El tren
Flannery
O’Connor
De tanto pensar en el
camarero, casi se había olvidado de la litera. Le tocaba una de arriba. El
hombre de la estación había dicho que podía darle una de las de abajo y Haze le
había preguntado si no tenía de las de arriba. Al acomodarse en el asiento,
Haze se había fijado en que, encima de su cabeza, el techo era redondeado. Ahí
estaba la litera. Bajaban el techo y ahí estaba, y para subirte tenías que usar
una escalera. No había visto ninguna escalera por ahí; supuso que las
guardarían en el armario. El armario estaba justo por donde se entraba. Cuando
se subió al tren había visto al camarero de pie, delante del armario,
poniéndose la chaqueta del uniforme. Haze se había parado justo en ese
instante, justo donde estaba.
La forma en que movía
la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía igual de corto.
Se apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran iguales;
eran idénticos… así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después
eran diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron
por completo.
-¿A… a qué hora bajan
las camas? -farfulló Haze.
-Falta mucho todavía
-contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze no supo qué más
decirle. Se fue para su compartimiento.
El tren era ahora una
mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles, campos veloces
y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza
en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba
con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos
veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había
echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir
nada; Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la
vez anterior. Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la
quebrada se parecían. Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y
calvos, pura roca. En sus tiempos, el viejo Cash había pesado doscientas
libras, sin nada de grasa, y no subía más de cinco pies del suelo. Haze quería
hablar con el camarero. ¿Qué le comentaría el camarero cuando él le dijese:
“Soy de Eastrod”? ¿Qué le diría él?
El tren había llegado a
Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso significaba que a
ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer comentó que le
parecía que iba a nevar. Dijo que su marido la había llevado en coche hasta la
estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que
él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer diez millas; vivían en las
afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo
de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás
de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías
si eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al
pasar el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se
alegró de tener a alguien que le diera conversación.
Se acordó de cuando era
niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga en el
ferrocarril de Tenesí. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás
pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía
corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto
con el que se encontraba. Y además se acordaba de todos ellos. Años más tarde,
de repente se preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se
preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer del
hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a
las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era una Jackson. Annie
Lou Jackson.
“Mi madre era una
Jackson”, dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención a la
señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba.
-Me llamo Hazel Wickers
-dijo-. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me crié en Eastrod,
Eastrod, Tenesí.
Pensó otra vez en el
camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que el camarero
podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de
que Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze miró por la ventanilla
y vio las negras siluetas giróvagas adelatándolo a toda velocidad. Si cerraba
los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y lograba
encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas de los
negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el prado,
entre gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de la
mula suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la noche.
Él también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a su mamá
acercarse por el sendero y secarse las manos en el mandil que acababa de
quitarse, la había visto aparecer sombría como si fuese la encarnación de la
noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo
decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al camarero.
-¿Vas para tu casa? -le
preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera se
apellidaba Hitchcock.
-¡Ummm! -exclamó Haze,
sobresaltado-, me bajo en… me bajo en Taulkinham.
La señora Hosen conocía
a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham… un tal
señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de conocerlo.
¿Alguna vez había oído hablar de…?
-Yo no soy de
Taulkinham -refunfuñó Haze-. Yo no sé nada de Taulkinham.
No miró a la señora
Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
-¿Y se puede saber
dónde vives?
Quería huir de ella.
-Eso estaba allí
-murmuró, revolviéndose en el asiento, luego añadió-: Es que no me acuerdo,
estuve una vez pero… esta es la tercera vez que voy a Taulkinham -se apresuró a
explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza-, no
volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé nada de ese
lugar. Una vez vi ahí un circo pero no…
Oyó un ruido metálico
al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía. El camarero iba bajando
las paredes de los compartimentos del principio del vagón.
-Tengo que ver al
camarero -dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No sabía qué le iba a
decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir.
-Supongo que se prepara
para hacerlas ya -comentó Haze.
-Así es -dijo el
camarero.
-¿Cuánto tarda en hacer
una? -preguntó Haze.
-Siete minutos
-contestó el camarero.
-Yo soy de Eastrod
-dijo Haze-. Soy de Eastrod, Tenesí.
-Pues eso no está en
esta línea -le aclaró el camarero-. Te has equivocado de tren si cuentas con
llegar a un sitio como ese.
-Voy a Taulkinham -dijo
Haze-. Me crié en Eastrod.
-¿Quieres que te haga
la litera ahora mismo? -le preguntó el camarero.
-¿Eh? -respondió Haze-.
Eastrod, Tenesí. ¿Nunca oyó hablar de Eastrod?
El camarero bajó un
lateral del asiento.
-Soy de Chicago -le
dijo.
Echó las cortinas de
ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma. Cuando se
agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago.
-Estás justo en medio
del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar -le dijo, y le dio la espalda a
Haze.
-Me parece que mejor me
voy a sentar un rato -dijo Haze sonrojándose.
Al regresar a su
compartimiento notó que la gente lo observaba con atención. La señora Hosen
miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo que
todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba
que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica
para que le hiciera el almuerzo, pero para la cena se arreglaba solo. Le
parecía que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al
contrario, pensaba que a él le venía bien. Wallace no era vago, pero no tenía
ni idea de lo sacrificado que era ocuparse todo el santo día de la casa. La
verdad es que no sabía cómo iba a sentirse en Florida con alguien sirviéndole
todo el rato.
El camarero era de
Chicago.
Hacía cinco años que
ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su hermana a
Grand Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids a
Waterloo. Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía
bien si iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que
estaban tan grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El
marido de su hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids,
tenía un buen puesto, pero en Waterloo, se…
-Estuve allí la última
vez -dijo Haze-. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí; se vino
abajo como… no sé… como…
-Debes de estar
pensando en otra Grand Rapids -le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño-. La
Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado
siempre.
Lo miró con fijeza un
instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se llevaban bien,
pero en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar adelante la
casa y educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo podía
pasarse ahí sentado año tras año.
La madre de Haze nunca
había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson.
Al cabo de un rato, la
señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla al vagón
restaurante. Le dijo que sí.
El vagón restaurante
estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y la señora Hosen
hicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de cuando en
cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente. La
señora Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la
pared con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón
restaurante; menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no
llegaba a estar hablando, él le hubiera contado con inteligencia que había
estado allí la última vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía
bastante a los negros de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo
suficiente para ser su hijo. Se lo hubiera contado mientras comían. Desde donde
estaba no se veía el vagón restaurante; se preguntó cómo sería por dentro.
“Como un restaurante”, imaginó. Pensó en la litera. Cuando terminara de comer,
seguro que la litera estaba hecha y se podía subir a ella. ¿Qué diría su mamá
si lo viera ocupando una litera en un tren? Seguro que ella nunca llegó a
imaginar que eso iba a pasar. Cuando se acercaron un poco más a la entrada del
vagón restaurante, vio el interior. ¡Era igualito a un restaurante de la
ciudad! Seguro que su mamá nunca llegó a imaginar que sería así.
Cada vez que alguien
salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas del
principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a varias.
Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Haze, la señora Hosen y la
mujer con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante, mirando
hacia el interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El hombre
hizo una seña y entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El hombre
detuvo a Haze y le dijo: “Dos nada más”, y lo hizo retroceder hasta la puerta.
Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la persona
que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola para regresar al
vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente apretujada cerca de la
puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar que todos lo miraran. Durante
un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de pie. La señora Hosen no
volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba al fondo del
vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la
mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y,
antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café
de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa. Pidió lo
primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en
lo que era. La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que
esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo comer.
Cuando salió del vagón
restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con movimientos
imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había visto al
encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos vagones; para
despejarse inspiró hondo el aire frío. Funcionó. Cuando regresó a su vagón,
todas las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y siniestros,
flotaban envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que tenía una
litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía tumbarse y
subir la persiana un poquito para mirar y vigilar -justo lo que pensaba hacer-
y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren en marcha. Podía observar
la noche en movimiento.
Cogió su mochila, se
fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel indicaba que
había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba. Se le
ocurrió de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los
negros de la quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en
Tenesí. Fue pasillo abajo a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes
de que él se metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y
se fue para la otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa,
que lanzó un grito ahogado y masculló:
-¡Serás torpe!
Era la señora Hosen
envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos. Se había
olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y
esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara. Ella trató de
avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se
le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le
encendieron. Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
-¿Se puede saber qué es
lo que te pasa?
Él se escurrió como
pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra el camarero
que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero quedó
muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no
pudo quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y
musitó: “Cash”, y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó
pasillo abajo, a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le
dijo que quería subirse a su litera mientras pensaba: “Es pariente de Cash”, y
entonces, de repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba
distraído: “Este es el hijo que se le fugó a Cash”. Y luego: “Conoce Eastrod y
no quiere saber nada, no quiere hablar de eso, no quiere hablar de Cash”.
Se quedó mirando
mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera; luego subió
sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía los
mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al
camarero:
-Cash está muerto. Un
puerco le pegó el cólera.
El camarero se quedó
con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló:
-Soy de Chicago. Mi
padre era empleado del ferrocarril.
Haze se lo quedó
mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra vez y el
camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que Haze
tuvo que agarrarse de la manta.
Se acostó boca abajo en
la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo de Cash. De
Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod. Siguió
acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado un
año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero.
Al cabo de un rato se
acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta, encendió la
luz y miró a su alrededor. No había ventana.
En la pared del costado
no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse en ventana.
No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red de pesca en
toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un instante, se
le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado esa litera
que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo, porque lo
odiaba. Seguro que eran todos iguales.
El techo encima de la
litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión de no
estar bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado un
rato, sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En
la cena había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la
garganta. Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía
miedo de que se movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que
estuviera oscuro. Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del
interruptor, le dio y la oscuridad le cayó encima, y después se hizo menos
intensa por la luz que se filtraba por el espacio sin cerrar, como de un palmo.
Quería que la oscuridad fuera completa, no que estuviera diluida. Oyó al
camarero acercarse por el pasillo, sus pasos mullidos en la alfombra, avanzaba
sin pausa, rozando las cortinas verdes, luego los pasos se fueron perdiendo a
lo lejos hasta que no se oyeron más. El camarero era de Eastrod. Era de Eastrod
pero no quería saber nada de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado. No lo
hubiera querido. No hubiera querido nada que llevara una chaquetilla blanca y
ajustada y anduviera con una escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la
misma pinta que si la hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía
como los negros. Pensó en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del
tren. En Eastrod ya no quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar
por el camino vio en la oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles
cerrada con tablas y el granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la
casa más pequeña medio desmontada, sin balcón ni suelo en la entrada. Se
suponía que debía ir a casa de su hermana en Taulkinham la última vez que
estuvo de permiso, al volver del campamento de Georgia, pero no quería ir a
Taulkinham y había regresado a Eastrod pese a que sabía lo que se iba a
encontrar: las dos familias desperdigadas por los pueblos y hasta los negros
que vivían en el camino se habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros
sitios. Él había vuelto a dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del
techo se había desprendido una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un
corte en la cara. Pegó un salto, como si notara la tabla, y el tren dio una
sacudida, se detuvo y volvió a arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no
quedara nada que conviniera llevarse.
Su mamá siempre dormía
en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna parte había otro
ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares por aquel
ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él
calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los
cajones.
En el de arriba de todo
encontró dos trozos de cordón y nada en los demás. Le pareció raro que no
hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el cordón, ató las
dos patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno
de los cajones:
Este ropero le
pertenece a Hazel Wickers. No lo robes o serás perseguido y matado.
Así ella descansaría
mejor sabiendo que el ropero estaba protegido de alguna manera. Si ella llegaba
a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez su mamá
caminaba de noche y pasaba por ahí… si pasaba con aquella expresión en la cara,
inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por
todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles
cerrada con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara
como la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había
visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la
sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera
contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa
y salir volando como un espíritu que iba a estar satisfecho: pero ellos
encerraron dentro al espíritu. A lo mejor ella iba a salir volando de ahí
dentro, a lo mejor iba a levantarse de un salto; tremenda, como un enorme murciélago
que se colaba por la rendija, la vio salir volando de ahí pero la oscuridad
caía sobre ella, se cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio
cerrarse, acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se
veían por la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más negra.
Abrió los ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto, se coló por la
grieta y se quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz del tren le permitió
ver poco a poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo. Se quedó ahí,
mojado y frío, y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una silueta
blanca en la oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías
describieron una curva y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del
tren.
Flannery O'Connor
(Savannah, Georgia, 25 de marzo de 1925-3 de agosto de 1964) fue una escritora
estadounidense del siglo XX; autora de dos novelas y 32 relatos, publicó
también ensayos y reseñas. Su obra, considerada una de las más importantes de
la literatura estadounidense del siglo XX, fue ampliamente estudiada en el
contexto de la literatura del Sur de Estados Unidos; sus personajes y el
ambiente que describe son sureños, y a la vez su obra trasciende el ámbito
local para crear ficciones de alcance universal.
Biografía
Fue la única hija de
Edward O'Connor (que murió en 1941) y Regina Cline O’Connor.
Estudió secundaria en Peabody High School. Se graduó en
Estudios Sociales en el Georgia State
College for Women (ahora Georgia
College & State University), y en ese momento empezó a leer, pues hasta
entonces no había oído hablar de Faulkner, Kafka o Joyce. En 1946 fue aceptada
en el prestigioso Master de Creación
Literaria de la Universidad de Iowa; allí presentó sus primeros cuentos
como tesis de fin de máster.
En este tiempo había
empezado a trabajar en Wise Blood, la
que acabaría siendo su primera novela, que obtuvo en esa fase de elaboración
previa el premio Rinehart. Consiguió entonces una beca para trabajar en la
elaboración final de esta novela en la colonia de escritores de Yaddo, donde
conoció al poeta Robert Lowell; más adelante, ante los problemas que surgieron
allí, se trasladó a vivir a Nueva York; allí, en 1949, conoció a Robert
Fitzgerald (traductor de Edipo rey, la Ilíada y la Odisea), y aceptó de éste y
de su mujer, Sally, una invitación para vivir con ellos en su casa en el campo,
en Connecticut. Estos amigos se encargaron de editar algunas de sus obras a su
muerte.
En 1951 se le
diagnosticó lupus, la misma enfermedad por la que falleció su padre, y tuvo que
regresar a Milledgeville, donde vivió hasta su muerte; cuando se recuperó algo
—aunque siempre estuvo en situación más o menos delicada de salud, y pasó
varios periodos internada en hospitales— se trasladó a una granja, Andalusia,
de cuya gestión se encargó su madre, mientras que ella —con las limitaciones de
la enfermedad— se dedicaba a la escritura. Allí pudo continuar su afición a la
cría de aves, especialmente pavos reales, pero también gansos, patos y
cualquier ave exótica que pudiera conseguir.
En esta vida aislada
recibía visitas cada vez más numerosas de amigos y admiradores y su relación
epistolar con muchos de ellos —recogida en el libro El hábito de ser— le
permitió una red de relaciones que compaginó con algunos viajes puntuales,
sobre todo a universidades. Sólo salió al extranjero en un viaje que hizo por
Europa, pasando por Roma, Lourdes y Barcelona.
Obra
Escribió dos novelas: Sangre sabia (Wise Blood, 1952) y Los violentos lo arrebatan (The Violent
Bear It Away, 1960), así como 31 relatos breves, recogidos en dos libros: Un hombre bueno no es fácil de encontrar
(A Good Man Is Hard To Find, 1955) y Todo
lo que asciende tiene que converger (Everything That Rises Must Converge,
póstumo 1965). Sus ensayos y conferencias publicados son de gran profundidad y
agudeza. También dejó gran número de entrevistas y comentarios reveladores.
Se la estudia a veces
dentro de la literatura sureña, aunque se distingue de la mayoría de los
escritores de la zona por su perspectiva católica de fondo, algo que comparte
sólo con algún autor aislado, como Walker Percy. En todo caso, O'Connor siempre
consideró como modelos suyos en punto de vista y temas a Edgar Allan Poe y
Nathaniel Hawthorne, y en los aspectos técnicos a Henry James y a Joseph
Conrad. La crítica suele incluirla en el llamado gótico sureño, junto a
William Faulkner, Katherine Anne Porter o Eudora Welty —a quienes apreciaba—,
pero también junto a Carson McCullers, a quien detestaba. O'Connor retrataba
con agudeza el ambiente sureño que conoció y en especial sus personajes;
algunos son grotescos, pero desde un punto de vista externo, porque ella no los
consideraba así en sentido estricto.
El ambiente y los
personajes son los del sur estadounidense, pero acaso la problemática de fondo
la relacionaría más con escritores católicos, ingleses como Evelyn Waugh o
Graham Greene y sobre todo a algunos franceses cuya influencia reconoció: Léon
Bloy, François Mauriac y Georges Bernanos. Complejamente, pues aunque curiosamente
le atraían Céline, y también la personalidad de Simone Weil, consideraba que
los escritos de ésta tenían un punto "ridículo". Hay que añadir su
gusto por los rusos, sobre todo Dostoyevski y Gogol (no Tolstoi). Además, entre
sus contemporáneos, apreciaba mucho a Bernard Malamud, pero nada a Mary
McCarthy, Virginia Woolf, Djuna Barnes o Dorothy Richardson.
Repercusión en la
cultura popular
En 1979, la novela Sangre sabia (Wise Blood, 1952) fue
adaptada al cine. Se respetó el título original y el guion siguió bastante
fielmente la trama del libro. El director de la película fue John Huston y los
actores protagonistas fueron Brad Dourif, Dan Shor y el propio John Huston.
Libros
Novelas
Sangre sabia (Wise
Blood, 1952). Cátedra, Madrid, 1990, ISBN 978-84-376-0970-6 y en Novelas,
Lumen, Barcelona, 2011, ISBN 978-84-264-1903-3.
Los violentos lo
arrebatan (The Violent Bear It Away, 1960). En Novelas Lumen, Barcelona, 2011,
ISBN 978-84-264-1903-3.
Why Do the Heathen Rage? Fragmentos
de novela inacabada. En Collected Works.
Cuentos
Un hombre bueno es
difícil de encontrar (A Good Man Is Hard To Find, 1955). Lumen, Barcelona, 1973,
ISBN 978-84-264-1092-4. 10 relatos.
Las dulzuras del hogar
(Everything That Rises Must Converge, 1965). Lumen, Barcelona, 1986, ISBN
978-84-264-1031-3. 9 relatos.
Cuentos completos (The
Complete Stories, 1971). Lumen, Barcelona, 2005, ISBN 9788426415110. 31
relatos: los 19 de sus dos volúmenes de cuentos y 12 más.
Ensayos
Misterio y maneras. Prosa ocasional (Mystery and
Manners: Occasional Prose, ed. por Sally & Robert Fitzgerald, 1969).
Encuentro, Madrid, 2007, ISBN 978-84-7490-894-7)
The Presence of Grace and Other Book Reviews, ed por
Carter W. Martin, University of Georgia Press, 1983.
Cartas
El hábito de ser (The Habit of Being: Letters, ed. por
Sally Fitzgerald, 1979). Salamanca, 2003, ISBN 978-84-301-1526-6)
Tiras cómicas
Flannery O'Connor.
Tiras cómicas (Flannery O'Connor. The Cartoons, Fantagraphics, Seattle, 2012). Nórdica, Madrid, 2014, ISBN
978-1606994795)
Diarios
A Prayer Journal, Farrar, Straus and Giroux, 2013
Recopilaciones de su narrativa
Three by Flannery O'Connor (contiene Wise Blood, A Good
Man Is Hard To Find y The Violent Bear It Away), 1964.
Three by Flannery O'Connor (contiene Wise Blood, The
Violent Bear It Away y Everything That Rises Must Converge), 1983.
The Complete Short
Stories 1971 (Cuentos completos, Lumen, 2005, ISBN 978-84-264-1511-0;
DeBolsillo 2006, ISBN 978-84-8346-131-0 y 2007, ISBN 978-987-566-338-1)
Collected Works, ed. Sally Fitzgerald, The Library of
America, 1988.
Un encuentro tardío con
el enemigo, Encuentro, Madrid 2006, ISBN 978-84-7490-782-7.
El negro artificial y
otros escritos, Encuentro, Madrid, 2000, ISBN 978-84-7490-599-
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