El expulsado
Samuel Beckett
No era alta la escalinata. Mil veces conté los
escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la
memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos
sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al
final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero
decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por
dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues
tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta. Y
cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que
ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si
encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo
encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso
si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que encontrar
las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los
recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por
dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas,
corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que
pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día,
hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de
escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era
alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras
escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y
bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he
olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y
derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo
que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso
significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme
bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su
intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta,
para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y
sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más.
Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme
en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en
el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a
pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la
puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya
empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y
rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos
abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero,
planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse.
Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar
el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se
había roto.
¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi
cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi
padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera
desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero.
Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo
si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven
y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo.
No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi
hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo
quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde.
Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de
vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos,
un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo
del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura
de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan
sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de
cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre
hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice.
Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía
tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi
existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a
tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar
diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena
posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía.
Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que
nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he
inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero
acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su
minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo
describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie
de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente
aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que
una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las
oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la
derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable.
Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la
cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y
más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era
justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana,
descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los
conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la
puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban
tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les
conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de
mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han
confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la
ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo
de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo
aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas.
Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario.
Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda,
donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un
desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los
límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es
incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso
nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la
ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría
la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la
llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas,
pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos
veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de
Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo
tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo
estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante
siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los
miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas,
sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco,
sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de
un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los
imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos
defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante
de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre
igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que
andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando
marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando
empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía.
Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte,
a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que
marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende,
hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase
de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre,
habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a
menudo al empezar la mañana, hacia las diez, diez y media, de empeñarme en
continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea
de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba
intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con
entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el
resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente
espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto,
destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me
encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis
explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un
reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de
tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado,
un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura
horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué
molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle,
manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo
bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza
importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los
vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento.
Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo
indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve
que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me
acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no.
Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho
un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide
esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas
reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones,
patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña
felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de
lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no
tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las
señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché
la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si
fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha
a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los
lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos
encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda
cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y
bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto
de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo
el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal
categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que
descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté
a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé
encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión
cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó.
Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de
circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba
yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese
momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una
enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de
dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido
hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda,
tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen
una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo
el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron
soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos
cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía
gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o
de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no
es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste
la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si
fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje,
es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la
tregua, las gentes reviven, ojo. De forma que me detuve por tercera vez, por
decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de
gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una
caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas,
se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el
techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después
recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme
cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela,
renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes.
¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y
yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una
calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el
caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al
menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya
Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de
poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la
perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi
persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de
que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas
contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su
coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se
tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas
formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la
portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella
época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin
condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me
quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como
yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación,
que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que
le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay
dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al
cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un
día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De
ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un
asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los
periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos
años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo
debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al
Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera
recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé
mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero
limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla
cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer
joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin
duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme
pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto.
¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras
pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía
ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer,
que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún
en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en
pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas.
Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi
vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de
pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma
espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de
la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta
que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como
acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en
seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante,
debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había
tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más
breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo
en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de
nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no
se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más
rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo
alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah
los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije.
Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy
lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los
primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo
Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una
banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me
habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la
vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si
me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me
enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en
sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos.
Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si
se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo
que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para
comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y
que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en
la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación
amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de
la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras,
subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre
los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera
subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo
barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no
admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría
que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera
poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos
pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado,
pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del
coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo,
las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se
precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas
que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que
precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más
bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un
trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico
más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no
buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales
cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar,
completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un
entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está
lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras
que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío.
Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior
de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mí
alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a
subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y
nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se
detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino
a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo.
Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son,
con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que
conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él
había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño
cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que
la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del
viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas
vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos
manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se
veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como
en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me
propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es
coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada.
Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la
acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna,
el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del
cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche.
Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día.
Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría
hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera
una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de
vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo.
Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por
una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen
corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les
hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos.
Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese
día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al
fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su
mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a
solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había
razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a
bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la
atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había
quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El
cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de
un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que
se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me
precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla,
dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre
la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de
que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía
el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber,
es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces
mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de
cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su
breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron,
de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la
portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el
coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el
suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que
la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que
el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado
debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger
la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo
ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche.
Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés
colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El
caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba
que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues,
obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero
la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las
caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo
del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la
ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en
algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y
puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El
caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví
al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo
seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba
débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para
asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o
desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la
noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por
qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida,
veréis cómo se parecen.
Samuel Barclay Beckett
(/ˈsæmju‿əl
ˈbɑːɹkli ˈbɛkɪt/; Dublín, Irlanda, 13 de
abril de 1906-París, Francia, 22 de diciembre de 1989) fue un dramaturgo,
novelista, crítico y poeta irlandés, uno de los más importantes representantes
del experimentalismo literario del siglo XX, dentro del modernismo anglosajón.
Fue igualmente figura clave del llamado teatro del absurdo y, como tal, uno de
los escritores más influyentes de su tiempo. Escribió sus libros en inglés y
francés, y fue asistente y discípulo del novelista James Joyce. Su obra más
conocida es el drama Esperando a Godot.
La obra de Beckett es
fundamentalmente sombría y tendente al minimalismo y, de acuerdo con ciertas
interpretaciones, profundamente pesimista (hasta nihilista) acerca de la
condición humana. De esta forma, con el tiempo sus libros se hicieron
progresivamente más crípticos y breves. El pesimismo de Beckett viene, sin
embargo, atemperado por un particular sentido del humor, entre negro y sórdido
(véase Comentarios sobre el autor).
Según su traductora al
español, Antonia Rodríguez-Gago, «Beckett
destruyó muchas de las convenciones en las que se sustentan la narrativa y el
teatro contemporáneo; se dedicó, entre otras cosas, a desprestigiar la palabra
como medio de expresión artística y creó una poética de imágenes, tanto
escénica como narrativa».
La obra de este autor
se estudia principalmente desde el punto de vista de la literatura y el teatro,
pero también de la filosofía, el psicoanálisis, la traductología, la música y
los medios audiovisuales.
En la Encyclopedia of World Literature in the 20th
Century se lee: «Todo el trabajo de
Beckett retrata la tragicomedia de la condición humana en un mundo sin Dios,
sin ley y sin sentido. La autenticidad de su visión, la sobria brillantez de su
lenguaje (en francés e inglés) han influido a jóvenes escritores de todo el
mundo».6
Samuel Beckett fue
galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1969 «por su escritura, que, renovando las formas de la novela y el drama,
adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno».
En 1961 había recibido asimismo el "Premio Formentor" otorgado por el
Congreso Internacional de Editores, junto a Jorge Luis Borges.
Años de formación
Samuel Beckett nació en
Foxrock, un barrio residencial de Dublín, el 13 de abril de 1906. También se ha
apuntado que la fecha podría ser el 13 de mayo. El padre de Beckett, William
Beckett, era aparejador, y su madre, May Roe, enfermera de profundas
convicciones religiosas; «casi cuáquera», en palabras del escritor. Mientras
que su hermano mayor, Frank, era un niño robusto y plácido, Samuel era delgado,
enfermizo y lloraba constantemente.1 De hecho, el escritor no guardaba buenos
recuerdos de su niñez: «Yo tenía escaso
talento para la felicidad».
Se ha dicho que la
familia Beckett (originalmente Becquet) era de ascendencia hugonote, y que se
trasladó desde Francia a Irlanda tras la revocación del Edicto de Nantes
(1685). Esta teoría, sin embargo, se considera improbable. En cualquier caso,
los Beckett eran una familia acomodada que pertenecía a la Iglesia de Irlanda
(anglicana). Así, la Enciclopedia Británica destaca su condición de
anglo-irlandés. La casa familiar, "Cooldrinagh",16 en la avenida
Kerrymount, de Foxrock, era una gran mansión con jardín y pista de tenis. Fue
construida en 1903 por el padre de Samuel. La casa y el verde entorno —por el
que Samuel solía pasear con su padre—, incluyendo un hipódromo, y las
estaciones de tren de Foxrock y Harcourt Street, situada ésta al término de la
ciudad, aparecen con frecuencia en sus libros.
A los cinco años
Beckett asistía ya a clase de preescolar, donde empezó a aprender música.
Posteriormente acudió a la Earlsford
House School, en el centro de la ciudad. En 1919, pasó a la Portora Royal School, donde ya
estudiaba su hermano mayor, Frank. Dicha escuela, situada en la localidad de
Enniskillen (condado de Fermanagh), todavía existe; a la misma, medio siglo
antes, había asistido otro irlandés ilustre, Oscar Wilde.
Beckett fue un gran
deportista, excelente jugador de rugby, tenis y cricket. Durante su etapa de
estudiante en el Trinity College de
Dublín, representó varias veces a la universidad en este último deporte.
Así, es el único premio Nobel que aparece en el Wisden Cricketers' Almanack, considerado la “biblia del cricket”.
Fue asimismo un gran aficionado al ajedrez, lo que se trasluce en varias de sus
obras.
Según su más importante
biógrafo, James Knowlson, las aficiones culturales del irlandés comprendían la
historia, la música y la pintura, materias en las que era considerado un
experto.
Juventud, primeros
escritos
Beckett estudió
francés, italiano e inglés en el Trinity College de Dublín, entre 1923 y 1927,
siendo considerado alumno muy brillante. Uno de sus tutores fue A. A. Luce,
filósofo especializado en Berkeley. Otro de sus profesores fue Thomas B.
Rudmose-Brown, también poeta, quien le da a conocer a Racine y a Dante y lo
introduce en el mundo literario francés, poniéndolo en contacto con Valery
Larbaud y otros escritores. En su etapa de estudiante se hace asiduo del
teatro, quedando pronto fascinado por las ideas innovadoras de Pirandello.
También disfruta con el cine cómico de Charlot,
Buster Keaton y El gordo y el flaco (más tarde, se haría fan acérrimo de los Hermanos Marx). Beckett se licenció en
filología moderna y, tras impartir clases brevemente en el Campbell College de Belfast, aceptó el puesto de lecteur d'anglais (lector de inglés) en la École Normale Supérieure de París,
que, a la fecha, podía considerarse el centro intelectual de Europa.
Relación con los Joyce
Allí participó
activamente en tertulias y actividades culturales, y trabó pronto amistad con
su ya célebre compatriota, el escritor James Joyce, quien le fue presentado por
el poeta Thomas MacGreevy, amigo de Beckett que también trabajaba en la École.
Beckett hablaría después de las proporciones épicas del autor de Ulises, y de
su obra afirmaría que era heroica: «Ouvre héroïque». Este encuentro tendría
consecuencias decisivas para el joven Beckett, que se convirtió en asistente de
Joyce, principalmente en la labor de investigación para su última gran obra,
que años después se titularía Finnegans
Wake. Beckett y Joyce, ambos dublineses, compartían además el hecho de ser
expertos lingüistas y el interés por Dante y el experimentalismo literario.
En las vacaciones de
verano de 1928, de regreso en Dublín, Beckett mantuvo su primera relación seria
con una mujer, su prima de diecisiete años, Peggy Sinclair, pero el noviazgo
apenas se prolongó unos meses.
En 1929, Beckett
publicó su primer escrito, un ensayo crítico titulado Dante...Bruno. Vico... Joyce. Dicho ensayo defiende el trabajo y el
método de Joyce, principalmente contra las acusaciones de inextricable y
licencioso. El ensayo constituyó la aportación de Beckett a Our Exagmination Round His Factification for
Incamination of Work in Progress, libro de estudios joyceanos que incluía
trabajos de Thomas MacGreevy, Eugene Jolas, Robert McAlmon y William Carlos
Williams, entre otros.
En ese tiempo, Beckett
mantuvo una relación con Lucia Joyce (pronunciado Luchía, a la italiana), la
hija del escritor. La llevaba a veces a cenar o al teatro.28 Lucia se enamoró
perdidamente de él pero, en mayo de 1931, Beckett le dijo francamente que el
principal motivo que tenía para visitar su casa era ver a su padre. Esto sumió
a la joven en la desesperación, y acusó a su madre de la ruptura.29 Lucia
acabaría padeciendo esquizofrenia. Las relaciones de Beckett con Joyce y su
familia se extinguieron tras lo ocurrido, y el alejamiento de Joyce afectó
profundamente al primero, quien confesó a su amiga Peggy Guggenheim que estaba
muerto y que no tenía sentimientos humanos; ésa era la razón por la que no
había sido capaz de enamorarse de Lucia.30 Joyce y Beckett se reconciliarían
al cabo de un año.
Joyce valoraba en
Beckett la sutileza y originalidad de sus ideas.25 Una vez escribió a su hijo
que Beckett tenía talento, cumplido que no solía hacer a nadie. Años más tarde,
tras la publicación de la novela Murphy, de Beckett, Joyce deleitó a su amigo
citando de memoria una escena entera de la misma. Samuel, para agradecerlo, le
dedicó un poema humorístico.31 De esa época proviene la leyenda de que Beckett
había trabajado como "secretario" de Joyce, cosa que aquél desmintió:
«No hay nada más lejos de la verdad. [...] Lo que ocurrió sencillamente es que,
cuando la vista de Joyce empezó a debilitarse, casi todos sus amigos le
ayudaron. Yo fui solo uno de ellos. Le hacía a veces algunos recados o le leía
en voz alta. Le buscaba los libros que le interesaban y le leía algunos
pasajes».32
Primeras publicaciones
En junio de 1929,
Samuel publicó su primer relato breve, "Assumption" ("Conjetura"), en la revista literaria
de Jolas llamada transition (en
minúscula). Esta revista, de tendencia fuertemente vanguardista, así como los
escritores y artistas que colaboraban en ella, influyeron decisivamente en el
nacimiento de la vocación literaria de Beckett. Al año siguiente ganó un
pequeño premio literario con su atropellado poema Whoroscope, escrito a partir de la lectura de una biografía de René
Descartes. Aparte de la de Descartes, otra importante influencia recibida por
Beckett fue la del filósofo cartesiano flamenco del siglo XVII Arnold Geulincx,
quien indagó siempre en las relaciones entre las partes espiritual y física del
hombre.
En 1930, Beckett
regresó al Trinity College como
profesor, pero pronto sintió que se enfriaba su vocación académica. Expresó
dicha aversión leyendo un artículo hiperculto en la Modern Language Society, de Dublín, en el que ridiculizaba la
pedantería profesoral. Beckett renunció a su puesto en el Trinity al final de 1931, dando así por concluida su breve carrera
académica. Conmemoró este hito crucial de su vida a través de un poema: "Gnome", inspirado en su lectura de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister,
de Goethe. El poema sería publicado en 1934, en la revista Dublin Magazine.
Tras dejar el Trinity, el autor empezó a viajar por
Europa, trabajando en cualquier cosa para subsistir. Se dice que en estos años
no rehuyó el trato con personajes de toda laya, incluso de los bajos fondos,
algunos de los cuales le servirían posteriormente de modelo para sus personajes
más decadentes. Pasó un tiempo en Londres, donde publicó, en 1931, Proust, un
estudio crítico, breve y agudo, sobre el novelista francés Marcel Proust.
Beckett nunca quiso traducir esta obra al francés, por considerar que eso
constituiría un «insulto a Proust». En esta obra afirma Beckett que la obra de
arte «no es ni creada ni elegida, sino
descubierta, destapada, excavada, porque preexiste en el artista como ley de su
naturaleza. [...] El deber y la misión de un escritor (no de un artista, sino
de un escritor) son los de un traductor». También se aprecia en ella la
influencia de Proust en Beckett: los protagonistas de ambos aparecen siempre
como víctimas del monstruo del tiempo y tienden a refugiarse de las penalidades
de la vida en la costumbre y la rutina más pedestres. Beckett, sin embargo,
descreía del poder redentor del arte preconizado por el francés.
Never properly born
En 1933, a consecuencia
de la muerte de su padre, necesitó tratamiento psicológico. Fue atendido
durante dos años en la Tavistock Clinic
por el Dr. Wilfred Bion, quien le animó a asistir a una conferencia de Carl
Jung. Esta conferencia le causó un gran impacto emocional, tanto fue así que
Beckett la seguiría recordando muchos años más tarde. Versaba sobre el tema «mal nacidos» («never properly born»). El
caso es que, ya adulto, Beckett aseguraba a menudo conservar recuerdos de su
vida prenatal, como una experiencia horrible, que le provocaba sentimientos de
atrapamiento y sofoco dentro del seno materno («feelings of entrapment and suffocation»). Rastros de la conferencia
citada se detectan claramente en importantes obras posteriores de Beckett, como
Watt y Esperando a Godot. Lo que Beckett deja traslucir en sus obras no es
sólo el dolor del nacimiento o de un parto difícil, sino también el comienzo de
una larga y accidentada odisea vital. Por otro lado, el hecho de que su
nacimiento se hubiese producido exactamente en Viernes Santo (viernes 13,
además) el escritor lo asimilaba a lo relacionado que el mismo está con el
sufrimiento y la muerte.
Primeras novelas
En 1932 escribió su
primera novela: Dream of Fair to Middling
Women. Tras el rechazo de los editores decidió abandonar el libro, que sólo
se publicaría muchos años más tarde, en 1993. Pese a ello, la novela dio origen
a muchos de los primeros poemas del autor, así como a su primera obra de
importancia, la colección de relatos More
Pricks Than Kicks (1933), que, por su obscenidad, en Irlanda fue colocada
de inmediato en el índice de obras prohibidas. Beckett también publicó varios
ensayos y recensiones en ese tiempo, como "Recent Irish Poetry" (en The Bookman, agosto de 1934) y "Humanistic Quietism", una crítica
sobre un libro de poemas de su amigo Thomas MacGreevy (en The Dublin Magazine, julio-septiembre de 1934). Tales trabajos
versaron sobre el susodicho MacGreevy, así como sobre otros escritores
irlandeses, como Brian Coffey, Denis Devlin y Blanaid Salkeld.
Dichos autores eran
poco conocidos en aquellos días; Beckett, no obstante, llegó a compararlos con
los miembros del importante movimiento literario irlandés Celtic Revival
(Yeats, Lady Gregory, Padraic Colum…), e invocaba a Ezra Pound, T. S. Eliot y
los simbolistas franceses como sus precursores. Beckett con ello sentó de
alguna manera las bases de un movimiento vanguardista irlandés.
Entre 1933 y 1936 vivió
en Londres en condiciones bastantes penosas, «conociendo por propia experiencia
el desprecio de los londinenses por los irlandeses pobres que vivían como
obreros extranjeros».
En 1935 publicó un
libro de poesía que tuvo cierta repercusión: Echo's Bones and Other Precipitates. Trabajó asimismo en su novela Murphy. En mayo de ese año escribió a
MacGreevy que había estado leyendo sobre cine y que se proponía viajar a Moscú
para estudiar con el director Sergéi Eisenstein en el Instituto de
Cinematografía Gerasimov de Moscú. A mediados de 1936 escribió a los directores
Eisenstein y Vsévolod Pudovkin, ofreciéndose como aprendiz. La carta sin
embargo se perdió por el estallido de una epidemia de viruela que trastocó todo
el correo. Beckett, mientras tanto, terminó Murphy,
y posteriormente, en 1936, partió a un gran viaje por Alemania durante el cual
llenó varios cuadernos con los apuntes sobre las obras de arte que había visto,
haciendo notar asimismo su profundo disgusto con el avance del salvajismo nazi
que se iba apoderando del país. Según Knowlson, no pasaría mucho tiempo antes
de que el escritor pusiese sobre la mesa sus credenciales antinazis (p. 261),
refiriéndose sin duda a su participación, pocos años después, en la Segunda Guerra
Mundial.
De vuelta a Irlanda, en
1937, supervisó la publicación de Murphy (1938), obra que él mismo tradujo al
francés al año siguiente. Tuvo en aquel tiempo varias graves discusiones con su
madre, lo que contribuyó a su decisión de asentarse de forma definitiva en
París. Pese al advenimiento de la Segunda Guerra Mundial, Beckett dijo preferir
«Francia en guerra a Irlanda en paz». Knowlson recuerda, sin embargo, lo mucho
que amaba Beckett el campo de Irlanda y a sus gentes ordinarias. Sus libros,
por otra parte, suelen mencionar afectuosamente inesperados detalles de su
patria, y es curioso que al traducir sus obras al inglés, el escritor tiende a
imprimirles una cierta inflexión irlandesa. Estaba no obstante convencido de
que en su patria nunca hubiese podido vivir como escritor. Según una sobrina
suya, Irlanda le hacía sentir confinado. Odiaba particularmente la censura
literaria, mientras que París le ofrecía "grandes horizontes" de
anonimato y libertad. Con todo, Beckett no tenía conciencia de exiliado.
«Simplemente me largué de allí», dijo una vez a un amigo irlandés.
En sus primeros meses
en París conoció al novelista Ernest Hemingway de mano de la librera y editora
Sylvia Beach. Aquél se granjeó enseguida la antipatía de Beckett por sus malas
palabras sobre la última obra de Joyce, Finnegans
Wake. Hemingway dijo que de todos modos no había que ser demasiado duro con
el viejo, porque el trabajo de Ulises debía
haberlo dejado agotado. Beckett en lo sucesivo evitó siempre encontrarse con
Hemingway.
Pleitos y amoríos
Entre las navidades y
el año nuevo de 1937-38, Beckett se complicó sobremanera la vida al mantener
relaciones con tres mujeres a la vez; una de ellas fue la mecenas Peggy
Guggenheim, quien lo llamaba «Oblomov» por su indolencia, afirmando que era
impredecible e indeciso acerca de casi todo.
Una de las razones que
alejarían a Beckett casi para siempre de su patria fue su participación, como
testigo de cargo, en un pleito por difamación interpuesto por un tío segundo
del escritor contra un viejo amigo de Joyce, el médico, escritor y libelista
Oliver St. John Gogarty. El pleito "Sinclair contra Gogarty" se
celebró a fines de noviembre de 1937 y fue ampliamente cubierto por la prensa
británica e irlandesa. Lo que no se esperaba Beckett era que en su transcurso
él mismo acabaría siendo difamado públicamente, al salir a relucir sus
circunstancias y convicciones personales, sobre todo en materia religiosa; fue
calificado en forma despectiva por algún periódico de «el ateo de París».
En el juicio, el defensor
de Gogarty, con el fin de desacreditar el testimonio de Beckett, le preguntó si
había escrito un libro sobre Proust, aquel escritor que tanto «se había complacido en la psicología del
sexo». Luego se refirió al segundo libro de Beckett (More Pricks than Kicks), remarcando que ni se atrevía a mencionar
el título (en lenguaje coloquial éste puede interpretarse obscenamente) delante
de un tribunal, y preguntando al testigo si, en determinado pasaje, no contenía
una caricatura blasfema de Jesucristo. También saldría a colación el poema
satírico de Beckett titulado Whoroscope
(algo así como "Puthoróscopo").5834 Finalmente, en sus
conclusiones, el abogado tachó al escritor sin reparo de «alcahuete y blasfemo» («bawd and blasphemer»), lo que motivó al día
siguiente un llamativo titular en el Irish Times. Tanto estos hechos como la
publicidad generada causaron un profundo disgusto, no solo a Beckett sino
también a su madre, ante la cual ni siquiera se atrevió a presentarse,
regresando de inmediato a París.
Beckett fue
recompensado con la Croix de Guerre
1939-1945 y la Médaille de la Résistance
por el gobierno francés por sus esfuerzos en la lucha contra la ocupación
alemana. Al final de su vida, sin embargo, Beckett se refirió a su trabajo con
la Resistencia como «cosas de boy scout».Solo treinta de los ochenta miembros
de su grupo de la Resistencia sobrevivieron a la guerra. Mientras estuvo
escondido en Roussillon, continuó trabajando, «como terapia»,en su novela
cómica Watt, empezada en 1941 y completada en 1945, aunque no publicada hasta
1953.
Al poco tiempo, ya en
esta ciudad, una madrugada de enero de 1938, volvía a su casa con unos amigos,
cuando un proxeneta, irónicamente de nombre Prudent, le ofreció de mala manera
sus servicios y después lo apuñaló. Más tarde, Beckett sólo recordaría que de
pronto se encontró herido en el suelo. El arma le pasó rozando el corazón y se
salvó por muy poco de la muerte. James Joyce consiguió para su lesionado amigo
una habitación privada en el hospital. El incidente hizo que acudiese toda la
familia de Samuel a París. La publicidad generada atrajo la atención de la
pianista y jugadora de tenis Suzanne Dechevaux-Dumesnil, varios años mayor que
Beckett, y que había tenido algún trato con él durante su primera estancia en
París. En esta ocasión, los dos iniciaron una relación que duraría toda la
vida.
En la primera audiencia
judicial que tuvieron, Beckett le preguntó a su atacante el motivo por el cual
lo había apuñalado, y Prudent le contestó simplemente: «Je ne sais pas, Monsieur. Je m'excuse». («No tengo ni idea, señor,
lo siento mucho»). Beckett solía contar de vez en cuando el incidente en
broma. Retiró los cargos, en parte para evitarse otras molestias procesales,
pero también porque encontró que Prudent era persona agradable y de buenas
maneras.
Se dice que Oliver St.
John Gogarty, que había perdido el susodicho pleito teniendo que pagar una
fuerte indemnización, al enterarse del apuñalamiento de Beckett, lo celebró con
sus amigos organizando una comilona en un restaurante de Dublín.
El último encuentro de
Beckett con Joyce tuvo lugar en Vichy, en 1940. Joyce moriría en enero del
año siguiente.
II Guerra Mundial
Beckett se alistó en la
Resistencia Francesa tras la ocupación alemana de 1940.64 Trabajaba como
mensajero, y en varias ocasiones, a lo largo de los dos años siguientes, estuvo
a punto de ser apresado por la Gestapo.
En agosto de 1942, su
unidad fue delatada, y Beckett tuvo que huir hacia el sur con su compañera
Suzanne. Se refugiaron en la pequeña villa de Roussillon, en el Departamento de
Vaucluse (Costa Azul). Allí, se hizo pasar por campesino, y continuó apoyando
a la Resistencia almacenando armas en el garaje de su casa. Durante los dos
años que Beckett estuvo en Roussillon ayudó indirectamente al maquis en sus
operaciones de sabotaje a través de la zona montañosa de Vaucluse, si bien en
raras ocasiones se expresaría después al respecto.
Reconocimiento
Una
revelación
En 1945, Beckett
regresó a Dublín por un breve tiempo. Allí volvió a desempeñar labores
humanitarias trabajando como intérprete para la Cruz Roja irlandesa. Durante su
estancia, le sobrevino al parecer una "revelación" en la habitación
de su madre, a través de la cual comprendió cuál debía ser la dirección
literaria a tomar. Esta experiencia fue más tarde literaturizada en la obra de
teatro Krapp's Last Tape (La última
cinta).
En dicha obra, se sitúa
la revelación en el muelle este del suburbio costero de Dún Laoghaire (a doce
kilómetros de Dublín), durante una noche tormentosa. Algunos críticos, pues,
identifican a Krapp con el propio Beckett, hasta el punto de juzgar muy
probable que la auténtica epifanía artística de Beckett se produjera en la
misma localización, y en un día tormentoso. En el drama, Krapp está escuchando
una grabación que él mismo había hecho tiempo antes. En un momento dado, oye su
propia voz diciendo: «...Veía claro, en
fin, que la oscuridad que yo siempre había luchado encarnizadamente por ocultar
era, en realidad, mi mayor...». Sin embargo, Krapp hace avanzar rápidamente
la cinta antes de que el espectador escuche la frase completa.
Beckett confesaría más
tarde a James Knowlson (cosa que éste relata en su gran biografía de Beckett, Damned to Fame) que la palabra perdida
en la grabación es "aliado". Beckett contó a Knowlson que esta
revelación estaba inspirada en parte en su relación con James Joyce. Afirmó
haber encarado la posibilidad de verse para siempre a la sombra de Joyce, con
la seguridad de no poder vencerle nunca en su propio terreno. Fue cuando tuvo
la revelación, según Knowlson, «como momento cardinal en su carrera».
Knowlson prosigue
relatando cómo le fue explicada dicha revelación: «Al hablar de ella, Beckett
tendía a hacer hincapié en su propia estupidez, así como en su preocupación con
la impotencia y la ignorancia. Me lo reformuló mientras trataba de definir la
deuda que había contraído con Joyce: "Comprendí
que Joyce había llegado tan lejos como pudo en la dirección de un mayor
conocimiento y del control de ese aluvión de material. Siempre estaba añadiendo
cosas: no hay más que fijarse en las pruebas constantes que da de ello. Yo
comprendí que mi camino, al contrario, era el empobrecimiento, la renuncia y
emancipación del conocimiento; era restar más que sumar"».
Y, sobre este asunto,
termina Knowlson: «Beckett rechazó el
principio joyceano de que saber más era un método de entendimiento creativo y
de control del mundo. De ahí en adelante su trabajó avanzó por la senda de lo
elemental, del fracaso, el exilio y la pérdida; del hombre ignorante y
desprendido». Según Radomir Konstantinovic, uno de sus amigos íntimos, el
olvido era para Beckett lo que la memoria para Proust.
Gran actividad,
elección del francés, Godot
De acuerdo con la
citada "revelación", en los cinco años siguientes desarrolla una
actividad literaria febril. En 1946, la revista de Jean Paul Sartre Les Temps Modernes publicó la primera
parte del cuento de Beckett titulado "Suite"
(después llamado "El fin"), sin comprender que Beckett había
entregado sólo una primera parte. Simone de Beauvoir se negó a publicar una
segunda parte. Beckett empezó en ese tiempo a escribir su cuarta novela, Mercier et Camier, que no sería
publicada hasta 1970. Esta obra, en muchos aspectos, prefigura ya la conocida Esperando a Godot, escrita algo más
tarde; pero lo más importante es que se trató del primer trabajo realizado
directamente en francés, la lengua en que plasmaría la mayor parte de su obra
desde ese momento, incluyendo la famosa trilogía de novelas que se avecinaba: Molloy (1951), Malone muere (1952) y El
Innombrable (1953). Su editor, Jerôme Lindon, recuerda que cuando Beckett
firmó el contrato de edición de Molloy, lo vio muy serio. Lindon le preguntó por
qué y Beckett contestó que la publicación de esa novela sería la bancarrota
para la editorial.
Anécdotas
Como anécdotas, el
actor Cary Elwes explica, en el vídeo de rodaje de la película La princesa prometida, que Beckett era
vecino de una tal familia Roussimoff, y solía ayudar a subir al autobús escolar
a uno de los hijos, André René, debido a su elevadísima estatura. André René
Roussimoff llegaría a ser, con los años, el luchador profesional y actor (por
ejemplo en La princesa prometida) André
the Giant.
En septiembre de 1967,
Beckett, a pesar de no querer contribuir a la pesadilla de la historia, firmó
un manifiesto de protesta contra Franco en el diario Le Monde con motivo de la
encarcelación en España del dramaturgo Fernando Arrabal.
En 1968 fue nombrado
Miembro Extranjero Honorario de la American
Academy of Arts and Sciences.
En 1969, de viaje por
Túnez con su mujer, supo que se le había concedido el Premio Nobel de
Literatura. Ella, consciente del carácter extremadamente reservado de su
marido, comentó que esta concesión había sido una "catástrofe" para
él, lo que ha sido jocosamente muy comentado. Después de la concesión, en
efecto, Beckett se encerró como en un monasterio y desconectó el teléfono.
Aunque Beckett no era
muy dado a las entrevistas, con frecuencia atendía a las solicitudes de
artistas, estudiosos y admiradores en una sala del hotel de París PLM, cercano
a su casa de Montparnasse.
En 1984 recibió la más
alta distinción ("Saoi") de
la asociación de artistas de Irlanda denominada Aosdána.
Pese a ser hablante
nativo de inglés, Beckett eligió escribir en francés, según él mismo afirmó, «parce qu'en français c'est plus facile
d'ecrire sans style», porque en francés era más fácil para él escribir sin
estilo. En efecto, en carta a Richard Coe, de 1964, confiesa «temer a la lengua inglesa [...] porque en
ella no se puede evitar escribir poesía». En su ensayo sobre Proust,
Beckett comparaba el estilo a «un pañuelo alrededor de un cáncer de garganta».En
cualquier caso, todo ello tuvo que ver en la voluntad de simplificación y
depuración estilística absolutas que presidiría toda su obra posterior. Según
Konstantinovic, «explicaba su paso de la
lengua inglesa a la francesa por el hecho de que la lengua materna siempre
lleva el peso del automatismo: es
necesario el extrañamiento de la lengua para lograr esa simplificación máxima».
Por tanto, «elegir el francés significaba
para él elegir la lengua más pobre».
La celebridad de
Beckett se debe principalmente a la mencionada obra de teatro, Esperando a
Godot. En un artículo citado a menudo, el crítico Vivian Mercier apuntó que Beckett
«había llevado a cabo una imposibilidad
teórica: un drama en el que nada ocurre, que sin embargo mantiene al espectador
pegado a la silla. Lo que es más, dado que el segundo acto no es prácticamente
más que un remedo del primero, Beckett ha escrito un drama en el que, por dos
veces, nada ocurre».
Como la mayoría de sus
trabajos después de 1947, esta obra fue escrita primero en francés, con el
título de En attendant Godot. Beckett
trabajó en ella desde octubre de 1948 hasta enero de 1949. Tras muchos
esfuerzos por publicarla (fueron años de dificultades económicas, en los cuales
tuvo que dedicarse a la traducción para subsistir, siempre en esta tarea
apoyado por su mujer), lo hizo finalmente en 1952. Godot fue estrenada en 1953, y la traducción al inglés apareció dos
años más tarde. Aunque controvertida, resultó un éxito de crítica y público en
París. Obtuvo una mala acogida en Londres, al estrenarse en 1955, pero más
tarde saltaron las opiniones entusiastas de Harold Hobson en The Sunday Times y,
con posterioridad, de Kenneth Tynan. En los Estados Unidos fracasó en Miami,
pero tuvo una buena acogida en Nueva York. Más tarde, la obra se haría muy
popular, con elevadas audiencias en Estados Unidos y Alemania. Todavía se
representa con frecuencia en muchos lugares del mundo.
Suzanne y Barbara
En 1954 se traslada a
Dublín para asistir al funeral de su hermano Frank; en ese momento se hizo
cargo de la educación de sus sobrinos, Edward y Caroline.
A finales de los años
50, Beckett pasaba temporadas en Londres (los Beckett siempre vivieron en
París), donde había trabado relación con Barbara Bray, una traductora y editora
de la BBC,84 viuda, con dos hijas de corta edad, que contaba treinta y cuatro
años cuando él la conoció. Bray era «pequeña y atractiva, pero, sobre todo, muy
inteligente y culta».85 James Knowlson escribió sobre ellos: «Da la impresión
de que Beckett se sintió de inmediato atraído por ella, lo mismo que ella por
él. Su encuentro fue muy significativo para ambos, ya que constituyó el inicio
de una relación en paralelo con la de Suzanne, que duraría ya toda la vida».
El importante papel que
había desempeñado Suzanne —mujer enérgica y de gran carácter—, en la vida del
escritor se restringió a partir de estos años, hasta el punto de que llegaron a
vivir en cuartos separados; en cualquier caso, pasaban todas las vacaciones
juntos. Pese a los problemas de Samuel con el alcohol, al que siempre fue muy
aficionado, a sus flirteos con otras mujeres y a su necesidad casi compulsiva
de estar solo, la pareja sobrevivió sin excesivos tropiezos hasta la muerte de
Suzanne. Beckett, poco antes de morir (sólo meses más tarde que ella) confesó a
su biógrafo: «Todo se lo debo a Suzanne».
Como se ha dicho,
Beckett escribía ahora mayormente en francés, y tradujo sus obras él mismo al
inglés, con la excepción de Molloy,
en cuya traducción le ayudó Patrick Bowles. El éxito de Esperando a Godot supuso el lanzamiento teatral para este autor.
Superado por la fama, en 1956 escribió a un amigo:
El
éxito o el fracaso popular nunca me han importado mucho, de hecho me encuentro
mejor con el último ya que he respirado profundamente sus aires vivificantes
toda mi vida de escritor, excepto en los dos últimos años.
Beckett escribiría
posteriormente otras piezas teatrales de importancia, como Final de partida (1957), Los
días felices (1960) y Play (1963).
En 1959 recibió el
título de doctor honoris causa en el Trinity
College de Dublín, donde había estudiado en su juventud.
Últimos años
Los años 60 supusieron
para el escritor un periodo de cambios personales y profesionales. En marzo de
1961 contrajo matrimonio civil en Inglaterra con su compañera de siempre,
Suzanne Dechevaux-Dumesnil, principalmente por cuestiones de herencia en
Francia. El éxito de sus piezas teatrales lo llevó por todo el mundo, para
participar en recepciones, actos culturales y en los montajes de las obras,
inaugurándosele una nueva etapa como director teatral.
En 1956 había empezado
a trabajar para la Tercera Cadena de radio de la BBC con su obra radiofónica All That Fall. Continuaría escribiendo
esporádicamente para la radio, y también lo haría para el cine y la televisión.
Volvió a escribir en inglés, aunque nunca dejó de utilizar el francés.
Final
Suzanne murió el 17 de
julio de 1989.98 Beckett, que sufría de enfisema y probablemente enfermedad de
Parkinson, y se hallaba a la sazón recluido en un sanatorio, murió el 22 de
diciembre de ese mismo año, con 83 años. Ambos fueron enterrados en el
Cementerio de Montparnasse de París. Comparten una simple lápida de mármol. Se
cuenta que Beckett replicó al pedírsele que eligiera el color: «Cualquiera, siempre que sea gris». La
tumba se halla en la senda principal, no lejos de la entrada, a la izquierda.
La de Sartre se encuentra a la derecha.
Obra
La carrera de Beckett
como escritor puede dividirse a grandes rasgos en tres periodos: sus trabajos
tempranos, hasta finalizar la Segunda Guerra Mundial; su periodo intermedio,
entre 1945 y 1960, durante el cual escribió la parte quizá más importante de su
obra; y el periodo final, de principios de los 60 hasta su fallecimiento, en
1989. En esta época sus obras eran cada vez más breves y su estilo más austero
y minimalista.
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