La noche está hecha para llorar
Chester Himes
Preso de una vaga
irritación, Piel de Ébano puso su
vaso de whisky sobre la barra del bar con un ruido seco. Se volvió con gesto
hosco hacia Giglio, este último de color claro y gordo como un lechón bien
alimentado, que contaba con una voz estropajosa por el alcohol.
—Después saca una
navaja y me pica la espalda. Yo la miro y nada más. Entonces tira el cuchillo y
me golpea en la boca con su cartera; sigo mirándola sin moverme. Pero cuando
ella levanta el pie y me machaca los callos, la empujo y la tiro al suelo.
Piel
de Ébano le respondió:
—Negro de mierda, si es
a mí a quien hablas, ni siquiera te estoy escuchando.
A Piel de Ébano no le gustaban los negros claros. No le apetecía en
ese momento que le hablara un negro pálido, ya que estaba esperando a María, su
amor, también de piel clara, para llevarla a su trabajo como todos los días.
Giglio bebió un trago
de whisky y no dijo nada. Había ruido a su alrededor, una risa estridente por
aquí, una obscenidad por allá. Una mujer estaba diciendo con un tono duro y
vulgar:
—Cal, me gustaría que
impidieras a Fofo beber tanto.
Después el ronroneo
monótono y banal de un hombre que contaba:
—Aposté al 632 y es el
642 el que sale…
Había repetido estas
palabras más de un centenar de veces…
—¡Oh!, ella no le da
nada a ese pollo alocado… —gritaba una voz joven y fuerte queriendo atraer la
atención. Una máquina de discos en el fondo del local berreaba una canción
ronca, típicamente negra. «¿Hay alguien que quiera comprar…?».
El espejo, detrás de la
barra, devolvía el rostro ceñudo de Piel
de Ébano y ese rostro era el más negro de toda la hilera de caras morenas o
pálidas que se alineaban a lo largo de la barra.
Los apliques extendían
una luz suave sobre la «élite» sentada. Él humo de cigarros subía en volutas
azules hacia el techo a través de la luz tamizada, mezclándose a los efluvios
del whisky, de perfumes baratos y sudor de negros. Los cuerpos se rozaban,
haciendo subir vestidos de color violeta sobre piernas pálidas bien formadas.
Uñas pintadas de escarlata relucían como brillantes gotas de sangre sobre los
vasos de whisky y los rostros claros de mujeres con los cabellos lacios,
parecidas a máscaras empolvadas, agujereadas con bocas rojas como heridas.
Cuatro blancos entraron
por la puerta y se abrieron camino con rapidez, pero sin arrogancia, a través
de toda aquella gente que había vuelto la espalda con desagrado. Iban hacia el
cabaret del fondo de la sala. Un cierto rencor se leía en la mirada de Piel de Ébano.
Un negro cargado de
hombros, con aspecto de tuberculoso, se inclinó hacia él y le dijo algo al
oído.
Piel
de Ébano se atragantó bruscamente y escupió el whisky en el
mostrador. Dejó brutalmente el vaso y el resto del whisky resbaló por su mano.
Por dos veces pasó su rosada lengua por los labios rojos; bajo el panamá blanco
puesto precariamente en su cabeza, el rostro de Piel de Ébano mostraba una sorpresa extraordinaria. Una bola de
billar que hubiera tomado de pronto figura humana no habría producido una
impresión más extraña. La cicatriz hinchada y azul de su mejilla izquierda,
recuerdo de un duelo de navaja cuando estaba en presidio, pareció agrandarse;
se hubiera dicho que era la reproducción en relieve de un cráter de un obús,
insertado en un manojo de arrugas.
Se bajó del taburete,
su codo derecho golpeó una espalda morena, satinada, y sus pies planos tomaron
torpemente contacto con el suelo. De pie, él era alto, pero a pesar de su metro
ochenta no impresionaba a causa de sus hombros caídos y de sus brazos largos
como los de un mono.
Vaciló un momento,
indeciso. Piel de Ébano era un
espécimen único en su género, de esplendorosa indumentaria: panamá blanco
echado hacia atrás en su cráneo rasurado y brillante; camisa de seda,
ligeramente marcada en la transparencia por el negro de sus músculos marcados;
pantalón muy entallado, de un verde claro brillante que caía sobre zapatos
relucientes, número cuarenta y cuatro, de color rojizo.
La mujer que había
empujado con el codo se volvió furiosa y sus labios rojos crispados le
escupieron un buen manojo de obscenidades. Pero él, haciéndose camino entre la
gente, se dirigió hacia la puerta, salió en tromba del Long Cabin Bar y volvió a encontrar fuera la multitud de chulos
ociosos.
Los semáforos de la
calle cambiaron del verde al rojo. Cuatro autos brillantes y nuevos, llenos de
gente de color que reían como locos, como si no pasara nada. Una mujer de piel
morena respondió al nombre de Cheris que alguien le llamó; ella se detuvo delante
de su «negro», ligeramente inclinada hacia adelante, manos en los costados, su
vestido ceñido sobre la curva voluptuosa de sus caderas.
Piel
de Ébano, con sus ojos saltones de manchas amarillas,
recorrió la fachada parduzca del hotel Majestic, del otro lado de la calle. Su
mirada se detenía un momento en cada mujer de piel clara que cruzaba. En las
esquinas de la calle, allí en el Central Avenue, divisó una muchacha de tez
clara que subía a un coche cerrado, verde, pero un tranvía ruidoso se interpuso.
Le pellizcó los labios rojos y los humedeció con la lengua. Echó a correr, a
pesar de sus pies planos. Un coche pitó, rechinando los frenos, pero él ni
siquiera se volvió. Un chófer de taxi lo insultó al pasar; apretó los dientes
enseñando ligeramente las encías, pero la expresión irreal de su rostro
descompuesto no cambió.
Torció a la derecha,
delante del Majestic, se tropezó con un dandy
de piel morena que estaba con dos mujeres viejas y muy pintadas, y,
jadeando, se detuvo en la esquina de la calle. Él coche verde saltó el semáforo
rojo y arrancó con un gemido de caja de velocidades, dejando tras de sí un olor
a caucho quemado.
Pero el coche había
arrancado demasiado tarde y Piel de Ébano
había tenido tiempo de ver la hermosa carita de María y el perfil de un chófer
nervioso, encorvado sobre el volante. ¡Era el negro pálido! Por encima del
hombro, Piel de Ébano miró las luces
de posición del coche que desaparecía a lo lejos, fundiéndose con la oscuridad.
Se quedó allí, balanceándose en la oscuridad sobre sus pies planos. Su labio
inferior comenzó a colgar, mancha escarlata sobre su rostro negro. Él blanco de
sus protuberantes ojos se cubrió de una red de venillas rojas. Él sudor perló
su cráneo brillante y sobre su cara fofa, haciendo relucir su negra piel, y
rodó por todo su cuerpo.
Se dio la vuelta y sin
dudar corrió a tomar un taxi; en este momento sus movimientos eran seguros.
Ya había visto antes a
María con esa sucia rata pálida. Paró un taxi y mostrándole la dirección que
debía seguir le dijo al chófer:
—¡Pisa a fondo, como un
cohete!
El chófer justificó el
nombre de «cohete» que le acababa de poner y el automóvil se lanzó hacia
adelante, haciendo gemir con fuerza sus ocho cilindros. Piel de Ébano se inclinaba hacia el conductor, nervioso, y esperó a
que el velocímetro llegara a ochenta antes de hablar:
—Hay una limusina verde
delante, hay que alcanzarla. Si lo consigues, te ganarás una buena propina.
El chófer, un muchacho
menudo, moreno, de cuerpo desmadejado, le lanzó una sonrisa abierta y se aferró
al volante. El taxi se dirigió hacia el semáforo en rojo de Ceder Avenue a
ciento diez por hora, sin frenar siquiera un poco, rebasó los coches detenidos
y se abalanzó hacia adelante justo en el momento en que el semáforo se pasaba
al verde. En Carnegie estaba en rojo y el auto que iba delante se detuvo,
mientras que el taxi se saltaba el semáforo a ciento cuarenta, sin parar.
—A la derecha, al hotel
Euclides —ordenó Piel de Ébano, y sus
labios le colgaban de tal manera que se podía creer que estaban vueltos al
revés. Piel de Ébano hacía una
apuesta: esperaba que el mulato buscaría la protección de sus patrones blancos.
Era su única oportunidad de encontrarlo porque el automóvil verde los había
dejado muy atrás.
El chófer frenó para
dar la vuelta, buscando de reojo un policía eventual. No lo había y tomó la
curva discretamente a ochenta. No sabía siquiera si el semáforo estaba rojo,
verde o amarillo. La aguja del velocímetro parecía seguir la numeración de las
calles: 150, en la Avenida 50; 170, en la 70…; ya iba a 180 cuando Piel de Ébano ordenó:
—¡Da la vuelta ahora!
María salía del auto
verde delante del Regis, en donde trabajaba como sirvienta. Cuando oyó el
rechinar de los neumáticos sobre el asfalto se puso a correr como loca.
Piel
de Ébano avanzó rápidamente, a pesar de sus pies planos, y
la alcanzó justo en el momento en que estaba a punto de trepar por la escalera
que conducía al «hall» del hotel. No dijo una palabra y, tomando impulso, le
dio una bofetada con toda la mano derecha. Ella se envaró. Después la golpeó en
el pecho con la izquierda y cuando se dio la vuelta le lanzó tres directos en
el rostro, golpeándola como loco.
Ella cayó a cuatro
patas; él le rompió la boca con la rodilla, ella volvió a caer abatida sobre un
costado, y finalmente, él la remató con saña con tres patadas rápidas. Piel de Ébano se babeaba, la saliva se
escurría de su hocico y su rostro, iluminado por el neón del alumbrado, era una
pelota negra, sus ojos vacíos ya no veían nada. Como por un milagro, el panamá
seguía sobre su redonda cabeza, más blanco que nunca, y sus labios rojos eran
como una herida sangrante en medio de su cara negra. María gritó pidiendo
socorro. Después lloriqueó, luego suplicó:
—¡No me mates, Piel de Ébano, mi amor, mi nido de amor,
mi hombre, mi amor! María te quiere, amor mío, ¡¡¡No me mates, te lo suplico,
mi hombre, no mates a tu amorcito María…!!!
Él hombre de la piel
clara había salido del coche y los seguía lentamente. Se detuvo indeciso sin
saber si volver al auto y largarse, pero no podía soportar la visión de Piel de Ébano maltratando a María a
patadas. Su enorme confusión se reflejó en su rostro, antes de decidirse a intervenir.
De pronto, recordó que
había trabajado como botones y pensó que los blancos tomarían partido por él
contra un cochino negro desconocido en el lugar. Avanzó hacia Piel de Ébano, y le dijo con una voz
educada y perentoria:
—¡Para ya de dar patadas
a esa mujer!, maldito sucio negro.
Piel
de Ébano, con el rostro descompuesto, giró hacia él; de una
fría mirada juzgó a su adversario, y le previno fríamente:
—No te mezcles en esto,
sucio negro mal blanqueado. Esta es mi mujer y a ti no te importa.
El mulato se
envalentonó ante la aparición de dos blancos en la entrada del hotel, dio un
paso hacia adelante y golpeó a Piel de
Ébano en la boca. Este sacó su navaja del bolsillo y acribilló a
cuchilladas al mulato, que no tardó en caer. Los dos blancos no habían tenido
tiempo siquiera de bajar la escalera. Quisieron reducir a Piel de Ébano, pero él se deshizo de ellos y sin dejar de correr, a
pesar de sus malditos pies planos, consiguió llegar hasta la avenida del
teatro, justo antes de la llegada del coche de la policía.
Oyó la voz histérica de
María, que gritaba:
—Amenazó a Piel de Ébano con un revólver, disparó
su pistola, yo lo vi.
Soltó una carcajada
satisfecho: ella todavía le pertenecía…
Sonaron tres disparos
de pistola detrás de él cortando en seco su risa. Los policías empezaron a
tirar sin más. Sabía que para ellos el enemigo era él y que lo querían matar.
Entonces se puso en medio de la luz, detrás del restaurante Clark, inmóvil, con
las manos en alto, sin siquiera darse la vuelta.
Los policías le
llevaron a la garita y le sacudieron hasta que su cráneo era sólo una herida
ensangrentada, desde la nuca a los ojos saltones.
—Te crees que puedes
venir a jugar con tu navaja hasta Euclides Avenue, ¿no es cierto, maldito
negro?
Más tarde, los jueces
le condenaron a la silla eléctrica.
Si esto le afecta, no
lo demuestra durante la larga espera en la pequeña celda de los condenados a
muerte. Sabe que esa muchacha de piel clara y hermosos muslos es todavía suya
de cuerpo, corazón y alma. A lo largo del día se puede oír su fuerte voz como
un graznido, pitorreándose de los otros prisioneros, burlándose de los
guardias, contando chistes. También cuenta cosas como éstas:
—¿Sabéis? María y yo
estuvimos juntos en Nueva York este invierno. Gané once mil dólares en un juego
de dados y le compré un abrigo de foca.
Su risa aparatosa
resuena todo el día.
María viene a verlo tan
a menudo como se lo permiten. Le lleva pollo frito y sus labios cálidos y
rojos. Ella le ofrece su amplia sonrisa y unas pequeñas manchas amarillas
aparecen en sus grandes ojos oscuros, llenos de amor. Se pueden oír de lejos
las propuestas amorosas de Piel de Ébano,
seguro de sí mismo: le llama «su pequeña enamorada» y su risa triunfal resuena
en toda la prisión.
Y así todo el día…
Pero por la noche,
cuando ella se va, cuando las calles están oscuras y el recinto de los
condenados a muerte silencioso, se puede ver a Piel de Ébano acurrucado en el fondo de la celda. Piensa en ella,
tal vez en los brazos de otro negro. Llora dulcemente. Y sus lágrimas saladas
dejan surcos brillantes en la negrura de su rostro.
Chester Bomar Himes
(Jefferson City, Missouri, Estados Unidos de América; 29 de julio de 1909 –
Moraira, Alicante, España; 12 de noviembre de 1984) fue un escritor
afroamericano, conocido sobre todo por sus novelas de serie negra, aunque también
practicó otros géneros.
Biografía
Hijo de una familia de
clase media, Chester Himes creció en Missouri y Ohio. Sus padres fueron Joseph
Sandy Himes y Estelle Bomar Himes. Estudió en el instituto de Cleveland (Ohio)
y en la Universidad de Columbus, de donde fue expulsado en 1926 tras su
detención por participar en un robo. Por aquel entonces ya se desenvolvía en
ambientes delictivos y del juego. Pudo evitar la cárcel, pero, dos años
después, ingresó en prisión por robo a mano armada con una condena de 20 años.
Durante su encierro comenzó a escribir relatos cortos y a publicarlos en
revistas. El primero apareció en 1934.
Puesto en libertad en
1935, desempeña diversos oficios y sigue escribiendo hasta que en 1945 publica
su primera novela, If He Hollers Let Him
Go! (Si grita, déjalo ir), que obtiene un gran éxito y le permite dedicarse
a la literatura.
En 1953, siguiendo el
ejemplo de otros escritores americanos, como Ernest Hemingway, Himes comienza a
pasar largas temporadas en Francia, en donde se ha convertido en un escritor
popular, hasta que en 1956, cansado del racismo de su país, se instala
permanentemente en París, en donde coincide con los también escritores
afroamericanos Richard Wright y James Baldwin.
En esta época comienza
la serie de novelas de género negro
policial que protagonizan los detectives de Harlem Ataúd Ed Johnson y Sepulturero
Jones (Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones), que le haría
mundialmente famoso y lo pondría a la altura de otros reconocidos autores del
género, como Dashiell Hammett o Raymond Chandler.
En 1969, Himes se
trasladó a vivir a Moraira (Alicante, España), en donde falleció en 1984. Está
enterrado en el cementerio municipal de Benissa.
Obra
Aunque las novelas y relatos
de Himes pertenecen a varios géneros, especialmente los policiales y los de
denuncia política, todas tienen en común el tratamiento del problema racial en
los Estados Unidos.
Chester Himes escribe
sobre los afroamericanos en general, especialmente en dos libros que tratan
sobre las relaciones laborales y los logros de los negros americanos: Si grita, déjalo ir — que contiene
muchos elementos autobiográficos— presenta la lucha contra el racismo en Los
Ángeles, durante la Segunda Guerra Mundial, de un trabajador de los astilleros.
Una cruzada en solitario es una obra más larga con temática similar. Cast the First Stone (Tirar la primera
piedra) se basa en su experiencia en la cárcel y fue su primera novela, pero se
publicó con diez años de retraso, quizá debido al tratamiento positivo que hace
Himes del tema de la homosexualidad.
La serie de novelas más
popular de Himes fue la que presenta a los detectives Ataúd Ed Johnson y Sepulturero
Jones, de la policía de Nueva York, que prestan servicios en Harlem. Las
narraciones se desarrollan en un tono sarcástico y una visión fatalista de la
vida en las calles del barrio negro. Los títulos más conocidos de la serie son:
For Love of Imabelle (Por amor a
Imabelle), All Shot Up (Todos
muertos), The Big Gold Dream (El gran
sueño del oro), The Heat's On (Empieza
el calor), Cotton Comes to Harlem
(Algodón en Harlem), y Blind Man With A
Pistol (Un ciego con una pistola). Todos fueron escritos entre 1957 y 1969.
Bibliografía
(Se
han omitido los títulos en castellano en las obras de las que no hay constancia
de traducción.)
Se incorporan algunas
anotaciones sobre la serie negra más conocida del autor, la protagonizada por Coffin "Ataúd" Ed Johnson y Gravedigger "Sepulturero" Jones.
If He Hollers Let Him Go (Si grita, déjalo ir), 1945
The Lonely Crusade (Una
cruzada en solitario), 1947
Cast the First Stone
(Tirar la primera piedra), 1953
The Third Generation
(La tercera generación), 1954
The End of a Primitive
("El fin de un primitivo", ed. Júcar), 1955
For Love of Imabelle,
también llamada A Rage in Harlem (Por amor a Imabelle), 1957. 1ª novela de la
serie.
The Real Cool Killers, 1959, 2ª novela. "La banda de los
musulmanes" Ed. Akal, 2010.
The Crazy Kill, 1959.
3ª novela. Puede localizarse una edición en lengua catalana: Quin assassinat
més bèstia, Ed. La Magrana, 1988. "El extraño asesinato", Ed. Akal,
2010.
The Big Gold Dream (El
gran sueño del oro), 1960. 4ª novela.
All Shot up (Todos
muertos), 1960. 5ª novela.
Run Man Run (Corre,
hombre), 1960. 6ª novela. En algunos artículos es frecuente encontrar esta obra
al margen de la "serie de Harlem"[1]. Sin embargo, en la obra
aparecen, aunque con un papel bastante secundario, los dos detectives.
Pinktoes, ("Mamie
Mason" ed. Júcar) 1961
Cotton Comes to Harlem
(Algodón en Harlem), 1965. 7ª novela
The Heat's on (Empieza
el calor), 1966. 8ª novela.
Blind Man with a Pistol
(Un ciego con una pistola), 1969. 9ª novela.
The Quality of Hurt, 1972
Black on Black (Negro sobre negro, relatos), 1973
My Life of Absurdity, 1976
A Case of Rape, 1980. 10ª novela
The Collected Stories of Chester Himes, 1990
Plan B, 1993 ("Plan B", ed. Júcar).
Última novela de la serie de Harlem. Es una obra póstuma inacabada en la que
estaba trabajando poco antes de morir.
Yesterday Will Make You Cry (Por el pasado llorarás),
1998.
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