1956 y en los años 60 se convierte en uno de los autores de referencia
de la llamada nueva ola de la ciencia ficción inglesa. Su literatura desarrolla
la problemática del siglo XX, ya sean las catástrofes medioambientales o el
efecto en el hombre de la evolución tecnológica.
En su primera novela, “El
mundo sumergido” (1962), imagina las consecuencias de un calentamiento global
que provoca que los casquetes polares se derritan, una de las primeras obras de
clima ficción. Le siguieron “El viento de ninguna parte” (1962), “La sequía”
(1965) y “El mundo de cristal” (1966), ambientada en un área boscosa de África
occidental que está, literalmente, cristalizándose.
En 1973 publicó “Crash”,
una meditación turbadora y explícita sobre la relación entre el deseo sexual y
los coches, y que provocó un tenso debate sobre los límites de la censura
contra la «obscenidad» cuando David Cronenberg la adaptó al cine en 1996. La
película “Crash” estuvo a punto de no poder ser estrenada en Inglaterra. Tras “Crash”
llegaron La isla de cemento (1974), Rascacielos (1975), Compañía de sueños
ilimitada (1979) y Hola América (1981).
En 1984 Ballard llegó a
un público mucho más amplio con la obra autobiográfica “El imperio del sol”, la
historia de un niño en tiempos de guerra, que luego continuó en “La bondad de
las mujeres” (1991). “El día de la creación”, otra novela situada en África, se
publicó en 1987 y “Furia Feroz” en 1988.
Sus siguientes novelas
fueron “Fuga al paraíso” (1994), un relato apocalíptico que transcurre en un
atolón del Pacífico, “Noches de cocaína” (1996) y “Super-Cannes” (2000), ambas
reelaboraciones de la novela negra clásica en una decadente Costa del Sol, la
primera, y en la Riviera, la segunda. Ballard fue también un autor de relatos
muy prolífico y, en 1996, apareció su colección de ensayos y reseñas “Guía del
milenio para el usuario”.
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