EL
ÚLTIMO INVIERNO
SILVIA MOTTES
Se arrebujo en su saco
levantándose el cuello al sentir que el frío le mordía la cara. Era consciente
que la estética no era la más adecuada, pero el lugar al que iba tampoco era el
apropiado.
Trató de mirar el suelo
pero no llegó a verlo. Los focos estaban distanciados y tenían pocos watts de
las lamparitas. Pensó en sus zapatos inmaculados que no quería ensuciar. Había
sido mala idea presentarse con la ropa de trabajo. Pero estaba saliendo del club
cuando en el celular recibió el mensaje, le urgía a ir a ese lugar.
Mal presagio. Pero era
inevitable su concurrencia. Decidió no pensar más en ello. Tenía que
concentrarse en no pisar el barro y la inmundicia que afloraba en la calle y
sus veredas. Lástima no poder llegar con el auto. Conocía de memoria el barrio.
Traerlo sería tentar demasiado a la suerte. Estaba más seguro a pie con la
cuarenta y cinco en la sobaquera. Nadie lo iba a sorprender.
A lo lejos vio la chapa
que hacía las veces de puerta. Tuvo un mal recuerdo. Sintió una puntada en el
estómago. Una brisa helada le recorrió el cuerpo.
Julio se presentaba más frío que en otros años.
Miró la cadena que
colgaba del palo. Por las noches pretendía asegurar la puerta con un candado.
Se sonrió por lo bajo, levantando la ceja y mordiéndose el labio. Pensó con
tristeza: “que puede cuidar esta cadena, si sólo hay trastos desechos ahí
adentro”.
Corrió la chapa para entrar. Vio levantarse la
cortina de la puerta. Apareció una sombra en la que reconoció a su hermana.
-¡Al fin, Pedro! Pide
por vos…- dijo acercándose para darle un beso en la mejilla. Él puso su cara
por obligación, pero trato de no sentir su cercanía para no recordar el amor
que sentía por ella.
- ¿Qué le pasa ahora?- preguntó con desgano mientras
entraba a la casucha.
- Está muy mal, le dan
algunos días de vida. Ya sabes, tiene el hígado desecho- le explico en tono
bajo para que no se escuche desde la pieza.
- Si hubiera tomado
menos no estaría en esa condición- dijo con desprecio Pedro.
-Ya lo sé, pero ni se
da cuenta de eso. Ya está, ya lo hizo- le dijo la mujer condescendiente con su
madre.
Ahora no le importaba.
Los días de angustia, abandono, hambre y frío habían quedado atrás. Estaba
tranquilo. Con un buen pasar. No quería recordar su infancia. Sólo se había
llegado hasta allí por su hermana, que le había mandado aquel mensaje.
Al trasponer la puerta
del cuarto, que hacía las veces de dormitorio, el olor a orines y moho le hizo
cerrar los ojos y fruncir la nariz. Trato de sobreponerse. Se sentó en la
desvencijada silla que estaba al costado de la cama. Su madre, cubierta por la
frazada rotosa que alguna vez también lo había protegido en inviernos pasados,
parecía más pequeña aún que lo que recordaba. Sus manos rugosas y ajadas por
crudos fríos de agua helada, descansaban a los lados de su cuerpo. El crujido
de la silla al recibir el peso de Pedro la despertó sobresaltada. En su cara
cenicienta sus pequeños ojos oscuros comenzaron a abrirse. Al verlo una mueca
que quiso ser una sonrisa se dibujó en su boca.
- Sabía que vendrías,
no me podías fallar- musitó en un tono apenas audible. Pedro la miro con una
mezcla de rabia y conmiseración. No quería dejarla ahí.
-Vine porque María me
llamo…- dijo, deteniendo sus ganas de dejarla. Sin dudas que no había venido
por ella.
- Gracias- trato de
respirar profundo, ahogándose en el intento, tosiendo hasta el quejido.
-Tuve lo que merecía,
¿verdad?- le pregunto entre pícara y complaciente. Pedro no quiso contestar.
Ella cerró los ojos y volvió a llenarse los pulmones de aire, consiguiendo
suspirar sin toser esta vez.
Estiro la mano tratando
de agarrar la de Pedro, quien viendo la intención, las alejo de la cama. Bajó
la vista entristecida y dijo:
- Sé que no merezco tu
visita. Ahora comprendo lo que hice, pero sé que es tarde…- ni aun teniendo ese
sentimiento una sola lágrima surco su rostro. Pedro la sabía dura y mala.
Pensó: “hasta el fin será así…”
- Descansá, no te hace
bien hablar- le dijo, tratando de hacerla callar. A él no le hacía bien
escucharla. Nunca le había hecho bien.
- Va a ser la última
vez que me escuchás. Acercate, por
favor- le dijo su madre quedamente tratando de atraerlo hacia la cama. Con
recelo Pedro separo su espalda del respaldo de la silla y se acercó a la cama.
Ella lo miró a los ojos. Pedro, más que escucharla, comenzó a ver en su mirada
sus intenciones.
-Sé que no fui una
buena madre. Que obligue a María a cosas malas- Pedro pensó atroces. Recordando la prostitución y
los abortos que la dejaron estéril.
- Sé que no me porte
bien con nadie, ni los ayude en nada- Pedro pensó en las veces que debía pedir
limosna para comprarle vino, si no quería una paliza que dejara sus piernas
marcadas con oscuros cardenales.
-Sé que no merezco tu perdón, pero te lo pido, para
morirme en paz.
Pedro pensó: hipócrita, ahora querés paz. Recordó los
días, meses y años de angustia que vivió a su lado.
Un nuevo acceso de tos
la dobló en la cama. Se puso roja. Parecía no poder respirar bien. Entro María
con un vaso de agua para su madre y una sonrisa para Pedro. La ayudo a
incorporarse, y solícita, le dio el vaso de agua, sosteniéndolo para que no se
le cayera. Cuando lo terminó, la miró con fastidio, le dijo:
-¡Andáte!, quiero
hablar con él- Pedro sabía que era inútil la queja. Siempre sería así, aun a un
paso de la muerte. Su hermana era diez años más grande que él. Por eso nunca la
había podido defender de su madre. Ella la culpaba de haber perdido su
oportunidad por tenerla, por criarla. Otra mentira más para justificar su
maldad.
Se puso de pie y ella le suplico
-Por favor, no te vayas.
-No voy a permitir que trates a María así, vine por
ella…
Bajó la cabeza vencida. Volvió a rogar
-No te vayas, no le voy a gritar más.
Pedro se volvió a
sentar y se juró que era la última vez que la vería.
Sus profundos ojos
oscuros se clavaron en los de él.
-Hijo, sos lo único que
ame en mi vida, sos fruto de mi pasión y no sé porque nunca pude hacerte feliz-
dijo casi gimiendo. Pedro se sintió incómodo, pensando que su hermana a través
de la delgada pared de madera, estaba escuchando esta confesión.
- Te pido que no me guardes
rencor, que no va a ser bueno para vos, aunque no digas que me perdonás…
En ese momento Pedro
recordó lo que había leído en algún libro, que ante la muerte algunas personas
recapacitan sobre su vida. Le tomó la mano a su madre. Con sus labios casi pegados
a su oído le dijo, lo más bajo posible:
-Sólo te perdonaría si
llamás a María y le pedís perdón a ella. Le decís que la querés. Pero de verdad
para que ella te lo crea.
Se separó bruscamente
soltándole la mano.
A los diez minutos
Pedro salía por la desvencijada chapa que hacía las veces de puerta.
Pensaba:
- “Por suerte es su último invierno”
Silvia
Mottes nace en Mendoza, un 31 de mayo, cuando nevaba. Sus
padres se trasladan a Buenos Aires antes que cumpla un año y alternan vivir
entre el sur y la Capital Federal. Es profesional de Ciencias Económicas.
Escribe desde la adolescencia y al final de la secundaria (16 años) escribe una
obra de teatro que representa con sus compañeros en un festival del colegio.
Participa en talleres
literarios con la poeta Argentina Britos y el escritor Dalmiro Sáenz. En esa
época obtiene una mención en un concurso de cuentos.
Estuvo cerca de quince
años sin escribir y a principios del 2006 comienza nuevamente. A partir de
entonces, es seleccionada para la antología “El libro y su autor” con el poema
“Desde hoy”. Queda finalista en el Concurso
Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto “GUSTAVE FLAUBERT” con el poema
“La noria”. También está seleccionada para participar en una antología de la
editorial El Búho Rojo con el poema “Amor de igual género”.
Ha sido publicada en La Revista Digital miNatura79 su cuento “MUNDO
SUBTERRÁNEO”, que también fue publicado en Axxon Nº 168.
En Almiar-
Margen Cero publican su cuento “Un pino para su jardín”.
Participa en dos páginas digitales “La Casa de
Asterión” y Café para dos”
Páginas literarias de auto- publicación.
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