EVELINE
James Joyce
Sentada a la ventana
vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su
nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.
Pasaban pocas
personas. El hombre que vivía al final de la manzana regresaba a su casa; oyó
los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de
ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillo rojo. En otro tiempo
hubo allí un solar yermo en donde jugaban todas las tardes con los otros
muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas -no
casitas de color pardo como las demás, sino casas de ladrillo, de colores vivos
y techos charolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese
placer: los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus
hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre
solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi
siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su
padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal
en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus
hermanos y hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn
también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia!
Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.
¡El hogar! Echó una
mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una
vez por semana durante tantísimos años, preguntándose de dónde saldría ese
polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia, de las que nunca soñó
separarse. Y, sin embargo, en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura
cuya foto amarillenta colgaba en la pared, sobre el armonio roto, al lado de la
estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su
padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante, su padre solía alargársela
con una frase fácil:
-Ahora vive en
Melbourne.
Ella había decidido
dejar su casa, irse lejos. ¿Era esta una decisión inteligente? Trató de sopesar
las partes del problema. En su casa por lo menos tenía techo y comida; estaban
aquellos a los que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro,
en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la tienda cuando supieran que se había
fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota, y la sustituirían
poniendo un anuncio. Miss Gavan se alegraría. La tenía tomada con ella, sobre
todo cuando había gente delante.
-Miss Hill, ¿no ve que
está haciendo esperar a estas señoras?
-Por favor, miss Hill,
un poco más de viveza.
No iba a derramar
precisamente lágrimas por la tienda.
Pero en su nueva casa,
en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego -ella, Eveline- se
casaría. Entonces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como
su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada
por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones.
Cuando se fueron
haciendo mayores, él nunca le levantó la mano a ella, como sí lo hizo a Harry y
a Ernest, porque ella era mujer; pero últimamente la amenazaba y le decía lo
que le haría si no fuera porque su madre estaba muerta. Y ahora no tenía quien
la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias,
siempre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el
dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más.
Ella siempre entregaba todo su sueldo -siete chelines-, y Harry mandaba lo que
podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. Él decía que
ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero
que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas
cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado.
Al final le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de comprar
las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer
los recados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse
paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde cargada de comestibles. Le
costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados
a su cargo fueran a la escuela y se alimentaran con regularidad. El trabajo era
duro -la vida era dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba
que su vida dejara tanto que desear.
Iba a comenzar a
explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a
irse con él en el barco de la noche, y ser su esposa, y vivir con él en Buenos
Aires, en donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio;
se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía
que no habían pasado más que unas semanas. Él estaba parado en la puerta, la
visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara
broncínea. Llegaron a conocerse bien. Él la esperaba todas las noches a la
salida de la tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La
muchacha de Bohemia, y ella se sintió en las nubes sentada con él en el
teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco.
La gente se enteró de que la enamoraba, y, cuando él cantaba aquello de la
novia del marinero, ella siempre se sentía turbada. Él la apodó Poppens, en
broma. Al principio era emocionante tener novio, y después él le empezó a
gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero,
ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al
Canadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le
enseñó los nombres de los diversos servicios. Había cruzado el estrecho de
Magallanes y le narró historia de los terribles patagones. Recaló en Buenos
Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente,
el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver
con él.
-Yo conozco muy bien a
los marineros -le dijo.
Un día él sostuvo una
discusión acalorada con Frank, y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.
En la calle la tarde
se había hecho noche cerrada. La blancura de las cartas se destacaba en su
regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue
siempre Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que
su padre había envejecido últimamente: le echaría de menos. A veces él sabía
ser agradable. No hacía mucho, cuando ella tuvo que guardar cama por un día, él
le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día -su
madre vivía todavía- habían ido de picnic a la loma de Howth.
Recordó cómo su padre se puso el gorro de su madre para hacer reír a los niños.
Apenas le quedaba
tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina,
respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír
un organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera precisamente esa
noche para recordarle la promesa que le hizo a su madre: la promesa de sostener
la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre:
de nuevo regresó al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera
tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero
dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma
diciendo:
-¡Malditos italianos!
¡Mira que venir aquí!
Mientras rememoraba,
la lastimosa imagen de su madre la tocó en lo más vivo de su ser –una vida
entera de sacrificio cotidiano para acabar en la locura total. Temblaba al oír
de nuevo la voz de su madre diciendo constantemente con insistencia insana:
-¡Dedevaun Seraun!
¡Dedevaun Seraun!
Se puso en pie bajo un
súbito impulso aterrado. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank sería su
salvación. Le daría su vida, tal vez su amor. Pero ella ansiaba vivir. ¿Por qué
ser desgraciada? Tenía derecho a la felicidad. Frank la levantaría en vilo, la
cargaría en sus brazos. Sería su salvación.
* * *
Esperaba entre la
gente apelotonada en la estación en North Wall. Le cogía una mano y ella oyó
que él le hablaba diciendo una y otra vez algo sobre el pasaje. La estación
estaba llena de soldados con maletas marrones. Por las puertas abiertas del
almacén atisbó el bulto negro del barco, atracado junto al muelle, con sus
portillas iluminadas. No respondió. Sintió su cara fría y pálida y, en su
laberinto de penas, rogó a Dios que la encaminara, que le mostrara cuál era su
deber. El barco lanzó un largo y condolido pitazo hacia la niebla. De irse
ahora, mañana estaría mar afuera con Frank, rumbo a Buenos Aires. Ya él había
sacado los pasajes. ¿Todavía se echaría atrás, después de todo lo que él había
hecho por ella? Su desánimo le causó náuseas físicas y continuó moviendo los
labios en una oración silenciosa y ferviente.
Una campanada sonó en
su corazón. Sintió su mano coger la suya.
-¡Ven!
Todos los mares del
mundo se agitaban en su seno. Él tiraba de ella: la iba a ahogar. Se agarró con
las dos manos en la barandilla de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No!
Imposible. Sus manos se aferraron frenéticas a la baranda. Dio un grito de
angustia hacia el mar.
-¡Eveline! ¡Evvy!
Se apresuró a pasar la
barrera, diciéndole a ella que lo siguiera. Le gritaron que avanzara, pero él
seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal
indefenso. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de
reconocimiento.
Dublineses (Dubliners, 1914), trad. Guillermo
Cabrera Infante, Madrid, Alianza, 2001,
págs. 34-39.
James Augustine Aloysius
Joyce (Dublín, Irlanda, 2 de febrero de 1882 –
Zúrich, Suiza, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, reconocido
mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce
es aclamado por su obra maestra, Ulises
(1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de
historias breves titulada Dublineses
(1914), así como su novela semiautobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante
destacado de la corriente literaria de vanguardia denominada modernismo
anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o
Wallace Stevens.
Aunque pasó la mayor parte de su vida
adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra
fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de
los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa.1 Más
en particular, su problemática
relación
primera con la iglesia católica
de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que
atormentan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de
Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un
escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero
también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su
regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas
de su tiempo.
La Encyclopædia
Britannica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza
humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del
lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el
cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo
XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una
riqueza y calidez humanas incomparables.
El editor de la antología The Cambridge Companion to James Joyce [Guía
de Cambridge para James Joyce] escribe en su introducción: «A Joyce lo leen
muchas más personas de las que son conscientes de ello. El impacto de la
revolución literaria que emprendió fue tal que pocos novelistas posteriores de
importancia, en cualquiera de las lenguas del mundo, han escapado a su influjo,
incluso aunque tratasen de evitar los paradigmas y procedimientos joyceanos.
Topamos indirectamente con Joyce, por lo tanto, en muchas de nuestras lecturas
de ficción seria de la última mitad de siglo, y lo mismo puede decirse de la
ficción no tan seria».
Anthony Burgess, al final de su largo
ensayo Re Joyce (1965), reconoció:
Junto con Shakespeare, Milton, Pope y Hopkins, Joyce
sigue siendo el modelo más elevado en que ha de fijarse todo aquel que aspire a
escribir con propiedad. [...] Pero, una vez leído y absorbido un solo ápice de
la esencia de este autor, ni la literatura ni la vida vuelven a ser las mismas
de nuevo.
En un texto de 1939, Jorge Luis Borges
afirmó sobre el autor:
Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros
escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises
hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de
Shakespeare o de Sir Thomas Browne.
T.S. Eliot, en su ensayo "Ulysses, Order and Myth"
["Ulises, orden y mito"] (1923), declaró sobre esta misma obra:
Considero que este libro es la expresión más
importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos
estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.
Dublín (1882–1904)
Primeros años
En 1882, James Joyce nace en Brighton
Square, en Rathgar, un barrio de clase media de Dublín, en el seno de una
familia católica; sus padres se llamaban John y May. James fue el mayor de los
diez hermanos supervivientes, seis mujeres y cuatro varones. Uno de los
hermanos fallecidos habría sido mayor que él, puesto que nació y murió en
1881.8 La madre quedó encinta en total quince veces, las mismas
que la señora
Dedalus, en Ulises.
La familia de su padre, originaria de
Fermoy, fue concesionaria de una explotación de sal y piedra caliza en
Carrigeeny, cerca de Cork. Vendieron la explotación por quinientas libras, en
1842, aunque siguieron manteniendo una empresa como «fabricantes y vendedores
de sal y caliza». Esta empresa quebró en 1852.
Joyce, como su padre, sostenía que su
ascendencia familiar provenía del antiguo clan irlandés de los Galway. Para la
crítica Francesca Romana Paci, el escritor rebelde e inconformista valoraba sin
embargo «la respetabilidad basada en la tradición de una antigua casa»; sentía
«apego por una cierta forma de aristocracia». Los Joyce presumían de ser descendientes del libertador
irlandés
Daniel O'Connell.
Tanto su padre como su abuelo contrajeron
matrimonio con mujeres de familias adineradas. En 1887 el padre de James, John
Stanislaus Joyce, fue nombrado recaudador de impuestos de varios distritos por
la Oficina de Recaudación del Ayuntamiento de Dublín. Esto permitió a la
familia trasladarse a Bray, un pequeño pueblo de cierta categoría residencial,
a diecinueve kilómetros de Dublín. En Bray vivían junto a una familia
protestante, los Vance. Una hija de éstos, Eileen, fue el primer amor de James. El escritor la evocó en el Retrato
del artista adolescente, citándola por su propio nombre. Este personaje
resurgirá en varias otras obras, incluso en Finnegans
Wake.
Un día en que estaba jugando con su hermano Stanislaus junto a un río, James
fue atacado por un perro, lo que le acarrearía una fobia de por vida hacia
estos animales; también le causaban pavor las tormentas, debido a su profunda
fe religiosa, que hacía que las considerase como un signo de la ira de Dios. Un
amigo le preguntó en cierta ocasión por qué estaba asustado, y James replicó:
«A ti no te criaron en la Irlanda católica». De estas pertinaces fobias
quedaron cumplidas muestras en obras como Retrato
del artista adolescente, Ulises y
Finnegans Wake.
Entre febrero y marzo de 1889, el Libro de Castigos del colegio de
Conglowes recoge que el futuro escritor, contando siete años, recibió dos
palmetazos por no llevar a clase cierto libro, seis más por tener las botas
sucias y cuatro por proferir «palabras indecentes», algo a lo que Joyce fue
siempre muy aficionado.
En 1891, con nueve años, James escribe el poema titulado "Et tu,
Healy", que trata de la muerte del político irlandés Charles Stewart
Parnell. El padre quedó tan encantado que hizo imprimirlo, e incluso envió una
copia a la Biblioteca Vaticana. En noviembre de ese mismo año, John Joyce ve
su nombre registrado en la Stubbs Gazette, un boletín de impagos y quiebras, y
es apartado de su trabajo. Dos años más tarde es despedido, coincidiendo con
una severa reorganización de la Oficina de Recaudación, que comprendía una
importante reducción de personal. John Joyce, con antecedentes por gestión poco
cuidadosa, sufrió especialmente la crisis, e incluso estuvo a punto de ser
despedido sin una indemnización, algo que consiguió evitar su esposa. Este fue
el inicio de la crisis económica de la familia, debida a la incapacidad del
padre para gestionar sus finanzas, y también a su alcoholismo. Esta tendencia,
muy común en su familia, sería heredada por su hijo mayor, bastante manirroto
en general; sólo en sus últimos años adquirió James el hábito del ahorro,
especialmente debido a la grave enfermedad mental que aquejó a su hija Lucia,
circunstancia que le acarreó grandes gastos. En una ocasión, su hermano
Stanislaus le reprochó: «Puede que haya personas que no estén tan preocupadas
por el dinero como tú». A lo que él replicó: «Oh, diantre, puede que las haya,
pero me gustaría que uno de esos individuos me enseñara el truco en veinticinco
lecciones».
esos individuos me enseñara el truco en
veinticinco lecciones».26
Educación
El futuro escritor se educó en el selecto
Clongowes Wood College, un internado de jesuitas, cerca de Sallins, en County
Kildare. Según su primer biógrafo, Herbert S. Gorman, al ingresar en este
centro (1888), era «de constitución esbelta, muy nervioso, sensible como una
niña y tenía la bendición o la maldición (esto depende del punto de vista) de un
temperamento introspectivo». James, que «fue elegido para el honor de servir como
monaguillo en misa»,
no tardó en
distinguirse como alumno muy aventajado, en todo menos en matemáticas. Destacaba incluso en materia
deportiva, según
declararía su hermano Stanislaus,
pero tuvo que abandonar la institución cuatro años más
tarde debido a los problemas financieros de su padre. Se matriculó entonces en el colegio de la congregación de los Christian Brothers, ubicada en
North Richmond Street, Dublín. Más tarde, en 1893, se le ofreció una plaza en
el Belvedere College de la misma ciudad, regentado igualmente por jesuitas. La
oferta se hizo, al menos en parte, con la esperanza de que el distinguido
estudiante ingresara en la orden, sin embargo éste rechazó el catolicismo ya en
edad temprana; según Ellmann, a los dieciséis años.
James siguió destacando en los estudios.
Muy concienzudo en su preparación, obligaba a su madre a tomarle diariamente la
lección después de la comida. En esta época, recibió distintos premios escolares.
No sabiendo qué hacer con tanto dinero (la dotación a veces alcanzaba las
veinte libras de la época), lo destinaba a la compra de regalos para sus
hermanos; cosas
prácticas, como zapatos y vestidos, aunque
también los invitaba al teatro, en las localidades más baratas.
Sus lecturas en la época del Belvedere son
abundantes y profundas, en inglés y francés: Dickens, Walter Scott, Jonathan
Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith; también le impresionó vivamente el
estilo del clérigo John Henry Newman. Entre los poetas, leía con fruición a
Byron, Rimbaud y Yeats. Y dedicó asimismo mucha atención a George Meredith,
William Blake y Thomas Hardy.
En 1898, se matriculó en el recientemente
inaugurado University College de Dublín para estudiar lenguas: inglés, francés
e italiano. Joyce era recordado por ser buen estudiante, aunque de trato
difícil. Seguía aplicándose con ahínco a la lectura. Según uno de sus más
importantes glosadores, Harry Levin, en general dedicaba sus esfuerzos a los
idiomas, la filosofía, la estética y la literatura contemporánea europea. Algunos
de sus biógrafos
han destacado como su interés
principal la gramática
comparada.
También se sabe que tomaba parte activa en
las actividades literarias y teatrales de la universidad. En 1900, como
colaborador de la revista The Fortnightly Review, publica su primer ensayo, con
el título de "New Drama",
sobre la obra del noruego Henrik Ibsen, uno de sus escritores predilectos. El
joven crítico
recibió
una carta de agradecimiento de parte del propio Ibsen. En este periodo, escribió algunos artículos más, además de dos obras teatrales, hoy pérdidas. Muchas de las
amistades que hizo en la universidad aparecerían retratadas posteriormente en sus obras. Según Harry
Levin, el escritor «no olvidaba ni perdonaba nada. Cualquier parecido con
personas y situaciones reales, vivas o muertas, era cuidadosamente cultivado».
Joyce fue miembro de la Literary and Historical Society, de
Dublín. Presentó su trabajo titulado "Drama and Life" a dicha
sociedad en 1900. Con ocasión de la lectura pública de este ensayo, se le
exigió que suprimiera varios pasajes. Joyce amenazó al presidente de la
sociedad con no leerlo, y al final consiguió hacerlo sin una sola omisión. Sus
palabras fueron duramente criticadas por algunos asistentes, y Joyce les
replicó pacientemente durante más de cuarenta minutos, por turno, sin consultar
una nota, lo que consiguió suscitar grandes aplausos entre el público. En esa época conoció a Lady Gregory, y en octubre de 1902, a W. B. Yeats,
encuentro que sería
trascendental para Joyce. Este poeta le escribió una carta en el mes de diciembre elogiando su poesía y aconsejándole que cambiase de aires.
Donde el joven escritor debía estar era en Oxford.
En 1903, tras su graduación, se instaló en
París con el propósito de estudiar Medicina, pero la ruina de su familia (que
se vio obligada a vender todos sus enseres e instalarse en una pensión) le hizo
desistir de sus propósitos y buscar trabajo como periodista y profesor. Su
situación financiera era tan precaria entonces como la de su familia, hasta el
punto de que pasó verdadera hambre, lo que hacía llorar a su madre cada vez que
llegaba carta de París. James regresó a Dublín meses después para asistir a su madre, enferma terminal de cáncer. La madre de Joyce, May (Mary Jane),
pasó
sus últimas
horas en coma, con toda la familia arrodillada y sollozando a su alrededor. Al
ver que ni Stanislaus ni James estaban arrodillados, el abuelo materno los
conminó a hacerlo, pero los dos rehusaron. Según José
María
Valverde, Joyce siempre se acusó de
esta dureza final. La muerte de su madre lo sumió en un desasosiego que lo llevó a la búsqueda de
amistades por los bajos fondos dublineses; gustaba de vagabundear con una gorra
de yachtman y unos ajados zapatos de tenis.
Fueron días
difíciles
en los que probó
algún
oficio y trató de
subsistir en parte gracias a los préstamos de los amigos, e incluso cantando,
puesto que era un consumado tenor, llegando a lograr un premio en el festival irlandés
de Feis Ceoil en 1904.
Joyce permaneció en Dublín algún tiempo
más, bebiendo en exceso. En el transcurso de una de sus borracheras, debido a
un malentendido, se metió en una pelea con un hombre, en el parque St Stephen's
Green; tras la pelea, James fue recogido y aseado por un conocido de su padre,
Alfred H. Hunter, que lo condujo a su casa para que le curasen las heridas.55 En Dublín se rumoreaba que Hunter era judío y que su mujer le era infiel. Esta
persona pudo ser uno de los modelos utilizados por Joyce para uno de los
personajes centrales de su novelística, Leopold Bloom, el protagonista de
Ulises.56 Del mismo modo, se inspiró en el estudiante de medicina y escritor
Oliver St. John Gogarty para el personaje de Buck Mulligan en dicha obra.
Tras permanecer durante seis días en la
vivienda de estudiante de Gogarty, Martello Tower (Torre Martello), tuvo que
abandonarla en plena noche tras una escena con Gogarty y otro compañero, en
cuyo transcurso aquel disparó su pistola sobre unas cacerolas que colgaban
sobre la cama de James. Éste
caminó
toda la noche de vuelta a Dublín para poder descansar en su casa, y al día
siguiente envió a un amigo a la torre por sus pertenencias. Poco después partió
con Nora hacia el continente.
Stephen el héroe
Artículo principal: Stephen el héroe
En enero de 1904, trató de publicar una
obra en la que había estado trabajando, A
Portrait of the Artist [Retrato del artista], una historia autobiográfica
con elementos ensayísticos centrada en cuestiones de estética. Este escrito,
indigno de su autor, en palabras de José María Valverde, fue rechazado por la revista de librepensamiento
Dana. Joyce entonces, con motivo de su vigésimo segundo cumpleaños, decidió
revisar el trabajo y convertirlo en una novela que titularía Stephen Hero (Stephen el héroe). Esta
obra, que alcanzaría las mil páginas de borrador y recoge los primeros años y
los de universidad de Stephen Dedalus, fue escrita a la par que los relatos de
Dublineses. El crítico W. Y. Tindall sostiene que el lector de las felicidades
narrativas presentes en los cuentos se sorprenderá ante las ordinarieces de la
novela, calificada por el propio Joyce de «rubbish», basura. Stephen Hero
no se publicaría
en vida del autor, pero fue el germen de una obra mayor como es Retrato del artista adolescente,
empezada en 1907.
1904 fue el mismo año en que conoció a
Nora Barnacle, una joven de Galway que trabajaba como camarera de pisos en el
hotel Finn's, de Dublín. Se dice que tuvieron su primera cita el 16 de junio de
1904, y por tal motivo ésta, según sus biógrafos, fue la fecha elegida para
ambientar su obra capital, Ulises.
Trieste y Zúrich
(1904–1920)
Pola y Trieste
Joyce y Nora iniciaron su autoimpuesto
exilio desplazándose primero a Zúrich, donde se suponía que le esperaba un
puesto como profesor de inglés en la Berlitz Language School, facilitado por un
agente en Inglaterra. Resultó que el agente inglés había sido estafado, pero el
director de la escuela lo reexpidió a Trieste, ciudad que fue parte del Imperio
austrohúngaro hasta el 16 de julio de 1920, pasando a ser italiana por el
tratado de Saint Germain-en-Laye. Aunque tampoco allí había ningún puesto libre
para Joyce, con la ayuda de Almidano Artifoni, director de la escuela Berlitz de Trieste, finalmente
consiguió unas clases en Pula (Pola, en italiano), ciudad entonces también
austrohúngara, y hoy parte de Croacia.
Desde octubre de 1904 hasta marzo de 1905,
permaneció en Pula dando clases sobre todo a oficiales de la armada
austrohúngara estacionados en la base militar de dicha ciudad. En marzo de 1905
se descubrió un complot de espionaje en la ciudad y todos los extranjeros
fueron expulsados. Con la ayuda de Artifoni, los Joyce regresaron a Trieste y
James empezó a enseñar inglés allí. Permanecería en la ciudad durante la mayor
parte de los diez años siguientes.2 El
idioma que se hablará en
casa del escritor a partir de ese momento será el italiano. En esta lengua reprendería años después a su díscolo hijo Giorgio y se comunicaría siempre con su hija Lucia, mientras ésta se hundía en una demencia progresiva.
En ese mismo año, Nora dio a luz al
primero de sus hijos, el citado Giorgio. James se puso entonces en contacto con
su hermano, Stanislaus, tratando de atraerlo a Trieste para que se reuniera con
él como profesor en la escuela. Las razones
que adujo fueron reclamar su compañía y ofrecerle un futuro más prometedor que
el que Stanislaus disfrutaba en Dublín, como simple empleado; lo cierto era que
James necesitaba aumentar los ingresos en su familia con la contribución de su
hermano. Las relaciones entre los hermanos fueron
tirantes en el tiempo que vivieron juntos en Trieste, principalmente debido a
la frivolidad de James con el dinero y la bebida.
La vida rutinaria en Trieste frustraba la
pasión viajera del escritor, quien decidió trasladarse a Roma a finales de
1906. Marchó con la seguridad de contar con un puesto administrativo en un
banco de la ciudad. Sin embargo, sintió enseguida gran aversión por ésta y
terminó regresando a Trieste, a principios de 1907. Su hija Lucia nació en el
verano de ese mismo año. También en 1907 apareció su primer libro, el volumen
de poemas de amor Música de cámara (Chamber Music) y se le presentaron los
primeros síntomas de iritis, una enfermedad de los ojos que con los años le
dejaría casi ciego.
Continuó durante estos años escribiendo,
principalmente relatos, e iniciándose en la línea experimental que sería
característica de su obra posterior. También manifestó en esta época, por un
lado, cierto rechazo por la búsqueda nacionalista de los orígenes de la
identidad irlandesa, y por otro, su voluntad de preservar y fomentar la propia
experiencia lingüística, que guiaría todo su trabajo literario: esto le condujo
a reivindicar su lengua materna, el inglés, en detrimento de una lengua gaélica
que estimaba readoptada y promovida artificialmente.
Joyce regresó a Dublín en el verano de 1909,
llevando con él a su hijo Giorgio. Su propósito era visitar a su padre y
publicar su libro de cuentos Dublineses. Sin embargo, a primeros de agosto,
sufrió uno de los mayores disgustos de su vida, cuando a través de un complot
organizado por sus amigos Saint-John Gogarty y Vincent Cosgrave, le fue
sugerido que su compañera, Nora, le había sido infiel en el pasado. Incluso era
posible que Giorgio no fuese hijo suyo. Sólo los tenaces desmentidos de otro amigo,
John Francis Byrne, de su hermano Stanislaus, y las cartas desesperadas de Nora
lograron hacerle comprender que todo había sido un infame montaje.
Una vez superada esa preocupación, visitó
a la familia de Nora, en Galway. Ésta fue su primera visita a la familia de su
mujer y, para su alivio, la acogida que se le dispensó fue muy satisfactoria.
Incluso salió a pasear con Kathleen, la hermana de Nora, que le dio «lecciones
sobre el mar», según ella misma contaría.
Estaba preparándose
para volver a Trieste cuando decidió llevar consigo a una de sus hermanas, Eva, para que
ayudase a Nora en las labores domésticas. Regresó a dicha ciudad, pero sólo por un mes. Volvió a Dublín representando a unos propietarios para tratar de
instalar en esta ciudad un cine, el "Volta". Su gestión fue exitosa,
aunque el escritor sólo se involucró en ella durante unos meses; sus socios no
tardaron en vender el negocio, y Joyce finalmente no obtuvo beneficio alguno. Tampoco cuajó su intento de importar tweed irlandés a Italia; finalmente el escritor volvió a Trieste, en enero de 1910, acompañado por otra de sus hermanas, Eileen.
Mientras que Eva enseguida sintió nostalgia de su ciudad natal, y regresaría años más tarde, Eileen pasó el resto de su vida en el
continente europeo, donde se casaría con un cajero de banco checo.
1912 fue un año de penurias para los
Joyce. Para ayudar a la economía doméstica, el escritor pronunció varias
conferencias a primeros de año en la Università Popolare y siguió publicando
artículos en los periódicos. En abril realizó unas pruebas para convertirse en profesor
en Italia, a sueldo del Estado. Obtuvo 421 puntos sobre 450, resultando apto,
pero la burocracia italiana finalmente lo impidió por su condición de extranjero.
Volvió fugazmente a Dublín con toda su
familia, en el verano de 1912. Prosiguió la pugna sobre la publicación de
Dublineses con el editor George Roberts. Mientras estaba en Irlanda, su hermano
Stanislaus, que seguía en Trieste, le informó de que iban a desahuciarlos.
Finalmente, Stanislaus buscó otro piso más pequeño, donde se trasladaron todos;
allí viviría James con su mujer e hijos todo el tiempo que permaneció en
Trieste. Las discusiones sobre Dublineses
con su editor se centraban principalmente en el relato "An Encounter" ("Un
encuentro"), en el que la trama insinúa que uno de los personajes es
homosexual. Añadido a estos problemas, todo su entorno dublinés le negó su
apoyo, pues le acusaba, entre otras cosas, de traicionar a su país a través de
sus escritos. El libro finalmente no se publicó (no lo haría hasta dos años más
tarde) y aquel fue el último
viaje de Joyce a Dublín,
pese a las muchas invitaciones por parte de su padre y de su viejo amigo, el
poeta William Butler Yeats. Ese fracaso fue motivo de que escribiera una
venenosa sátira contra Roberts: "Gas
from a Burner" ("Gases de un quemador", vid. fragmento en la
sección Ensayo), en la que habla de un «escritor irlandés exiliado» («an Irish
writer in foreign parts»).
En esa época trató al escritor Ettore Schmitz (más tarde conocido como
Italo Svevo, de origen judío), quien fue alumno suyo de inglés y con el cual
mantendría una larga amistad.74 Entre 1911 y 1914 se enamoraría platónicamente
de una de sus alumnas, Amalia Popper, hija de un negociante judío llamado
Leopoldo. Esta joven le sugeriría multitud de escritos y poemas, a veces
preñados de humor e ironía.
En 1913, el poeta Ezra Pound, al tanto de la precariedad de su economía, le
escribe por recomendación de Yeats para ofrecerle colaborar en publicaciones
como The Egoist y Poetry.
Al año siguiente, 1914, a punto de desatarse la Primera Guerra Mundial,
consiguió por fin que un editor londinense al que conocía de tiempo atrás,
Grant Richards, publicase Dublineses.
La mayor parte de las críticas surgidas fueron buenas, aunque censuraban
algunos cuentos por cínicos o sin sentido. Se vendieron pocos ejemplares, por
lo que Joyce se quejó al editor, pero éste le contestó que desde que había
empezado la guerra las ventas habían caído en picado. En ese tiempo, el
escritor siguió trabajando en el Retrato,
terminó Exiliados y empezó Ulises, novela que tenía en la cabeza ya
desde 1907.
Zúrich
En 1915, H. G. Wells se declaró profundo
admirador de la obra de Joyce, que leía a partir de las entregas en The Egoist. Ese mismo año, Joyce y
familia, ciudadanos británicos, hubieron de dejar el Trieste austro-húngaro por
la guerra. Stanislaus, por su parte, fue encerrado en un campo de presos. Los
Joyce se trasladaron a Zúrich, Suiza, país neutral, donde el escritor vivió
años de gran creatividad. En esta época, su fama crecía día a día, pero sus
ingresos seguían siendo exiguos; sobrevivió a base de dar clases, además de con
la ayuda de Pound, Yeats, Wells y Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, quien se convirtió en su
agente y le aportó ingresos suficientes para ir tirando en los años siguientes.
En diciembre de 1916 se publicaron la
primera edición norteamericana de Dublineses
y la primera mundial de Retrato del
artista adolescente. Ambas se llevaron a cabo por los esfuerzos del editor
neoyorquino B. W. Huebsch, complaciendo en ello a Joyce; éste, en octubre,
había sufrido una especie de colapso nervioso o depresión, sin embargo había
asegurado a Huebsch que 1916 era su año de la suerte. El Retrato, basado en la inconclusa Stephen el héroe, es en parte un monólogo interior de sentido profundamente irónico, en el que Joyce demuestra su maestría en el retrato psicológico. La publicación en Estados Unidos le dio a conocer a un
público mucho más amplio. Al año siguiente,
1917, se le agudizaron al autor los problemas en la vista que ya se le habían
declarado en Trieste: padecía glaucoma y sinequia. En interpretación de algún estudioso, estos problemas pudieron deberse incluso
a que, debido a ciertas evidencias, y atendiendo a sus propias palabras —«I deserve all this on account of my many
iniquities.» [«Todo esto me lo tengo bien merecido por mis muchas
iniquidades.»]—, el autor había contraído la sífilis en su juventud.
Con todo, su fama se había agigantado
hasta el punto de que llegó a recibir donaciones regulares de dinero en
metálico por parte de una admiradora anónima; según Ellmann, «hasta que pudiera
encontrar una situación estable». También en 1917, durante un viaje de salud a
Locarno, se enamoró de una médica alemana de veintiséis años, Gertrude
Kaempffer, a la que hizo francas proposiciones sexuales que ella, aunque lo
admiraba intelectualmente, rechazó. En Ulises,
llamó Gerty (diminutivo de Gertrude) a la joven con la que Leopold Bloom se
excita en el episodio Nausicaa.
De regreso en Zúrich, recibe la noticia de
que un nuevo benefactor anónimo le ingresará mensualmente la cantidad de mil
francos. Esto permitió al escritor dejar de dar algunas lecciones en su casa.
Más tarde se enteró de que su última benefactora era la esposa de un
millonario. En 1918 se inició una época buena para Joyce; fundó en Zúrich la compañía teatral "The
English Players" con un actor inglés llamado Claud Sykes; representaron preferentemente
dramas irlandeses.80 Por otra parte, menudearon las fiestas
con sus amigos de Zúrich,
August Suter y Frank Budgen. Su mujer, Nora, sin embargo, se manifestaba
indignada por el alcoholismo de su marido y solía reprochárselo a aquéllos, porque impedían al escritor centrarse en su "libro" (el
Ulises), de cuya naturaleza ella en el fondo no tenía ni idea. Según Ellmann,
«Joyce se sorprendía siempre al comprobar la indiferencia, e incluso aversión,
de Nora por sus libros». Joyce comentó una vez a Budgen:
En la gente que se me acerca, en la que me
conoce y la que llega a tener amistad conmigo, suelo tener un tipo u otro de
influencia. En cambio, la personalidad de Nora es tan especial que no logro que
la mía pueda afectarla, está hecha completamente a prueba de la mía.
Los dos esposos en general se llevaban
bien. Nora tendía a moderar las flaquezas de su marido, y en la educación de
Lucia y Giorgio, era más severa que él, pues incluso les aplicaba el castigo
físico. El escritor en cambio aseguraba que a los niños «hay que educarlos con
amor, no con castigos».
Joyce demostró en varias ocasiones su
neutralidad en relación con la guerra, y llegó a escribir un poema satírico
("Dooleysprudencia") contra
las autoridades consulares británicas
en Suiza, con las que tuvo varios encontronazos.
El drama Exiles se publicó en mayo de 1918, simultáneamente en Inglaterra y
Estados Unidos. En ese tiempo Ulises estaba siendo publicado por entregas en la
revista Little Review; el poeta T. S. Eliot, que las seguía puntualmente,
escribió admirado, en la revista Athenaeum
(1919):
La ordinariez y el egoísmo quedan
justificados al ser explotados hasta alcanzar verdadera grandeza en la última
obra de Mr. James Joyce.
Virginia Woolf y su marido Leonard
estimaban mucho lo que iba apareciendo, pese a que su procacidad los
escandalizaba. Katherine Mansfield, en casa de éstos, después de ridiculizarlo, afirmó muy seria que algunas de sus escenas
pertenecían
a la gran literatura. Por ese tiempo, Nora le dijo llorando a Frank Budgen:
«Jim quiere que vaya con otros hombres para poder escribir al respecto». El matrimonio, sin embargo, debía bromear sobre el asunto, según se desprende de su correspondencia, en algunos casos de muy subido tono sexual, y hasta
pornográfico.
He aquí un pasaje ligero:
¡Me gustaría que me flagelaras, Nora, amor mío! Me
encantaría haber hecho algo que te desagradara, algo insignificante incluso,
tal vez una de mis costumbres bastante indecentes que te hacen reír: y después
oír que me llamas a tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus
gruesos muslos separados y la cara roja como un tomate de ira y un bastón en la
mano.
(Carta, se cree, de 13/12/1909)
En 1918 Joyce se enamoró de una muchacha
suiza que ya tenía un amante, y cuyo nombre era Marthe Fleischmann; se
escribieron con asiduidad, pero al parecer ella sólo le dejó acariciarla en una
ocasión. Esta mujer también aparece reflejada en varios personajes femeninos de
Ulises. Al reprocharle un amigo estas
infidelidades, el escritor respondió: «Si
me permitiera alguna limitación en este asunto, para mí sería la muerte
espiritual». Joyce no dejaba de excederse con el alcohol, pero ahora lo hacía a escondidas de su mujer. Tuvo que dejar
de beber absenta, que hacía
sus delicias, y le dio por el vino blanco que, en palabras suyas, para él era
"electricidad". Por esa época, tenía que replicar una y otra vez a los amigos que iban
leyendo Ulises capítulo a capítulo (amigos como Miss Weaver, Ezra Pound...), por sus
críticas
a los cambios de estilo que iba introduciendo de uno a otro, cambios que la
posteridad ha declarado una de las virtudes más llamativas del texto.
Stanislaus fue finalmente liberado del
campo de presos en que había pasado toda la guerra. Los Joyce regresaron a
Trieste, y aquél se negó a compartir la vivienda con ellos; además estaba
molesto con su hermano por varias cosas, entre ellas porque James no le había
dedicado Dublineses según había
prometido.
París y Zúrich
(1920–1941)
París y el Ulises
A mediados de 1920, fue atraído a París
por Ezra Pound, que lo tentó con la posibilidad de que se tradujesen al francés
el Retrato y Dublineses. Joyce iba para una semana, pero al final se quedó
veinte años.
1921 fue un año de intenso trabajo para
rematar Ulises. Durante el mismo,
mantuvo una estrecha relación con el escritor norteamericano Robert McAlmon,
quien le prestó dinero y le sirvió accidentalmente de mecanógrafo para el
último capítulo de Ulises: "Penélope".
En ese año tuvo también mucho contacto con Valery Larbaud y con Wyndham Lewis,
y conoció a Ernest Hemingway, que llegó a París recomendado por Sherwood
Anderson.
Joyce tuvo su único encuentro con Marcel
Proust en mayo de 1922, ya publicado
Ulises. Al salir de una cena en París, a la que también estaban invitados
Picasso y Stravinsky, ambos escritores tomaron el mismo taxi de regreso, junto
a otras personas. Según el biógrafo de Proust, George D. Painter, se habló «de
trufas y duquesas», y Joyce, que iba algo bebido, se quejaba de su vista,
mientras Proust lo hacía del estómago. Alguien preguntó a Proust si conocía la
obra de Joyce, y el francés aseguró no conocerla, a lo que repuso Joyce que
tampoco conocía la de Proust. Joyce quiso fumar y abrió una ventanilla del
taxi, que fue cerrada de inmediato, en atención a la mala salud de Proust. El
vehículo dejó a cada cual en su casa, y eso fue todo. Joyce aludió a Proust y a
su obra en Finnegans Wake. Según el biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, el episodio sucedió más o menos de esa forma; aclara que Joyce no recordaba
del mismo más que las continuas negativas (noes) de una y otra parte. Joyce, en
un cuaderno de notas, escribiría sobre Proust: «Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él».
El gran escritor francés murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al
funeral.
La publicación de Ulises (Ulysses, en inglés), considerada su obra maestra, representó su consagración literaria definitiva. La obra fue publicada por la
estadounidense afincada en París
Sylvia Beach, propietaria de la famosa librería Shakespeare & Co. Se trata
de una novela experimental, cada uno de cuyos episodios o aventuras, en
palabras del propio Joyce, pretendía no sólo condicionar, sino también generar
su propia técnica literaria. Junto al flujo de conciencia o monólogo interior
(técnica que había usado ya en su novela anterior) se encuentran capítulos
escritos al modo periodístico, teatral, de ensayo científico, etc.
Ulises es
una novela llena de simbología, en la que el autor experimenta además
continuamente con el lenguaje. Sus ataques a las instituciones, principalmente
la Iglesia católica y el Estado, son continuos, y muchos de sus pasajes fueron
juzgados intolerablemente obscenos por sus contemporáneos. Inversión irónica de
la Odisea de Homero, la novela
explora con meticulosidad las veinticuatro horas del 16 de junio de 1904, en la
vida de tres dublineses de la clase media baja: el judío Leopold Bloom, que
vaga por las calles de Dublín para evitar volver a casa, en la que sabe que su
mujer, Molly (segundo personaje), le está siendo infiel; y el joven poeta,
Stephen Dedalus, que presenta un perfil ya más maduro que el del protagonista
de su obra anterior, Retrato del artista
adolescente. El Ulises es a
grandes rasgos un retrato psicológico de nuestro tiempo, y desde su
publicación, numerosos críticos han tratado de rastrear en él las conexiones
con la literatura inmediatamente anterior (Zola, Mallarmé), y con la clásica
(Homero, Shakespeare), en un intento de interpretar sus múltiples facetas.
La Obra en marcha
En años posteriores, Joyce viajó con
frecuencia a Suiza para operarse los ojos y también para tratar a su hija
Lucia, quien padecía una enfermedad mental, la esquizofrenia, según aparece
registrado en el testamento del escritor a efectos de herencia. Lucia llegó a
ser analizada en esa época por Carl Jung; éste, después de leer Ulises, pensó
que el padre también sufría de esquizofrenia.98
Jung afirmó
que ambos, padre e hija, se deslizaban al fondo de un río, sólo que él sabía
bucear y ella se hundía
irremediablemente. Umberto Eco matiza aquí: «Jung se daba cuenta de que la esquizofrenia adquiría
el valor de una referencia analógica y había que considerarla como una especie
de operación "cubista" en la que Joyce, como todo el arte moderno,
disolvía la imagen de la realidad en un cuadro ilimitadamente complejo, cuyo
tono lo daba la melancolía de la objetividad abstracta. Pero en esta operación
[...] el escritor no destruye la propia personalidad, como hace el
esquizofrénico: encuentra y funda la unidad de su personalidad destruyendo otra
cosa. Y esta otra cosa es la imagen clásica del mundo».
Jung comentó en una oportunidad al padre
los rasgos esquizofrénicos presentes en una de las cartas de Lucia; Joyce se
apresuró a rebatir una a una todas sus afirmaciones, con argumentos que muy
bien podrían haber sido sacados de Finnegans
Wake. En efecto, para el escritor, las contradicciones y distorsiones de
Lucia no eran más que reflejo del método que él mismo estaba empleando en su
libro. Joyce manifestó a menudo que Lucia había heredado su genialidad: sus
males eran debidos a su especial clarividencia.
En cualquier caso, se desconocen los
detalles particulares de la relación que mantenía Joyce con su hija
esquizofrénica. Stephen Joyce, heredero actual del escritor, quemó los miles de
cartas intercambiadas entre padre e hija, cartas que habían sido recibidas por
él en 1982, a la muerte de Lucia. Stephen Joyce afirmó en una carta al editor del New York
Times: «En cuanto a la destrucción de la correspondencia, se trataba de cartas
personales dirigidas por Lucia a su familia. Fueron escritas muchos años después
de morir Nonno y Nonna [es decir, Joyce y Nora Barnacle] y no hacían referencia
a ellos. También fueron destruidas algunas tarjetas postales y un telegrama de
Samuel Beckett dirigido a Lucia. Esto se hizo a requerimiento por escrito del
propio Beckett».
En París, a partir de 1926, Maria y Eugene
Jolas ayudaron mucho a Joyce en sus largos años de escritura de Finnegans Wake. De no haber sido por su
apoyo inquebrantable (junto con el constante soporte financiero proporcionado
por Harriet Shaw Weaver), es posible que el escritor no hubiese terminado o
publicado su último libro. En su ahora legendaria revista literaria transition, los Jolas publicaron
periódicamente varias secciones de la novela, bajo el título de Work in Progress (Obra en marcha),
expresión ideada por Ford Madox Ford.
Una breve estancia en Inglaterra, en 1922,
le había sugerido el tema de esta nueva obra, que sería la última. El escritor
tuvo muchos titubeos al principio de su redacción. «Es como una montaña en la que estoy haciendo túneles en todas
direcciones, sin saber qué voy a encontrar», confesó a su amigo August
Suter. En aquellos años,
Henri Michaux y otros artistas que lo conocieron, al comprobar la obsesión del escritor con su nueva obra, que tenía que escribir casi a ciegas, pensaron de él que era el hombre más fermé, más
desconectado de la humanidad, que habían conocido. Muchas de las primeras críticas recibidas en los primeros años eran negativas, como esta de su hermano
Stanislaus en una carta: «Si la literatura va a evolucionar en el sentido que
indican tus últimas obras, va a llegar a ser, como intuyó Shakespeare hace
muchos años, mucho ruido y pocas nueces».
Y en otro lugar: «Has hecho el día más
largo de toda la literatura, y ahora vas a hacer la noche más profunda».108 En esa época Joyce importunaba mucho a su padre a distancia
con preguntas sobre todo lo relacionado con cuestiones familiares y detalles de
Dublín; ante una pregunta especialmente quisquillosa de un enviado de su hijo,
exclamó: «Qué, ¿Jim ya se ha vuelto loco?»
Las críticas hacia los avances de la nueva
obra que aparecían en transition arreciaron entre sus allegados, hasta el punto
de que su mujer, Nora, le espetó un día: «¿Por
qué no escribes libros normales para que la gente corriente pueda entenderlos?»
Joyce, desairado, llegó a pensar en ofrecer la Obra en marcha al escritor
irlandés James Stephens para que la terminara, aunque luego se echó atrás. La aparición, sin embargo, en 1929, de la laudatoria colección de ensayos Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in
Progress, a cargo de Beckett y otros escritores, supuso un gran
espaldarazo.
También en 1929, conoció al tenor irlandés
John Sullivan, cuya carrera apoyó durante mucho tiempo. Al año siguiente
encontró en el judío Paul Léon a un excelente amigo y colaborador. En 1931,
atendiendo a los ruegos de su hija y de su padre, Joyce contrajo matrimonio con
su compañera
de siempre, Nora Barnacle; llevaban conviviendo desde hacía casi tres décadas.
La muerte de su padre en diciembre de ese
mismo año lo sumió en un estado de completo abatimiento, que el apoyo de su
amigo Beckett le ayudó a sobrellevar. Escribió a Harriet Shaw Weaver: «No ha sido su muerte lo que me ha aplastado,
sino la autoacusación», pues Joyce se culpaba de no haber vuelto nunca a su
país a visitar a su padre. El nacimiento de su
nieto Stephen, en febrero de 1932, logró reanimarlo un tanto, y le dedicó su poema "Ecce Puer", en el cual se lee: «¡Oh,
padre abandonado, /perdona a tu hijo!».
En ese tiempo, siguió con interés la
difusión y traducción de sus obras a otros idiomas, aunque impidió la
adaptación cinematográfica de Ulises. W. B. Yeats le ofreció un puesto en la
recién creada Academia de Letras Irlandesas, que él rechazo con cortesía: «[...] dado lo que mi propio caso fue, es y,
probablemente, será [...] veo claramente que no tengo derecho alguno a que mi
nombre conste entre los de sus miembros». Su vida social se redujo mucho en
sus últimos
años en París, que dedicó intensamente a la terminación de su libro, aunque, por ejemplo,
conoció al arquitecto Le Corbusier, con el que congenió enseguida conversando
meramente «sobre pájaros».
Finnegans Wake no
alcanzaría su forma definitiva hasta 1939, año de su publicación. La obra no
fue bien acogida por la crítica, aunque grandes estudiosos, de la talla de
Harold Bloom, posteriormente la han defendido a capa y espada. En esta novela,
la tradicional aspiración literaria al estilo propio es llevada al extremo y,
con ello, casi hasta el absurdo, pues, partiendo del vanguardismo
característico de Ulises, el lenguaje deriva experimentalmente, y sin ninguna
restricción, desde el inglés llano hacia un idioma apenas inteligible, muchas
veces sólo referente al propio texto y autor. Para su composición, Joyce
amalgamó elementos de hasta sesenta lenguas diferentes, vocablos insólitos y
formas sintácticas completamente nuevas. Puede dar una idea de su dificultad el
hecho de que, pese a su importancia, aun hoy, la novela no se encuentra vertida
en su totalidad al castellano.
Última estancia en
Zúrich
La dureza de los comentarios sobre Finnegans Wake y el comienzo de la
Segunda Guerra Mundial supusieron un mazazo para el escritor. Por otra parte,
continuaban los problemas con la salud mental de su hija Lucia, y aun de su
nuera, Helen, que ya había dado signos de desequilibrio y hubo igualmente de
ser ingresada, todo lo cual había reducido a los Joyce a un estado continuo de
zozobra y angustia. En París, Joyce no veía ya más que a Beckett. Finalmente, «Joyce estaba triste e intratable; bebía demasiado y no hablaba con nadie, ni
con Nora». Los Joyce regresaron a Zúrich a finales de 1940, huyendo de la ocupación nazi de Francia.
Ante la guerra, el escritor demostró un
desinterés, según Paci, «incomprensible»; se preocupaba más de los libros que
había dejado en París que del avance de la ofensiva alemana. Si le hablaban de
Hitler o Mussolini manifestaba una total indiferencia; cuando le mencionaban la
persecución de los judíos, comentaba que se trataba de un prejuicio de muchos
siglos y que a él personalmente aquellos le agradaban.
El 11 de enero de 1941 se sometió a una operación de úlcera de duodeno
perforada. Si bien mejoró en los primeros momentos, al día siguiente recayó y,
a pesar de varias transfusiones, entró en coma. Se despertó a las dos de la
madrugada del 13 de enero de 1941, y pidió a una enfermera que llamara a su
esposa e hijo, antes de perder la consciencia de nuevo. Murió quince minutos
más tarde, antes de que llegase su familia. En el informe de la autopsia figura
como causa de la muerte la peritonitis.
Joyce está enterrado en el cementerio Fluntern; desde su tumba se oyen los
rugidos de los leones del zoo de Zúrich. Aunque dos altos diplomáticos
irlandeses se encontraban en Suiza en ese momento, no asistieron a los
funerales de Joyce; el gobierno irlandés negó a Nora posteriormente la
autorización para repatriar los restos mortales del escritor. Nora le
sobrevivió diez años. Se halla enterrada a su lado, al igual que su hijo
Giorgio, muerto en 1976. Su biógrafo Ellmann informa de que, cuando los
arreglos para el entierro de Joyce se estaban realizando, un sacerdote católico
trató de convencer a Nora de celebrar una misa funeral. Siempre fiel al
criterio de su esposo, ella respondió: «No
podría hacerle a él tal cosa». El tenor suizo Max Meili cantó "Addio terra, addio cielo", del Orfeo de Monteverdi, en el servicio
funerario.
El catolicismo de Joyce
Uno de los aspectos más estudiados en la vida y la obra de este autor es
sin duda la relación que mantuvo con la Iglesia católica. Existe un acuerdo
casi unánime, primero, sobre su temprano rechazo de la fe, y, segundo, sobre
las profundas influencias recibidas del catolicismo, siempre admitidas por él
mismo, como la de la filosofía de Tomás de Aquino.
Vladimir Nabokov suscribe la afirmación de Harry Levin de que Joyce «perdió su religión, pero conservó sus
categorías», lo que el primero aplica también a Stephen Dedalus: «En su época escolar estuvo sometido a la
disciplina de una educación jesuítica y ahora reacciona violentamente contra
ella, aunque sigue poseyendo una naturaleza esencialmente metafísica». De
forma que, en este punto concreto, como la mayoría de los biógrafos de Joyce,
Nabokov viene a equiparar a creador con personaje.
Según el traductor de Ulises,
José María Valverde, Joyce declaró siempre deber a sus educadores jesuitas el
entrenamiento en reunir un material, ordenarlo y presentarlo. Apostilla
Valverde: «No sería arbitrario decir que
la obra joyceana es la gran contribución —involuntaria, y aun como un tiro
salido por la culata— de la Compañía de Jesús a la literatura universal».
A partir de la época de Ulises, el escritor manifestará una postura fríamente
neutral frente al hecho religioso, que únicamente le interesaba a efectos
lingüísticos. Distinguía, eso sí, el «absurdo coherente» católico del «absurdo
incoherente» protestante.
Pero se ha suscitado alguna duda y controversia al respecto. La biógrafa
Francesca Paci recoge diversos pasajes significativos, como éste de Stephen Hero: «La lengua, la nacionalidad y la religión son agentes de maldad, de
esclavitud, de renuncia y de frustración. Y la esclavitud desemboca en la
parálisis». Menciona igualmente la rebelión del escritor «contra la autoridad de la iglesia católica»,
que lo condujo a «su definitiva ruptura» con la misma. Dice en otro lugar: «Después del abandono de la fe, Joyce comenzó
a escribir». Pero termina con un equívoco: «Joyce repudió a la iglesia católica, pero no la fe, que conservó y
volvió a otros objetivos: la vida y el arte».
Recogida en el Retrato del artista
adolescente y también en Ulises, la conocida máxima luciferina, Non serviam (no serviré, no he de
servir, se entiende, a Dios), entendida tradicionalmente como clara
manifestación del rechazo hacia la iglesia católica por parte del personaje de
Stephen Dedalus, álter ego de Joyce en dichas obras, ha suscitado también
alguna rebuscada interpretación, lo mismo que la respuesta del escritor a la
pregunta que se le formuló al final de su vida: «¿Cuándo abandonó usted la Iglesia Católica?» Su contestación fue: «La que debe decirlo es la Iglesia».
El crítico Hugh Kenner (autor de Dublin's
Joyce y Joyce's Voices) y el
poeta T. S. Eliot vieron entre líneas del trabajo de Joyce el «residuo de un auténtico católico». Estos
autores son contestados directamente por Harold Bloom en su Canon: «Cristianizar a Joyce es un procedimiento
crítico lamentable. Si existe un Espíritu Santo en Ulises es Shakespeare». La
opinión de Bloom se pone de manifiesto con claridad en la siguiente comparación
que establece con Samuel Beckett: «Conviene
siempre recordar que Beckett más que compartía la aversión de Joyce por el
cristianismo y por Irlanda. Los dos escogieron París y el ateísmo».
Anthony Burgess, criado en una familia católica, aunque luego distanciado
de la iglesia, no ve esto tan claro: «Non
serviam significa lo que significa [pero] el rechazo de Joyce del
catolicismo dista mucho de ser absoluto. [...] quizá rechazó los sacramentos,
el matrimonio y la eucaristía, pero las disciplinas y, de una manera renegada y
torturada, los fundamentos del catolicismo cristiano, permanecieron en él
durante toda su vida. [...] En Ulises
se le ve obsesionado con la mística identificación entre Padre e Hijo, y el
único tema real de Finnegans es el de
la Resurrección. [...] La actitud de Joyce hacia el catolicismo es la de
amor-odio que caracteriza a la mayoría de los renegados. [...] quedaron jirones
de burdo catolicismo en él».
Algunos autores, L. A. G. Strong entre ellos, llegan más lejos en este
sentido al sostener que Joyce se reconcilió al final de su vida con la
religión, y que tanto Ulises como Finnegans Wake suponen en lo fundamental
expresiones católicas. Y no falta quien, como Kevin Sullivan, defiende que no
necesitó reconciliarse ya que en realidad nunca abandonó la fe.
En A Bash in the Tunnel. James Joyce by the Irish [Una fiesta en el
túnel. James Joyce por los irlandeses] opinaron sobre el tema varios de sus compatriotas
escritores, como Flann O'Brien: «Creo
que, a través de velos de lascivia y blasfemia, Joyce emerge como un verdadero
católico irlandés temeroso de Dios; se rebeló, no tanto contra la propia
Iglesia, sino contra sus casi cismáticas excentricidades, su pretensión de que
existe solo un Mandamiento, la vulgaridad de sus edificios, la superficialidad
y estupidez de muchos de sus ministros. Su rebelión, noble en sí misma, lo
condujo al exilio. [...] Pero su intención era buena. Quieras que no, como la
de todos. [...] Mediante carcajadas, mitiga el sentido de condenación que ha
recibido en herencia todo católico irlandés».
En este mismo libro, Samuel Beckett, como su amigo Thomas MacGreevy,
aprecia en Finnegans toda una simbología del Purgatorio cristiano, directamente
enraizada en La divina comedia de Dante, pero con una particularidad: «El
Purgatorio de Dante es cónico y por lo tanto apunta a una culminación. El del
señor Joyce es esférico y excluye toda culminación. [...] Y nada más que esto,
ni premio ni castigo, simplemente una serie de estímulos al gatito para que se
alcance la cola».
Amigo íntimo de Joyce, su paisano Arthur Power recuerda cómo encolerizaba a
«su innata espiritualidad el
provincianismo dogmático de la iglesia católica romana irlandesa, lastrando su
alma inquisitiva mediante lo que para él no eran sino rituales absurdos,
prohibiciones medievales y miedos a castigos inhumanos que perdurarían por toda
la eternidad».
Vemos que Beckett y Power albergan serias dudas de que Joyce fuese un
«verdadero católico irlandés temeroso de Dios». Dicha afirmación, de otra
parte, no parece corroborada por una lectura atenta de la correspondencia y las
obras principales del irlandés, a menos que éste por algún motivo se empeñase
en ocultar o encriptar celosamente en ellas fe y ortodoxia. Si no surge en las
novelas la crítica expresa y razonada del catolicismo, como en el Retrato, lo
hace su esquema paródico, como en tantas páginas de Ulises. En general, la
actitud del autor frente al fenómeno religioso, como se ha visto, será ya
siempre fría y profesional, no trasluciéndose, en las dos grandes novelas
finales, otra cosa que resentimiento y sarcasmo anticlericales y
antirreligiosos, a menudo desembocando en la blasfemia más descarnada.
Umberto Eco, en el capítulo "El catolicismo de Joyce" de su
estudio Las poéticas de Joyce, menciona la «misa negra» que se celebra en el
episodio "Circe" de Ulises,
así como la blasfemia eucarística presente en "Nausicaa"; a Joyce,
una vez rechazada la disciplina, como a los episcopi vagantes medievales, «le queda el sentido de la blasfemia
celebrada según un ritual litúrgico. [...] abandonada la fe, la obsesión
religiosa no abandona a Joyce. Presencias de la pasada ortodoxia emergen una y otra
vez en toda su obra en forma de personalísima mitología y de blasfemadores
ensañamientos que, a su manera, revelan permanencias afectivas. [El término
"catolicismo" aplicado a Joyce] es válido para indicar la actitud de
quien, habiendo rechazado una sustancia
dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia moral determinada,
conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio racional y
mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la
fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas».
En esta línea, más escuetamente, la editora de varias de las obras
joyceanas, Jeri Johnson, comenta, aunque del semiautobiográfico protagonista
del Retrato: «Sus propias palabras lo
traicionan. [...] Lejos de escapar de su nacionalidad, de su lengua, de su
religión, Stephen los llevará siempre consigo».
«Difícilmente puede dudarse —señala Herbert S. Gorman, su primer biógrafo—
que la obscenidad, la indecible vulgaridad, el deliberado alarde de inmundicia
presente en algunas partes de Ulises son resultado directo y espantado de la
tremenda opresión mental y moral sufrida en la iglesia».
Recuerda el editor irlandés de Dublineses,
Terence Brown, que Joyce compartía con sus colegas del Celtic Revival, en su mayoría agnósticos o protestantes, la
convicción de que los males de Irlanda partían principalmente del hecho de la
dominación del país por parte de los ingleses. Pero, Joyce en particular,
encontraba que el otro gran poder en su país, el de la Iglesia Católica, era
aún más pernicioso para sus compatriotas, ya que nadie discutía su autoridad.
Refiere Brown una frase lapidaria de Joyce: «No entiendo qué sentido puede tener atronar tanto contra la tiranía
inglesa, cuando es la de Roma la que se ha adueñado del palacio del alma».
Harry Levin, por su parte, define a Joyce como «un irlandés parisino, un hereje católico [...], excomulgado y
expatriado, el hombre sin país y sin creencias». Y el profesor español
Fernando Galván, responsable de una edición crítica de Dublineses, habla en la introducción a la misma del «agnosticismo
confesado del autor».
De una forma u otra, en una carta a su futura esposa, Nora Barnacle, de
agosto de 1904, Joyce no pudo ser más explícito:
Mi entendimiento rechaza
todo el orden social actual y el cristianismo: el hogar, las virtudes
reconocidas, las clases en la vida y las doctrinas religiosas. [...] Hace seis
años dejé la iglesia católica, con el odio más ferviente. Me resultaba
imposible permanecer en ella a causa de los impulsos de mi naturaleza. Hice la
guerra en secreto contra ella, cuando era estudiante, y me negué a aceptar las
posiciones que me ofrecía. Al hacerlo, me convertí en un mendigo pero conservé
el orgullo. Ahora le hago la guerra a las claras con lo que escribo, digo y
hago.
Y si se recurre al testimonio de los familiares del escritor: «La ruptura de mi hermano con el catolicismo
se debía a otros motivos. Para él era imperativo salvaguardar su auténtica vida
espiritual de la devastación de la existencia falsa que se le había impuesto.
Pensaba que los poetas, de acuerdo con sus dones y personalidad, eran los
verdaderos depositarios de la vida espiritual de su raza, y los sacerdotes no
eran más que usurpadores. Detestaba la falsedad y creía en la libertad
individual con una intensidad que no he conocido en ningún otro hombre»,
escribió su hermano Stanislaus en su libro de memorias My Brother's Keeper [El guardián de mi hermano] (1957
Ya se ha visto, por último, la reacción de Nora Barnacle ante la sugerencia
de celebrar una misa funeral por su esposo: «No podría hacerle a él tal cosa».
Obra
A lo largo de su vida, entre 1907 y 1939, Joyce publicó una obra corta pero
intensa, debido a lo cual suele ser considerada libro a libro. Consta de una
colección de cuentos: Dublineses, dos
libros de poesía: Música de cámara y Poemas manzanas, una obra de teatro: Exiliados, y las tres novelas que lo
hicieron célebre: Retrato del artista
adolescente, Ulises y Finnegans Wake. De este autor se
conservan además una novela inacabada:
Stephen Hero, un conjunto de ensayos, en prosa y en verso, algunos poemas
sueltos y dos cuentos infantiles que dedicó a su nieto, así como abundante
correspondencia. Joyce recibió importantes influencias de los siguientes
autores: Homero, Dante Alighieri, Tomás de Aquino, William Shakespeare, Edouard
Dujardin, Henrik Ibsen, Giordano Bruno, Giambattista Vico y John Henry Newman,
entre otros.
EVELINE
James Joyce
Sentada a la ventana
vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su
nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.
Pasaban pocas
personas. El hombre que vivía al final de la manzana regresaba a su casa; oyó
los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de
ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillo rojo. En otro tiempo
hubo allí un solar yermo en donde jugaban todas las tardes con los otros
muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas -no
casitas de color pardo como las demás, sino casas de ladrillo, de colores vivos
y techos charolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese
placer: los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus
hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre
solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi
siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su
padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal
en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus
hermanos y hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn
también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia!
Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.
¡El hogar! Echó una
mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una
vez por semana durante tantísimos años, preguntándose de dónde saldría ese
polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia, de las que nunca soñó
separarse. Y, sin embargo, en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura
cuya foto amarillenta colgaba en la pared, sobre el armonio roto, al lado de la
estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su
padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante, su padre solía alargársela
con una frase fácil:
-Ahora vive en
Melbourne.
Ella había decidido
dejar su casa, irse lejos. ¿Era esta una decisión inteligente? Trató de sopesar
las partes del problema. En su casa por lo menos tenía techo y comida; estaban
aquellos a los que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro,
en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la tienda cuando supieran que se había
fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota, y la sustituirían
poniendo un anuncio. Miss Gavan se alegraría. La tenía tomada con ella, sobre
todo cuando había gente delante.
-Miss Hill, ¿no ve que
está haciendo esperar a estas señoras?
-Por favor, miss Hill,
un poco más de viveza.
No iba a derramar
precisamente lágrimas por la tienda.
Pero en su nueva casa,
en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego -ella, Eveline- se
casaría. Entonces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como
su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada
por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones.
Cuando se fueron
haciendo mayores, él nunca le levantó la mano a ella, como sí lo hizo a Harry y
a Ernest, porque ella era mujer; pero últimamente la amenazaba y le decía lo
que le haría si no fuera porque su madre estaba muerta. Y ahora no tenía quien
la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias,
siempre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el
dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más.
Ella siempre entregaba todo su sueldo -siete chelines-, y Harry mandaba lo que
podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. Él decía que
ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero
que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas
cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado.
Al final le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de comprar
las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer
los recados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse
paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde cargada de comestibles. Le
costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados
a su cargo fueran a la escuela y se alimentaran con regularidad. El trabajo era
duro -la vida era dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba
que su vida dejara tanto que desear.
Iba a comenzar a
explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a
irse con él en el barco de la noche, y ser su esposa, y vivir con él en Buenos
Aires, en donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio;
se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía
que no habían pasado más que unas semanas. Él estaba parado en la puerta, la
visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara
broncínea. Llegaron a conocerse bien. Él la esperaba todas las noches a la
salida de la tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La
muchacha de Bohemia, y ella se sintió en las nubes sentada con él en el
teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco.
La gente se enteró de que la enamoraba, y, cuando él cantaba aquello de la
novia del marinero, ella siempre se sentía turbada. Él la apodó Poppens, en
broma. Al principio era emocionante tener novio, y después él le empezó a
gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero,
ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al
Canadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le
enseñó los nombres de los diversos servicios. Había cruzado el estrecho de
Magallanes y le narró historia de los terribles patagones. Recaló en Buenos
Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente,
el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver
con él.
-Yo conozco muy bien a
los marineros -le dijo.
Un día él sostuvo una
discusión acalorada con Frank, y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.
En la calle la tarde
se había hecho noche cerrada. La blancura de las cartas se destacaba en su
regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue
siempre Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que
su padre había envejecido últimamente: le echaría de menos. A veces él sabía
ser agradable. No hacía mucho, cuando ella tuvo que guardar cama por un día, él
le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día -su
madre vivía todavía- habían ido de picnic a la loma de Howth.
Recordó cómo su padre se puso el gorro de su madre para hacer reír a los niños.
Apenas le quedaba
tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina,
respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír
un organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera precisamente esa
noche para recordarle la promesa que le hizo a su madre: la promesa de sostener
la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre:
de nuevo regresó al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera
tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero
dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma
diciendo:
-¡Malditos italianos!
¡Mira que venir aquí!
Mientras rememoraba,
la lastimosa imagen de su madre la tocó en lo más vivo de su ser –una vida
entera de sacrificio cotidiano para acabar en la locura total. Temblaba al oír
de nuevo la voz de su madre diciendo constantemente con insistencia insana:
-¡Dedevaun Seraun!
¡Dedevaun Seraun!
Se puso en pie bajo un
súbito impulso aterrado. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank sería su
salvación. Le daría su vida, tal vez su amor. Pero ella ansiaba vivir. ¿Por qué
ser desgraciada? Tenía derecho a la felicidad. Frank la levantaría en vilo, la
cargaría en sus brazos. Sería su salvación.
* * *
Esperaba entre la
gente apelotonada en la estación en North Wall. Le cogía una mano y ella oyó
que él le hablaba diciendo una y otra vez algo sobre el pasaje. La estación
estaba llena de soldados con maletas marrones. Por las puertas abiertas del
almacén atisbó el bulto negro del barco, atracado junto al muelle, con sus
portillas iluminadas. No respondió. Sintió su cara fría y pálida y, en su
laberinto de penas, rogó a Dios que la encaminara, que le mostrara cuál era su
deber. El barco lanzó un largo y condolido pitazo hacia la niebla. De irse
ahora, mañana estaría mar afuera con Frank, rumbo a Buenos Aires. Ya él había
sacado los pasajes. ¿Todavía se echaría atrás, después de todo lo que él había
hecho por ella? Su desánimo le causó náuseas físicas y continuó moviendo los
labios en una oración silenciosa y ferviente.
Una campanada sonó en
su corazón. Sintió su mano coger la suya.
-¡Ven!
Todos los mares del
mundo se agitaban en su seno. Él tiraba de ella: la iba a ahogar. Se agarró con
las dos manos en la barandilla de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No!
Imposible. Sus manos se aferraron frenéticas a la baranda. Dio un grito de
angustia hacia el mar.
-¡Eveline! ¡Evvy!
Se apresuró a pasar la
barrera, diciéndole a ella que lo siguiera. Le gritaron que avanzara, pero él
seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal
indefenso. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de
reconocimiento.
Dublineses (Dubliners, 1914), trad. Guillermo
Cabrera Infante, Madrid, Alianza, 2001,
págs. 34-39.
James Augustine Aloysius
Joyce (Dublín, Irlanda, 2 de febrero de 1882 –
Zúrich, Suiza, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, reconocido
mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce
es aclamado por su obra maestra, Ulises
(1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de
historias breves titulada Dublineses
(1914), así como su novela semiautobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante
destacado de la corriente literaria de vanguardia denominada modernismo
anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o
Wallace Stevens.
Aunque pasó la mayor parte de su vida
adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra
fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de
los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa.1 Más
en particular, su problemática
relación
primera con la iglesia católica
de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que
atormentan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de
Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un
escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero
también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su
regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas
de su tiempo.
La Encyclopædia
Britannica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza
humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del
lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el
cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo
XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una
riqueza y calidez humanas incomparables.
El editor de la antología The Cambridge Companion to James Joyce [Guía
de Cambridge para James Joyce] escribe en su introducción: «A Joyce lo leen
muchas más personas de las que son conscientes de ello. El impacto de la
revolución literaria que emprendió fue tal que pocos novelistas posteriores de
importancia, en cualquiera de las lenguas del mundo, han escapado a su influjo,
incluso aunque tratasen de evitar los paradigmas y procedimientos joyceanos.
Topamos indirectamente con Joyce, por lo tanto, en muchas de nuestras lecturas
de ficción seria de la última mitad de siglo, y lo mismo puede decirse de la
ficción no tan seria».
Anthony Burgess, al final de su largo
ensayo Re Joyce (1965), reconoció:
Junto con Shakespeare, Milton, Pope y Hopkins, Joyce
sigue siendo el modelo más elevado en que ha de fijarse todo aquel que aspire a
escribir con propiedad. [...] Pero, una vez leído y absorbido un solo ápice de
la esencia de este autor, ni la literatura ni la vida vuelven a ser las mismas
de nuevo.
En un texto de 1939, Jorge Luis Borges
afirmó sobre el autor:
Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros
escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises
hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de
Shakespeare o de Sir Thomas Browne.
T.S. Eliot, en su ensayo "Ulysses, Order and Myth"
["Ulises, orden y mito"] (1923), declaró sobre esta misma obra:
Considero que este libro es la expresión más
importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos
estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.
Dublín (1882–1904)
Primeros años
En 1882, James Joyce nace en Brighton
Square, en Rathgar, un barrio de clase media de Dublín, en el seno de una
familia católica; sus padres se llamaban John y May. James fue el mayor de los
diez hermanos supervivientes, seis mujeres y cuatro varones. Uno de los
hermanos fallecidos habría sido mayor que él, puesto que nació y murió en
1881.8 La madre quedó encinta en total quince veces, las mismas
que la señora
Dedalus, en Ulises.
La familia de su padre, originaria de
Fermoy, fue concesionaria de una explotación de sal y piedra caliza en
Carrigeeny, cerca de Cork. Vendieron la explotación por quinientas libras, en
1842, aunque siguieron manteniendo una empresa como «fabricantes y vendedores
de sal y caliza». Esta empresa quebró en 1852.
Joyce, como su padre, sostenía que su
ascendencia familiar provenía del antiguo clan irlandés de los Galway. Para la
crítica Francesca Romana Paci, el escritor rebelde e inconformista valoraba sin
embargo «la respetabilidad basada en la tradición de una antigua casa»; sentía
«apego por una cierta forma de aristocracia». Los Joyce presumían de ser descendientes del libertador
irlandés
Daniel O'Connell.
Tanto su padre como su abuelo contrajeron
matrimonio con mujeres de familias adineradas. En 1887 el padre de James, John
Stanislaus Joyce, fue nombrado recaudador de impuestos de varios distritos por
la Oficina de Recaudación del Ayuntamiento de Dublín. Esto permitió a la
familia trasladarse a Bray, un pequeño pueblo de cierta categoría residencial,
a diecinueve kilómetros de Dublín. En Bray vivían junto a una familia
protestante, los Vance. Una hija de éstos, Eileen, fue el primer amor de James. El escritor la evocó en el Retrato
del artista adolescente, citándola por su propio nombre. Este personaje
resurgirá en varias otras obras, incluso en Finnegans
Wake.
Un día en que estaba jugando con su hermano Stanislaus junto a un río, James
fue atacado por un perro, lo que le acarrearía una fobia de por vida hacia
estos animales; también le causaban pavor las tormentas, debido a su profunda
fe religiosa, que hacía que las considerase como un signo de la ira de Dios. Un
amigo le preguntó en cierta ocasión por qué estaba asustado, y James replicó:
«A ti no te criaron en la Irlanda católica». De estas pertinaces fobias
quedaron cumplidas muestras en obras como Retrato
del artista adolescente, Ulises y
Finnegans Wake.
Entre febrero y marzo de 1889, el Libro de Castigos del colegio de
Conglowes recoge que el futuro escritor, contando siete años, recibió dos
palmetazos por no llevar a clase cierto libro, seis más por tener las botas
sucias y cuatro por proferir «palabras indecentes», algo a lo que Joyce fue
siempre muy aficionado.
En 1891, con nueve años, James escribe el poema titulado "Et tu,
Healy", que trata de la muerte del político irlandés Charles Stewart
Parnell. El padre quedó tan encantado que hizo imprimirlo, e incluso envió una
copia a la Biblioteca Vaticana. En noviembre de ese mismo año, John Joyce ve
su nombre registrado en la Stubbs Gazette, un boletín de impagos y quiebras, y
es apartado de su trabajo. Dos años más tarde es despedido, coincidiendo con
una severa reorganización de la Oficina de Recaudación, que comprendía una
importante reducción de personal. John Joyce, con antecedentes por gestión poco
cuidadosa, sufrió especialmente la crisis, e incluso estuvo a punto de ser
despedido sin una indemnización, algo que consiguió evitar su esposa. Este fue
el inicio de la crisis económica de la familia, debida a la incapacidad del
padre para gestionar sus finanzas, y también a su alcoholismo. Esta tendencia,
muy común en su familia, sería heredada por su hijo mayor, bastante manirroto
en general; sólo en sus últimos años adquirió James el hábito del ahorro,
especialmente debido a la grave enfermedad mental que aquejó a su hija Lucia,
circunstancia que le acarreó grandes gastos. En una ocasión, su hermano
Stanislaus le reprochó: «Puede que haya personas que no estén tan preocupadas
por el dinero como tú». A lo que él replicó: «Oh, diantre, puede que las haya,
pero me gustaría que uno de esos individuos me enseñara el truco en veinticinco
lecciones».
esos individuos me enseñara el truco en
veinticinco lecciones».26
Educación
El futuro escritor se educó en el selecto
Clongowes Wood College, un internado de jesuitas, cerca de Sallins, en County
Kildare. Según su primer biógrafo, Herbert S. Gorman, al ingresar en este
centro (1888), era «de constitución esbelta, muy nervioso, sensible como una
niña y tenía la bendición o la maldición (esto depende del punto de vista) de un
temperamento introspectivo». James, que «fue elegido para el honor de servir como
monaguillo en misa»,
no tardó en
distinguirse como alumno muy aventajado, en todo menos en matemáticas. Destacaba incluso en materia
deportiva, según
declararía su hermano Stanislaus,
pero tuvo que abandonar la institución cuatro años más
tarde debido a los problemas financieros de su padre. Se matriculó entonces en el colegio de la congregación de los Christian Brothers, ubicada en
North Richmond Street, Dublín. Más tarde, en 1893, se le ofreció una plaza en
el Belvedere College de la misma ciudad, regentado igualmente por jesuitas. La
oferta se hizo, al menos en parte, con la esperanza de que el distinguido
estudiante ingresara en la orden, sin embargo éste rechazó el catolicismo ya en
edad temprana; según Ellmann, a los dieciséis años.
James siguió destacando en los estudios.
Muy concienzudo en su preparación, obligaba a su madre a tomarle diariamente la
lección después de la comida. En esta época, recibió distintos premios escolares.
No sabiendo qué hacer con tanto dinero (la dotación a veces alcanzaba las
veinte libras de la época), lo destinaba a la compra de regalos para sus
hermanos; cosas
prácticas, como zapatos y vestidos, aunque
también los invitaba al teatro, en las localidades más baratas.
Sus lecturas en la época del Belvedere son
abundantes y profundas, en inglés y francés: Dickens, Walter Scott, Jonathan
Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith; también le impresionó vivamente el
estilo del clérigo John Henry Newman. Entre los poetas, leía con fruición a
Byron, Rimbaud y Yeats. Y dedicó asimismo mucha atención a George Meredith,
William Blake y Thomas Hardy.
En 1898, se matriculó en el recientemente
inaugurado University College de Dublín para estudiar lenguas: inglés, francés
e italiano. Joyce era recordado por ser buen estudiante, aunque de trato
difícil. Seguía aplicándose con ahínco a la lectura. Según uno de sus más
importantes glosadores, Harry Levin, en general dedicaba sus esfuerzos a los
idiomas, la filosofía, la estética y la literatura contemporánea europea. Algunos
de sus biógrafos
han destacado como su interés
principal la gramática
comparada.
También se sabe que tomaba parte activa en
las actividades literarias y teatrales de la universidad. En 1900, como
colaborador de la revista The Fortnightly Review, publica su primer ensayo, con
el título de "New Drama",
sobre la obra del noruego Henrik Ibsen, uno de sus escritores predilectos. El
joven crítico
recibió
una carta de agradecimiento de parte del propio Ibsen. En este periodo, escribió algunos artículos más, además de dos obras teatrales, hoy pérdidas. Muchas de las
amistades que hizo en la universidad aparecerían retratadas posteriormente en sus obras. Según Harry
Levin, el escritor «no olvidaba ni perdonaba nada. Cualquier parecido con
personas y situaciones reales, vivas o muertas, era cuidadosamente cultivado».
Joyce fue miembro de la Literary and Historical Society, de
Dublín. Presentó su trabajo titulado "Drama and Life" a dicha
sociedad en 1900. Con ocasión de la lectura pública de este ensayo, se le
exigió que suprimiera varios pasajes. Joyce amenazó al presidente de la
sociedad con no leerlo, y al final consiguió hacerlo sin una sola omisión. Sus
palabras fueron duramente criticadas por algunos asistentes, y Joyce les
replicó pacientemente durante más de cuarenta minutos, por turno, sin consultar
una nota, lo que consiguió suscitar grandes aplausos entre el público. En esa época conoció a Lady Gregory, y en octubre de 1902, a W. B. Yeats,
encuentro que sería
trascendental para Joyce. Este poeta le escribió una carta en el mes de diciembre elogiando su poesía y aconsejándole que cambiase de aires.
Donde el joven escritor debía estar era en Oxford.
En 1903, tras su graduación, se instaló en
París con el propósito de estudiar Medicina, pero la ruina de su familia (que
se vio obligada a vender todos sus enseres e instalarse en una pensión) le hizo
desistir de sus propósitos y buscar trabajo como periodista y profesor. Su
situación financiera era tan precaria entonces como la de su familia, hasta el
punto de que pasó verdadera hambre, lo que hacía llorar a su madre cada vez que
llegaba carta de París. James regresó a Dublín meses después para asistir a su madre, enferma terminal de cáncer. La madre de Joyce, May (Mary Jane),
pasó
sus últimas
horas en coma, con toda la familia arrodillada y sollozando a su alrededor. Al
ver que ni Stanislaus ni James estaban arrodillados, el abuelo materno los
conminó a hacerlo, pero los dos rehusaron. Según José
María
Valverde, Joyce siempre se acusó de
esta dureza final. La muerte de su madre lo sumió en un desasosiego que lo llevó a la búsqueda de
amistades por los bajos fondos dublineses; gustaba de vagabundear con una gorra
de yachtman y unos ajados zapatos de tenis.
Fueron días
difíciles
en los que probó
algún
oficio y trató de
subsistir en parte gracias a los préstamos de los amigos, e incluso cantando,
puesto que era un consumado tenor, llegando a lograr un premio en el festival irlandés
de Feis Ceoil en 1904.
Joyce permaneció en Dublín algún tiempo
más, bebiendo en exceso. En el transcurso de una de sus borracheras, debido a
un malentendido, se metió en una pelea con un hombre, en el parque St Stephen's
Green; tras la pelea, James fue recogido y aseado por un conocido de su padre,
Alfred H. Hunter, que lo condujo a su casa para que le curasen las heridas.55 En Dublín se rumoreaba que Hunter era judío y que su mujer le era infiel. Esta
persona pudo ser uno de los modelos utilizados por Joyce para uno de los
personajes centrales de su novelística, Leopold Bloom, el protagonista de
Ulises.56 Del mismo modo, se inspiró en el estudiante de medicina y escritor
Oliver St. John Gogarty para el personaje de Buck Mulligan en dicha obra.
Tras permanecer durante seis días en la
vivienda de estudiante de Gogarty, Martello Tower (Torre Martello), tuvo que
abandonarla en plena noche tras una escena con Gogarty y otro compañero, en
cuyo transcurso aquel disparó su pistola sobre unas cacerolas que colgaban
sobre la cama de James. Éste
caminó
toda la noche de vuelta a Dublín para poder descansar en su casa, y al día
siguiente envió a un amigo a la torre por sus pertenencias. Poco después partió
con Nora hacia el continente.
Stephen el héroe
Artículo principal: Stephen el héroe
En enero de 1904, trató de publicar una
obra en la que había estado trabajando, A
Portrait of the Artist [Retrato del artista], una historia autobiográfica
con elementos ensayísticos centrada en cuestiones de estética. Este escrito,
indigno de su autor, en palabras de José María Valverde, fue rechazado por la revista de librepensamiento
Dana. Joyce entonces, con motivo de su vigésimo segundo cumpleaños, decidió
revisar el trabajo y convertirlo en una novela que titularía Stephen Hero (Stephen el héroe). Esta
obra, que alcanzaría las mil páginas de borrador y recoge los primeros años y
los de universidad de Stephen Dedalus, fue escrita a la par que los relatos de
Dublineses. El crítico W. Y. Tindall sostiene que el lector de las felicidades
narrativas presentes en los cuentos se sorprenderá ante las ordinarieces de la
novela, calificada por el propio Joyce de «rubbish», basura. Stephen Hero
no se publicaría
en vida del autor, pero fue el germen de una obra mayor como es Retrato del artista adolescente,
empezada en 1907.
1904 fue el mismo año en que conoció a
Nora Barnacle, una joven de Galway que trabajaba como camarera de pisos en el
hotel Finn's, de Dublín. Se dice que tuvieron su primera cita el 16 de junio de
1904, y por tal motivo ésta, según sus biógrafos, fue la fecha elegida para
ambientar su obra capital, Ulises.
Trieste y Zúrich
(1904–1920)
Pola y Trieste
Joyce y Nora iniciaron su autoimpuesto
exilio desplazándose primero a Zúrich, donde se suponía que le esperaba un
puesto como profesor de inglés en la Berlitz Language School, facilitado por un
agente en Inglaterra. Resultó que el agente inglés había sido estafado, pero el
director de la escuela lo reexpidió a Trieste, ciudad que fue parte del Imperio
austrohúngaro hasta el 16 de julio de 1920, pasando a ser italiana por el
tratado de Saint Germain-en-Laye. Aunque tampoco allí había ningún puesto libre
para Joyce, con la ayuda de Almidano Artifoni, director de la escuela Berlitz de Trieste, finalmente
consiguió unas clases en Pula (Pola, en italiano), ciudad entonces también
austrohúngara, y hoy parte de Croacia.
Desde octubre de 1904 hasta marzo de 1905,
permaneció en Pula dando clases sobre todo a oficiales de la armada
austrohúngara estacionados en la base militar de dicha ciudad. En marzo de 1905
se descubrió un complot de espionaje en la ciudad y todos los extranjeros
fueron expulsados. Con la ayuda de Artifoni, los Joyce regresaron a Trieste y
James empezó a enseñar inglés allí. Permanecería en la ciudad durante la mayor
parte de los diez años siguientes.2 El
idioma que se hablará en
casa del escritor a partir de ese momento será el italiano. En esta lengua reprendería años después a su díscolo hijo Giorgio y se comunicaría siempre con su hija Lucia, mientras ésta se hundía en una demencia progresiva.
En ese mismo año, Nora dio a luz al
primero de sus hijos, el citado Giorgio. James se puso entonces en contacto con
su hermano, Stanislaus, tratando de atraerlo a Trieste para que se reuniera con
él como profesor en la escuela. Las razones
que adujo fueron reclamar su compañía y ofrecerle un futuro más prometedor que
el que Stanislaus disfrutaba en Dublín, como simple empleado; lo cierto era que
James necesitaba aumentar los ingresos en su familia con la contribución de su
hermano. Las relaciones entre los hermanos fueron
tirantes en el tiempo que vivieron juntos en Trieste, principalmente debido a
la frivolidad de James con el dinero y la bebida.
La vida rutinaria en Trieste frustraba la
pasión viajera del escritor, quien decidió trasladarse a Roma a finales de
1906. Marchó con la seguridad de contar con un puesto administrativo en un
banco de la ciudad. Sin embargo, sintió enseguida gran aversión por ésta y
terminó regresando a Trieste, a principios de 1907. Su hija Lucia nació en el
verano de ese mismo año. También en 1907 apareció su primer libro, el volumen
de poemas de amor Música de cámara (Chamber Music) y se le presentaron los
primeros síntomas de iritis, una enfermedad de los ojos que con los años le
dejaría casi ciego.
Continuó durante estos años escribiendo,
principalmente relatos, e iniciándose en la línea experimental que sería
característica de su obra posterior. También manifestó en esta época, por un
lado, cierto rechazo por la búsqueda nacionalista de los orígenes de la
identidad irlandesa, y por otro, su voluntad de preservar y fomentar la propia
experiencia lingüística, que guiaría todo su trabajo literario: esto le condujo
a reivindicar su lengua materna, el inglés, en detrimento de una lengua gaélica
que estimaba readoptada y promovida artificialmente.
Joyce regresó a Dublín en el verano de 1909,
llevando con él a su hijo Giorgio. Su propósito era visitar a su padre y
publicar su libro de cuentos Dublineses. Sin embargo, a primeros de agosto,
sufrió uno de los mayores disgustos de su vida, cuando a través de un complot
organizado por sus amigos Saint-John Gogarty y Vincent Cosgrave, le fue
sugerido que su compañera, Nora, le había sido infiel en el pasado. Incluso era
posible que Giorgio no fuese hijo suyo. Sólo los tenaces desmentidos de otro amigo,
John Francis Byrne, de su hermano Stanislaus, y las cartas desesperadas de Nora
lograron hacerle comprender que todo había sido un infame montaje.
Una vez superada esa preocupación, visitó
a la familia de Nora, en Galway. Ésta fue su primera visita a la familia de su
mujer y, para su alivio, la acogida que se le dispensó fue muy satisfactoria.
Incluso salió a pasear con Kathleen, la hermana de Nora, que le dio «lecciones
sobre el mar», según ella misma contaría.
Estaba preparándose
para volver a Trieste cuando decidió llevar consigo a una de sus hermanas, Eva, para que
ayudase a Nora en las labores domésticas. Regresó a dicha ciudad, pero sólo por un mes. Volvió a Dublín representando a unos propietarios para tratar de
instalar en esta ciudad un cine, el "Volta". Su gestión fue exitosa,
aunque el escritor sólo se involucró en ella durante unos meses; sus socios no
tardaron en vender el negocio, y Joyce finalmente no obtuvo beneficio alguno. Tampoco cuajó su intento de importar tweed irlandés a Italia; finalmente el escritor volvió a Trieste, en enero de 1910, acompañado por otra de sus hermanas, Eileen.
Mientras que Eva enseguida sintió nostalgia de su ciudad natal, y regresaría años más tarde, Eileen pasó el resto de su vida en el
continente europeo, donde se casaría con un cajero de banco checo.
1912 fue un año de penurias para los
Joyce. Para ayudar a la economía doméstica, el escritor pronunció varias
conferencias a primeros de año en la Università Popolare y siguió publicando
artículos en los periódicos. En abril realizó unas pruebas para convertirse en profesor
en Italia, a sueldo del Estado. Obtuvo 421 puntos sobre 450, resultando apto,
pero la burocracia italiana finalmente lo impidió por su condición de extranjero.
Volvió fugazmente a Dublín con toda su
familia, en el verano de 1912. Prosiguió la pugna sobre la publicación de
Dublineses con el editor George Roberts. Mientras estaba en Irlanda, su hermano
Stanislaus, que seguía en Trieste, le informó de que iban a desahuciarlos.
Finalmente, Stanislaus buscó otro piso más pequeño, donde se trasladaron todos;
allí viviría James con su mujer e hijos todo el tiempo que permaneció en
Trieste. Las discusiones sobre Dublineses
con su editor se centraban principalmente en el relato "An Encounter" ("Un
encuentro"), en el que la trama insinúa que uno de los personajes es
homosexual. Añadido a estos problemas, todo su entorno dublinés le negó su
apoyo, pues le acusaba, entre otras cosas, de traicionar a su país a través de
sus escritos. El libro finalmente no se publicó (no lo haría hasta dos años más
tarde) y aquel fue el último
viaje de Joyce a Dublín,
pese a las muchas invitaciones por parte de su padre y de su viejo amigo, el
poeta William Butler Yeats. Ese fracaso fue motivo de que escribiera una
venenosa sátira contra Roberts: "Gas
from a Burner" ("Gases de un quemador", vid. fragmento en la
sección Ensayo), en la que habla de un «escritor irlandés exiliado» («an Irish
writer in foreign parts»).
En esa época trató al escritor Ettore Schmitz (más tarde conocido como
Italo Svevo, de origen judío), quien fue alumno suyo de inglés y con el cual
mantendría una larga amistad.74 Entre 1911 y 1914 se enamoraría platónicamente
de una de sus alumnas, Amalia Popper, hija de un negociante judío llamado
Leopoldo. Esta joven le sugeriría multitud de escritos y poemas, a veces
preñados de humor e ironía.
En 1913, el poeta Ezra Pound, al tanto de la precariedad de su economía, le
escribe por recomendación de Yeats para ofrecerle colaborar en publicaciones
como The Egoist y Poetry.
Al año siguiente, 1914, a punto de desatarse la Primera Guerra Mundial,
consiguió por fin que un editor londinense al que conocía de tiempo atrás,
Grant Richards, publicase Dublineses.
La mayor parte de las críticas surgidas fueron buenas, aunque censuraban
algunos cuentos por cínicos o sin sentido. Se vendieron pocos ejemplares, por
lo que Joyce se quejó al editor, pero éste le contestó que desde que había
empezado la guerra las ventas habían caído en picado. En ese tiempo, el
escritor siguió trabajando en el Retrato,
terminó Exiliados y empezó Ulises, novela que tenía en la cabeza ya
desde 1907.
Zúrich
En 1915, H. G. Wells se declaró profundo
admirador de la obra de Joyce, que leía a partir de las entregas en The Egoist. Ese mismo año, Joyce y
familia, ciudadanos británicos, hubieron de dejar el Trieste austro-húngaro por
la guerra. Stanislaus, por su parte, fue encerrado en un campo de presos. Los
Joyce se trasladaron a Zúrich, Suiza, país neutral, donde el escritor vivió
años de gran creatividad. En esta época, su fama crecía día a día, pero sus
ingresos seguían siendo exiguos; sobrevivió a base de dar clases, además de con
la ayuda de Pound, Yeats, Wells y Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, quien se convirtió en su
agente y le aportó ingresos suficientes para ir tirando en los años siguientes.
En diciembre de 1916 se publicaron la
primera edición norteamericana de Dublineses
y la primera mundial de Retrato del
artista adolescente. Ambas se llevaron a cabo por los esfuerzos del editor
neoyorquino B. W. Huebsch, complaciendo en ello a Joyce; éste, en octubre,
había sufrido una especie de colapso nervioso o depresión, sin embargo había
asegurado a Huebsch que 1916 era su año de la suerte. El Retrato, basado en la inconclusa Stephen el héroe, es en parte un monólogo interior de sentido profundamente irónico, en el que Joyce demuestra su maestría en el retrato psicológico. La publicación en Estados Unidos le dio a conocer a un
público mucho más amplio. Al año siguiente,
1917, se le agudizaron al autor los problemas en la vista que ya se le habían
declarado en Trieste: padecía glaucoma y sinequia. En interpretación de algún estudioso, estos problemas pudieron deberse incluso
a que, debido a ciertas evidencias, y atendiendo a sus propias palabras —«I deserve all this on account of my many
iniquities.» [«Todo esto me lo tengo bien merecido por mis muchas
iniquidades.»]—, el autor había contraído la sífilis en su juventud.
Con todo, su fama se había agigantado
hasta el punto de que llegó a recibir donaciones regulares de dinero en
metálico por parte de una admiradora anónima; según Ellmann, «hasta que pudiera
encontrar una situación estable». También en 1917, durante un viaje de salud a
Locarno, se enamoró de una médica alemana de veintiséis años, Gertrude
Kaempffer, a la que hizo francas proposiciones sexuales que ella, aunque lo
admiraba intelectualmente, rechazó. En Ulises,
llamó Gerty (diminutivo de Gertrude) a la joven con la que Leopold Bloom se
excita en el episodio Nausicaa.
De regreso en Zúrich, recibe la noticia de
que un nuevo benefactor anónimo le ingresará mensualmente la cantidad de mil
francos. Esto permitió al escritor dejar de dar algunas lecciones en su casa.
Más tarde se enteró de que su última benefactora era la esposa de un
millonario. En 1918 se inició una época buena para Joyce; fundó en Zúrich la compañía teatral "The
English Players" con un actor inglés llamado Claud Sykes; representaron preferentemente
dramas irlandeses.80 Por otra parte, menudearon las fiestas
con sus amigos de Zúrich,
August Suter y Frank Budgen. Su mujer, Nora, sin embargo, se manifestaba
indignada por el alcoholismo de su marido y solía reprochárselo a aquéllos, porque impedían al escritor centrarse en su "libro" (el
Ulises), de cuya naturaleza ella en el fondo no tenía ni idea. Según Ellmann,
«Joyce se sorprendía siempre al comprobar la indiferencia, e incluso aversión,
de Nora por sus libros». Joyce comentó una vez a Budgen:
En la gente que se me acerca, en la que me
conoce y la que llega a tener amistad conmigo, suelo tener un tipo u otro de
influencia. En cambio, la personalidad de Nora es tan especial que no logro que
la mía pueda afectarla, está hecha completamente a prueba de la mía.
Los dos esposos en general se llevaban
bien. Nora tendía a moderar las flaquezas de su marido, y en la educación de
Lucia y Giorgio, era más severa que él, pues incluso les aplicaba el castigo
físico. El escritor en cambio aseguraba que a los niños «hay que educarlos con
amor, no con castigos».
Joyce demostró en varias ocasiones su
neutralidad en relación con la guerra, y llegó a escribir un poema satírico
("Dooleysprudencia") contra
las autoridades consulares británicas
en Suiza, con las que tuvo varios encontronazos.
El drama Exiles se publicó en mayo de 1918, simultáneamente en Inglaterra y
Estados Unidos. En ese tiempo Ulises estaba siendo publicado por entregas en la
revista Little Review; el poeta T. S. Eliot, que las seguía puntualmente,
escribió admirado, en la revista Athenaeum
(1919):
La ordinariez y el egoísmo quedan
justificados al ser explotados hasta alcanzar verdadera grandeza en la última
obra de Mr. James Joyce.
Virginia Woolf y su marido Leonard
estimaban mucho lo que iba apareciendo, pese a que su procacidad los
escandalizaba. Katherine Mansfield, en casa de éstos, después de ridiculizarlo, afirmó muy seria que algunas de sus escenas
pertenecían
a la gran literatura. Por ese tiempo, Nora le dijo llorando a Frank Budgen:
«Jim quiere que vaya con otros hombres para poder escribir al respecto». El matrimonio, sin embargo, debía bromear sobre el asunto, según se desprende de su correspondencia, en algunos casos de muy subido tono sexual, y hasta
pornográfico.
He aquí un pasaje ligero:
¡Me gustaría que me flagelaras, Nora, amor mío! Me
encantaría haber hecho algo que te desagradara, algo insignificante incluso,
tal vez una de mis costumbres bastante indecentes que te hacen reír: y después
oír que me llamas a tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus
gruesos muslos separados y la cara roja como un tomate de ira y un bastón en la
mano.
(Carta, se cree, de 13/12/1909)
En 1918 Joyce se enamoró de una muchacha
suiza que ya tenía un amante, y cuyo nombre era Marthe Fleischmann; se
escribieron con asiduidad, pero al parecer ella sólo le dejó acariciarla en una
ocasión. Esta mujer también aparece reflejada en varios personajes femeninos de
Ulises. Al reprocharle un amigo estas
infidelidades, el escritor respondió: «Si
me permitiera alguna limitación en este asunto, para mí sería la muerte
espiritual». Joyce no dejaba de excederse con el alcohol, pero ahora lo hacía a escondidas de su mujer. Tuvo que dejar
de beber absenta, que hacía
sus delicias, y le dio por el vino blanco que, en palabras suyas, para él era
"electricidad". Por esa época, tenía que replicar una y otra vez a los amigos que iban
leyendo Ulises capítulo a capítulo (amigos como Miss Weaver, Ezra Pound...), por sus
críticas
a los cambios de estilo que iba introduciendo de uno a otro, cambios que la
posteridad ha declarado una de las virtudes más llamativas del texto.
Stanislaus fue finalmente liberado del
campo de presos en que había pasado toda la guerra. Los Joyce regresaron a
Trieste, y aquél se negó a compartir la vivienda con ellos; además estaba
molesto con su hermano por varias cosas, entre ellas porque James no le había
dedicado Dublineses según había
prometido.
París y Zúrich
(1920–1941)
París y el Ulises
A mediados de 1920, fue atraído a París
por Ezra Pound, que lo tentó con la posibilidad de que se tradujesen al francés
el Retrato y Dublineses. Joyce iba para una semana, pero al final se quedó
veinte años.
1921 fue un año de intenso trabajo para
rematar Ulises. Durante el mismo,
mantuvo una estrecha relación con el escritor norteamericano Robert McAlmon,
quien le prestó dinero y le sirvió accidentalmente de mecanógrafo para el
último capítulo de Ulises: "Penélope".
En ese año tuvo también mucho contacto con Valery Larbaud y con Wyndham Lewis,
y conoció a Ernest Hemingway, que llegó a París recomendado por Sherwood
Anderson.
Joyce tuvo su único encuentro con Marcel
Proust en mayo de 1922, ya publicado
Ulises. Al salir de una cena en París, a la que también estaban invitados
Picasso y Stravinsky, ambos escritores tomaron el mismo taxi de regreso, junto
a otras personas. Según el biógrafo de Proust, George D. Painter, se habló «de
trufas y duquesas», y Joyce, que iba algo bebido, se quejaba de su vista,
mientras Proust lo hacía del estómago. Alguien preguntó a Proust si conocía la
obra de Joyce, y el francés aseguró no conocerla, a lo que repuso Joyce que
tampoco conocía la de Proust. Joyce quiso fumar y abrió una ventanilla del
taxi, que fue cerrada de inmediato, en atención a la mala salud de Proust. El
vehículo dejó a cada cual en su casa, y eso fue todo. Joyce aludió a Proust y a
su obra en Finnegans Wake. Según el biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, el episodio sucedió más o menos de esa forma; aclara que Joyce no recordaba
del mismo más que las continuas negativas (noes) de una y otra parte. Joyce, en
un cuaderno de notas, escribiría sobre Proust: «Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él».
El gran escritor francés murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al
funeral.
La publicación de Ulises (Ulysses, en inglés), considerada su obra maestra, representó su consagración literaria definitiva. La obra fue publicada por la
estadounidense afincada en París
Sylvia Beach, propietaria de la famosa librería Shakespeare & Co. Se trata
de una novela experimental, cada uno de cuyos episodios o aventuras, en
palabras del propio Joyce, pretendía no sólo condicionar, sino también generar
su propia técnica literaria. Junto al flujo de conciencia o monólogo interior
(técnica que había usado ya en su novela anterior) se encuentran capítulos
escritos al modo periodístico, teatral, de ensayo científico, etc.
Ulises es
una novela llena de simbología, en la que el autor experimenta además
continuamente con el lenguaje. Sus ataques a las instituciones, principalmente
la Iglesia católica y el Estado, son continuos, y muchos de sus pasajes fueron
juzgados intolerablemente obscenos por sus contemporáneos. Inversión irónica de
la Odisea de Homero, la novela
explora con meticulosidad las veinticuatro horas del 16 de junio de 1904, en la
vida de tres dublineses de la clase media baja: el judío Leopold Bloom, que
vaga por las calles de Dublín para evitar volver a casa, en la que sabe que su
mujer, Molly (segundo personaje), le está siendo infiel; y el joven poeta,
Stephen Dedalus, que presenta un perfil ya más maduro que el del protagonista
de su obra anterior, Retrato del artista
adolescente. El Ulises es a
grandes rasgos un retrato psicológico de nuestro tiempo, y desde su
publicación, numerosos críticos han tratado de rastrear en él las conexiones
con la literatura inmediatamente anterior (Zola, Mallarmé), y con la clásica
(Homero, Shakespeare), en un intento de interpretar sus múltiples facetas.
La Obra en marcha
En años posteriores, Joyce viajó con
frecuencia a Suiza para operarse los ojos y también para tratar a su hija
Lucia, quien padecía una enfermedad mental, la esquizofrenia, según aparece
registrado en el testamento del escritor a efectos de herencia. Lucia llegó a
ser analizada en esa época por Carl Jung; éste, después de leer Ulises, pensó
que el padre también sufría de esquizofrenia.98
Jung afirmó
que ambos, padre e hija, se deslizaban al fondo de un río, sólo que él sabía
bucear y ella se hundía
irremediablemente. Umberto Eco matiza aquí: «Jung se daba cuenta de que la esquizofrenia adquiría
el valor de una referencia analógica y había que considerarla como una especie
de operación "cubista" en la que Joyce, como todo el arte moderno,
disolvía la imagen de la realidad en un cuadro ilimitadamente complejo, cuyo
tono lo daba la melancolía de la objetividad abstracta. Pero en esta operación
[...] el escritor no destruye la propia personalidad, como hace el
esquizofrénico: encuentra y funda la unidad de su personalidad destruyendo otra
cosa. Y esta otra cosa es la imagen clásica del mundo».
Jung comentó en una oportunidad al padre
los rasgos esquizofrénicos presentes en una de las cartas de Lucia; Joyce se
apresuró a rebatir una a una todas sus afirmaciones, con argumentos que muy
bien podrían haber sido sacados de Finnegans
Wake. En efecto, para el escritor, las contradicciones y distorsiones de
Lucia no eran más que reflejo del método que él mismo estaba empleando en su
libro. Joyce manifestó a menudo que Lucia había heredado su genialidad: sus
males eran debidos a su especial clarividencia.
En cualquier caso, se desconocen los
detalles particulares de la relación que mantenía Joyce con su hija
esquizofrénica. Stephen Joyce, heredero actual del escritor, quemó los miles de
cartas intercambiadas entre padre e hija, cartas que habían sido recibidas por
él en 1982, a la muerte de Lucia. Stephen Joyce afirmó en una carta al editor del New York
Times: «En cuanto a la destrucción de la correspondencia, se trataba de cartas
personales dirigidas por Lucia a su familia. Fueron escritas muchos años después
de morir Nonno y Nonna [es decir, Joyce y Nora Barnacle] y no hacían referencia
a ellos. También fueron destruidas algunas tarjetas postales y un telegrama de
Samuel Beckett dirigido a Lucia. Esto se hizo a requerimiento por escrito del
propio Beckett».
En París, a partir de 1926, Maria y Eugene
Jolas ayudaron mucho a Joyce en sus largos años de escritura de Finnegans Wake. De no haber sido por su
apoyo inquebrantable (junto con el constante soporte financiero proporcionado
por Harriet Shaw Weaver), es posible que el escritor no hubiese terminado o
publicado su último libro. En su ahora legendaria revista literaria transition, los Jolas publicaron
periódicamente varias secciones de la novela, bajo el título de Work in Progress (Obra en marcha),
expresión ideada por Ford Madox Ford.
Una breve estancia en Inglaterra, en 1922,
le había sugerido el tema de esta nueva obra, que sería la última. El escritor
tuvo muchos titubeos al principio de su redacción. «Es como una montaña en la que estoy haciendo túneles en todas
direcciones, sin saber qué voy a encontrar», confesó a su amigo August
Suter. En aquellos años,
Henri Michaux y otros artistas que lo conocieron, al comprobar la obsesión del escritor con su nueva obra, que tenía que escribir casi a ciegas, pensaron de él que era el hombre más fermé, más
desconectado de la humanidad, que habían conocido. Muchas de las primeras críticas recibidas en los primeros años eran negativas, como esta de su hermano
Stanislaus en una carta: «Si la literatura va a evolucionar en el sentido que
indican tus últimas obras, va a llegar a ser, como intuyó Shakespeare hace
muchos años, mucho ruido y pocas nueces».
Y en otro lugar: «Has hecho el día más
largo de toda la literatura, y ahora vas a hacer la noche más profunda».108 En esa época Joyce importunaba mucho a su padre a distancia
con preguntas sobre todo lo relacionado con cuestiones familiares y detalles de
Dublín; ante una pregunta especialmente quisquillosa de un enviado de su hijo,
exclamó: «Qué, ¿Jim ya se ha vuelto loco?»
Las críticas hacia los avances de la nueva
obra que aparecían en transition arreciaron entre sus allegados, hasta el punto
de que su mujer, Nora, le espetó un día: «¿Por
qué no escribes libros normales para que la gente corriente pueda entenderlos?»
Joyce, desairado, llegó a pensar en ofrecer la Obra en marcha al escritor
irlandés James Stephens para que la terminara, aunque luego se echó atrás. La aparición, sin embargo, en 1929, de la laudatoria colección de ensayos Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in
Progress, a cargo de Beckett y otros escritores, supuso un gran
espaldarazo.
También en 1929, conoció al tenor irlandés
John Sullivan, cuya carrera apoyó durante mucho tiempo. Al año siguiente
encontró en el judío Paul Léon a un excelente amigo y colaborador. En 1931,
atendiendo a los ruegos de su hija y de su padre, Joyce contrajo matrimonio con
su compañera
de siempre, Nora Barnacle; llevaban conviviendo desde hacía casi tres décadas.
La muerte de su padre en diciembre de ese
mismo año lo sumió en un estado de completo abatimiento, que el apoyo de su
amigo Beckett le ayudó a sobrellevar. Escribió a Harriet Shaw Weaver: «No ha sido su muerte lo que me ha aplastado,
sino la autoacusación», pues Joyce se culpaba de no haber vuelto nunca a su
país a visitar a su padre. El nacimiento de su
nieto Stephen, en febrero de 1932, logró reanimarlo un tanto, y le dedicó su poema "Ecce Puer", en el cual se lee: «¡Oh,
padre abandonado, /perdona a tu hijo!».
En ese tiempo, siguió con interés la
difusión y traducción de sus obras a otros idiomas, aunque impidió la
adaptación cinematográfica de Ulises. W. B. Yeats le ofreció un puesto en la
recién creada Academia de Letras Irlandesas, que él rechazo con cortesía: «[...] dado lo que mi propio caso fue, es y,
probablemente, será [...] veo claramente que no tengo derecho alguno a que mi
nombre conste entre los de sus miembros». Su vida social se redujo mucho en
sus últimos
años en París, que dedicó intensamente a la terminación de su libro, aunque, por ejemplo,
conoció al arquitecto Le Corbusier, con el que congenió enseguida conversando
meramente «sobre pájaros».
Finnegans Wake no
alcanzaría su forma definitiva hasta 1939, año de su publicación. La obra no
fue bien acogida por la crítica, aunque grandes estudiosos, de la talla de
Harold Bloom, posteriormente la han defendido a capa y espada. En esta novela,
la tradicional aspiración literaria al estilo propio es llevada al extremo y,
con ello, casi hasta el absurdo, pues, partiendo del vanguardismo
característico de Ulises, el lenguaje deriva experimentalmente, y sin ninguna
restricción, desde el inglés llano hacia un idioma apenas inteligible, muchas
veces sólo referente al propio texto y autor. Para su composición, Joyce
amalgamó elementos de hasta sesenta lenguas diferentes, vocablos insólitos y
formas sintácticas completamente nuevas. Puede dar una idea de su dificultad el
hecho de que, pese a su importancia, aun hoy, la novela no se encuentra vertida
en su totalidad al castellano.
Última estancia en
Zúrich
La dureza de los comentarios sobre Finnegans Wake y el comienzo de la
Segunda Guerra Mundial supusieron un mazazo para el escritor. Por otra parte,
continuaban los problemas con la salud mental de su hija Lucia, y aun de su
nuera, Helen, que ya había dado signos de desequilibrio y hubo igualmente de
ser ingresada, todo lo cual había reducido a los Joyce a un estado continuo de
zozobra y angustia. En París, Joyce no veía ya más que a Beckett. Finalmente, «Joyce estaba triste e intratable; bebía demasiado y no hablaba con nadie, ni
con Nora». Los Joyce regresaron a Zúrich a finales de 1940, huyendo de la ocupación nazi de Francia.
Ante la guerra, el escritor demostró un
desinterés, según Paci, «incomprensible»; se preocupaba más de los libros que
había dejado en París que del avance de la ofensiva alemana. Si le hablaban de
Hitler o Mussolini manifestaba una total indiferencia; cuando le mencionaban la
persecución de los judíos, comentaba que se trataba de un prejuicio de muchos
siglos y que a él personalmente aquellos le agradaban.
El 11 de enero de 1941 se sometió a una operación de úlcera de duodeno
perforada. Si bien mejoró en los primeros momentos, al día siguiente recayó y,
a pesar de varias transfusiones, entró en coma. Se despertó a las dos de la
madrugada del 13 de enero de 1941, y pidió a una enfermera que llamara a su
esposa e hijo, antes de perder la consciencia de nuevo. Murió quince minutos
más tarde, antes de que llegase su familia. En el informe de la autopsia figura
como causa de la muerte la peritonitis.
Joyce está enterrado en el cementerio Fluntern; desde su tumba se oyen los
rugidos de los leones del zoo de Zúrich. Aunque dos altos diplomáticos
irlandeses se encontraban en Suiza en ese momento, no asistieron a los
funerales de Joyce; el gobierno irlandés negó a Nora posteriormente la
autorización para repatriar los restos mortales del escritor. Nora le
sobrevivió diez años. Se halla enterrada a su lado, al igual que su hijo
Giorgio, muerto en 1976. Su biógrafo Ellmann informa de que, cuando los
arreglos para el entierro de Joyce se estaban realizando, un sacerdote católico
trató de convencer a Nora de celebrar una misa funeral. Siempre fiel al
criterio de su esposo, ella respondió: «No
podría hacerle a él tal cosa». El tenor suizo Max Meili cantó "Addio terra, addio cielo", del Orfeo de Monteverdi, en el servicio
funerario.
El catolicismo de Joyce
Uno de los aspectos más estudiados en la vida y la obra de este autor es
sin duda la relación que mantuvo con la Iglesia católica. Existe un acuerdo
casi unánime, primero, sobre su temprano rechazo de la fe, y, segundo, sobre
las profundas influencias recibidas del catolicismo, siempre admitidas por él
mismo, como la de la filosofía de Tomás de Aquino.
Vladimir Nabokov suscribe la afirmación de Harry Levin de que Joyce «perdió su religión, pero conservó sus
categorías», lo que el primero aplica también a Stephen Dedalus: «En su época escolar estuvo sometido a la
disciplina de una educación jesuítica y ahora reacciona violentamente contra
ella, aunque sigue poseyendo una naturaleza esencialmente metafísica». De
forma que, en este punto concreto, como la mayoría de los biógrafos de Joyce,
Nabokov viene a equiparar a creador con personaje.
Según el traductor de Ulises,
José María Valverde, Joyce declaró siempre deber a sus educadores jesuitas el
entrenamiento en reunir un material, ordenarlo y presentarlo. Apostilla
Valverde: «No sería arbitrario decir que
la obra joyceana es la gran contribución —involuntaria, y aun como un tiro
salido por la culata— de la Compañía de Jesús a la literatura universal».
A partir de la época de Ulises, el escritor manifestará una postura fríamente
neutral frente al hecho religioso, que únicamente le interesaba a efectos
lingüísticos. Distinguía, eso sí, el «absurdo coherente» católico del «absurdo
incoherente» protestante.
Pero se ha suscitado alguna duda y controversia al respecto. La biógrafa
Francesca Paci recoge diversos pasajes significativos, como éste de Stephen Hero: «La lengua, la nacionalidad y la religión son agentes de maldad, de
esclavitud, de renuncia y de frustración. Y la esclavitud desemboca en la
parálisis». Menciona igualmente la rebelión del escritor «contra la autoridad de la iglesia católica»,
que lo condujo a «su definitiva ruptura» con la misma. Dice en otro lugar: «Después del abandono de la fe, Joyce comenzó
a escribir». Pero termina con un equívoco: «Joyce repudió a la iglesia católica, pero no la fe, que conservó y
volvió a otros objetivos: la vida y el arte».
Recogida en el Retrato del artista
adolescente y también en Ulises, la conocida máxima luciferina, Non serviam (no serviré, no he de
servir, se entiende, a Dios), entendida tradicionalmente como clara
manifestación del rechazo hacia la iglesia católica por parte del personaje de
Stephen Dedalus, álter ego de Joyce en dichas obras, ha suscitado también
alguna rebuscada interpretación, lo mismo que la respuesta del escritor a la
pregunta que se le formuló al final de su vida: «¿Cuándo abandonó usted la Iglesia Católica?» Su contestación fue: «La que debe decirlo es la Iglesia».
El crítico Hugh Kenner (autor de Dublin's
Joyce y Joyce's Voices) y el
poeta T. S. Eliot vieron entre líneas del trabajo de Joyce el «residuo de un auténtico católico». Estos
autores son contestados directamente por Harold Bloom en su Canon: «Cristianizar a Joyce es un procedimiento
crítico lamentable. Si existe un Espíritu Santo en Ulises es Shakespeare». La
opinión de Bloom se pone de manifiesto con claridad en la siguiente comparación
que establece con Samuel Beckett: «Conviene
siempre recordar que Beckett más que compartía la aversión de Joyce por el
cristianismo y por Irlanda. Los dos escogieron París y el ateísmo».
Anthony Burgess, criado en una familia católica, aunque luego distanciado
de la iglesia, no ve esto tan claro: «Non
serviam significa lo que significa [pero] el rechazo de Joyce del
catolicismo dista mucho de ser absoluto. [...] quizá rechazó los sacramentos,
el matrimonio y la eucaristía, pero las disciplinas y, de una manera renegada y
torturada, los fundamentos del catolicismo cristiano, permanecieron en él
durante toda su vida. [...] En Ulises
se le ve obsesionado con la mística identificación entre Padre e Hijo, y el
único tema real de Finnegans es el de
la Resurrección. [...] La actitud de Joyce hacia el catolicismo es la de
amor-odio que caracteriza a la mayoría de los renegados. [...] quedaron jirones
de burdo catolicismo en él».
Algunos autores, L. A. G. Strong entre ellos, llegan más lejos en este
sentido al sostener que Joyce se reconcilió al final de su vida con la
religión, y que tanto Ulises como Finnegans Wake suponen en lo fundamental
expresiones católicas. Y no falta quien, como Kevin Sullivan, defiende que no
necesitó reconciliarse ya que en realidad nunca abandonó la fe.
En A Bash in the Tunnel. James Joyce by the Irish [Una fiesta en el
túnel. James Joyce por los irlandeses] opinaron sobre el tema varios de sus compatriotas
escritores, como Flann O'Brien: «Creo
que, a través de velos de lascivia y blasfemia, Joyce emerge como un verdadero
católico irlandés temeroso de Dios; se rebeló, no tanto contra la propia
Iglesia, sino contra sus casi cismáticas excentricidades, su pretensión de que
existe solo un Mandamiento, la vulgaridad de sus edificios, la superficialidad
y estupidez de muchos de sus ministros. Su rebelión, noble en sí misma, lo
condujo al exilio. [...] Pero su intención era buena. Quieras que no, como la
de todos. [...] Mediante carcajadas, mitiga el sentido de condenación que ha
recibido en herencia todo católico irlandés».
En este mismo libro, Samuel Beckett, como su amigo Thomas MacGreevy,
aprecia en Finnegans toda una simbología del Purgatorio cristiano, directamente
enraizada en La divina comedia de Dante, pero con una particularidad: «El
Purgatorio de Dante es cónico y por lo tanto apunta a una culminación. El del
señor Joyce es esférico y excluye toda culminación. [...] Y nada más que esto,
ni premio ni castigo, simplemente una serie de estímulos al gatito para que se
alcance la cola».
Amigo íntimo de Joyce, su paisano Arthur Power recuerda cómo encolerizaba a
«su innata espiritualidad el
provincianismo dogmático de la iglesia católica romana irlandesa, lastrando su
alma inquisitiva mediante lo que para él no eran sino rituales absurdos,
prohibiciones medievales y miedos a castigos inhumanos que perdurarían por toda
la eternidad».
Vemos que Beckett y Power albergan serias dudas de que Joyce fuese un
«verdadero católico irlandés temeroso de Dios». Dicha afirmación, de otra
parte, no parece corroborada por una lectura atenta de la correspondencia y las
obras principales del irlandés, a menos que éste por algún motivo se empeñase
en ocultar o encriptar celosamente en ellas fe y ortodoxia. Si no surge en las
novelas la crítica expresa y razonada del catolicismo, como en el Retrato, lo
hace su esquema paródico, como en tantas páginas de Ulises. En general, la
actitud del autor frente al fenómeno religioso, como se ha visto, será ya
siempre fría y profesional, no trasluciéndose, en las dos grandes novelas
finales, otra cosa que resentimiento y sarcasmo anticlericales y
antirreligiosos, a menudo desembocando en la blasfemia más descarnada.
Umberto Eco, en el capítulo "El catolicismo de Joyce" de su
estudio Las poéticas de Joyce, menciona la «misa negra» que se celebra en el
episodio "Circe" de Ulises,
así como la blasfemia eucarística presente en "Nausicaa"; a Joyce,
una vez rechazada la disciplina, como a los episcopi vagantes medievales, «le queda el sentido de la blasfemia
celebrada según un ritual litúrgico. [...] abandonada la fe, la obsesión
religiosa no abandona a Joyce. Presencias de la pasada ortodoxia emergen una y otra
vez en toda su obra en forma de personalísima mitología y de blasfemadores
ensañamientos que, a su manera, revelan permanencias afectivas. [El término
"catolicismo" aplicado a Joyce] es válido para indicar la actitud de
quien, habiendo rechazado una sustancia
dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia moral determinada,
conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio racional y
mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la
fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas».
En esta línea, más escuetamente, la editora de varias de las obras
joyceanas, Jeri Johnson, comenta, aunque del semiautobiográfico protagonista
del Retrato: «Sus propias palabras lo
traicionan. [...] Lejos de escapar de su nacionalidad, de su lengua, de su
religión, Stephen los llevará siempre consigo».
«Difícilmente puede dudarse —señala Herbert S. Gorman, su primer biógrafo—
que la obscenidad, la indecible vulgaridad, el deliberado alarde de inmundicia
presente en algunas partes de Ulises son resultado directo y espantado de la
tremenda opresión mental y moral sufrida en la iglesia».
Recuerda el editor irlandés de Dublineses,
Terence Brown, que Joyce compartía con sus colegas del Celtic Revival, en su mayoría agnósticos o protestantes, la
convicción de que los males de Irlanda partían principalmente del hecho de la
dominación del país por parte de los ingleses. Pero, Joyce en particular,
encontraba que el otro gran poder en su país, el de la Iglesia Católica, era
aún más pernicioso para sus compatriotas, ya que nadie discutía su autoridad.
Refiere Brown una frase lapidaria de Joyce: «No entiendo qué sentido puede tener atronar tanto contra la tiranía
inglesa, cuando es la de Roma la que se ha adueñado del palacio del alma».
Harry Levin, por su parte, define a Joyce como «un irlandés parisino, un hereje católico [...], excomulgado y
expatriado, el hombre sin país y sin creencias». Y el profesor español
Fernando Galván, responsable de una edición crítica de Dublineses, habla en la introducción a la misma del «agnosticismo
confesado del autor».
De una forma u otra, en una carta a su futura esposa, Nora Barnacle, de
agosto de 1904, Joyce no pudo ser más explícito:
Mi entendimiento rechaza
todo el orden social actual y el cristianismo: el hogar, las virtudes
reconocidas, las clases en la vida y las doctrinas religiosas. [...] Hace seis
años dejé la iglesia católica, con el odio más ferviente. Me resultaba
imposible permanecer en ella a causa de los impulsos de mi naturaleza. Hice la
guerra en secreto contra ella, cuando era estudiante, y me negué a aceptar las
posiciones que me ofrecía. Al hacerlo, me convertí en un mendigo pero conservé
el orgullo. Ahora le hago la guerra a las claras con lo que escribo, digo y
hago.
Y si se recurre al testimonio de los familiares del escritor: «La ruptura de mi hermano con el catolicismo
se debía a otros motivos. Para él era imperativo salvaguardar su auténtica vida
espiritual de la devastación de la existencia falsa que se le había impuesto.
Pensaba que los poetas, de acuerdo con sus dones y personalidad, eran los
verdaderos depositarios de la vida espiritual de su raza, y los sacerdotes no
eran más que usurpadores. Detestaba la falsedad y creía en la libertad
individual con una intensidad que no he conocido en ningún otro hombre»,
escribió su hermano Stanislaus en su libro de memorias My Brother's Keeper [El guardián de mi hermano] (1957
Ya se ha visto, por último, la reacción de Nora Barnacle ante la sugerencia
de celebrar una misa funeral por su esposo: «No podría hacerle a él tal cosa».
Obra
A lo largo de su vida, entre 1907 y 1939, Joyce publicó una obra corta pero
intensa, debido a lo cual suele ser considerada libro a libro. Consta de una
colección de cuentos: Dublineses, dos
libros de poesía: Música de cámara y Poemas manzanas, una obra de teatro: Exiliados, y las tres novelas que lo
hicieron célebre: Retrato del artista
adolescente, Ulises y Finnegans Wake. De este autor se
conservan además una novela inacabada:
Stephen Hero, un conjunto de ensayos, en prosa y en verso, algunos poemas
sueltos y dos cuentos infantiles que dedicó a su nieto, así como abundante
correspondencia. Joyce recibió importantes influencias de los siguientes
autores: Homero, Dante Alighieri, Tomás de Aquino, William Shakespeare, Edouard
Dujardin, Henrik Ibsen, Giordano Bruno, Giambattista Vico y John Henry Newman,
entre otros.
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