La muerte en Venecia
Thomas
Mann
Von
Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de
su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Múnich,
para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19… La
primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil y
esforzado trabajo de la mañana, que le exigía extrema preocupación, penetración
y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido detener, después de la
comida, la vibración interna del impulso creador, de aquel motus animi
continuus en que consiste, según Cicerón, la raíz de la elocuencia.
Tampoco había logrado conciliar el sueño reparador, que le iba siendo cada día
más necesario, a medida que sus fuerzas se gastaban. Por eso, después del té,
había salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen,
dándole fuerzas para trabajar luego con fruto.
Principiaba
mayo, y, tras unas semanas de frío y humedad, había llegado un verano
prematuro. El «Englischer Garten» tenía la claridad de un día de agosto, a
pesar de que los árboles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías de la
ciudad se inundaban de paseantes y carruajes. En Anmeister, adonde había
llegado por senderos cada vez más solitarios, se detuvo un instante para
contemplar la animación popular de los merenderos, ante los cuales habían
parado algunos coches. Desde allí, y cuando el sol comenzaba ya a ponerse,
salió del parque atravesando los campos. Después, sintiéndose cansado, como el
cielo amenazase tormenta del lado de Foehring, se quedó junto al Cementerio del
Norte esperando el tranvía, que le llevaría de nuevo a la ciudad, en línea
recta.
No había
nadie, cosa extraña, ni en la parada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por
la calle de Ungerer, en la cual los rieles solitarios se tendían hacia
Schwalimg. Ni por la carretera de Foehring se veía venir coche ninguno. Detrás
de las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lápidas y
monumentos expuestos a la venta formaban un segundo cementerio, no se movía
nada. El bizantino pórtico del cementerio, se erguía silencioso, brillando al
resplandor del día expirante. Además de las cruces griegas y de los signos
hieráticos pintados en colores claros, se veían en el pórtico
inscripciones en letras doradas, ordenadas simétricamente, que se referían a la
otra vida, tales como «Entráis en la morada de Dios» o «Que la luz eterna os
ilumine». Aschenbach se entretuvo durante algunos minutos leyendo las
inscripciones y dejando que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que
estaba penetrada, cuando de pronto, saliendo de su ensueño, advirtió en el
pórtico, entre las dos bestias apocalípticas que vigilaban la escalera de
piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos una
dirección totalmente distinta.
¿Había
salido de adentro por la puerta de bronce, o había subido por fuera sin que
Aschenbach lo notase? Sin dilucidar profundamente la cuestión, Aschenbach se
inclinaba, sin embargo, a lo primero. De mediana estatura, enjuto, lampiño y de
nariz muy aplastada, aquel hombre pertenecía al tipo pelirrojo, y su tez era
lechosa y llena de pecas. Indudablemente, no podía ser alemán, y el amplio sombrero
de fieltro de alas rectas que cubría su cabeza le daba un aspecto exótico de
hombre de tierras remotas. Contribuían a darle ese aspecto la mochila sujeta a
los hombros por unas correas, un cinturón de cuero amarillo, una capa de
montaña, pendiente de su brazo izquierdo, y un bastón con punta de hierro,
sobre el cual apoyaba la cadera.
Tenía la
cabeza erguida, y en su flaco cuello, saliendo de la camisa deportiva, abierta,
se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos
inexpresivos, bajo las cejas rojizas, entre las cuales había dos arrugas
verticales, enérgicas, que contrastaban singularmente con su nariz aplastada.
Así -quizá contribuyera a producir esta impresión el verlo colocado en alto- su
gesto tenía algo de dominador, atrevido y violento. Y sea que se tratase de una
deformación fisonómica permanente, o que, deslumbrado por el sol crepuscular,
hiciese muecas nerviosas, sus labios parecían demasiado cortos, y no llegaban a
cerrarse sobre los dientes, que resaltaban blancos y largos, descubiertos hasta
las encías.
¿Aschenbach
pecaba de indiscreción al observar así al desconocido en forma un tanto
distraída y al mismo tiempo inquisitiva? En todo caso, de pronto notó que le
devolvía su mirada de un modo tan agresivo, cara a cara, tan abiertamente
resuelto a llevar la cosa al último extremo, tan desafiadoramente, que
Aschenbach se apartó con una impresión penosa, comenzando a pasear a lo largo
de las verjas, decidido a no volver a fijar su atención en aquel hombre. En
efecto, minutos después lo había olvidado. Pero, bien porque el aspecto errante
del desconocido hubiera impresionado su fantasía, o por obra de cualquier otra
influencia física o espiritual, lo cierto es que de pronto advirtió una
sorprendente ilusión en su alma, una especie de inquietud aventurera, un ansia
juvenil hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tan nuevos o, por lo menos,
tan remotos, que se detuvo, con las manos en la espalda y la vista clavada en
el suelo, para examinar su estado de ánimo.
Era
sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como un verdadero ataque, y
tan intenso, que llegaba a producirle visiones. Su imaginación, que no se había
tranquilizado desde las horas del trabajo, cristalizó en la evocación de un
ejemplo de las maravillas y espantos de la tierra que quería abarcar en una
sola imagen. Veía claramente un paisaje: una comarca tropical cenagosa, bajo un
cielo ardiente; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa, una especie de selva
primitiva, con islas, pantanos y aguas cenagosas; gigantescas palmeras se
alzaban en medio de una vegetación lujuriante, rodeadas de plantas enormes,
hinchadas, que crecían en complicado ramaje; árboles extrañamente deformados
hundían sus raíces hacia el suelo, entre aguas quietas de verdes reflejos y
cubiertas de flores flotantes, de una blancura de leche y grandes como
bandejas.
Pájaros
exóticos, de largas zancas y picos deformes, se erguían en estúpida inmovilidad
mirando de lado, y por entre los troncos nudosos de la espesura de bambú
brillaban los ojos de un tigre al acecho… Su corazón comenzó a latir
aceleradamente, movido de temor y de oscuras ansias. Al cabo de un rato, se
pasó la mano por la frente y continuó su paseo por delante de las marmolerías.
Por lo
menos, desde que tuvo a su alcance medios para aprovechar a su antojo las
facilidades de comunicación, no había considerado el viaje sino como una medida
higiénica, que en ocasiones tuvo que emplear aun contra sus deseos e
inclinaciones. Preocupado excesivamente por los problemas que le ofrecía su
propio yo, su alma europea, sobrecargada por el impulso creador y con escasa
inclinación a dispersarse para sentir la atracción del complejo mundo interior,
se había conformado con la idea general que todos nos hacemos de la superficie
de la tierra sin apartarnos gran cosa de nuestro círculo, y ni siquiera había
intentado nunca salir de Europa. Además, desde que su vida había iniciado el
descenso lento, desde que su temor de artista de no acabar su obra, de que
llegase su última hora antes de que realizara lo suyo, sin haber producido
cuanto en su interior fermentaba, desde que su preocupación creadora había
dejado de ser preocupación caprichosa de un instante, su vida exterior se había
limitado casi exclusivamente a deslizarse dentro de la hermosa ciudad en que fijara
su residencia y a escapar de vez en cuando hacia la recia casa de campo que
hizo construir en la montaña, donde pasaba los veranos lluviosos.
En efecto,
aquel impulso oscuro que tan inesperada y tardíamente le acometía, fue pronto
dominado y reducido a justas proporciones por la razón y por el dominio de sí
mismo, adquirido a fuerza de ejercicios.
Se había
propuesto llegar, antes de irse al campo, hasta un punto determinado en la obra
que entonces le absorbía. El pensamiento de un viaje por el mundo, que por
fuerza tendría que ocuparle demasiado tiempo, le parecía cosa absurda contraria
a sus planes e indigna de ser tomada en consideración. Sin embargo, comprendía
perfectamente la razón de aquellos súbitos deseos. Era un ansia indudable de
huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso, de olvido.
Era el deseo de huir de su obra, del lugar cotidiano, de su labor obstinada,
dura y apasionada. Cierto que la amaba y que casi amaba ya también la lucha
renovada todos los días, entre su voluntad orgullosa y terca, probada ya muchas
veces, y aquel agotamiento creciente que nadie debía sospechar, y del cual no
podía quedar en su obra huella alguna. Pero parecía razonable no aumentar
demasiado la tensión del arco ni ahogar por capricho un ansia tan vivamente
sentida. Pensó en su labor, pensó en aquel pasaje que en todo tiempo había
tenido que abandonar, sin que le valiesen su paciente esfuerzo ni sus atrevidos
ímpetus. La examinó una vez más, tratando de vencer o desviar el obstáculo, y,
con un estremecimiento de impotencia, hubo de confesarse vencido. Lo que le
molestaba no era una dificultad insuperable, sino cierta falta de complacencia
en su obra, que se le manifestaba como disconformidad. Cierto es que desde
joven, la disconformidad había sido para él la íntima naturaleza, la esencia
del talento, y que por ello había dominado y enfriado el sentimiento, sabiendo
que éste se inclina a satisfacerse con un «poco más o menos» optimista y con
una semiperfección.
¿No sería
que el sentimiento así dominado se vengaba abandonándole, negándose a animar su
arte, anulando de esa manera toda complacencia, todo encanto en la forma y en
la expresión? No es que produjese cosas malas; los años le habían traído la
ventaja de encontrarse cada vez más dueño y más seguro de su destreza. Pero,
mientras la nación rendía acatamiento a esta maestría, él no estaba satisfecho
por ello. Y era como si a su obra le faltase el fervor de esa alegría ágil que,
como ninguna otra cualidad, produce el encanto del público. Le temía al veraneo
en el campo, solo, en la reducida casa, con la muchacha que le preparaba la
comida y el criado que servía la mesa; tenía miedo de las siluetas, conocidas
hasta la saciedad, de las cimas y laderas de las montañas, que, como todos los
años, serían testigos de su cansancio y su desasosiego. Necesitaba un cambio,
una vida imprevista, días ociosos, aire lejano, sangre nueva. Así, el verano
sería fecundo y productivo.
Había que
emprender, pues, un viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente.
Bastaría con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro semanas en
una playa cualquiera del Mediodía deleitable…
Así pensaba,
mientras el ruido del tranvía iba acercándose por la calle de Angerer. Ya
subiendo al vehículo, decidió consagrar la noche al estudio del mapa y de la
guía de ferrocarriles. Al encontrarse en la plataforma, se le ocurrió buscar al
hombre exótico que había visto hacía algunos instantes, y que había tenido ya
cierta trascendencia para él. Pero no pudo verlo, pues aquél no se encontraba
ni junto al pórtico ni en la parada ni tampoco en el coche.
II
El autor de
la fuerte y luminosa epopeya de Federico II; el paciente artista que había
tejido, en obstinada labor, el tapiz novelesco titulado Maía, tan rico en
figuras y en el cual se congregaban tantos destinos humanos a la sombra de una
idea; el creador de aquella fuerte narración titulada Un miserable., que mostró
a toda la juventud la posibilidad de una decisión moral más allá del más
profundo conocimiento; el autor también del apasionado ensayo Espíritu y Arte
(con esto quedan sucintamente enumeradas las obras de su edad madura), cuya
fuerza ordenadora y cuya elocuencia hizo que ciertos críticos autorizados lo
colocaran al nivel de la obra de Schiller en el terreno de la poesía ingenua y
sentimental, Gustavo Aschenbach había nacido en L., capital de distrito de la
provincia de Silesia. Hijo de un alto funcionario judicial, sus ascendientes
fueron funcionarios públicos, hombres que habían vivido una vida disciplinaria
y sobria, al servicio del Estado y del rey. La espiritualidad de la familia
había cristalizado una vez en la persona de un pastor. En la generación
precedente, la sangre alemana de sus antepasados se mezcló con la sangre más
viva y sensual de la madre del escritor, hija de un director de orquesta
bohemio.
De ella
provenían los rasgos extranjeros que podían notarse en el aspecto exterior de
Aschen-bach.
La
combinación de ese espíritu de rectitud profesional con los ímpetus apasionados
y oscuros provenientes de su ascendencia materna, habían producido un artista,
el artista singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.
Como su
naturaleza iba impulsada enteramente hacia la gloria, sin ser un escritor
precoz precisamente, pronto apareció ante el público, maduro y formado, gracias
a la decisiva y definida personalidad de su genio. Cuando apenas había dejado
el gimnasio (1) poseía ya un nombre. Diez años más tarde había aprendido a
desempeñar una función desde la mesa de su despacho: la de administrar su
gloria manteniendo una correspondencia, que debía ser limitada (¡tantos son los
que acuden a los favorecidos de la fortuna!) para ser sustanciosa y digna de su
nombre. A los cuarenta años, cansado de los esfuerzos y alternativas de su
profesión de escritor, ocupaba ya un puesto entre la intelectualidad mundial,
que diariamente le manifestaba su afecto y reconocimiento en todos los países.
Su genio,
apartado por igual de lo vulgar y de lo excéntrico, era de la índole más
apropiada para conquistar, al mismo tiempo, la admiración del gran público y el
interés animador de las minorías selectas. Acostumbrado desde muchacho al
esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no había disfrutado nunca del ocio ni conoció
la descuidada indolencia de la juventud. A los treinta y cinco años de edad
cayó enfermo en Viena. Un fino observador decía por entonces, hablando de él en
sociedad: «Aschenbach ha vivido siempre así -y cerraba fuertemente el puño de
la mano izquierda-. Nunca así -y dejaba colgar indolentemente la mano abierta.»
Esto era exacto, y el valor moral probado por ello era tanto mayor, cuanto que
su naturaleza no era robusta ni mucho menos, y no había nacido para ejecutar
esfuerzos de suprema tensión.
Su delicada
complexión hizo que los médicos le excluyesen durante su niñez de la asistencia
a la escuela, por lo cual disfrutó una educación casera. Había crecido así, aislado,
sin amigos, dándose cuenta prematuramente de que pertenecía a una generación en
la cual escaseaba, si no el talento, sí la base fisiológica que el talento
requiere para desarrollarse; a una generación que suele dar muy pronto lo mejor
que posee y que rara vez conserva sus facultades actuantes hasta una edad
avanzada. Pero su lema favorito fue siempre resistir, y su epopeya de Federico
no era sino la exaltación de esta palabra, que le parecía el compendio de toda
virtud pasiva. Y deseaba ardientemente llegar a viejo, pues siempre había
creído que sólo es verdaderamente grande y realmente digno de estima el artista
a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus obras en todas las
etapas de la vida humana.
Por eso,
como la carga de su talento tenía que ir sobre unos hombros débiles, y como
quería llegar lejos, necesitaba una extremada disciplina. Y la disciplina era,
por fortuna, una parte de su herencia paterna. A los cuarenta, a los cincuenta
años, lo mismo que antes, a la edad en que otros descuidan sus facultades,
sueñan y aplazan tranquilamente la ejecución de grandes planes, él comenzaba
temprano la jornada cotidiana, dándose una ducha de agua fría, y luego,
alumbrándose con un par de velas altas en el candelabro de plata, a solas con su
manuscrito, brindaba al arte en dos o tres horas de intenso y concentrado
trabajo mental, las fuerzas que había acumulado durante el sueño. Atestigua
realmente la victoria de su robustez moral el hecho de que sus desconocidos
lectores creyesen que el mundo de su novela Maía, o las figuras épicas entre
las que desarrollaba la vida heroica de Federico, procedían de una inspiración
súbita y habían sido creados en momentos de extraordinaria fuerza de expresión.
Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha de un minucioso
trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de inspiraciones breves, y
debía la excelsa maestría de la concepción total y de cada uno de los detalles
al hecho de que su creador, con tenacidad y energía semejantes a las del héroe
que conquistara su provincia natal, supo perseverar años y años bajo la tensión
de una misma obra, consagrando a la labor de ejecución, propiamente dicha, sus
horas más preciosas e intensas.
Para que
cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y
profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el
carácter personal del autor y el carácter general de su generación. Los hombres
no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos,
y creen descubrir innumerables excelencias en una obra, para justificar su
admiración por ella, cuando el fundamento íntimo de su aplauso es un
sentimiento imponderable que se llama simpatía. Aschenbach había escrito
expresamente, en un pasaje poco conocido de sus obras, que casi todas las cosas
grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de
algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la
debilidad corporal, del vicio, de la pasión. Eso era algo más que una
observación: era el resultado de una experiencia íntimamente vivida por él, la
fórmula de su vida y de su gloria, la clave de su obra. ¿Por qué había de
extrañar, entonces, el hecho de que lo más peculiar de las figuras por él
creadas tuviera su carácter moral?
Ya desde sus
comienzos, un agudo crítico, al hablar del tipo de héroe preferido por
Aschenbach, y que dominaba toda su obra, había escrito que «podía imaginarse
como un tipo de intrepidez varonil, de inteligencia y juventud, que, poseído de
altivo rubor, se yergue, inmóvil, apretando los dientes, mientras su cuerpo
sufre traspasado por lanzas y espadas». Esta observación resultaba muy bella,
muy ingeniosa y muy exacta, a pesar de la excesiva pasividad atribuida al
héroe. Porque la serenidad en medio de la desgracia, y la gracia en medio de la
tortura, no son sólo resignación; son también actividad y encierran un triunfo
positivo. La figura de san Sebastián es por eso la imagen más bella, si no de
todo el arte, por lo menos del arte a que aquí se hace referencia. Así,
penetrando en el mundo creado por las obras de Aschenbach, se veía el
elegante dominio del autor, el dominio de sí mismo, que esconde hasta el último
momento a los ojos del mundo fisiológico. La fealdad amarillenta, que logra
convertir en puro resplandor el rescoldo apagado que en su interior alienta y
que lega a las cumbres más excelsas del reino de la belleza, es igual a la
pálida impotencia, que del fondo ardiente del alma saca las fuerzas suficientes
para obligar a un pueblo descreído a arrojarse a los pies de la cruz, a «sus»
pies. Nada tienen que hacer con eso la amable apostura al servicio vacío y
severo de la forma, la vida artificial y aventurera, el ansia y el arte
enervadores del falsificador nato. Considerando estos aspectos y otros
semejantes, uno llega a dudar de que haya otro heroísmo que el heroísmo de la
debilidad. Y, en todo caso, ¿qué especie de heroísmo podría ser más de nuestro
tiempo que éste? Aschenbach era el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta
los límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos
aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción
que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y
de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la
impresión de lo grandioso. Estos hombres abundan en todas partes, son los
héroes de la época. Y todos se encontraban reflejados en su obra; se hallaban
afirmados, ensalzados, cantados en ella: por eso difundían agradecidos la
gloria del autor. Había sido joven y brutal, como la época, y mal aconsejado
por ella, había cometido públicamente inconveniencias, poniéndose en ridículo,
pecando contra el acto y el buen gusto de palabra y de obra. Pero luego había
adquirido aquella dignidad a la cual, según sus propias palabras, tiende
espontáneamente todo gran talento, con innato impulso. Podía afirmarse por eso
que todo el desarrollo de su personalidad había consistido en ascender hasta
esa actitud digna, de manera consciente y tenaz, contra todos los obstáculos de
la duda y todos los filos de la ironía.
Las masas
burguesas se regocijaban con las figuras acabadas, sin vacilaciones
espirituales; pero la juventud apasionada e iconoclasta se siente atraída por
lo problemático. Y Aschenbach era problemático después de haber sido todo lo
irreverente que puede ser un muchacho.
Sin embargo,
parece que un espíritu noble y vigoroso no se acoraza tanto contra nada como
contra el encanto amargo, punzante, del conocimiento. Y es lo cierto que la
escrupulosa profundidad del joven no tiene casi fuerza cuando se la compara con
la decisión inquebrantable del hombre maduro, elevado ya a la categoría de
maestro, de negar el saber, de rechazarlo, de dejarlo atrás con la cabeza erguida,
siempre que se corra el riesgo de que ello pueda paralizar, desanimar,
desvanecer la voluntad, el impulso de acción, el sentimiento y hasta la misma
pasión. Su famosa narración titulada Un miserable sólo podía interpretarse como
expresión de la repugnancia contra el indecoroso funcionamiento psíquico de la
época, simbolizado en la figura de aquel semipícaro estúpido y morboso que
busca su tragedia arrojando a su mujer en brazos de un adolescente, por
impotencia, por vicio, por veleidad moral, y que cree tener derecho a hacer
cosas indignas so pretexto de profundidad de pensamiento. El ímpetu de la frase
con que reprobaba lo reprobable que podía haber en él, significaba la
superación de toda incertidumbre moral, de toda simpatía con el abismo, la
condenación del principio de la compasión, según el cual comprenderlo todo es
perdonarlo todo, y lo que aquí se preparaba, y en cierto modo se realizaba ya
acabadamente, era aquel Milagro de la inocencia renovada, del que se hablaba un
poco más tarde de un modo declarado, pero no sin cierto acento misterioso, en
uno de los diálogos del autor. ¡Extrañas asociaciones! ¿Fue consecuencia de ese
«renacimiento», de esa nueva dignidad y rigor, el hecho de que se observase,
casi por la misma época, el extraordinario vigor de su sentido de la belleza, y
se apreciase en él la pureza, sencillez y equilibrio aristocrático de la forma,
de esta forma que en adelante prestará a todas sus creaciones un sello tan
visible de maestría y clasicismo? Pero la decisión moral, más allá de todo
saber, de todo conocimiento disolvente y apático, ¿no significa al mismo tiempo
una simplificación moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una
propensión al mal, a lo prohibido, a lo moral-mente prohibido? Y la forma, a su
vez, ¿no presenta un doble aspecto? ¿No es moral e inmoral a la vez: moral como
resultado y expresión del esfuerzo disciplinado, pero amoral, e incluso
inmoral, puesto que encierra por naturaleza una indiferencia moral y porque,
más aún, aspira esencialmente a humillar lo moral bajo su ceño orgulloso y
despótico?
Pero, sea lo
que fuere, cada artista tiene su desarrollo peculiar. ¿Cómo no ha de ser
diverso el de aquel que va acompañado del aplauso y la confianza de la
muchedumbre, junto al de quien pasa sin el brillo y el halago de la gloria?
Sólo los bohemios incorregibles encuentran aburrido, y les parece cosa de
burla, el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se
acostumbre a respetar la dignidad del espíritu y adquiera los hábitos de un
aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un aislamiento que le
ha deparado el poder y la consideración de las gentes.
Por lo
demás, ¡cuánto hay de juego y de placer en la formación de un talento en la
soledad!
Con el
tiempo, las obras de Gustavo Aschenbach adquirieron cierto carácter oficial,
didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y
nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi
formulista. Como Luis XIV, suprimió además toda palabra ordinaria en sus
escritos. Por esa época se incluyeron escritos suyos en las Antologías de
lectura para uso de las escuelas. Esto estaba en armonía con su evolución. Por
eso, al cumplir los cincuenta años, cuando un príncipe alemán que acababa de
subir al trono le concedió el título de noble, por ser autor de Federico, él no
lo rechazó.
Después de
largos años de vida inquieta, después de haber intentado fijar aquí y allá su
residencia, se estableció por fin en Múnich, donde llevaba una vida de burgués,
considerado y respetado. El matrimonio que contrajo en su juventud con una
muchacha de familia de profesores no duró mucho tiempo, pues la esposa murió
poco después, tras una breve dicha conyugal. Le había quedado una hija, que
estaba ya casada. No había tenido ningún hijo varón.
Gustavo von
Aschenbach era de estatura poco menos que mediana, más bien moreno, e iba
afeitado completamente. Su cabeza no estaba proporcionada a su desmedrado
cuerpo. El cabello, peinado hacia atrás, algo escaso en el cráneo y muy
abundante y bastante gris en las cejas, servía de marco a una frente amplia.
Unos lentes de oro con los cristales al aire oprimían el puente de la nariz,
recia, noblemente curvada. La boca era carnosa, tan pronto floja como estrecha
y apretada. Las mejillas, flacas y hundidas, y la barba partida, bien formada
en suave ondulación. Sobre la cabeza, generalmente inclinada en una postura
doliente, parecían haber pasado grandes tormentas. Sin embargo, era sólo el
arte lo que había retocado su fisonomía, como sólo suele hacerlo una vida llena
de emociones y aventuras. Debajo de aquella frente se habían forjado las frases
chispeantes de la conversación entre Voltaire y Federico acerca de la guerra.
Aquellos ojos, que miraban cansados tras los cristales de los lentes, habían
visto el sangriento horror de los lazaretos de la guerra de los Siete Años. El
arte significaba, para quien lo vive, una vida enaltecida; sus dichas son más
hondas y desgastan más rápidamente; graba en el rostro de sus servidores las
señales de aventuras imaginarias, y el artista, aunque viva exteriormente en un
retiro claustral, se siente al fin y al cabo poseído de un refinamiento, un
cansancio, y una curiosidad de los nervios, más intensos de los que puede
engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.
III
Decidido ya
el viaje, algunos asuntos de carácter social y literario retuvieron a Gustavo
en Munich durante dos semanas después de aquel paseo. Al fin, un día dio orden
de que se le tuviera dispuesta la casa de campo para dentro de cuatro semanas,
y una noche, entre mediados y fines de mayo, tomó el tren para Trieste. En
dicha ciudad se detuvo sólo veinticuatro horas, embarcándose para Pola a la
mañana siguiente.
Lo que
buscaba era un mundo exótico, que no tuviera relación alguna con el ambiente
habitual, pero que no estuviese muy alejado. Por eso fijó su residencia en una
isla del Adriático, famosa desde hacía años y situada no lejos de la costa de
Istria. Habitaban la isla campesinos vestidos con andrajos chillones y que
hablaban un idioma de sonidos extraños. Desde la orilla del mar veíanse rocas
hermosas. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes de
clase media austríaca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar,
que sólo una playa suave y arenosa proporciona, le hicieron comprender que no
había encontrado el lugar que buscaba. Sentía en su interior algo que lo
impulsaba hacia lo desconocido. Por eso estudiaba mapas y guías, buscaba por
todas partes, hasta que de pronto vio con claridad y evidencia lo que deseaba.
Para encontrar rápidamente algo incomparable y de prestigio legendario, ¿adónde
tenía que ir? La respuesta era ya fácil. Se había equivocado. ¿Qué hacía allí?
Tenía que ir a otra parte. Se apresuró a abandonar su falsa residencia. Semana
y media después de su llegada a la isla, en una alborada llena de húmeda
niebla, un bote a motor le volvió rápidamente con su equipaje al puerto de
guerra austríaco; saltó a tierra, y por una tabla subió inmediatamente a la
húmeda cubierta de un pequeño vapor dispuesto para emprender el viaje a
Venecia.
Era el barco
una vieja cáscara de nuez, sucia y sombría, de nacionalidad italiana. En un
camarote iluminado con luz artificial, al que Aschenbach se dirigió tan pronto
hubo pisado el barco, acompañado de un marinero sucio y jorobado, que le
abrumaba con sus cortesías rutinarias, estaba sentado tras una mesa, con un
sombrero inclinado y una colilla de puro en la boca, un hombre de barba
puntiaguda, con aspecto de director de circo a la antigua moda, que con los
modales desenvueltos del profesional anotó las circunstancias del viajero y le
extendió el billete. «¿A Venecia?», dijo repitiendo la contestación de
Aschenbach, y extendiendo el brazo para mojar la pluma en el escaso contenido
de un tintero ladeado: «A Venecia, primera clase. Muy bien, caballero.» Y
escribió con grandes caracteres, echó arenilla azul de una caja sobre lo
escrito, la vertió en un cacharro, dobló el papel con sus huesudos y amarillos
dedos y se puso a escribir de nuevo murmurando al mismo tiempo: «Un viaje bien
elegido. ¡Oh, Venecia! ¡Magnífica ciudad! Ciudad de irresistible atracción para
las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como por sus
actuales encantos.» La rapidez de su gesticulación y su monótona cantilena
aturdían y molestaban; parecía que procuraba hacer vacilar al viajero en su
resolución de viajar a Venecia. Tomó apresuradamente la moneda que Gustavo le
dio para pagar, y, con destreza de croupier, dejó caer la vuelta sobre el paño
mugriento que cubría la mesa. « ¡Feliz viaje, caballero! -exclamó haciendo una
reverencia teatral-. Ha sido para mí un honor el servirle… ¡Caballeros! »,
gritó luego alzando la mano con ademán majestuoso, como si el negocio marchase
a las mil maravillas, a pesar de que no se aguardaba ya a nadie más. Aschenbach
volvió a la cubierta.
Apoyándose
con un brazo en la barandilla del barco, se puso a contemplar a las ociosas
gentes congregadas en el muelle para mirar a los pasajeros de a bordo. Los de
segunda clase, hombres y mujeres, acampaban en cubierta, utilizando como
asientos cajas y bultos de ropa. Los de primera clase eran muchachos alegres,
miembros de una sociedad de excursionistas, que se habían reunido para hacer un
viaje a Italia y que debían de ser dependientes de comercio de Pola. Se los veía
satisfechos de sí mismos y de su empresa; charlaban, reían, gozaban con sus
propios gestos y ocurrencias, y, apoyados en la barandilla, se burlaban a
gritos de las gentes que, con la cartera bajo el brazo, iban entrando en los
establecimientos de la calle del puerto, amenazando con sus bastoncitos a los
ruidosos excursionistas.
Había un
muchacho con un traje de verano amarillo claro, de corte anticuado, una corbata
púrpura y un panamá con el ala medianamente levantada, que sobresalía de entre
todos los demás por su voz chillona. Pero apenas Aschenbach lo hubo mirado con
cierto detenimiento, se dio cuenta, no sin espanto, de que se trataba de un
joven falsificado: era un viejo, sin duda alguna. Sus ojos y su boca aparecían
circundados de profundas arrugas. El carmín mate de sus mejillas era pintura;
el cabello negro que asomaba por debajo del sombrero de paja, aprisionado por
una cinta de colores, una peluca; el cuello aparecía decaído y ajado; el
enhiesto bigote y la perilla, teñidos; la dentadura amarillenta, que mostraba
al reírse, postiza y barata, y sus manos, llenas de anillos, eran manos de
viejo. Aschenbach sintió cierto estremecimiento al contemplarlo en comunidad
con los amigos. ¿No sabían, no notaban que era viejo, que no le correspondía
llevar aquel traje tan claro; no veían que no era uno de los suyos? Se habría
dicho que, por la fuerza de la costumbre, lo toleraban sin enterarse de su
incompatibilidad, lo trataban como a un igual y respondían sin repugnancia a
las palmadas afectuosas que les daba en el hombro. ¿Cómo era posible?
Aschenbach se cubrió la frente con las manos y cerró los ojos, irritados a
causa de haber dormido poco. Le parecía que todo aquello salía de lo normal,
que comenzaba una transmutación ilusoria en torno suyo, que el mundo adquiría
un carácter singular, que podía quizá volver a su aspecto normal cerrando un
momento los ojos. Pero en aquel instante se sintió dominado por la sensación
del vacío, y alzando los ojos con una especie de espanto irracional, advirtió
que el pesado y sombrío casco del barco estaba separándose de la orilla.
Lentamente iba ensanchándose la estela de agua sucia entre el barco y el
muelle, a medida que la máquina arrancaba trabajosamente. Ejecutando una
maniobra lentísima, el vapor puso proa a alta mar. Aschenbach fue al lado del
timón, donde el jorobado le había abierto una silla de playa; allí lo saludó el
capitán, vestido de levita, pero de levita grasienta.
El cielo
aparecía gris, y el aire estaba húmedo. El puerto y las islas habían ido
quedando atrás, hasta que, de pronto, toda huella de tierra desapareció del
neblinoso horizonte. Sobre la cubierta lavada, que no se acababa de secar, caía
la carbonilla de la máquina. Al cabo de una hora empezó a llover. Extendieron
una lona por encima de la cubierta.
Forrado en
su abrigo, con un libro en el regazo, el viejo descansaba, mientras las horas
transcurrían inadvertidamente. Había cesado de llover, se retiró la lona de la
cubierta. El horizonte se había despejado enteramente. Bajo la cúpula del
cielo se extendía en torno al barco el disco inmenso del mar. En el
espacio, vacío, sin solución de continuidad, faltaba también la medida del
tiempo y flotábase en lo infinito. A manera de extrañas visiones, el viejo
repugnante, la barba afilada del taquillero, desfilaban con gestos indecisos y
palabras de ensueño ante el espíritu del viajero, hasta que, al cabo, se
durmió.
Hacia
mediodía, tuvo que bajar al comedor, que tenía la forma de un pasillo, con
puertas a los camarotes. Se sentó a la cabecera de la larga mesa. En la otra
extremidad, los excursionistas, incluso el viejo, bebían alegremente con el
capitán, desde las diez de la mañana. La comida resultó pobre y terminó
rápidamente. Luego Aschenbach subió a cubierta para ver cómo estaba el cielo;
quizás aclarara del lado de Venecia.
Había hecho
esa suposición, pues la ciudad le recibía siempre con tiempo espléndido. Pero
el cielo y el mar seguían turbios y grises. De cuando en cuando caía una lluvia
neblinosa, y tuvo que aceptar la idea de encontrarse, llegando por ruta marina,
con otra Venecia distinta de la que él había conocido cuando la visitó por
tierra. Estaba apoyado en un mástil, con la mirada fija en lontananza,
esperando ver tierra. Recordaba al poeta melancólico y entusiasta ante quien
emergieron en otro tiempo de aquellas aguas las cúpulas y las campanadas de su
sueño, repetía algo de lo que entonces había cristalizado en cántico de
admiración, de dicha o de tristeza, y conmovido sin esfuerzo por tales
sentimientos ahondaba en su corazón ya maduro, para ver si el Destino le
reservaba aún nuevos entusiasmos y emociones, o quizás una tardía aventura
sentimental.
Así surgió a
la derecha la costa plana; el mar comenzó a animarse con botes de pescadores.
Apareció la isla de Bader; al dejarla a la izquierda, el barco pasó, acortando
la marcha, por el estrecho puerto que lleva el nombre de la isla y se paró en
la laguna, frente a unas casuchas pobres y pintorescas, en espera de la falúa
del servicio de Sanidad.
Al fin,
después de una hora, apareció la falúa. Habían llegado, y no habían llegado; no
tenían prisa. Sin embargo, los dominaba la más viva impaciencia. Los excursionistas
de Pola se sintieron patriotas, excitados sin duda por las cornetas militares
que sonaban por el lado del parque, y sobre cubierta, entusiasmados con el
arte, daban vivas a los bersaglieri que hacían ejercicios. Pero era repugnante
ver el estado en que su camaradería con la gente joven había puesto al
lamentable anciano. Su viejo cerebro no había podido resistir, como en el caso
de los jóvenes, los efectos del vino, y aparecía vergonzosamente borracho. Con
una mirada estúpida y un pitillo entre los dedos, temblorosos, vacilaba,
conservando difícilmente el equilibrio. Como habría caído al primer paso, no se
atrevía a moverse del sitio; sin embargo, mostraba una excitación lamentable;
asía de las solapas a todo el que se le aproximaba, tartamudeaba, gesticulaba,
lanzaba risotadas, alzaba con ademán de necia burla su dedo índice, lleno de
anillos, y de un modo equívoco, repugnante, se lamía los labios. Aschenbach lo
miraba con sombrío entrecejo, mientras volvía a adueñarse nuevamente de él la
sensación de que el mundo mostraba una inclinación tentadora a deformarse en
siluetas singulares y exóticas. Pero no pudo seguir examinando esa sensación,
pues la maquinaria volvió a funcionar mientras el barco continuaba su
interrumpido viaje por el canal de San Marcos.
Otra vez se
presentaba a la vista la magnífica perspectiva, la deslumbradora composición de
fantásticos edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los
navegantes que llegaban a la ciudad; la graciosa magnificencia del palacio y del
Puente de los Suspiros, las columnas con santos y leones, la fachada pomposa
del fantástico templo, la puerta y el gran reloj, y comprendió entonces que
llegar por tierra a Venecia, bajando en la estación, era como entrar a un
palacio por la escalera de servicio. Había que llegar, pues, en barco a la más
inverosímil de las ciudades.
Paró la
maquinaria, comenzaron a aproximarse las góndolas, se descolgó la escalerilla y
subieron a bordo los empleados de la Aduana a desempeñar su cometido; los
pasajeros podían ir desembarcando. Aschenbach dio a entender que deseaba una
góndola para trasladarse junto con su equipaje a la estación de los vaporcitos
que circulan entre la ciudad y el Lido, pues pensaba tomar habitación a orillas
del mar. Poco después, su deseo fue propagándose a gritos por la superficie de
la laguna, donde los gondoleros reñían con otros en su dialecto. No podía
descender todavía porque estaban bajando su baúl con gran trabajo. Por eso se
vio durante unos minutos expuesto, sin escape posible, a la solicitud del
repugnante viejo, a quien la borrachera impulsaba a rendir al extranjero los
honores de la despedida. «Le deseamos una agradable temporada», tartamudeaba
entre tumbos. «Tendremos muy presente su recuerdo. Au revour, excusez y
bon-jour, Excelencia.» La boca se le llenó de agua, guiñó los ojos y sacó la
lengua con gesto equívoco. «Nuestros respetos -continuó -en la misma forma-,
nuestros respetos al pasajero simpático…» De pronto se le fue la dentadura
postiza. Aschenbach logró al fin escabullirse… «Al hombre simpático», oía decir
a sus espaldas, mientras descendía por la escalera, asido a la cuerda.
¿Quién no
experimenta cierto estremecimiento, quién no tiene que luchar contra una
secreta opresión al entrar por primera vez, o tras larga ausencia, en una
góndola veneciana? La extraña embarcación, que ha llegado hasta nosotros
invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una negrura
que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la
noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso. ¿Y se ha notado que el
amplio sillón barnizado de negro es el más blando, más cómodo, más agradable
del mundo? Aschenbach se dio cuenta de ello cuando se sentó a los pies del
gondolero, junto a su equipaje reunido. Los remeros seguían ri-ñendo rudamente
en su dialecto incomprensible, y con gestos amenazadores. Pero el silencio
peculiar de la ciudad parecía absorber blandamente sus voces, apaciguándolas y
deshaciéndolas en el agua. En el puerto hacía calor. Recibiendo el soplo tibio
del siroco, recostado sobre los blandos almohadones, el viajero cerró los ojos
para gozar de una languidez tan dulce como desacostumbrada que empezaba a
poseerlo. «La travesía será corta -pensaba-. ¡Ojalá durase siempre!»
Lentamente, con suave balanceo, iba sustrayéndose al ruido, a la algarabía de
las voces.
El silencio
se hacía más profundo a medida que avanzaba. No se oía sino el chasquido de los
remos en el agua, el ruido sordo de las olas contra la embarcación, que se
alzaba negra y alta como una nave guerrera, y el murmullo del gondolero, que
murmuraba trabajosamente, con sonidos acentuados por el movimiento rítmico del
cuerpo. Aschenbach alzó la vista, y con ligera extrañeza advirtió que la laguna
se ampliaba y que la embarcación tomaba rumbo hacia alta mar. Al parecer, no
podía entregarse plenamente al descanso, sino que tenía que velar por la
ejecución de su voluntad.
-Al
embarcadero de vapores -dijo, volviéndose a medias.
El murmullo
del marinero cesó; pero no hubo contestación alguna.
-¡Digo que
al embarcadero de vapores! -repitió, volviéndose del todo y llevando la vista
al rostro del gondolero, que, erguido detrás de él, destacaba su silueta sobre
el fondo gris del cielo.
Era un
hombre de fisonomía desagradable y hasta brutal, con traje azul de marinero,
faja amarilla a la cintura y sombrero de paja deformada, cuyo tejido comenzaba
a deshacerse, graciosamente ladeado. Sus facciones, su bigote rubio, retorcido,
bajo la nariz corta y respingona, hacían que no pareciese italiano. Aunque de
tan escasa corpulencia que no se le hubiera creído apto para su oficio,
manejaba con gran vigor los remos, poniendo todo el cuerpo en cada golpe. Por
dos veces el esfuerzo hizo que se contrajesen sus labios, descubriendo los
blancos dientes. Con las rojizas cejas fruncidas, miró por encima del pasajero,
mientras le replicaba en forma decidida y hasta brutal:
-¡Pero usted
va al «Lido»!
Aschenbach
replicó:
-Sí. Pero
sólo he tomado la góndola para que me llevase hasta San Marcos. Quiero utilizar
el barquillo.
-No puede
usted utilizar el barquillo, caballero.
-¿Por qué
no?
-Porque no
admite equipaje.
Eso era
exacto. Lo recordaba ya Aschenbach, pero calló un momento. Las maneras rudas y
groseras del hombre le parecieron insoportables. Por eso replicó:
-Ésa es cuestión
mía. Yo dejaré mi equipaje en custodia; regrese.
Hubo un
silencio. Seguía el chasquido de los remos y el ruido sordo del agua que
azotaba la embarcación. El gondolero comenzó a hablar consigo mismo.
¿Qué haría?
A solas en el agua con aquel hombre tan poco tratable y tan rudamente decidido,
no encontraba medio alguno para imponer su voluntad. Además, ¿para qué
irritarse en vez de seguir indolentemente recostado en la blandura de los
almohadones? ¿No había deseado que la travesía durara largo tiempo, que no
acabara nunca? Lo más importante, sobre todo, lo más agradablemente delicioso,
era dejar que las cosas siguieran su curso. De su asiento, de su sillón,
forrado de negro, parecía desprenderse un vaho de indolencia irresistible, y
era una delicia inefable sentirse así suavemente arrullado por los remos del
terco gondolero que tenía a sus espaldas. La idea de haber caído en manos de un
criminal cruzó vagamente por la imaginación de Aschenbach, sin que sus
pensamientos se inquietasen en gesto defensivo.
Más
desagradable le parecía la posibilidad de ser víctima de una estafa vulgar, de
que todo aquello sólo se encaminase a sacarle más dinero. Una especie de
sentimiento del deber, o de orgullo, un deseo de prevenirse, lograron hacerle
saltar.
-¿Cuánto
cobra usted por el viaje?
El
gondolero, mirando hacia lo alto, respondió:
-Tendrá
usted que pagar lo que cuesta.
El deseo de
estafarle era evidente. Aschenbach dijo de un modo maquinal:
-No pagaré
nada, absolutamente nada, si no me lleva al sitio que le indiqué.
-Usted
quiere ir al «Lido».
-Pero no con
usted.
-De nada
tiene que quejarse.
«Es cierto
-pensó Aschenbach, y se calmó-. Me llevas bien. Aunque hayas pensado sólo en mi
dinero y aunque me des con un remo en la cabeza, me habrás llevado bien.»
Pero no
aconteció nada de eso. Tuvieron incluso compañía: un bote con músicos
ambulantes, hombres y mujeres que cantaban acompañados de guitarras y
mandolinas y que iban al lado de la góndola, rompiendo el silencio que reinaba
en la superficie del agua con canciones de una poesía para uso de turistas que
les producía buenas ganancias. Aschenbach arrojó unas monedas en el sombrero
que le presentaban, hecho lo cual los cantores callaron y desaparecieron.
Volvió a oírse el murmullo del gondolero, que hablaba, con frases sordas y
entrecortadas, consigo mismo.
Llegaron, al
fin, en el instante en que salía un vapor con rumbo a la ciudad. Dos guardias
•municipales paseaban por la orilla, con las manos a la espalda y el rostro
vuelto hacia la laguna. Aschenbach saltó de la góndola apoyándose en aquel
viejo que se encuentra en todos los embarcaderos de Venecia con su gancho.
Luego, al ver que no tenía monedas pequeñas, se fue por cambio a un hotel
próximo a fin de arreglar su cuenta con el gondolero. Le cambiaron en la caja,
volvió, encontró su equipaje en el muelle, sobre un carrito; pero góndola y
gondolero habían desaparecido.
-Tuvo que
marcharse -dijo el viejo del gancho-. Es un mal hombre, un hombre sin licencia,
señor. Es el único gondolero que no tiene licencia. Los otros telefonearon
aquí. Él vio que le estaban aguardando, y ha tenido que irse.
Aschenbach
se encogió de hombros.
-El señor ha
hecho el viaje gratis -dijo el viejo tendiéndole el sombrero.
Aschenbach
le echó unas monedas, luego dio orden de que condujera su equipaje al «Hotel
Bader», y siguió al carrito a lo largo de la brillante avenida de cafés,
bazares, flores, hoteles, que atraviesa la isla en diagonal hasta la playa.
Entró en el
espacioso hotel por la parte de atrás, atravesando la terraza del jardín,
llegando a las oficinas por el pasadizo del vestíbulo. Como había anunciado su
llegada, le recibieron con gran amabilidad. Un maitre d’hótel, hombre pequeñito
que se deslizaba silenciosamente con finura servil, de bigote negro y levita de
corte francés, le acompañó en el ascensor hasta el segundo piso y le mostró su
cuarto: una habitación agradable, con el mobiliario de madera de cerezo, con un
ramo de flores olorosas sobre una mesilla, y desde cuyas altas ventanas se
podía disfrutar de la visión del mar abierto. Cuando se retiró el empleado,
Aschenbach se asomó a una de las ventanas, y mientras le llevaban el equipaje y
lo acomodaban en la habitación, se puso a contemplar la playa, que a aquella
hora estaba casi desierta, y el mar sin sol. Había pleamar. Las olas, bajas y
lentas, morían en la orilla con acompasado movimiento.
Los
sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más
confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son
más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y
sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un
cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se
ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras,
sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo
extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo
inoportuno, absurdo e inadecuado.
De esta
manera, el ánimo del viajero sentíase todavía inquieto con las impresiones de
la travesía, el repulsivo viejo verde con sus gestos equívocos, el gondolero
brutal que se había quedado sin su dinero. Todos estos hechos, sin ofrecer
dificultades al entendimiento ni construir materia de cavilación, le parecían
de naturaleza extraña. Las contradicciones que tales hechos envolvían, le
intranquilizaron. Sin embargo, saludó al mar con los ojos, y su corazón se
llenó de alegría al contemplarse tan cerca de Venecia. Finalmente se apartó de
la ventana, se aseó, le dio a la doncella algunas órdenes relacionadas con su
instalación, y se fue al ascensor, donde un suizo, de uniforme verde, le llevó
al piso inferior.
Tomó el té
en la terraza, junto al mar; bajó luego, siguiendo a lo largo del muelle un
buen trecho en dirección al «Hotel Excelsior». Al retornar, creyó que era ya
hora de cambiarse de traje para comer. Lo hizo con parsimonia, con esmero, como
siempre, pues estaba habituado a trabajar mientras se arreglaba. Después se
encontró un poco antes de la hora, en el hall, donde estaban reunidos algunos
huéspedes, desconocidos entre sí, pero en espera común de la comida. Tomó un
periódico de la mesa, se arrellanó en un sillón de cuero y se puso a
pensar en aquellas personas, que se diferenciaban con ventaja de las de su
residencia anterior.
Había allí
un ambiente mucho más abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los
coloquios a media voz se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje
de etiqueta, uniforme de la cortesía, reunía en armoniosa unidad aparente todas
las variedades de gentes allí congregadas. Se veían los secos y largos
semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niños
alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de
él hablaban en polaco.
Se trataba
de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la
vigilancia de una maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a
diecisiete años, quizás, un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos
catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza
perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello
color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa
serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble. Y
siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan
extraordinario, que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada
más acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre el
aspecto educacional a que obedecía el vestido y el trato que se daba a sus
hermanas. El atavío de las tres hermanas, la mayor de las cuales era ya una
mujercita formada, no podía ser más sencillo y casto, hasta el extremo de que
casi las afeaba. Un traje claustral, uniforme de color gris, bastante largo,
mal cortado a propósito, con un cuello blanco planchado como única nota clara,
hacía que no fuera posible encontrar nada agradable en sus cuerpos. El cabello,
liso y pegado a la cabeza, daba a los rostros una expresión monjil e
insustancial.
Aquel atavío
era sin duda la obra de una madre que no aplicaba al chico la severidad
pedagógica que creía aplicable a las muchachas. Se veía que la existencia del
muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se había
atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caían en rizos
abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la espalda. El traje de
marinero inglés, cuyas mangas abombadas se ajustaban hacia abajo oprimiendo las
finas muñecas de sus manos infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y
bordados, algo de rico y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo veía de
medio perfil, sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su
zapato de charol, sobre el otro; tenía un codo apoyado en el brazo de su
asiento de mimbre, la mejilla caída sobre la mano cerrada, en una actitud de
elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecían habituadas
sus hermanas. ¿Estaría enfermo? La piel de su cara era blanca como el marfil
sobre el dorado oscuro de los rizos que le servían de marco. ¿O era simplemente
un hijo único, mimado, en quien un cariño excesivo y caprichoso había producido
aquel enervamiento? Aschenbach se inclinaba a creer en lo último. Casi todas
las naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que aprueba las
injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas
preferencias aristocráticas.
Entretanto,
un camarero recorría los pasadizos anunciando en inglés que la comida estaba
servida. La concurrencia fue dirigiéndose poco a poco, por la puerta de
cristales, al comedor. Pasaban huéspedes retrasados que entraban del vestíbulo
o salían del ascensor. Habían comenzado ya a servir la comida, pero los polacos
continuaban en su mesita de mimbre. Aschenbach, cómodamente hundido en un
sillón y con el hermoso mancebo ante sus ojos, esperaba también.
La
institutriz, una señora pequeña y corpulenta, de cabello rojizo, dio por fin la
señal de levantarse. Apartó a un lado la silla y se inclinó cuando una señora
alta, vestida de gris claro y adornada con ricas perlas, entraba en el
vestíbulo. El aire de aquella mujer era frío y contenido, y el peinado de su
cabello, que iba ligeramente espolvoreado, así como la forma de su vestido,
atestiguaban aquella sencillez que determina el buen gusto allí donde la
religiosidad pasa como parte integrante de la elegancia. Bien podía haber sido
ella la esposa de un alto funcionario alemán. Lo único exageradamente lujoso
que exhibía eran sus alhajas, de inestimable valor, sus pendientes y su triple
collar larguísimo, hecho de perlas grandes como cerezas y de suaves
irisaciones.
Los
muchachos, que se habían levantado rápidamente, se inclinaron luego para
besarle la mano. Ella, la madre, con una sonrisa contenida de su cuidado
rostro, pero con cierta expresión de cansancio, miraba por encima de sus
cabezas y dirigía a la institutriz algunas palabras en francés. Luego se
dirigió al comedor. La siguieron las muchachas, por orden de edades; a
continuación, la institutriz y, por último, el muchacho. Por no sé qué razón,
este último se volvió antes de penetrar por la puerta de cristales y, como no
quedaba en la estancia nadie más, sus singulares ojos soñadores se encontraron
con los de Aschenbach que, sumido en la contemplación, con su periódico en las
rodillas, seguía al grupo con la mirada.
La escena
que acababa de presenciar no tenía nada de particular en los detalles. No
habían ido a comer antes de la llegada de la madre; la habían aguardado, para
saludarla respetuosamente y para entrar en la sala siguiendo sus hábitos
tradicionales. Pero todo esto se había hecho con tanta expresión, con tal
acento de disciplina, de sentimiento del deber, de mutuo respeto, que
Aschenbach se sintió singularmente conmovido. Aguardó un instante, luego entró,
a su vez, en el comedor y pidió una mesa. Con cierto sentimiento de disgusto,
comprobó luego que su sitio resultaba muy alejado de la familia polaca.
Durante toda
la interminable comida, cansado y, sin embargo, presa de una gran agitación
espiritual, Aschenbach caviló sobre cosas serias y hasta trascendentales,
reflexionó sobre la misteriosa proporción en que lo normal tenía que
conformarse con lo individual para engendrar la belleza humana; pasó después a
pensar en problemas generales del arte y de la forma, y acabó comprendiendo que
sus pensamientos y conclusiones se parecían a ciertas ficciones del sueño,
felices aparentemente y que luego, a la luz de un ánimo sereno, resultan vacías
e inútiles. Después de cenar se entretuvo paseando y fumando por el parque,
fuertemente aromatizado; luego se acostó temprano y pasó la noche en un sueño
continuo y profundo, pero animado por diversas visiones.
El tiempo no
mejoró al día siguiente. Soplaba viento de tierra. Bajo el cielo turbio se veía
el mar en soñolienta calma, con el horizonte tan alejado de la playa que dejaba
libre varias filas de largos bancos de arena. Cuando Aschenbach abrió la
ventana, creyó sentir el olor pestilente de la laguna.
De pronto,
se encontró dominado por gran desasosiego. E instantes después, pensaba en
marcharse. Estando en Venecia, hacía algunos años, tras unas alegres semanas
primaverales, había tenido que soportar un tiempo tan malo como aquél. Le hizo
tanto daño, que se vio obligado a marcharse apresuradamente. ¿No volvía a
sentir, igual que entonces, la febril inquietud, la opresión de las sienes, el
peso de los párpados? Cambiar otra vez de residencia sería molesto. Pero, si no
cambiaba el viento, no podía permanecer allí. Por precaución, no deshizo todo
el equipaje. A las nueve se desayunó en la salita que se encontraba entre el
vestíbulo y el comedor.
En el
edificio entero reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los
grandes hoteles.
Los
camareros caminaban silenciosamente. Todo lo que se oía era el tintineo de los
servicios de té y algunas palabras a media voz. En un rincón, al lado opuesto
de la puerta y dos mesillas más allá de la suya, Aschenbach advirtió a las
muchachas polacas con su institutriz. Muy tiesas, con el cabello rubio pegado y
los ojos enrojecidos, con vestidos azules de cuellos y puños planchados, muy
estrechos, se las veía sentadas, alargándose unas a otras un tarro de
conservas. Ya casi habían acabado el desayuno. Faltaba el muchacho.
Aschenbach sonreía:
«¡Mi joven amigo! -pensó-. Parece que gozas del privilegio de dormir hasta
cuando quieras.» Y sintiéndose de pronto muy contento, recordó silenciosamente
el verso:
«Atavío
variado, baños calientes y reposo»
Se desayunó
tranquilamente, recibió el correo de manos del portero, que entró con la
galoneada gorra en la mano y fumando un pitillo.
Leyó un par
de cartas. De esa manera fue como pudo presenciar todavía la entrada del
dormilón, a quien sus hermanas aguardaban.
Entró por la
puerta de cristales y atravesó en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta
la mesa de sus hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto
como en el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba
ligeramente, con altanería y suavidad al propio tiempo, y su encanto aumentaba
en virtud del pudor infantil, que por dos veces le obligó a bajar los ojos
cuando miró en torno suyo. Sonriente, y hablando a media voz en su lenguaje
sonoro y blando, saludó y se sentó. Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien
volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del niño.
Llevaba una blusa ligera, de tela con listas azules y blancas, atada con una
cinta de seda roja por encima del pecho y cerrada arriba por medio de un
sencillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba
muy elegantemente con el traje, descansaba de manera incomparablemente
encantadora la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros,
con sus cejas finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco
de sus cabellos.
«¡Muy
bien!», se dijo Aschenbach con esa fina destreza profesional con que a veces
los artistas disfrazan el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de
arte. Luego pensó: «Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí
mientras tú no te fueras.»
A
continuación se levantó y atravesando el vestíbulo entre las atenciones del
personal, bajó a la gran terraza y se dirigió rectamente a la parte de playa
destinada a los huéspedes del hotel. Hizo que un viejo bañero, descalzo, con
pantalones de lienzo, blusa de marinero y sombrero de paja, le señalase la
caseta; le ordenó que sacara al aire libre la mesa y asiento, y se arrellanó en
la silla de tijera, que arrastró hasta el borde del agua por la arena
amarillenta.
El cuadro
que a sus ojos ofrecía la playa, la visión de aquellas gentes civilizadas, que
gozaban sensualmente en medio de los elementos, le satisfizo y entretuvo como
nunca. El mar, gris y sereno, estaba ya animado por niños que corrían descalzos
por el agua, de nadadores de abigarradas figuras, que, con los brazos detrás de
la cabeza, estaban tendidos sobre la arena. Otros remaban en pequeños botes sin
quilla y pintados de encarnado y azul, y reían con alborozo.
Junto a la
tensa cuerda del balneario, en cuyas plataformas uno se sentía como sobre una
terraza, había movimiento alborozado e indolente reposo, saludos y charlas,
elegancia matinal, todo mezclado con las desnudeces, que se aprovechan
osadamente de las libertades del lugar. Por la orilla paseaban algunas personas
envueltas en blancas capas de baño. Hacia la derecha había una montaña de arena
con múltiples derivaciones, construida por los chiquillos y adornada con
banderitas de todos los países. Los vendedores de mariscos, pasteles y frutas
extendían sus mercancías arrodillados en el suelo. Hacia la izquierda, ante una
de las casetas un tanto apartadas de la mayoría, y en las que por aquel lado
terminaba la playa, había acampado una familia rusa. Caballeros con luengas
barbas y grandes dientes, mujeres indolentes, una señorita del Báltico que,
sentada ante un caballete, pintaba el mar, gesticulando de vez en cuando
desesperadamente; dos niños feos y apacibles; una criada, con una cofia y
serviles actitudes de esclava. Allí estaban gozando, agradecidos, del mar y del
reposo; llamaban sin cesar, a gritos, a los chiquillos, que jugaban sin
hacerles caso; bromeaban, empleando algunas palabras italianas, con el viejo
humorista, a quien compraban golosinas; se besaban unos a otros en las
mejillas, sin que les preocuparan en lo más mínimo los observadores alrededor.
«Me
quedaré», pensaba Aschenbach. ¿Dónde podría estar mejor? Y con las manos
dobladas sobre sus rodillas, dejaba que sus ojos se perdiesen en la monótona
inmensidad del mar. Amaba el mar por razones profundas: por el ansia de reposo
del artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de
figuras que se le presentan en el seno de lo simple e inmenso; por una
tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el
mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno; a la
nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo
perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección? Mas, mientras
cavilaba perdido así en lo infinito, la horizontal del mar se vio de pronto
cortada por una figura humana, y recogiéndose en lo concreto de su mirada
sumida en lo indefinido, vio al muchacho, que, viniendo de la izquierda, pasaba
ante él. Marchaba descalzo, dispuesto a corretear por el agua; las esbeltas
piernas aparecían desnudas, hasta al rodilla, y caminaba lentamente, pero con
ligereza y aplomo, como si estuviese habituado a andar sin zapatos; su mirada
buscaba las casetas del lado izquierdo, pero apenas hubo advertido a la familia
rusa, que gozaba tranquilamente de las delicias del día, apareció sobre su
rostro una tormenta de colérico desprecio. Su frente se oscureció, se
contrajeron sus labios en una expresión de rabia y frunció de tal modo las
cejas, que sus ojos,
Centelleantes
de algo oscuro y maligno, aparecieron hundidos. Bajó luego la vista y volvió a
mirar amenazadoramente. Poco después se encogió de hombros con un ademán de
violento desprecio y volvió la espalda al enemigo.
Un
sentimiento delicado, en el que había un poco de respeto y un poco de
vergüenza, movió a Aschenbach a volverse fingiendo no haber visto nada; pues a
su temperamento circunspecto repugnaba explotar, ni aun consigo mismo, esa
clase de explosiones pasionales como la que casualmente había descubierto. Se
había regocijado y atemorizado al mismo tiempo, y se sentía dichosamente
conmovido. Al fanatismo infantil, dirigido contra el cuadro más apacible de
vida, mostraba el poco valor de lo divino en las relaciones humanas; hacía que
una visión de vida, reposada y feliz, despertase pasiones revueltas, prestando
a la bella figura del adolescente una exaltación que hacía tomarle más en serio
de lo que sus años representaban.
Con la
cabeza vuelta aún del otro lado, Aschenbach escuchaba la voz del muchacho, una
voz clara, un poco débil, con la cual saludaba desde lejos, a gritos, a los
compañeros que jugaban en la montaña de arena. Al oír la voz respondieron
gritándole varias veces su nombre, o un diminutivo de su nombre. Aschenbach
atendía con cierta curiosidad, sin poder atrapar más que dos sílabas melódicas,
que sonaban como «Adgio», y con más frecuencia «Ad-gin», terminando en una n
prolongada. El sonido era agradable, le halló adecuado por su eufonía al objeto
que designaba, lo repitió para sí y, satisfecho, volvió a sus cartas y papeles.
Con su
cartera de viaje sobre las rodillas, empezó a contestar su correspondencia, con
estilográfica. Pero después de un cuarto de hora, encontró que era lastimoso
abandonar en espíritu la expectación más agradable que conocía y echarla a
perder con una actividad indiferente. Dejó a un lado sus útiles de escribir, y
volvió a mirar al mar. Poco tiempo después, atraído por la algarabía de los
chicos que jugaban con montones de arena, volvió la cabeza hacia la derecha,
apoyándola cómodamente en el respaldo de su silla, para contemplar lo que hacía
Adgio.
Pudo verlo
al lanzar la primera mirada. La cinta roja de su pecho flotaba sin escaparse.
Ocupado con otros niños en colocar una tabla vieja como puente sobre el foso
húmedo de la montaña de arena, daba órdenes con gritos y movimientos de cabeza.
Serían unos diez compañeros, chicos y chicas, algunos de su misma edad y otros,
más pequeños, que hablaban en francés, en polaco y también en idiomas balcánicos.
Pero el nombre más repetido era el de Adgio. Sin duda lo querían, lo admiraban
todos. Especialmente uno de ellos, polaco también, robusto y fuerte, llamado
algo así como «Saschu», con el cabello negro, engomado, parecía ser su más
íntimo amigo y vasallo sumiso. Cuando el trabajo de la montaña de arena estuvo
terminado, se fueron todos abrazados, playa adelante, y el llamado Saschu besó
al hermoso Adgio.
Aschenbach
se sintió tentado de amenazarle con el dedo. «Más a ti, Cristóbulo, te aconsejo
-pensó sonriendo-, que te vayas un año a viajar. Pues eso necesitas, por lo
menos, si quieres curar.» Y luego se comió con delicia unos fresones maduros
que compró a uno de los vendedores ambulantes. Hacía calor, a pesar de que el
sol no lograba atravesar las nubes que cubrían el cielo. El espíritu se sentía
invadido por una gran indolencia, y los sentidos penetrados por el encanto
infinito y adormecedor del mar. A un hombre de la seriedad de Aschenbach le
pareció en aquel momento una ocupación apropiada y suficiente adivinar,
investigar qué nombre podía ser el que sonaba algo así como «Adgio». Con ayuda
de algunos recuerdos, pensó que debía de ser «Tadrio», diminutivo de «Tadeum» y
que se pronunciaba «Tadrín».
Tadrio había
ido a bañarse. Aschenbach, que lo había perdido de vista, descubrió al fin su
cabeza y su brazo extendido, allá lejos, en el mar, pues el mar parecía ser
llano hasta muy afuera. Pero, sin duda, se cuidaban ya de él.
De pronto
empezaron a oírse en la playa voces de mujeres que le llamaban, que gritaban su
nombre, un nombre que dominaba la playa casi como una solución, y que con sus
sonidos suaves y la n prolongada del final tenía al mismo tiempo algo de dulce
y de estridente.
-¡Tadrín!
¡Tadrín!
Él se volvió
entonces hacia la playa, corriendo, haciendo saltar el agua en espuma al
levantar las piernas, con la cabeza echada hacia atrás. La visión de aquella
figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos
húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del
cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le producía evocaciones
místicas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos
originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses.
Aschenbach escuchaba con los ojos cerrados aquel canto que renovaba en su
interior, y pensó, una vez más, que allí se encontraba bien y que se quedaría.
Más tarde,
Tadrio estaba tumbado en la arena descansando del baño, envuelto en su sábana,
abierta por su hombro derecho, y con la cabeza descansando en el brazo desnudo.
Aunque Aschenbach no lo miraba, sino que leía unas páginas en su libro, no se
olvidaba de que estaba allí y sabía que sólo necesitaba tornar ligeramente la
cabeza hacia la derecha para contemplar lo más admirable del mundo. Casi estuvo
convencido de que su misión era velar por el muchacho, en lugar de ocuparse en
sus propios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se
sacrifica en espíritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba
y conmovía su corazón.
Ya hacia el
mediodía abandonó la playa, regresó al hotel y subió en ascensor a la
habitación. Allí permaneció largo tiempo ante el espejo, contemplando su
agrisado cabello, su cansado rostro, de facciones afiladas. En aquel momento
pensó en la gloria y en que por la calle le conocían muchos y lo contemplaban
con respeto y admiración, todo a causa de su voluntad certera y coronada de
gracia; evocó todos los éxitos anteriores de su talento que se le ocurrieron, y
hasta pensó en su título de nobleza. Luego bajó al comedor y comió en su
mesita. Cuando, al terminar la comida, tomó el ascensor, entró en él mucha
gente joven que venía igualmente del comedor, y entre ellos, Tadrio. Estaba muy
cerca de Aschenbach, por primera vez; tan cerca, que podía verlo, no a
distancia, como en los cuadros, sino observándolo de cerca en sus menores
detalles humanos. Alguien le había hablado, y él le respondía con una sonrisa
de indescriptible simpatía; pero ya salía, bajando los ojos, en el primer piso:
«La belleza nos hace vergonzosos», se dijo Aschenbach, poniéndose a pensar en
el motivo de ello. Sin embargo, había notado que los dientes de Tadrio dejaban
que desear; eran algo pálidos, sin ese esmalte brillante propio de la salud, y
de una transparencia inquietante, como ocurre a veces por causa de la anemia.
«Es muy
frágil, es enfermizo. No llegará a viejo», pensó Aschenbach, y renunció a
analizar un sentimiento de satisfacción o intranquilidad que acompañaba a tal
idea.
Pasó dos
horas en su habitación, y luego se embarcó en el pequeño vapor para tornar
hacia Venecia a través del olor pútrido de la laguna. Se apeó en San Marcos,
tomó té en la plaza, y luego, cumpliendo su programa, fue a dar un paseo por
las calles. El paseo hubo de trastornar completamente la situación de su ánimo,
alterando sus planes.
Un calor
bochornoso caía sobre las callejas; el aire era denso, y los olores que salían
de las casas, tiendas y cocinas, olor de aceite, nubes de perfume y otras
emanaciones, yacían apelotonados, sin dispersarse. El humo del tabaco se
quedaba como cuajado, y sólo poco a poco se iba deshaciendo. La multitud de
gente que se atropellaba en la estrechez de las calles, molestaba al paseante
en vez de entretenerle. A medida que transcurría el tiempo, se adueñaba de él,
progresivamente, el estado lamentable que el siroco, combinado con el aire del
mar, puede producir, y que es excitación y desfallecimiento al mismo tiempo.
Transpiraba copiosamente, los ojos querían cerrársele, sentía el pecho
oprimido, tenía fiebre, la sangre palpitaba sensiblemente en sus sienes.
Cruzando algunas calles, huyó de los barrios comerciales, donde el gentío se
apretujaba, hacia los barrios pobres. Allí viose asaltado por una nube de
mendigos, mientras los olores pútridos de los canales le cortaban la
respiración. En un lugar tranquilo, en uno de esos sitios olvidados, y
graciosamente pintorescos que se encuentran en el exterior de Venecia, al borde
de un brocal, se sentó para descansar, se secó la frente y comprendió que debía
marcharse.
Por segunda
vez, y ya definitivamente, comprobó que Venecia le sentaba muy mal con aquel
tiempo. Le pareció absurdo obstinarse tercamente en permanecer allí cuando las
probabilidades de que el viento cambiase eran muy inseguras. Era preciso
decidirse al vuelo. Volver a casa no era posible. No tenía dispuestas ni sus
habitaciones de verano ni de invierno para ir allá. Pero Venecia no era el
único sitio donde había mar y playa; podía encontrarlos en otros sitios, sin el
lamentable complemento de la laguna y de las emanaciones, que le producían
fiebre. Recordó una playa pequeña cerca de Trieste, que le habían ponderado
mucho. ¿Por qué no irse allá? Caso de hacerlo, tenía que ser sin retraso, para
que valiera la pena cambiar otra vez de residencia. Se decidió, y se puso en
pie.
En el primer
embarcadero que pudo encontrar, tomó una góndola y dio la orden de que le
llevasen a San Marcos. La embarcación fue deslizándose en el turbio laberinto
de los canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones,
doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas.
Le costó trabajo llegar a su destino, pues el gondolero que trabajaba en
combinación con fábricas de encajes y vidrios, trataba de desembarcarle a cada
paso para que entrase a ver las tiendas y comprara. Si era, pues, verdad que la
fantástica travesía por las lagunas de Venecia comenzaba a ejercer su encanto
sobre él, aquel espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo.
De nuevo en
el hotel, advirtió que circunstancias imprevistas le obligaban a marcharse a la
mañana siguiente, temprano.
Le
expresaron su pesar y le dieron la cuenta. Cenó y pasó la tibia velada leyendo
periódicos en una mecedora de la terraza trasera. Antes de acostarse dispuso
debidamente su equipaje.
No pudo
dormir gran cosa, pues la proximidad del viaje le inquietaba. Cuando, de
madrugada, abrió la ventana, el cielo seguía nublado, pero el aire parecía más
fresco. Entonces comenzó a arrepentirse de sus propósitos. ¿No habría sido su
decisión demasiado apresurada y errónea, obra de un estado febril? Si no
hubiera avisado en el hotel, si con menos prisa hubiera esperado un cambio del
tiempo, en vez de una mañana de quehaceres y preocupaciones, le aguardaría el
goce tranquilo del día anterior en la playa. Pero era demasiado tarde, y se
veía forzado a seguir queriendo lo que la víspera había querido. Se vistió, y a
las ocho bajó en el ascensor para tomar el desayuno.
Cuando
entró, el pequeño comedor estaba solitario. Mientras esperaba sentado que le sirviesen
lo que había pedido, empezaron a entrar algunos huéspedes. Con la taza de té
pegada a los labios, vio llegar a las muchachas polacas con su institutriz.
Rígidas y frescas, con los ojos enrojecidos, se sentaron a su mesa de la
esquina de la ventana. Un instante después se acercó a Aschenbach el portero,
con la gorra en la mano, a comunicarle que había llegado el momento de partir.
El automóvil esperaba para llevarle a él y a otros huéspedes al «Hotel
Ex-celsior», punto desde donde la canoa-automóvil llevaría a los señores a la
estación por el canal privado de la Compañía. El tiempo apremiaba.
Aschenbach
respondió que no era del mismo parecer. Faltaba más de una hora para la salida
del tren. Protestó contra la costumbre de los hoteles de echar a los viajeros
antes de tiempo, y dijo al portero que deseaba tomar tranquilamente su
desayuno. El empleado se retiró de mala gana, para reaparecer después de cinco
minutos. Era imposible que el automóvil esperase más tiempo. «Pues que se vaya
con mi baúl», replicó Aschenbach, irritado. Él tomaría, a su hora, el vaporcito
público, y rogaba que le dejasen tranquilo. El empleado se inclinó. Aschenbach,
satisfecho ya, terminó, sin apresurarse, el desayuno, y hasta pidió un
periódico al camarero. Cuando se levantó finalmente, sólo le quedaba el tiempo
justo. Y ocurrió que al mismo tiempo entraba Tadrio por la puerta de cristales.
Al cruzar,
buscando a los suyos, tropezó con Aschenbach, que salía; bajó modestamente los
ojos ante el hombre de cabellos grises y amplia frente para volver a
levantarlos luego, con su manera dulce y amable, sin detener su marcha. «
¡Adiós, Tadrio! -pensó Aschenbach-. Poco tiempo ha durado nuestro
conocimiento.» Y murmurando, contra su costumbre, dijo a media voz:
– ¡Dios te
bendiga!
Poco después
hizo los últimos preparativos, repartió propinas, fue atendido por el suave
maítre d’hótel, con su levita francesa, y abandonó el hotel a pie, como había
llegado. Le seguía el mozo del hotel, que llevaba su equipaje de mano,
atravesando la avenida Florida, que cruzaba de sesgo la isla para dirigirse al
embarcadero. Llegó, tomó asiento y… lo que vino después fue un calvario por
todas las profundidades del arrepentimiento.
La travesía
conocida iba por la laguna, pasando por delante de San Marcos y subiendo luego
por el Gran Canal. Aschenbach estaba sentado cerca de proa, en el banco
circular, con un brazo extendido en la barandilla, y haciéndose sombra sobre
los ojos con la otra mano. Quedaron atrás los jardines públicos, y la Piazzeta
se abrió una vez más ante sus ojos en su magnificencia principesca. Al llegar a
la gran serie de palacios, aparecieron tras un recodo del canal los arcos
majestuosos de mármol de Rialto. El viajero contemplaba toda la belleza que
desfilaba ante sus ojos, y se le oprimía el corazón. Respiraba, en aspiraciones
profundas y espiraciones dolorosas, la atmósfera de la ciudad, aquel olor ligeramente
putrefacto, de mar y de pantano, que el día anterior había querido abandonar
con tanta urgencia. ¿Era posible que no hubiera sabido, que no hubiera
considerado hasta qué punto su corazón estaba ligado a todo aquello? Lo que por
la mañana era un sentimiento vago, una leve duda, tornose ya en angustia, en
dolor efectivo y punzante, en tribulación tan grande para su alma, que varias
veces asomaron lágrimas a sus ojos, en forma completamente extraña.
Aquello que
más doloroso le resultaba, aquello que a veces le parecía absolutamente
insoportable, era sin duda el pensamiento de que ya no volvería a Venecia, de
que se despedía de ella para siempre. Porque después de haber comprobado por
segunda vez que la ciudad era nociva para su salud, después, de haberse visto
obligado por segunda vez a abandonarla de repente, tendría que considerarla
como una residencia prohibida, insoportable. Insensato sería probar fortuna una
vez más.
Sabía ya
que, de irse en aquel instante, la vergüenza y el amor propio le impedirían volver
a la amada ciudad, ante la cual había fracasado por dos veces su resistencia
física. La lucha entre la apetencia espiritual y la incapacidad física le
pareció de pronto grave e importantísima a aquel hombre que empezaba a
envejecer. Y su derrota corporal le resultó tan lamentable, y tan vergonzoso
haber cedido sin dificultad alguna, que no quiso comprender la razón por la
cual había podido entregarse y someterse el día anterior sin lucha seria.
Mientras
tanto, el vapor se aproximaba a la estación, y su dolor y su desconcierto
aumentaban hasta darle vértigos. La partida parecía imposible, y no menos
imposible el regreso. Entró en la estación completamente deshecho. Era muy
tarde; no podía perder un momento si deseaba tomar el tren. Quería y no quería.
Sin embargo, el tiempo apremiaba y lo empujaba hacia delante. Se apresuró a
comprar su pasaje, y buscó entre el tumulto al empleado del hotel. Finalmente
el hombre apareció y anunció que el baúl ya estaba facturado.
-¿Ya
facturado?
-Sí, para
Como.
-¿Para Como?
Y después de
una sucesión apresurada de preguntas coléricas y de perplejas respuestas,
resultó que el baúl había sido enviado, junto con el equipaje de otros
pasajeros, desde el «Hotel Excelsior», hacia una dirección totalmente
equivocada.
Aschenbach no
podía conservar la única actitud que tales circunstancias requerían. Una
alegría de aventura, un goce increíble sacudía casi convulsivamente su pecho.
El empleado se precipitó a rescatar el baúl, pero luego volvió sin haber
conseguido nada. Aschenbach declaró entonces que sin su equipaje no estaba
dispuesto a marcharse, y que prefería volver para esperar en el hotel el
retorno del baúl. Preguntó si la canoa-automóvil de la Compañía estaba lista. Y
se fue a la ventanilla, donde le devolvieron el precio del billete. Aseguró que
telegrafiaría, que haría todo lo posible para recuperar el baúl rápidamente. De
esa manera sucedió el extraño acontecimiento de que el viajero, a los cinco
minutos de su llegada a la estación, volvió a encontrarse en el Gran Canal, en
viaje de regreso al Lido.
¡Aventura
increíble, vergonzosa y cómica, como cosa de pesadilla! ¡Los lugares de los
cuales acababa de despedirse para siempre, con el corazón oprimido, estaban
ante su vista otra vez por obra del Destino caprichoso, que acababa de
brindarle una de sus jugarretas! El pequeño y rápido barco se deslizaba
alegremente haciendo espuma y esquivaba, al pasar, góndolas y vapores,
mientras su único pasajero disimulaba bajo la máscara de resignación, la
excitación gozosa y sorprendida de un muchacho de vacaciones. En su pecho
pugnaba por estallar, de tiempo en tiempo, la risa que su desgraciado accidente
le producía; un accidente que no hubiera podido suceder más oportunamente a un
escolar desaplicado. Habría que dar explicaciones; iba pensando que se
encontraría con caras asombradas, y luego, todo arreglado. Se había evitado una
desgracia, se había rectificado un grave error, y todo lo que había creído
dejar a sus. espaldas definitivamente volvía a aparecer ante sus ojos. Era suyo
por todo el tiempo que deseara. Por lo demás, ¿le engañaba la rapidez del
barco, o venía realmente del lado del mar aquel viento brusco?
Las olas
azotaban el estrecho canal abierto en la isla hasta llegar al «Hotel
Excelsior». Un ómnibus que esperaba allí condujo a Aschenbach, por la orilla
del mar rizado, directamente hasta el «Hotel Bader». El pequeño maitre bajó la
escalera para saludarle.
Con ligero
mimo lamentó el accidente calificándolo de extraordinariamente sensible para él
y para el establecimiento. Luego aprobó, lleno de convicción, el designio de
Aschenbach de aguardar allí su baúl. Su habitación estaba ya ocupada; pero
tenía a su disposición otra que no era peor que aquélla.
-Pas de
chance, Monsieur -dijo sonriente el suizo del ascensor mientras subían.
Así fue cómo
el fugitivo volvió a instalarse en una habitación que, en cuanto a situación y
comodidades, era casi enteramente igual a la anterior.
Fatigado,
atolondrado por la agitación de aquella mañana singular, tan pronto como hubo
distribuido en la habitación el contenido de su maleta, se sentó en una butaca,
dejando la ventana abierta. El mar había tomado un tono verde pálido; el aire
parecía más fino y más limpio, y la playa, con sus casetas y sus botes, tenía
más color, a pesar de que el cielo continuaba gris. Aschenbach, con las manos
cruzadas sobre sus rodillas, miraba hacia el exterior, satisfecho de volver a
verse allí, moviendo tristemente la cabeza y pensando en su indecisión, en su
desconocimiento de sus propios deseos. Así estuvo sentado, descansando y
pensando sin objeto fijo, durante una hora.
Hacia
mediodía divisó a Tadrio, el cual, con su traje listado, volvía desde el mar al
hotel. Aschenbach lo reconoció en seguida desde su altura, antes de verlo
propiamente con sus ojos, e iba a decir algo así como un saludo cordial, un «
¡Tadrio, aquí estás tú también otra vez! », pero al mismo tiempo sintió que el
saludo ligero se velaba callando ante la verdad; sintió el entusiasmo que
encendía su sangre, la alegría, el dolor de su alma, y se dio cuenta de que la
despedida le había resultado tan dolorosa sólo a causa de Tadrio.
Sentado e
invisible en su sitio, se consideraba altísimo a sí mismo en silencio. Sus
rasgos se habían reanimado: se enarcaban sus cejas y su boca se dilataba en una
sonrisa atenta que expresaba goce espiritual. Después levantó la cabeza, y sus
dos brazos, que colgaban indolentemente de los brazos de la butaca, hicieron un
movimiento giratorio y de ascenso, lentamente, con las palmas de las manos
vueltas hacia delante, como si insinuaran un abrazo. Fue un ademán de
bienvenida; un gesto alegre y lánguido, lleno de indeciso placer.
IV
Un día y
otro día, el dios de ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del
cálido estío los espacios, del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el
viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar indolente
flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo el azul encendido
de éter se extendían, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha
de sombra secretamente dibujada que ofrecían, parábanse las horas, de la
mañana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque esparcían su perfume
penetrante, mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo
del mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas noches
traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de
las infinitas posibilidades que podría ofrecer.
El huésped,
a quien un oportuno fracaso había detenido allí, al recobrar su equipaje no pensó,
ni mucho menos, en una nueva partida.
Durante dos
días había tenido que privarse de algunas cosas, viéndose obligado a comer en
el gran comedor en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareció
en su cuarto, lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y cajones con sus
cosas, enteramente decidido a quedarse por un tiempo indefinido, satisfecho de
poder caminar por la playa con su traje de seda y de presentarse de etiqueta en
el comedor.
La agradable
monotonía de aquella existencia lo hechizaba en su encanto; la dulzura suave y
luminosa de aquella existencia se había adueñado rápidamente de él. Y, en
efecto, ¿qué delicia mejor que aquella vida que unía los encantos de una playa
meridional confortable a la cercanía de la estupenda y maravillosa ciudad?
Aschenbach no gustaba del placer. Siempre que había vivido sus vacaciones,
marchando en busca de reposo y días sonrientes, especialmente siendo más joven,
había sentido en seguida la nostalgia inquieta del trabajo, del sagrado
esfuerzo de su disciplinada labor cotidiana. Sólo aquel lugar ejercía sobre él
una influencia sosegadora, distendía su voluntad y le tornaba dichoso. Muchas
veces, por la mañana, descansando a la sombra de la lona extendida ante su
caseta, solía abandonarse a un delicioso ensueño, mientras contemplaba el azul
del cielo del mar meridional, o también, durante las noches tibias, arrellanado
en los almohadones de la góndola que le conducía, bajo la amplia bóveda del
cielo, desde la plaza de San Marcos, donde pasaba largos ratos, hasta el Lido.
Y mientras iban alejándose las abigarradas luces de la ciudad y los
melancólicos acordes de las serenatas, pensaba en su casa de montaña, el hogar
de su esfuerzo estival; evocaba las nubes que cruzaban bajas, las tormentas
espantables que por la noche apagan las luces de las casas y los cuervos que
huían a las copas de los pinos. Entonces le parecía estar transportado al
Elíseo, a un lugar dichoso, allá en los confines de la tierra, donde el hombre
disfruta de la vida más leve, donde no hay nieve ni invierno, ni tormentas ni
lluvias en virtud de un soplo refrescante que viene perennemente del océano, y
los días transcurren en un ocio divino, sin esfuerzo ni lucha, en entrega total
al Sol y a sus fiestas.
Aschenbach
veía frecuentemente a Tadrio. La limitación del espacio y la regularidad del
género de vida que todos estaban obligados a llevar, hacían que el hermoso
muchacho permaneciese próximo a él casi todo el día, con ligeras
interrupciones. Lo encontraba en todas partes: en el comedor del hotel, en las
travesías marítimas a la ciudad, y hasta en la misma confusión de la playa, y
luego, por obra del acaso, en las calles, en los paseos. Pero cuando tenía
ocasión de consagrar a la bella figura devoción y estudio, ampliamente y con
comodidad, era principalmente por la mañana, en la playa. Y esta complacencia
de la fortuna, este favor de las circunstancias, que con uniformidad peren ne
se le ofrecía diariamente, era todo lo que le llenaba verdaderamente de
satisfacción y goce, lo que le hacía tan agradable su vida y lo que determinaba
que los días soleados desfilaran sonrientes ante él, sin interrupción.
Se levantaba
a una hora temprana, como lo hacía cuando se veía azuzado por un trabajo
apremiante, y llegaba a la playa uno de los primeros, cuando el sol no quemaba
aún y el mar, de una blancura deslumbrante, permanecía entregado a los sueños
de la mañana. Saludaba respetuosamente al guardia de la verja y al anciano de
barba blanca que le arreglaba su sitio, que extendía la lona y sacaba a la
plataforma los muebles de la caseta. Luego transcurrían unas tres o cuatro
horas hasta que Tadrio apareciese; durante ese tiempo iba ascendiendo el sol y
alcanzando un terrible vigor. El mar se hacía entonces de un azul cada vez más
denso.
Tadrio solía
llegar por la izquierda, siguiendo el borde del mar; Aschenbach lo veía
aparecer de espaldas, saliendo de entre las casetas. A veces se daba cuenta
súbitamente de que había pasado la hora de su llegada, y veíalo entonces, ya
con su traje de baño azul y blanco, que no volvía a quitarse, y experimentaba
un estremecimiento de placer. El muchacho comenzaba en seguida su actividad
habitual bajo el sol y sobre la arena. Aquella vida, graciosamente frívola,
ociosamente inquieta, era juego y reposo, y se componía de carreras por la
playa, de chapuzones en el agua; su actividad consistía en jugar con la arena,
en tomar golosinas, tenderse, nadar, vigilado y llamado por las mujeres desde
la terraza. Su nombre resonaba constantemente en voces chillonas « ¡Tadrín!
¡Tadrín! » Y él corría hacia ellas con gesticulación vehemente a referir lo que
le había ocurrido, a enseñar lo que había encontrado: ostras, estrellas y
cangrejos que andaban de lado. Aschenbach no entendía una palabra de lo que el
pequeño decía, pero en su oído sonaba con deliciosa eufonía aunque fueran las
cosas más corrientes. Así, el exotismo convertía en música la conversación del
chico. Un sol potente regaba a manos llenas su resplandor en honor suyo, y el
magnífico horizonte del mar servía de fondo y exaltación a su figura.
En cierta
ocasión llamaron al muchacho para que saludase a un desconocido que estaba con
las damas; él corrió hacia allá, mojado aún del agua, despejándose los rizos.
Al tender la mano, apoyándose sobre una pierna, mientras el otro pie posaba
sobre las puntas de los dedos, su cuerpo tenía un encanto de movimiento
indecible; inclinado graciosamente hacia delante, un poco encogido de
vergüenza, trataba de agradar por deber aristocrático. Otras veces permanecía
en la arena, con los miembros extendidos; la sábana envolvía su delicado
cuerpo; el brazo, suavemente modelado, descansaba en el arenal, con la barbilla
apoyada en la palma de la mano. El muchacho llamado «Saschu», sentado junto a
él, le contemplaba sumiso, y nada más seductor cabe imaginar que la sonrisa de
labios y ojos, con que él miraba enaltecido al otro, al admirador, al servidor.
Otras veces se le veía al borde del mar, solo, apartado de los suyos, muy cerca
de Aschenbach. Entonces aparecía erguido, con las manos cruzadas por detrás de
la nuca, balanceándose suavemente y mirando, soñador, al lejano azul, mientras
las suaves olas de la orilla bañaban sus pies. Su cabello, rubio, de miel, se
adhería en rizos húmedos a sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el
vello de la parte superior de la espina dorsal; destacábanse claramente bajo la
delgada envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho.
Sus omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulas brillaban, y sus
venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino material
translúcido. ¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento expresaba aquel
cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad severa y pura, que en un
esfuerzo misterioso había logrado modelar aquella imagen divina, ¿no era la que
él, artista, conocía a la perfección? ¿No era la que alentaba en él, cuando
lleno de contenida pasión libertaba de la masa de mármol del lenguaje la forma
esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen
y espejo de belleza espiritual?
¡Imagen y
espejo! Su mirada abarcó la noble figura que se erguía al borde del mar
intensamente azul, y en un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa
visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la
perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se
ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana. La arrebatada
inspiración había llegado, y el artista, que empezaba ya a envejecer, no hizo
más que acogerla sin temor y hasta con ansiedad. Su espíritu ardía, vacilaba
toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su
infancia había recibido de la tradición y que hasta entonces no se habían
encendido con un fuego propio. ¿No se ha dicho acaso que el sol desvía nuestra
atención de lo intelectual para dirigirla hacia lo sensual? Aturde y hechiza de
tal modo el entendimiento y la memoria, el alma queda sumida en tales delicias,
que olvida su destino verdadero, y su asombrada admiración se hunde en la
contemplación de los objetos más bellos que el sol puede iluminar. Después,
sólo con el auxilio de algo corporal logra ya elevarse a una más alta
consideración. Eros procede, sin duda, como los matemáticos, que ven en los niños
inexpertos imágenes de las formas puras. Así los dioses, para hacernos
perceptible lo espiritual, suelen servirse de la línea, el ritmo y el color de
la juventud humana, de esa juventud nimbada por los mismos dioses para servir
de recuerdo y evocación, con todo el brillo de su belleza, de modo que su
visión nos abrasa de dolor y esperanza.
Pensaba así,
en su entusiasmo, y tenía poder para sentir todo esto. La canción del mar y el
resplandor del sol engendraron además en su fantasía una encantadora evocación.
Veía el viejo plátano, cercano a los muros de Atenas, aquel lugar sagrado,
perfumado con el aroma de los azahares, enjoyado con las imágenes y los
riquísimos presentes piadosos en honor de las ninfas y de Apolo. El arroyo
corría claro y limpio por un fondo de cantos lisos y a los pies del árbol de
raíces prolongadas; sonaban los violines de los grillos. Sobre el césped, que
caía en suave pendiente, lo preciso para que al pasar la cabeza se mantuviera
algo levantada, estaban echadas dos personas, resguardándose del calor del día.
Eran un hombre de edad y un joven; uno feo y el otro hermoso; la sabiduría en
contraste con la amabilidad. Y, entre gracias y agudezas que animaban el
coloquio, Sócrates adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud. Le hablaba
del espanto que experimentaba el hombre sensible cuando sus ojos contemplaban
un reflejo de la belleza eterna; de las concupiscencias del profano y el
malvado, que no pueden pensar en la belleza al ver su imagen, y que no son
capaces de sentir respeto por ella; hablaba del sagrado temor que acomete al
alma noble cuando se le aparece un rostro semejante al de los dioses, es decir,
un cuerpo perfecto. Le explicaba cómo todo su ser se estremece de aquella alma,
se enajena y apenas se atreve a mirar; cómo se siente poseído de veneración
ante aquel que ostenta el sello divino de la belleza; aquella alma le haría
sacrificios, como a una deidad, si no temiese aparecer como insensata a los
ojos de los hombres. «Pues sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y
adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo
espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden
soportar. Pues ¿qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de
sus manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentasen en
formas, sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época
ante Zeus? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo
el camino, sólo el medio, Fedón…» Después el taimado seductor dijo lo más
agudo: el amante era más divino que el amado, porque en aquél alienta el dios,
que no en el otro; este pensamiento es quizás el más delicado y el más irónico
que se haya producido, y de su fondo brota toda la picardía y la secreta
concupiscencia del deseo.
La dicha del
escritor es su posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento;
el sentimiento, totalmente en idea. En aquel momento se había adueñado del
solitario una de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos precisos: el
sentimiento de que la naturaleza se estremecía de goce cuando el espíritu se
inclinaba en homenaje y reverencia ante la belleza. Súbitamente sintió el deseo
imperioso de escribir. Cierto es que, como suele decirse, Eros ama el ocio, y que
sólo para el ocio ha nacido. Pero en ese momento de la crisis, su excitación le
impulsaba a tranquilizar por medio de la palabra el torbellino de sus
pensamientos. El tema casi le era indiferente. De pronto sintió que se resolvía
en su espíritu, clamando por expresarse, una cuestión palpitante de la cultura
y el gusto. El asunto era de índole familiar y le preocupaba de antiguo. El
impulso de hacerlo brillar a la luz de sus palabras se hizo irresistible en
aquel momento. Pero necesitaba trabajar en presencia de Tadrín, tomarlo de
modelo, hacer que su estilo siguiese las líneas de aquel cuerpo que se le
antojaba divino, y levantar a lo espiritual su belleza, como el águila levantó
al cielo a uno de los pastores troyanos. Jamás había sentido con tanta dulzura
el placer de la palabra, nunca había visto tan claramente que Eros alienta en
ella, como en aquellas horas, peligrosamente gozosas, en las que, sentado ante
una mesa rústica sombreada por la lona, teniendo ante sus ojos al ídolo, y en
los oídos la música de su voz, cincelaría Aschenbach, siguiendo el modelo de
Tadrio, unas páginas de selecta prosa cuya pureza, altura y fuerte tensión
sentimental habían de producir pronto la admiración de las gentes. Seguramente
conviene que el mundo conozca sólo la obra bella y no sus orígenes, las
condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes
en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo,
dañando así el efecto de las. cosas excelentes. ¡Singulares horas! ¡Esfuerzo
extrañamente enervador! ¡Extraordinario comercio fecundo del espíritu con el
cuerpo! Cuando Aschenbach, terminado su trabajo, se levantó, se sintió agotado,
deshecho hasta tal punto que le parecía oír los lamentos de su conciencia en
rebelión, como si acabara de entregarse a algún pecado.
A la mañana
siguiente fue cuando, a punto ya de dejar el hotel, vio desde la escalera que
Tadrio se dirigía solo a la playa. El deseo, el sencillo pensamiento de
aprovechar la ocasión para trabar alegremente conocimiento con aquel que, sin
saberlo, le había conmovido y agitado tanto, de hablarle y gozarse en su
contestación, en su mirada, surgió en él de un modo natural.
El hermoso
muchacho andaba lentamente. Podría, pues, alcanzarle. Aschenbach apresuró el
paso, y llegó junto a él cerca ya de las casetas. Pensando en ponerle una mano
en la cabeza, en el hombro, resultó que una palabra, una frase amable en
francés rozaba ya sus labios. Pero en aquel instante sintió que su corazón
latía fuertemente, acaso por lo rápido de su carrera, y que, como respiraba con
dificultad, sólo iba a poder hablar atropellado y tembloroso. Vaciló entonces,
trató de dominarse; de pronto le pareció que iba ya demasiado tiempo muy cerca
del bello mancebo; temió que él lo notase, temió que se volviese, interrogante;
hizo un último intento, que resultó vano también; renunció, pues, y pasó por
delante de él con la cabeza baja.
«¡Demasiado
tarde! -pensó-. ¡Demasiado tarde!» Pero, ¿era realmente demasiado tarde? Aquel
paso, que no se había atrevido a dar, habría convertido probablemente la cosa
en algo bueno, ligero y gozoso; habría producido un efecto sedante. Pero no hay
duda de que el artista, ya en los linderos de la vejez, no quería el sedante, a
pesar de que la exaltación en que vivía le era demasiado cara. ¿Quién podría
descifrar el enigma de la naturaleza del artista? ¿Quién puede comprender esa
fusión instintiva de disciplina y desenfreno en qué consiste? Porque el hecho
de no querer un sedante saludable es desenfreno. Aschenbach ya no se sentía dispuesto
a la autocrítica. Por sus gustos, por su madurez espiritual, por el respeto de
sí mismo y por simplicidad, no le agradaba analizar los motivos de sus actos ni
averiguar si había dejado de realizar su propósito por mandato de su
conciencia, o por debilidad y molicie. Se sentía avergonzado, tenía miedo, de
que alguien hubiera podido observar su carrera, su derrota; temía
extraordinariamente al ridículo. Por lo demás, se reía en su interior de su
pánico insensato. «Vencido -pensaba-, vencido como un gallo que en la pelea
deja caer desfallecido las alas.» Son, seguramente, los dioses los que de tal
modo paralizan nuestro valor a la vista del objeto amado y arrojan por los
suelos toda nuestra altivez.
Sin cuidarse
ya de llevar la cuenta del tiempo que a sí mismo se concedía para el descanso,
había dejado de pensar en el regreso. Se había provisto de dinero abundante. Su
única preocupación era que la familia polaca pudiera marcharse pronto; pero,
preguntando como por casualidad al peluquero del hotel, había averiguado que
las señoras habían llegado poco antes que él. El sol tostaba su cara y sus
manos, el aire excitante, salado, fortalecía su fuerza sentimental, y si antes
acostumbraba consagrar a su obra todo el acopio de fuerzas que el sueño, el
alimento, la Naturaleza le prestaban, esta vez dilapidaba a manos llenas, en
exaltación y fantasía, toda la fuerza diaria que el sol, el ocio y el aire del
mar le prestaban.
Su sueño era
breve. Los días, deliciosamente monótonos, se separaban por noches cortas, llenas
de feliz inquietud. Es cierto que se acostaba temprano, pues a las nueve,
cuando Tadrio se había alejado, le parecía que el día estaba terminado. Pero a
las primeras luces de la mañana le despertaba un dichoso, ligero
estremecimiento; su corazón recordaba su aventura; no podía quedarse en la
cama, se levantaba, y envuelto en una bata ligera, para preservarse del fresco
de la madrugada, se sentaba ante la ventana abierta en espera de la salida del
sol. El maravilloso acontecimiento de la aurora sumía en profunda adoración a
su alma, consagrada por el sueño. Cielo, tierra y mar permanecían aún envueltos
en la suave palidez fantástica del alba: una estrella lánguida flotaba aún en
el infinito. Pero venía un suave soplo, como un dulce mensaje de inasequibles
lugares con la nueva de que Eros se levantaba del lecho conyugal, y por ello
acontecía aquel primer rubor dulcísimo de las lontananzas del cielo y del mar,
por el cual se anuncia que la creación toma formas sensibles. Se acercaba la
Aurora, seductora de mancebos, raptora de Céfalo y que, a pesar de la envidia
de todos los olímpicos, gozó los amores del bello Orión. Allá, al borde del
mundo, comenzaban a deshojarse rosas en un inefable resplandor divino mientras
unas nubes infantiles, iluminadas, esclarecidas, flotaban, como sumisos
amorcillos, en el aire rosa y azul; caía sobre el mar un manto de púrpura, que
parecía arrastrado hacia delante con sus olas levantadas; signos y manchas de
oro resplandecían sobre el mar; el resplandor se transformaba en incendio;
silenciosas y con divina pujanza se erguían las llamas, y la cuadriga divina
corría con sus cascos centelleantes sobre la superficie de la tierra. Iluminado
por la pompa del dios, el contemplador solitario cerraba los ojos dejando que
el resplandor divino besase sus párpados. Sentimientos de otra época,
deliciosos ímpetus tempranos de su corazón, que habían muerto con la estrecha
disciplina de su vida, volvían en aquel instante extrañamente transformados y
él los reconocía con sonrisa confusa y asombrada. Cavilaba, soñaba; sus labios
murmuraban lentamente un nombre, y sonriente, con el rostro vuelto hacia arriba
y las manos plegadas en el regazo, dormitaba en su butaca.
Pero el día
iniciado así, con aquella fiesta del fuego, transcurría luego exaltado, en una
extraña exaltación mística. ¿De dónde provenía el soplo que de pronto envolvía
sienes y vidas, tan suave y misterioso como un susurro de potencias elevadas?
En el cielo se alineaban numerosas nubecillas, como rebaño de dioses que
pastasen en el espacio infinito. Se levantó un viento más fuerte, y los
caballos de Neptuno galoparon espumeantes. Por entre las rocas alejadas de la
playa saltaban como cabrillas las olas. Aschenbach sentíase anegado en un mundo
divino lleno de vida pánica, y su corazón soñaba dulces fábulas. A veces,
cuando el sol se ponía por detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque
para contemplar a Tadrio, que, vestido de blanco y con un cinturón de color,
jugaba al balón. Entonces creía estar viendo a Jacinto, el ser mortal por lo
mismo que era objeto del amor de los dioses. Y hasta sentía los dolorosos celos
del Céfiro, de aquel rival que, olvidando el oráculo, el arco y la cítara, se
ponía a jugar con el mancebo; veía cómo el dardo ligero, impulsado por los
celos crueles, alcanzaba la amada cabeza, recibía palideciendo el
desfalleciente cuerpo, y la flor que brotaba de la dulce planta traía la
inscripción de su lamento infinito…
Nada
resultaba más extraño ni más irritante que las relaciones que se establecen
entre hombres que sólo se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se
tropiezan, se observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho a no
saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de una indiferencia
perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la
historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho, artificiosamente
contenido, y, en especial, de una especie de estimación exaltada. Pues el
hombre ama y honra al hombre mientras no puede juzgarle. Y el deseo se engendra
por el conocimiento defectuoso.
Entre
Aschenbach y Tadrio tenía que haber, necesariamente, cierta relación y
conocimiento, de tal manera que el hombre maduro pudo observar gozosamente que
su simpatía y su atención no dejaban de ser en cierta forma correspondidas.
¿Qué había sido, por ejemplo, lo que movió al muchacho a no entrar por la
mañana, al llegar a la playa, por detrás de las casetas, sino a pasar por
delante, cerca de donde estaba Aschenbach, y en ocasiones rozando casi su mesa,
su silla, para dirigirse a la caseta de los suyos? ¿Es que la fuerza atractiva,
la fascinación de un sentimiento superior, obraba sobre su ánimo delicado e
irreflexivo? Aschenbach esperaba cotidianamente la aparición de Tadrio; a veces
fingía estar ocupado al divisarle y dejaba que pasase ante él, aparentemente
inobservado; pero otras, veces levantaba la vista y sus miradas se encontraban.
Ambos permanecían en tal caso profundamente serios. En el digno rostro del
hombre maduro nada indicaba la conmoción interior; pero en los ojos de Tadrio
brillaba una curiosidad, una interrogación pensativa; su paso vacilaba; bajaba
la vista, volvía a alzarla graciosamente, y cuando ya estaba lejos, algo en su
actitud indicaba que sólo la urbanidad le impedía volverse.
Sin embargo,
una tarde las cosas ocurrieron de otra manera. Los hermanos polacos y su
institutriz no estaban en el comedor, y Aschenbach lo había observado con pena.
Después de cenar, muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel a pasear por
cerca de la terraza, cuando de pronto, a la luz de los faroles, vio aparecer a
las cuatro hermanas con su atavío monjil, a la institutriz y a Tadrio, éste
unos pasos detrás. Sin duda, volvían del desembarcadero, y habíanse quedado a
cenar, por algún motivo, en la ciudad. En el mar hacía fresco; Tadrio llevaba
una casaca de marinero, con botones dorados, y su gorra correspondiente. El sol
y el aire marino no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo
de siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario, quizás
a consecuencia del fresco, o por el resplandor de los faroles. Sus cejas,
armónicas, aparecían delineadas más escuetamente, y sus ojos eran muy oscuros.
Era aquello de una indecible belleza, y Aschenbach sintió el dolor, tantas
veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza
sensible, pero no de reproducirla. Como no esperaba la amable aparición, como
le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la
expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del
muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa,
la admiración. En aquel instante fue cuando Tadrio le sonrió. Le sonrió
expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la
alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa
profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al
reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el beso
imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada,
transformada y transformadora.
Aquella
sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan
profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín,
y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del
parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas
y tiernas al mismo tiempo: « ¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a
nadie! » Se arrojó en un banco, y fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las
plantas.
V
Durante la
cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones desagradables
relacionadas con el mundo exterior. Primeramente le pareció notar que, a medida
que avanzaba la estación, la concurrencia parecía más bien disminuir que
aumentar en el hotel. Advirtió especialmente que el alemán iba escaseando,
hasta el punto de que llegó un momento en que en la mesa y en la playa su oído
percibía sólo sonidos extraños. Un día, en la peluquería adónde iba a menudo,
atrapó una frase que le dejó preocupado. El peluquero habló de una familia
alemana que se había ido, tras corta permanencia, y añadió, en tono ligero e
insinuante: «Usted se quedará, caballero; usted no tiene miedo al mal.»
Aschenbach le miró replicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?» El hablador
enmudeció fingiendo distracción y pasó por alto la pregunta. Luego, cuando
Aschenbach insistió más decididamente, declaró que no sabía nada, y,
evidentemente desconcertado, procuró desviar la conversación.
Eso sucedía
hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a Venecia, a
pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los hermanos
polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su institutriz.
No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las.
mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té,
advirtió de pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma
venía envolviéndolo todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón,
oficial, que hacía pensar en plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo
examinó y reconoció poniéndose pensativo; y, terminando su colación, abandonó
la plaza por el lado frontal del templo. Al penetrar en las calles estrechas,
el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se veían pegados bandos de
alarma, en los cuales se advertía a la población que debía privarse de ostras y
mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de ciertos desarreglos
gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales admoniciones
era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente del
pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
Al pasar junto
a una tienda donde se vendían collares de coral y alhajas de amatistas falsas,
Aschenbach pidió explicaciones al dueño, que se encontraba de pie en la puerta,
acerca del fatal olor. El hombre le miró seriamente y adoptó inmediatamente un
tono de forzada alegría. « ¡Es simplemente una medida de previsión! »,
respondió accionando con viveza. «Una disposición de la Policía, que debemos
aplaudir. El calor aprieta; el siroco no es bueno para la salud. En una
palabra, ya comprende usted…, una medida acaso exagerada.» Aschenbach dio las
gracias y siguió. También en el vapor que le llevó a Lido la última vez
percibió el olor del desinfectante.
-Ya de
regreso en el hotel, se dirigió en seguida a la mesita de los periódicos, que
había en el vestíbulo, y les pasó revista. En los extranjeros no encontró nada.
Los diarios, locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían
negativas oficiales y dudaban de su exactitud. Así se explicaba, pues, la
desaparición del elemento alemán y austríaco. Los súbditos de las demás
naciones no sabían nada, sin duda; no sospechaban nada; aún no habían podido
intranquilizarse. «¡Hay que callar!», pensó Aschenbach, excitado, volviendo a
dejar los periódicos sobre la mesa. « ¡Hay que guardar silencio! » Y al mismo
tiempo, su corazón se sintió satisfecho de la posible aventura en que el mundo
exterior iba a entrar. Pero la pasión, como el delito, no se encuentra a sus
anchas en medio del orden y el bienestar cotidiano; todo aflojamiento de los
resortes de la disciplina, toda confusión y trastorno le son propicios, porque
le dan la esperanza de obtener ventajas de ellos. Así, Aschenbach sentía una
satisfacción oscura ante los fingimientos de las autoridades de Venecia, ante
el secreto inconfesable de la ciudad, que se fundía con el suyo propio y que
tanto le importaba no se divulgase. Y eso, porque lo único que le preocupaba
era que Tadrio pudiera marcharse. No sin espanto había comprendido ya que no
sabría cómo vivir si tal hecho aconteciera.
Los
domingos, los polacos nunca iban a la playa; adivinó que iban a oír misa en San
Marcos; fue allá él también, y entrando desde la plaza ardiente en la penumbra
dorada del templo, halló al muchacho oyendo misa arrodillado en un
reclinatorio. Se quedó en pie, atrás, sobre el mosaico, en medio de las gentes
humildes arrodilladas que murmuraban plegarias y se santiguaban. La pompa
armoniosa del templo oriental posaba espléndida sobre sus sentidos. Ante el
altar se movía, rezaba y cantaba el sacerdote; flotaba el incienso, envolviendo
en su niebla las débiles luces, y al olor del humo del sacrificio, parecía
mezclarse subrepticiamente otro olor, el de la ciudad enferma. Entre el
incienso y el brillo de las luces, Aschenbach veía al muchacho, que lo miraba.
Cuando, poco
después, la multitud salía por las amplias puertas a la plaza resplandeciente,
llena de palomas, Aschenbach se quedó en el pórtico, escondido, al acecho.
Desde allí vio que los polacos salían de la iglesia, que las muchachas se
despedían ceremoniosamente de su madre, y que ésta se dirigía a casa por la
Piazzeta; esperó que el muchacho, las monjiles hermanas y la institutriz
tomaran la derecha, pasando por la puerta de la torre del reloj, y, penetrando
en la Mercería, dejó que le tomasen alguna delantera; luego los siguió disimuladamente
en su paseo por Venecia. Tenía que pararse cuando se detenían; tenía que
guarecerse en un portal o en un patio cuando ellos daban de pronto la vuelta,
para dejarlos pasar. Los perdía, los buscaba, cansado y acalorado, por puentes
y sucios callejones, y soportaba minutos de angustia mortal cuando, de pronto,
aparecían en algún pasaje estrecho donde no había modo de apartarse. Sin
embargo, no puede decirse que sufriese.
Una vez
Tadrio y los suyos tomaron una góndola, deseosos de pasear, y Aschenbach, que
mientras subían a ella se había mantenido oculto detrás de la columna de una
fuente, hizo lo propio cuando había arrancado ya su góndola. Hablaba ansioso y
con voz sofocada para pedir al marinero, ofreciéndole una buena propina, que
siguiese incesantemente, a cierta distancia, aquella góndola que doblaba la
esquina, y se avergonzaba cuando el hombre, con picaresca conformidad, le
aseguraba que le servía a conciencia.
La
embarcación se deslizaba, pues, rápidamente, balanceándose en el agua. Mientras
Aschenbach permanecía recostado en los blandos almohadones negros, siguiendo
empujado por su apasionado sentimiento a la otra embarcación negra, con su pico
afilado. A veces la perdía de vista, y entonces se sentía poseído de inquietud
y dolor. Pero su conductor, que debía de estar habituado a tales menesteres,
acertaba siempre por medio de astutas maniobras, rodeos y requiebros.
El aire se
mostraba en calma, y el sol quemaba a través de las nubes tenues, coloreadas,
que lo envolvían. El agua golpeaba sordamente sobre la madera y la piedra de
los canales. Los gritos del gondolero, avisos y saludos a medias, eran
respondidos desde lejos, en el silencio del laberinto, por medio de extrañas
señales entre ellos convenidas.
En los muros
altos de los pequeños jardines colgaban masas de flores blancas y purpúreas.
Olía a almendras. Las escaleras de mármol de una iglesia descendían hasta
mojarse en el agua; un mendigo, de pie en uno de los peldaños, presentaba su
sombrero exponiendo su miseria, y mostraba el blanco de los ojos como si
estuviera ciego; un vendedor de antigüedades, ante su tenducho, invitaba a los
que pasaban, con gestos humildes, a entrar, con la esperanza de poder
engañarlos. Así era Venecia, la bella insinuante y sospechosa; ciudad encantada
de un lado, y trampa para los extranjeros de otro, en cuyo aire pestilente
brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba
sones que adormecían y enervaban. El aventurero creía que sus ojos recogían
todo aquel esplendor, que sus oídos estaban envueltos en aquellas melodías;
recordaba también que la ciudad estaba enferma y que se trataba de ocultar tal
circunstancia por codicia. Así avanzaba con ansia desenfrenada hacia la góndola
que marchaba ante él.
No faltaban
momentos en que se detenía y reflexionaba confusamente. « ¡Por qué caminos me
extravío! », pensaba entonces con espanto. ¡Por qué caminos! Como todo hombre a
quien sus méritos innatos, han infundido algún interés aristocrático por su
ascendencia, se había habituado a recordar en todos los actos de su vida la
historia de sus antepasados, a asegurarse en espíritu su consentimiento, su
aquiescencia, su aprecio. También por entonces, enredado en una aventura así,
perdido en tan exóticos extravíos del sentimiento, recordaba la severidad y la
varonil apostura de sus ascendientes y sonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero,
qué dirían al juzgar toda su vida, una vida tan diferente a la de ellos, hasta
haber caído en la degeneración; al juzgar una vida dedicada al arte, de la cual
él mismo, en sus. años juveniles, se había burlado, influido por el espíritu
burgués de sus antepasados, y que había sido tan semejante a la de ellos en el
fondo! También él había hecho su servicio de guerra, también él había sido
soldado y guerrero como muchos de ellos, pues el arte era una guerra, un
esfuerzo agotador, para el cual los hombres de hoy ya no tienen resistencia.
Una valla de contención y dominio de sí mismo, una vida recia, constante y
sobria, que él había elaborado en sus obras como la forma sensible del heroísmo
moderno. Podía llamarse varonil a esa vida, podía calificarla de valiente, y
hasta le parecía que el Eros que se había adueñado de él, era también en cierta
forma adecuado y favorable a una vida como la suya. ¿No había gozado de alto
prestigio en los pueblos más valientes? ¿No se decía que había brillado por su
valor en las ciudades? Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad habían
llevado su yugo, pues no había humillación alguna en obedecer los caprichos del
dios del amor, y acciones que si se hubiesen hecho por otros medios hubieran
sido censuradas como obra de cobardía -arrodillarse, jurar, suplicar
tenazmente, someterse como esclavos- no sólo no redundaban en desdoro del
amante, sino que por ellas merecían grandes alabanzas.
Así pensaba
en la confusión de su espíritu; de este modo trataba de justificarse, de
mantener su dignidad. Pero, al mismo tiempo, su atención permanecía siempre
fija, avizorando lo que ocurría en el interior de Venecia, en aquella aventura
del mundo exterior, que armonizaba oscuramente con la de su corazón y que
alimentaban su pasión con vagas y anormales esperanzas. Para saber algo nuevo y
seguro acerca del estado y de los progresos del mal, revisaba, en los cafés de
la ciudad, los periódicos locales, que habían desaparecido desde hacía varios
días de la mesa del hall del hotel. En ellos alternaban afirmaciones y
rectificaciones. Por un lado se decía que el número de defunciones ascendía a
veinte, a cuarenta, a ciento, incluso a más; pero por otro lado, si no se
negaba en redondo la existencia de la peste, se la limitaba a casos aislados.
Y, diseminadas aquí y allá, aparecían advertencias amonestadoras, protestas
contra el peligro, ruegos de las autoridades. No había manera de adquirir una
certidumbre. Sin embargo, el solitario creía tener cierto derecho para
compartir el secreto, encontrando una satisfacción extraña en dirigir preguntas
a quienes estaban enterados y obligando a mentir descaradamente a quienes
debían guardar el secreto. Un día, durante el desayuno, interrogó al encargado,
al hombrecillo aquel que andaba suavemente con su levita de corte francés,
saludando y vigilando el servicio y que se había parado ante Aschenbach para
decirle algunas frases afables.
-¿Por qué
-preguntó el huésped en tono .desenfadado-, por qué desinfectan Venecia desde
hace algún tiempo?
-Se trata
-respondió el empleado- de una medida de la policía encaminada a prevenir
debidamente todas las alteraciones de la salud pública que podría originar este
tiempo bochornoso.
-Me parece
acertada la conducta de la Policía -asintió Aschenbach.
Después de
haber hecho algunas observaciones meteorológicas pertinentes al caso, el
encargado se despidió.
Aquel mismo
día, después de cenar, aparecieron en el jardín del hotel unos músicos
callejeros de la misma ciudad. Eran dos hombres y dos mujeres, y se habían
situado alrededor del poste de hierro de uno de los focos, con los rostros
iluminados por la luz blanca, vueltos hacia la gran terraza donde los huéspedes
del hotel tomaban café y refrescos y escuchaban las manifestaciones de este
arte popular. El personal del hotel -botones, camareros y empleados- escuchaba
también a las puertas del vestíbulo. La familia rusa, siempre anhelante de
diversión, había hecho que bajasen unas sillas de mimbre al jardín, para estar
más cerca de los ejecutantes, y se había sentado en semicírculo. Detrás de los
caballeros estaba en pie la vieja esclava, con una manteleta que le cubría la
cabeza, en forma de turbante.
Los
instrumentos que manejaban los músicos mendigos eran una mandolina, una
guitarra, un acordeón y un violín. Alternaban números instrumentales con
números de canto; en estos últimos la muchacha más joven, con una voz chillona
y estridente, cantaba dúos amorosos, sentimentales, con el tenor de voz
dulzona, de falsete. Pero el director, que ejecutaba el verdadero número de
fuerza, era indudablemente el otro personaje, el que tocaba la guitarra y
cantaba al mismo tiempo. Era una especie de barítono bufo que apenas tenía voz,
pero que poseía una mímica altamente expresiva y una extraordinaria fuerza
cómica. A veces, se apartaba del grupo, con su guitarra bajo el brazo, avanzaba
accionando hacia la terraza, donde sus ocurrencias más o menos picarescas
producían sonora hilaridad. Los rusos se mostraban notablemente admirados de
semejante vivacidad meridional; sus aplausos y gritos de aprobación estimulaban
al actor para que se produjera cada vez con más osadía y seguridad. Aschenbach,
sentado ante la balaustrada, se humedecía de cuando en cuando los labios con un
refresco de soda y granadina que brillaba, con color rubí, a través del vaso.
Sus nervios acogían ansiosos los lánguidos tonos, las melodías sentimentales y
vulgares, pues la pasión paraliza el sentido crítico y recibe con delicia todo
aquello que en un estado de serenidad se soportaría con disgusto. Sus
facciones, excitadas por las farsas del histrión, se habían contraído en una
sonrisa fija y ya dolorosa. Estaba indolentemente sentado, prestando una máxima
atención a la figura de Tadrio, quien se encontraba apoyado sobre el antepecho
de piedra, a unos pasos de él.
Llevaba
puesto el traje blanco con el que a veces se vestía para bajar a la cena, con
su gracia infalible, con los pies cruzados, mirando a los músicos con una
expresión que no era casi sonrisa, sino lejana curiosidad, atención cortés
puramente. A veces se erguía y, ensanchando el pecho con un gracioso movimiento
de ambos brazos, se bajaba la blanca blusa por debajo del cinturón de cuero.
Otras veces, Aschenbach le notaba una expresión de triunfo, un estremecimiento
de cierto espanto, vacilante y tímido; o también, apresurado y súbito, como si
se tratase de una sorpresa, volvía a veces la cabeza y miraba por encima del
hombro izquierdo hacia el sitio de Aschenbach. En el fondo de la terraza
estaban sentadas las mujeres que atendían a Tadrio. Algunas veces, en la playa,
en el vestíbulo del hotel y en la plaza de San Marcos, había creído notar que
llamaban a Tadrio cuando le veían próximo a él, que trataban de mantenerlo a
distancia, hecho que encerraba una ofensa monstruosa que torturaba su orgullo
de una manera desconocida.
Entretanto,
el guitarrista había empezado a cantar un solo y se acompañaba él mismo. Se
trataba de una canción callejera muy popular por entonces en toda Italia; en su
estribillo entraban todas, las voces y todos los instrumentos del conjunto. El
actor recitaba con gran fuerza plástica y dramática. Delgado de cuerpo, flaco y
escuálido también de rostro, se había colocado a alguna distancia de los suyos,
con el gastado sombrero de fieltro sobre la nuca, dejando al descubierto un
mechón de cabellos rojos. Su actitud era de cinismo y bravata. Acompañándose
con su guitarra, iba arrojando a la terraza, en un expresivo recitado melódico,
sus chistes, mientras su esfuerzo hacía que se le hinchasen las venas de la
frente. No parecía ser de casta veneciana, sino más bien del tipo de los
cómicos napolitanos, rufián y comediante a medias, brutal y cínico, peligroso y
divertido. La canción, de letra estúpida, adquiría en su boca, gracias a sus
muecas, a sus gestos, a su manera de guiñar el ojo expresivamente, al
movimiento de su lengua en las comisuras de la boca, un sentido equívoco,
vagamente indecoroso. De aquel cuello deportivo, que llevaba para completar su
traje corriente, surgía, gruesa y puntiaguda, su nuez. Su cara, pálida, de
nariz achatada, en cuyos rasgos era difícil descifrar su edad, aparecía surcada
de arrugas, de huellas de vicios, y excesos. Armonizaban de un modo muy extraño
las contracciones de su movida boca y las dos arrugas tersas, dominadoras, casi
brutales, que se le ahondaban entre sus cejas. Pero lo que realmente hacía que
la atención del solitario se concentrase en él, consistía en que la equívoca
figura parecía comportar también una atmósfera equívoca. Cada vez que, al
comenzar de nuevo el estribillo, emprendía el cantante una grotesca marcha en
derredor, y llegaba a pasar muy cerca de Aschenbach, emanaba de él una oleada
de aquel olor sospechoso que envolvía a la ciudad.
Cuando
terminó el canto, procedió a hacer su colecta. Comenzó por los rusos, que le
dieron sus monedas con agrado, y luego subió la escalinata. Todo el cinismo que
había mostrado al recitar, se trocaba ya en humildad. Haciendo
profundas reverencias, iba deslizándose por entre las mesas con una sonrisa de
picaresca sumisión que ponía al desnudo sus fuertes dientes, mientras las dos
arrugas se ahondaban amenazadoras entre sus cejas. Las gentes contemplaban su
aspecto exótico y pintoresco con curiosidad y cierto matiz de repugnancia;
arrojaban en el sombrero que les presentaba las monedas con la punta de los
dedos, cuidando muy bien de no tocarlo. La anulación de la distancia material
entre el comediante y la correcta concurrencia, a pesar del placer que les
había causado, les producía cierta perplejidad. Él advertía el malestar y
trataba de disculparse empequeñeciéndose al máximo. Llegó donde estaba
Aschenbach y con él el olor que no parecía preocupar a la concurrencia.
-¡Oiga!
-dijo el solitario a media voz y casi maquinalmente-. ¿Por qué desinfectan
Venecia?
El cómico
respondió, con voz un poco ronca:
-Por la
Policía. Está indicado por el calor y el siroco. Ya ve usted cómo oprime el
siroco… No es bueno para la salud.
Hablaba
aparentando asombro de que pudiera alguien preguntar semejante cosa, y con la
mano indicaba gráficamente cómo oprimía el siroco.
-¿De manera
que no hay ninguna epidemia en Venecia? -preguntó Aschenbach con voz casi
imperceptible, hablando entre dientes. Los musculosos rasgos del histrión se
contrajeron expresando un asombro que tenía mucho de cómico.
-¿Una
epidemia? ¿Qué epidemia va a haber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una
epidemia nuestra Policía? ¡Usted bromea! ¡Una epidemia! ¡No diga usted eso!
Sólo se trata de una medida de previsión policial. ¿Entiende usted? Una
disposición en vista del tiempo bochornoso.
Y acabó en
una serie de gestos.
-Está bien
-dijo Aschenbach rápidamente y en voz baja, depositando en el sombrero una
moneda desproporcionada para el caso.
Luego hizo
al hombre señas de que podía irse. Pero, antes de llegar a la escalera, se
arrojaron sobre él dos empleados, y con sus rostros muy cerca del suyo lo
sometieron en voz baja a un interrogatorio. Él se encogía de hombros, hacía
afirmaciones, juraba que había sido discreto, se reía.
Cuando lo
dejaron ir, tras una corta deliberación con los suyos, cantó bajo el foco del
jardín una canción de gracias y despedida.
Era una
canción que el solitario no recordaba haber oído nunca; una canción popular de
dialecto incomprensible, que terminaba en un jocundo estribillo que coreaba a
pulmón lleno toda la comparsa. En el estribillo no había palabras, y los
instrumentos callaban; no quedaba más que una risa rítmicamente ordenada no se
sabe cómo, pero que parecía espontánea, a la que el solista, con su gran
talento cómico, infundía especialmente una vivacidad extremada. Una vez
restablecida la debida distancia, el personaje había recobrado su cinismo, y
las carcajadas rítmicas, que lanzaba desvergonzadamente a la terraza, sonaban a
burla. Ya al final de la parte articulada, parecía luchar con un incontenible
deseo de reír. Su voz se entrecortaba, vacilaba, oprimía la boca con la mano,
movía violentamente los hombros, y en el momento de recomenzar el estribillo,
su risa irrumpía, saltaba, estallaba con ímpetu irresistible, con tal verdad,
que se hacía contagiosa, comunicándose al auditorio de modo que toda la terraza
se veía envuelta en un regocijo sin motivo, que sólo se alimentaba de sí mismo.
Pero tal hecho, a su vez duplicaba la jocundidad del cantante. Doblaba las
rodillas, se golpeaba los muslos, se palpaba las caderas, parecía estar a punto
de desmayarse; ya no reía; gritaba, aullaba. Señalaba con el dedo hacia arriba,
como indicando que nada había tan cómico como la riente sociedad en la terraza
y, al final, todos reían a carcajadas, los botones y los criados, asomados a
las puertas.
Aschenbach
no permanecía ya indolentemente en su silla; se había erguido, como en ademán
de defensa o de fuga. Pero las risas y el olor de hospital que hasta él llegaba
se complicaban creándole una atmósfera de pesadilla que implacablemente
envolvía su cabeza y sus sentidos. En medio de la agitación y abandono
generales, se atrevió a mirar a Tadrio, y notó que, respondiendo a su mirada,
el muchacho conservaba igualmente su seriedad, como si su conducta y la
expresión de su fisonomía siguiesen a las de Aschenbach, y como si toda aquella
animación que le rodeaba nada pudiese sobre él, puesto que el solitario
permanecía indiferente. Aquella docilidad infantil tenía algo tan poderoso, tan
conmovedor, que Aschenbach tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no
esconder la cara entre las manos. También le había parecido que Tadrio se
erguía, a veces, a causa de alguna opresión del pecho, que se resolvía en un
suspiro. «Es enfermizo; probablemente, no llegará a viejo», pensaba con aquella
frialdad que, en ocasiones, hace que la embriaguez y la exaltación se emancipen
de un modo singular. Su corazón se llenaba entonces de pura compasión y de un
sentimiento de satisfacción malsana.
Mientras
tanto, los venecianos habían terminado y desfilaban. La concurrencia los
despedía con aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con
algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las manos en
forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual hacía que él
acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y gesticulaciones. Cuando
sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salir retrocediendo,
tropezara en el poste de uno de los focos. Al lastimarse así, corrió hacia la
puerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara
de bufón, se irguió elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia
y se sumió en la oscuridad.
Las gentes
fueron dispersándose poco a poco. Tadrio había desaparecido de la balaustrada,
pero el solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los
camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de granadina.
La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres, hacía muchos años,
había un reloj de arena… De pronto vio ante sus ojos, como con gran claridad,
el frágil aparato. La arena roja y fina corría incesantemente por el pico de
cristal, corría, monótona y silenciosamente, eternamente…
Al día
siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los
acontecimientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la
plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de
cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un
aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés
auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello partido por la
mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan exótica, tan
maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión ambigua. Comenzó con la
eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin
importancia seria. Disposiciones de esa naturaleza se toman a menudo para
prevenir los posibles daños del calor y del siroco…»
Pero, al
levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada
y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él.
El inglés enrojeció: «Ésta es, al menos -siguió a media voz y con cierta
vivacidad-, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin
embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego, en su lenguaje honrado y
preciso, contó lo que realmente ocurría.
Hacía ya
varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más
acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y
llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una
fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha
el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos
inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la
China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las
caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y
mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la
tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo
tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en
Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda
su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado
inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo
día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos,
descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Éstos casos se mantuvieron en
secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más
en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había
ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver,
mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana
las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que
nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las
medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los
alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
La peste,
negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas,
mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales,
favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera
dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y
fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados,
ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria
violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la
seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que
salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por
su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de
espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en
quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le
producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez,
despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente
las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a
faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del
cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las
consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los
jardines públicos y a las grandes pérdidas que el pánico podía producir en
hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la
ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales.
Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación.
El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había
dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra
persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo
sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad
reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la
inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las
gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido
animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una criminalidad
crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos;
se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se
habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos.
ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a
consecuencia de la peste, habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus
deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y
degeneradas, que allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el
sur del país o en Oriente.
La deducción
que de todas estas cosas sacó el inglés, fue decisiva.
-Haría usted
bien en marcharse, mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos
habrán acordonado.
-Muchísimas
gracias -respondió Aschenbach, y salió.
La plaza
yacía bajo el bochorno de un día nublado. Los forasteros, seguramente
ignorantes de los hechos, estaban sentados en las terrazas de los cafés, o
andaban por delante de la iglesia, toda cubierta de palomas, mirando cómo los.
pájaros, batiendo sus alas y empujándose unos a otros, se precipitaban sobre
los granos de maíz que se les mostraba en la palma de la mano. El solitario
paseaba de aquí para allá en el magnífico patio, en una excitación febril,
gozoso de poseer ya la verdad, con un sabor de repugnancia en la lengua y un
fantástico estremecimiento en el corazón. Pensaba en algún acto depurador y
honrado. Por la noche, después de cenar, podía acercarse a la señora ataviada
de costosas perlas y hablarle de un modo que él literalmente imaginaba:
«Permítame usted, señora, que un extranjero la sirva con un consejo, una
advertencia que la codicia niega. Váyase usted inmediatamente con Tadrio y con
sus hijas; Venecia está apestada.» Luego podría pasar la mano, en señal de
despedida, sobre la cabeza del instrumento de una deidad maligna, apartarse y
huir de aquel pantano.
Pero, al
propio tiempo, sentía que no quería en realidad dar en serio un paso semejante.
Eso le traería la calma, le volvería a sí mismo; pero el que está fuera de sí,
nada aborrece tanto como volver a su propio ser. Recordaba un edificio blanco,
adornado con inscripciones orientales, en cuyo misterio se habían perdido los
ojos de su espíritu. Recordaba luego aquella figura viajera que había evocado
en él, hombre maduro, sentimientos juveniles de nostalgia por lo lejano y lo
exótico, y la idea del retorno al hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo
y la maestría le repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor
físico: «¡Es preciso callar! », murmuró con energía; y luego: « ¡Callaré! » La
conciencia de su complicidad le embriagaba como embriagan a un cerebro enfermo
unas cuantas gotas de vino. El cuadro de la ciudad enferma y desmoralizada, que
se presentaba a su imaginación, encendía en él esperanzas confusas que traspasaban
los linderos de la razón y eran de una infinita dulzura. ¿Qué valía la apacible
dicha con que había soñado comparada con la esperanza? ¿Qué valían el arte y la
virtud ante la presencia del caos? Siguió en silencio, y se fue.
Aquella
noche tuvo un sueño terrible, si puede llamarse sueño a un acontecimiento
psicofísico, ocurrido, es cierto, en pleno sueño y en completa independencia,
pero que se había desarrollado propiamente en su alma; los acontecimientos que
pasaban ante él, y que venían de fuera, quebrantaban su resistencia, una
resistencia profunda y espiritual; violentamente aseladores penetraban en su
alma, para dejar arrasada su existencia y toda la cultura de su vida.
Se inició
con miedo. Miedo y placer y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir.
Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde
lejos se acercaba un confuso estrépito formado por mil ruidos
entremezclados, y dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta
profundamente excitante, que producía una sensación de enervamiento y
despertaba en las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito
estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se le
ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El dios desconocido!
Súbitamente el lugar se iluminó con un fuego humeante, y apareció un paisaje de
montaña análogo al de su quinta de verano. Y en la luz vacilante y temblorosa,
desde la cumbre poblada de árboles, descendía en furioso torbellino el torrente
de hombres y animales, gritando ferozmente. La ladera del monte se inundaba de
cuerpos y de llamas, y ardía un tumulto ensordecedor y una danza frenética.
Mujeres que caminaban con trajes de pieles alargadas, con las cabezas echadas
hacia atrás, tocaban panderetas, blandían antorchas encendidas o puñales
desnudos, se ceñían serpientes a la cintura…
Unos hombres
con cuernos en la frente, con pieles al hombro, alzaban brazos y piernas,
hacían sonar bandejas de metal y golpeaban furiosamente sobre tambores, mientras
unos niños desnudos, con varas floridas, pinchaban a machos cabríos, a cuyos
cuernos se agarraban, dejando que los arrastrasen en sus saltos entre gritos
estridentes.
Y la turba,
enloquecida, lanzaba un grito de suaves sonidos que terminaba en una u prolongada,
un grito dulce y estridente al mismo tiempo. Sonaba prolongado y retorciéndose
en el aire como si brotara de un cuerno, y un coro de múltiples voces lo
repetía; el grito incitaba a bailar y a echar al aire piernas y brazos, a no
callar nunca. Mas todo ello resultaba penetrado y dominado por el sonido
profundo y sugestivo de la flauta. ¿No lo llevaba también a él, que trataba de
resistir la tentación, a la fiesta y al júbilo enloquecido del sacrificio
extremo? Eran grandes su repugnancia y su temor, era sincera su voluntad de
amparar hasta el último extremo lo suyo contra lo extraño, contra el enemigo
del espíritu digno y sereno. Pero el estrépito, el griterío ululante,
multiplicado por los ecos sonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lo dominaba
todo, trocándose en una locura arrebatadora.
Despertó de
la pesadilla enervado, deshecho y sin fuerza ya para resistir al espíritu
tentador. Ya no temía las miradas indagadoras de las gentes. Por lo demás,
todos huían, se iban; había numerosas casetas vacías; en las mesas del comedor
quedaban muchos sitios libres y era raro encontrarse con un forastero en la
ciudad. Sin embargo, la dama ataviada de ricas perlas permanecía con los suyos,
a pesar de que la verdad parecía haberse impuesto ya, y de que el pánico
cundía, sin que lograsen contenerlos todos los esfuerzos de los interesados.
Fuese porque los rumores que circulaban no llegaban hasta ella, o por ser
demasiado orgullosa para ceder a tales rumores, lo cierto es que ni ella ni
Tadrio ni los suyos se iban. Aschenbach, en su obsesión, imaginaba a veces que
la huida y la muerte podrían hacer desaparecer toda la vida en derredor y
dejarlo a él dueño de la isla; cuando, por las mañanas, a la orilla del mar, su
mirada trágica, perdida, descansaba obsesionada; cuando, a la caída de la
tarde, le seguía infamemente por callejuelas donde la muerte repugnante escogía
en secreto a sus víctimas, todo lo monstruoso le parecía posible y toda
moralidad le parecía abolida.
Hundido en
un sillón de la peluquería, consideraba tristemente su cara en el espejo.
-Canas
-murmuraba con gesto amargo.
-Algunas
-respondía el peluquero-. Eso proviene de un pequeño descuido, de una
indiferencia por lo exterior, que en personas notables es comprensible, pero
que no puede alabarse, tanto más cuanto que tales personas deberían estar
libres de prejuicios en lo relativo a las diferencias, entre lo natural y lo
artificial. Si la severidad moral con que ciertas personas miran las artes
cosméticas fuese lógica y se extendiese hasta sus dientes, producirían
repugnancia. En último término, sólo tenemos la edad que aparenta nuestro
espíritu y nuestro corazón y a veces el pelo gris es menos verdad que la
corrección, tan censurada sin embargo. En el caso de usted, señor mío, uno
tiene derecho al color natural de su pelo. ¿Me permite usted que le devuelva,
sencillamente, lo que es suyo?
-¿Y cómo lo
haría? -respondió Aschenbach.
El
interpelado, sin más preámbulos, lavó entonces el pelo del huésped con dos
clases de agua, una clara y otra oscura, y lo dejó negro como en su juventud.
Lo peino, luego dio un paso atrás y se quedó contemplando su obra.
-Ahora sólo
me falta refrescar un poco la piel de la cara.
Y como si no
pudiera terminar nunca, como si nada le pareciera suficiente, con una actividad
cada vez más agitada, pasó de una tarea a otra. Aschenbach, cómodamente
arrellanado, incapaz de resistencia, excitado más bien y lleno de esperanza
ante lo que le acontecía, veía en el espejo que sus cejas se enarcaban más
pronunciadas y más uniformes, que sus ojos se le alargaban aumentando su brillo
en virtud de unos ligeros toques de pintura en el párpado inferior; veía que
hacia abajo, allí donde la piel había tomado un tinte sombrío de cuero,
aparecía un carmín delicado; sus pálidos labios se coloreaban como fresas,
mientras los surcos de las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos,
desaparecían bajo la crema. Su corazón palpitaba estremecido, viendo aparecer
ante sus ojos aquella renovada juventud. El peluquero se dio al fin por
satisfecho, y, como es costumbre entre esa gente, dio las gracias a su
parroquiano con humilde cortesía. «¿Ve usted qué fácil ha resultado? -dijo
dando los últimos toques al tocado de Aschenbach-. Ahora puede el señor
enamorarse sin reparo.» Aschenbach salió ebrio de felicidad, confuso y
temeroso. Su corbata era de color encarnado, y su ancho sombrero llevaba una
cinta de profusos colores.
Soplaba
viento cálido, de tormenta. Llovía rara vez y en escasa cantidad, pero el aire
era húmedo, pesado y lleno de olores putrefactos. El viento silbaba, azotaba,
rugía. Aschenbach, febril, bajo su pintura, llegaba a creer que andaban por el
espacio espíritus maléficos del viento, aves de mal agüero que venían del mar,
que revolvían en su comida y la llenaban de excrementos. Porque con el bochorno
se le había ido el apetito, y tenía la impresión de que los alimentos estaban
envenenados con sustancias contagiosas.
Una tarde,
Aschenbach se había hundido en el laberinto de callejuelas de la ciudad
enferma. Su estado febril le hacía caminar desorientado. Las callejas, los
canales, fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras.
Por eso procuraba no despistarse y se veía obligado a esconderse de un modo
lamentable, oprimiéndose contra un muro, buscando protección tras algún transeúnte
que le precedía, perdida ya la conciencia del cansancio y agotamiento en que
habían sumido a su espíritu y su cuerpo su excitación sentimental y la perpetua
ansiedad en que vivía.
Tadrio iba
detrás de los suyos; en sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a
sus hermanas, y caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para
asegurarse con una mirada de sus singulares, ojos de ensueño de que Aschenbach
los seguía. Veíalo y no lo denunciaba. Los polacos habían atravesado un puente
ligeramente combado; la altura del arco los escondía a los ojos de su
perseguidor, de tal manera que cuando éste llegó arriba, ellos habían
desaparecido. Los buscó vanamente en tres direcciones, caminó adelante y a
ambos lados del muelle angosto y sucio. El cansancio y el desfallecimiento lo
obligaron a suspender sus pesquisas.
Su cabeza
ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban
las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un
refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue
comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de
pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas
antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la
plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de
silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las
casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con
pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los
cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una
botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes.
Allí se
encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que
en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se
alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse
sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la
confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre
había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las
escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un
momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus
labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la
extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.
Porque la
belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y
perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al
artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna
vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva
al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu
criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que
necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas,
no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva
de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo,
nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la
pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es
nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser
ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que
hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La
maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y
estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos
otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo
y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en
quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el
abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad;
pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo,
renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de
severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni
decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos,
pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la
belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la
nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la
embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso
delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo
llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas,
caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente,
sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando
ya hayas dejado de verme, vete también tú.
Algunos días
después, Gustavo von Aschenbach, que se sentía mal, salió del hotel por la
mañana más tarde de lo acostumbrado. Tenía que luchar con vértigos, sólo a
medias corporales, acompañados de cierto terror violento, de cierto sentimiento
de encontrarse sin salida y sin esperanza, y que no sabía claramente si se
referían al mundo exterior o a su propia existencia. En el vestíbulo vio una
gran cantidad de equipaje dispuesto para el transporte. Preguntó a un portero
quiénes eran los viajeros y le respondieron que era la familia polaca por quien
él se interesaba. Oyó la noticia, sin que los desfallecidos rasgos de su rostro
se contrajesen, con aquella ligera inclinación de cabeza con que uno se entera
distraídamente de algo que no le interesa, y preguntó: «¿Cuándo?» Le
respondieron: «Después de comer.» Dio las gracias y se fue hacia el mar.
La playa
presentaba un aspecto desagradable. Sobre la ancha y plana superficie de agua
que separaba la playa del primer banco de arena, se rizaban estremecidas y
tenues olas que corrían de delante hacia atrás. Otoño y decadencia parecían
abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de colores, y en
aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba
limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún sitio,
descansaba junto al mar sobre su trípode, y el paño negro que habían echado
sobre él flotaba al viento.
Tadrio,
junto con los tres o cuatro compañeros de juego que le habían quedado, corría a
la derecha de su caseta; luego se puso a descansar en su silla de tijera, a
mitad de camino entre el mar y la hilera de casetas, con una manta sobre las
piernas. Aschenbach lo contemplaba por última vez. El juego, que no estaba ya
vigilado, pues las mujeres debían de andar ocupadas con el equipaje, era más
violento que de costumbre. Aquel chico robusto, con traje de marinero y cabello
negro y liso a fuerza de pomada, a quien llamaban Saschu, excitado y cegado por
un puñado de arena que le habían tirado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y
comenzó una lucha que pronto terminó con la caída del polaco, que era el más
débil. Después, como si en el instante de la despedida ese sentimiento de
humillación que suele poseer el inferior se trocase en cruel brutalidad y
quisiera tomar venganza de una larga esclavitud, el vencedor no dejó libre al
vencido, sino que, apoyando sobre la espalda de éste sus rodillas, le oprimió
la cara tan largo rato contra la arena, que Tadrio, a quien la caída había
dejado ya casi sin aliento, parecía a punto de ahogarse. Sus intentos de
desembarazarse de su opresor eran contracciones, que cesaban a ratos y sólo
sobrevenían como una convulsión. Espantado, Aschenbach se disponía a intervenir
en el instante en que el brutal Saschu soltó a su víctima. Tadrio, muy pálido,
se incorporó a medias, y apoyándose en un brazo estuvo unos minutos inmóvil, el
cabello en desorden y los ojos húmedos. Luego se levantó para alejarse
lentamente. Sus compañeros lo llamaron alegremente al principio, luego
temerosos y suplicantes. El moreno, que sin duda sintió en seguida el
remordimiento de su falta, le alcanzó y quiso reconciliarse con él. Pero aquél
lo rechazó con un movimiento de hombros. Tadrio se dirigió en diagonal hacia el
mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.
Deteniéndose
al borde del agua, con la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con
la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le
llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco
de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del
mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de
tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los
compañeros por un movimiento de altanería, su figura se deslizaba aislada y
solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia
la neblina infinita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como
si lo impulsara un recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la
orilla por encima del hombro. El contemplador estaba allí, sentado en el mismo
sitio donde por primera vez la mirada de aquellos ojos de ensueño se había
cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía
ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para
encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar
de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente
desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde
lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.
Pasaron unos
minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su
silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo,
respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.
Thomas Mann (Lübeck, Imperio alemán; 6 de junio
de 1875-Zúrich, Suiza; 12 de agosto de 1955) fue un escritor alemán.
Considerado uno de los escritores europeos más importantes de su generación, es
recordado por el profundo análisis crítico que desarrolló en torno al alma
europea y alemana en la primera mitad del siglo XX. Para ello tomó como
referencias principales a la Biblia y las ideas de Goethe, Freud, Nietzsche y
Schopenhauer.
A pesar de
que su obra más conocida sea la novela La
montaña mágica, Thomas Mann recibió el Premio Nobel de literatura en 1929
«principalmente por su gran novela, Los
Buddenbrook, que ha merecido un reconocimiento cada vez más firme como una
de las obras clásicas de la literatura contemporánea»
Biografía
Infancia y
juventud (1875-1894)
Paul Thomas
Mann nació el 6 de junio de 1875 en una acaudalada familia de Lübeck, entonces
un Estado federado del recientemente creado Imperio alemán. Thomas Johann
Heinrich Mann, su padre, era el propietario de una compañía dedicada al
comercio de cereales que llegaría a ser senador del Estado y se había casado
con Julia Da Silva-Bruhns, nacida en Brasil y de educación católica, que
procedía de una familia de comerciantes germano-brasileños. La pareja tuvo
cinco hijos: el mayor, nacido en 1871, fue el también famoso novelista Heinrich
Mann y, después de Thomas, otros tres, Julia (1877-1927), Carla (1881-1910) y
Viktor (1890-1949).2
Mann fue
bautizado el 11 de junio en la iglesia de Santa María, templo luterano a cuya
reconstrucción contribuyó tras la Segunda Guerra Mundial. Como era norma en
las clases altas no acudió a la escuela primaria sino que recibió educación
privada. En 1882, ingresó en un liceo en el que debía realizar seis cursos,
aunque no era buen estudiante y debió repetir un año. Después pasó en 1889 al Katharineum, un prestigioso instituto de
bachillerato en el que, destinado como estaba al comercio, no recibió la
educación clásica en humanidades sino el Realgymnasium,
una enseñanza en lenguas modernas más adaptada al uso práctico.
Con un
rendimiento académico bastante pobre, pocas de las referencias culturales de
Mann proceden de su etapa escolar, quizá con la excepción de sus conocimientos
de latín. En particular, su aprendizaje literario y artístico fue esencialmente
autodidacta siguiendo en estos años los pasos de Heinrich, su hermano mayor.
Schiller, Heine, Nietzsche, Hermann Bahr y Paul Bourget fueron sus primeras
lecturas independientes. También se sintió fascinado, aunque no debido a la
influencia de Heinrich, por la música de Wagner, afición que atribuiría
posteriormente a muchos de sus personajes.
De sus años
en el Katharineum proceden los
primeros datos conocidos sobre la vida amorosa del joven Mann. Para estos
aspectos más personales de su biografía la información disponible proviene
principalmente de sus memorias (Relato de
mi vida, 1930), de sus diarios (aunque en 1896 quemó los correspondientes a
su adolescencia dejó muchas referencias en años posteriores) y de la gran
cantidad de correspondencia que se conserva, tanto suya propia como la de
otros, para este periodo sobre todo la mantenida entre su hermano Heinrich y
sus amigos comunes. Además, y esto es muy característico de su concepción de la
literatura, existen gran cantidad de alusiones autobiográficas, frecuentemente
inequívocas, dispersas en toda su obra.
Probablemente
en el invierno de 1889, se sintió atraído por su compañero Armin Martens, a
quien inmortalizó como Hans Hansen en su novela de 1903 Tonio Kröger. Muchos
años después, en 1955, en una carta dirigida a otro alumno del Katharineum, definió a Armin como «su
primer amor» y le reveló que al confesar a este sus sentimientos «no supo qué
hacer» con ellos. Al año siguiente, conoció a Williram Timple, en cuya casa se
alojaría un tiempo antes de su marcha a Múnich y con quien no llegaría nunca a
sincerarse como hizo con Armin. Willri aparece en La montaña mágica «sublimado» como Pribislav Hippe, un compañero de
clase de Hans Castorp; el hilo conductor de este personaje es el préstamo de un
lápiz, préstamo que se acompaña de connotaciones amorosas: en 1953, paseando
por Lübeck, Thomas Mann aún rememoraba a William Timple y a su lápiz, que había
existido realmente. Williram, Armin y Thomas asistían por entonces a unas
clases de baile y, si hacemos caso a la ficción, en ellas una muchacha,
Magdalena Brehmer (Magdalena Vermehren en Tonio Kröger), se enamoró de Thomas,
sin que haya indicios de que aquello llevara a ningún tipo de relación entre
ambos.
Ya en su
juventud, Mann escribía con propósitos serios, pero en estos años no se
consideraba a sí mismo un narrador sino un «poeta lírico-dramático». Componía
poesía al estilo de Heine, Schiller o Theodor Storm, además de algunas obras de
teatro a las que Mann aludiría posteriormente siempre de forma despectiva y que
acabó destruyendo, por lo que se conservan pocos textos suyos de juventud. En
1893, editó con su amigo Otto Grautoff una revista llamada Der Frühlingssturm (Tormenta de primavera) de la que se conserva un
número que contiene un ensayo sobre Heine, algunas poesías y un relato titulado
«Visión». Mann afirmó más tarde que estos primeros intentos con el género
narrativo se inspiraban en el grupo de los simbolistas vieneses encabezado por
Hermann Bahr.
A los
cincuenta y un años de edad, el 13 de octubre de 1891, murió su padre tras
dejar en su testamento dispuesta la liquidación de la empresa y, unos meses
después, su madre se mudó con los tres hijos pequeños a Múnich. En cuanto pudo
disponer de ella, la herencia paterna le proporcionó una renta mensual de entre
160 y 180 marcos, cantidad que en la época permitía por sí sola vivir con
holgura, hasta que la guerra y la posterior hiperinflación de 1923 hicieron que
perdiera todo su valor.
Múnich (1894-1913)
Tras
terminar sus estudios en el Katharineum,
sin haber obtenido el título de bachiller, se reunió a finales de marzo de 1894
con su familia en Múnich, al principio en casa de su madre y después en
sucesivos domicilios propios, siempre en el barrio bohemio de Schwabing. En
octubre de ese mismo año ya consiguió publicar en la revista Die Gesellschaft una novela corta, La caída. También acudió como oyente
durante dos semestres a la Universidad
Técnica de Múnich donde recibió clases de economía, mitología, estética,
historia y literatura, hasta que, en julio de 1895 y en compañía de su hermano
Heinrich, hizo su primer viaje a Italia, donde permaneció hasta octubre
visitando Palestina y Roma. En agosto también comenzó su colaboración para la
revista nacionalista y conservadora Das
Zwanzigste Jahrhundert, en la que durante algo más de un año publicó ocho artículos,
casi todos reseñas. Tras ver rechazadas varias publicaciones finalmente la
revista Simplicissimus le aceptó La voluntad de ser feliz, relato escrito
en diciembre de 1895 al que siguió un año después El pequeño señor Friedemann, la obra que le permitió comenzar a
hacerse realmente un nombre como escritor.
Entre
octubre de 1896 y abril de 1898 viajó de nuevo por Italia en compañía de
Heinrich. En esta ocasión visitaron Venecia y Nápoles para regresar nuevamente
a Palestina y Roma, donde en octubre de 1897, en el apartamento de Heinrich en
la Via Torre Argentina 34, comenzó la redacción de su primera gran obra, la
novela Los Buddenbrook. Al volver de
Italia Mann comenzó a trabajar, hasta enero de 1900, en la revista Simplicissimus y realizó un breve
servicio militar a la vez que seguía puliendo el manuscrito de Los Budenbrook, que entregó para su
publicación a finales de 1900, aunque no se imprimió hasta octubre de 1901. A
estos años corresponden sus lecturas de Schopenhauer, autor al que seguramente
llegó por intermedio de Nietzsche, y que tuvo gran influencia tanto en esta su
primera gran novela como en el resto de su obra. Algunas otras obras suyas de
finales de siglo (poemas, dramas, novelas cortas y ensayos) no se han
conservado porque posteriormente las consideró de poco valor y destruyó.
Entre 1900 y
1903 mantuvo una intensa amistad de connotaciones homoeróticas con el pintor y
violinista Paul Ehrenberg. Mann reflejó su relación con Ehrenberg en muchos de
sus libros, sobre todo en Doctor Faustus,
obra que escribió en los años 1940, pero cuyos apuntes preliminares datan de
1901;20 en ella el personaje de Rudi Schwerdtfeger es el alter ego de
Ehrenberg. A través de sus cartas y diarios también se tiene noticia de una
joven muniquesa a la que trató en los meses previos a su primer viaje a Italia,
y de Mary Smith, una turista inglesa a la que conoció durante el mes que pasó
en Florencia en 1901. En ambos casos la descripción de Mann hace pensar en un
cortejo serio con fines matrimoniales.
A finales de
1903 o principios de 1904 conoció a Katia Pringsheim, hija de una prominente
familia de intelectuales y artistas de origen judío cuyo padre, Alfred
Pringsheim, era un famoso matemático, estudios que ella misma cursó de forma un
tanto excepcional en la época.23 Se comprometieron el 4 de octubre de 1904 y
la boda tuvo lugar el 11 de febrero de 1905; ceremonia que no pudo celebrarse
por la iglesia ya que el padre de Katia se oponía a una boda protestante y ella
misma no profesaba religión alguna.25 Los Mann tuvieron seis hijos: Erika
(1905–1969), Klaus (1906–1949), Golo (1909–1994), Monika (1910–1992), Elisabeth
(1918–2002) y Michael (1919–1977), todos los cuales llegarían a adquirir mayor
o menor relevancia por derecho propio.26 Mann utilizó como materia literaria
en la novela Alteza Real su noviazgo y boda con Katia (Imma Spoelmann) y hasta llegó a reproducir alguna de las cartas que
intercambiaron, pero a causa de sus nuevas relaciones familiares estas
alusiones autobiográficas empezaron a causarle problemas, en un momento en que
además tuvo que retrasar la publicación de Sangre
de Welsungos cuando se interpretaron como antisemitas algunos de sus
pasajes.
El 30 de
julio de 1910 la hermana de Mann, Carla, se suicidó en la casa familiar de
Polling (Weilheim) adonde su madre se había mudado en 1906. Carla, una actriz
sin demasiado éxito, estaba a punto de casarse cuando fue víctima del chantaje
de un antiguo amante y acabó con su vida al no encontrar apoyo en su futuro
marido. La reacción de Thomas, que reprochó a Carla no haber buscado refugio en
la familia, fue una de las causas del inicio del distanciamiento con su hermano
Heinrich.
Los años
previos a la guerra la fama y el prestigio de Mann no dejaron de crecer a la
vez que su posición social: construyó en 1908 una gran casa de veraneo en Bad
Tölz y una mansión familiar en Múnich a la que se mudaron en enero de 1914.
Pero a la vez son también años de inseguridad literaria en los que inició
muchos proyectos que no llegó a culminar, algunos definitivamente abandonados,
como una obra sobre Federico el Grande y la novela social Maya. Quizá la única
gran obra de esta época sea La muerte en
Venecia, en la que el famoso escritor Gustav von Aschenbach no es otro que
el mismo Thomas Mann: incluso le atribuye la autoría de sus obras inacabadas y
la paternidad de algunos personajes de Los
Buddenbrook. El episodio proviene de una visita que Mann realizó a Venecia
en 1911, cuando también se alojó en el Grand
Hôtel des Bains del Lido y tuvo ocasión de admirar a un joven polaco,
identificado en 1965 como el barón Wladyslav
Moes, Tadzio en la novela.
La Primera
Guerra Mundial (1914-1918)
Al estallar
la Primera Guerra Mundial Mann adoptó una postura decididamente nacionalista y
se sumó al entusiasmo beligerante mayoritario hasta el punto de que en 1917
invirtió en bonos de guerra alemanes, que después perderían todo su valor, los
ingresos conseguidos por la venta de su casa de Bad Tölz. Asimismo apoyó el
esfuerzo bélico con varios ensayos, entre ellos Reflexiones durante la guerra (1914), Cartas desde el frente (1914), Federico
y la gran coalición (1915) y sobre todo Consideraciones
de un apolítico (1915-1918).32
Las
Consideraciones estaban pensadas inicialmente como un simple artículo, pero en
1915 Heinrich Mann publicó su obra Zola, donde se oponía decididamente al
militarismo alemán y atacaba frontalmente las tesis de su hermano, lo que hizo
que este ampliara su ensayo hasta las dimensiones de un gran libro. Estas
diferencias provocaron la ruptura total entre ambos y solo se reconciliaron
cuando en 1922 Heinrich contrajo una enfermedad que puso en grave peligro su
vida.
La República
de Weimar (1919-1932)
Aunque Mann,
como intelectual, siempre se implicó en todo tipo de asuntos públicos, la
evolución de sus ideas políticas no siguió nunca unas líneas demasiado
coherentes. Inclinado en principio, por temperamento y también bajo la
influencia de Katia, a partidos nacionalistas moderados representantes de una
burguesía liberal al estilo del DVP de Gustav Stresemann, osciló entre citar
con cierta aprobación a autores como Oswald Spengler o incluso Houston Stewart Chamberlain
y Dietrich Eckart, y mantener una postura ambivalente tanto frente a la
Revolución rusa como a la República Soviética de Baviera, cuya breve existencia
experimentó personalmente. En todo caso, el final de la guerra y su resultado
le llevaron a convertirse en un destacado defensor de la República de Weimar:
no solo hizo constar su respeto por líderes socialdemócratas como Philipp
Scheidemann y sobre todo Friedrich Ebert, a quien conocía y frecuentaba, sino
que no dudó en firmar manifiestos de apoyo o incluso aceptar cargos, como el de
miembro del Consejo Censor Cinematográfico, y más tarde de la Academia de las
Artes de Prusia, cuya sección de literatura contribuyó a fundar.
Particularmente importante, y en abierto contraste con muchos intelectuales de
tendencias inicialmente conservadoras y nacionalistas como las suyas, fue su
temprana oposición frontal al nazismo. En 1921, cuando el movimiento estaba
todavía en formación, ya lo calificó de «disparate con esvástica» y,
posteriormente, a pesar de que él mismo utilizaba en sus escritos los
estereotipos raciales extendidos en la época, definió como una infamia el
antisemitismo radical del que hicieron bandera los nazis en su ascenso al
poder.
El final de
la guerra le permitió continuar sus proyectos literarios interrumpidos, y así
retomó en 1919 la escritura de La montaña
mágica, que había comenzado en 1913 y publicó en 1924 con un enorme éxito
inmediato.42 En la década de 1920 su fama ya era mundial (lo que le
proporcionó importantes ingresos adicionales en dólares durante la
hiperinflación de 1922-1923) y no cesó de recibir honores y reconocimientos,
que culminaron en 1929 con la concesión del Premio
Nobel de Literatura.
En la
atmósfera de mayor libertad de los años de Weimar, Mann se pronunció
públicamente con mayor asiduidad sobre temas relacionados con la
homosexualidad, y llegó a firmar una petición al Reichstag para que se revocara
su penalización. Plasmó su postura sobre todo en reseñas y comentarios a obras
de autores como Paul Verlaine, Walt Whitman, André Gide o August von Platen,
aunque siempre sin hacer patentes sus preferencias personales, algo sobre lo
que siempre evitó que trascendiera cualquier discusión pública. En agosto de
1927, en Kempen (isla de Sylt), conoció a Klaus Heuser, un joven por el que se
sintió atraído y que pasó a formar parte de su «galería», aunque años después
Heuser afirmó que Mann había malinterpretado sus muestras de amabilidad. En
cualquier caso, repasó las notas sobre el episodio para incorporar el material
en José y sus hermanos, tetralogía que empezó a escribir en 1926.
También en
el verano de 1927, se suicidó Julia, la hermana que le quedaba a Mann y a la
que se encontraba muy unido. Se había casado en 1900 con un banquero, pero el
matrimonio resultó un fracaso, tenía problemas de adicción a la morfina y finalmente
terminó ahorcándose.
Cuando a
partir de 1929 y la Gran Depresión el movimiento nazi comenzó a aspirar
seriamente al poder, Mann no dejó de exponer en público su oposición frontal.
El 17 de febrero de 1930 pronunció en Berlín su «Discurso alemán», en un acto
al que acudieron Arnolt Bronnen, Ernst Jünger y su hermano Friedrich para
provocar debate, al tiempo que Goebbels daba orden de acudir a una veintena de
miembros trajeados de la SA con instrucciones de prestar apoyo en el previsible
tumulto. En 1932, a pesar de considerarlo una figura trasnochada, no dudó en
apoyar la candidatura de Hindenburg a la presidencia frente a Hitler.
Exilio en
Suiza y Estados Unidos (1933-1938)
El 11 de
febrero de 1933, pocos días después de que el 30 de enero Hitler recibiera el
nombramiento de canciller, Mann inició una gira por Ámsterdam, Bruselas y París
impartiendo su conferencia «Pasión y grandeza de Richard Wagner», que prolongó
con unas vacaciones en Suiza. Aunque inicialmente no percibió demasiado
peligro, las noticias de los excesos que empezaban a cometerse en Alemania le
hicieron retrasar su regreso y, tras una breve estancia en el sur de Francia,
donde después de unas semanas en Bandol pasó el verano en Sanary-sur-Mer, se
instaló en Küsnacht, a orillas del lago de Zúrich, su residencia hasta 1938.48
El acoso se
fue incrementando progresivamente: el 16 de abril de 1933 un grupo de figuras
de la cultura (entre ellos Richard Strauss, Hans Pfitzner, Hans Knappertsbusch,
Siegmund von Hausegger y Olaf Gulbransson) firmaron en su contra el manifiesto
«Protesta de la ciudad de Múnich, hogar de Richard Wagner». Sus automóviles
fueron confiscados (para uso de la SA) y también el 15 de agosto la casa de
Múnich (en 1937 se puso a disposición de la organización Lebensborn y terminó
destruida por los bombardeos aliados). Aunque Mann intentó recurrir, parece que
el mismo Reinhard Heydrich se tomó especial interés en su caso hasta que en
diciembre de 1936 terminó retirándole oficialmente la ciudadanía alemana, si
bien poco antes, el 19 de noviembre, Mann ya había conseguido el pasaporte
checoslovaco.
A pesar de
todo, y de la insistencia tanto de Katia, como de Klaus, Erika y Golo; Mann se
resistió durante mucho tiempo a hacer una denuncia explícita del nuevo régimen
nazi. Tenía esperanzas de recuperar algunas de sus propiedades y tampoco quería
que se prohibiera su obra en Alemania. Su editorial, la famosa Samuel Fischer,
también lo presionaba porque se vería seriamente perjudicada, aunque
finalmente, siendo además una empresa «judía» desde el punto de vista nazi, se
vio obligada a transferir a Viena la edición de los autores no permitidos, como
Stefan Zweig y el propio Thomas Mann, que terminó publicando en el Neue Zürcher
Zeitung una condena sin matices el 3 de febrero de 1936. Así, los dos primeros
volúmenes de José y sus hermanos, Las historias de Jacob y El joven José, todavía se pudieron
publicar en Alemania en 1933 y 1934; mientras que el tercero, José en Egipto, apareció en Viena en
1936 y el último, José el proveedor,
tuvo que esperar hasta 1943
El 19 de
noviembre de 1936 Mann adquirió la nacionalidad checoslovaca y, durante 1937 y
1938, realizó frecuentes viajes impartiendo conferencias, entre ellos tres a
los Estados Unidos, adonde se trasladó en septiembre de 1938 tras obtener un
puesto académico en la Universidad de
Princeton. En esta época centró su actividad literaria, además de en la
última parte de la tetralogía de José, en la novela Carlota en Weimar, mientras continuaba con su activismo político:
editó la revista antifascista Mass und
Wert (Medida y valor) y escribió ensayos de oposición al nazismo como «Esta
paz», contra los acuerdos de Múnich, y contra el mismo Adolf Hitler. En este
último («Hermano Hitler») es donde aparece la famosa frase, «Donde yo esté está
Alemania», que resume su compromiso y actitud ante el exilio.
La Segunda
Guerra Mundial (1939-1945)
El 1 de
septiembre de 1939, Mann celebró el estallido de la Segunda Guerra Mundial en
Saltsjöbaden, Suecia, con Bertolt Brecht y Helene Weigel. Todos ellos deseaban
la guerra para evitar otro acuerdo como el de Múnich que abandonara Polonia en
manos de Hitler. Sin embargo, escapar de los nazis resultó complicado para
Golo, que se había presentado voluntario para luchar en Francia y había sido
hecho prisionero tras su rápido derrumbe, y para Heinrich que también se
encontraba en el sur del país. Finalmente escaparon, vía España y Lisboa, para
llegar a Nueva York el 13 de octubre de 1940.
En Estados
Unidos era una gran celebridad hasta el punto de que Franklin y Eleanor
Roosevelt lo recibieron los días 13 y 14 de enero de 1941 en la Casa Blanca. En
primavera se trasladó desde Princeton a Pacific Palisades (California) mientras
no dudaba en utilizar su fama para difundir sus ideas políticas sobre la guerra
y sus consecuencias, que en esta época adquieren un matiz cada vez más izquierdista.
De particular importancia son sus alocuciones radiofónicas en el programa ¡Oyentes alemanes! de la BBC donde,
desde fecha tan temprana como enero de 1942, no dejó de denunciar el proceso de
exterminio de los judíos.
Tanto Golo
como Klaus se alistaron en el ejército estadounidense. Golo ingresó en el
servicio secreto y fue de los primeros en entrar en Alemania, mientras que
Klaus participó en la conquista de Italia y, como corresponsal de Stars and Stripes, fue enviado a
Alemania ya en mayo de 1945 donde pudo comprobar el grado de destrucción que
había llevado la guerra. Lübeck fue una de las primeras ciudades devastadas por
los aliados cuando, el 28 de marzo de 1942, la RAF dejó caer sobre la ciudad
una mezcla de bombas de alta potencia e incendiarias que convirtieron en ruinas
el casco antiguo, pero al contrario que sus hijos, Mann no mostró sentirse
afectado por los resultados de los bombardeos. En un programa de la BBC recordó
el bombardeo de Coventry y siempre consideró que el haberse dejado arrastrar
por Hitler le debía conllevar a Alemania un justo castigo.
En mayo de
1943 comenzó a escribir Doctor Faustus,
obra en la que le sirvió de asesor para los aspectos musicales Theodor W.
Adorno.64 El 23 de junio de 1944 Thomas Mann y Katia adquirieron la
nacionalidad estadounidense. Ese mismo año apoyó activamente a Roosevelt en la
campaña para las elecciones presidenciales en las que consiguió su último mandato.
Mientras tanto siguió viajando y dando conferencias, como «Destino y misión»
(1943), en la que adoptó posiciones más próximas al marxismo que en ningún otro
momento y, más tarde, «Alemania y los alemanes» (1945) y «Los campos» (1945),
sobre los crímenes cometidos en los campos de concentración que se estaban
siendo liberados en esa misma época.
Posguerra
(1946-1951)
Terminada la
guerra Mann se mostró remiso a volver a Alemania, a pesar de que recibió varias
peticiones públicas, entre ellas la de Walter von Molo. Estaba bien informado
por sus hijos de la situación interna y también Erika insistió en ello, no solo
por la situación caótica sino por el riesgo de manipulación política por parte
de los aliados. Molo solicitaba su presencia y ayuda como intelectual, pero
también había graves diferencias entre los exiliados y opositores al nazismo.
Bertold Brecht ya le había reprochado en 1943 su indiferencia ante los
opositores demócratas que se habían quedado en Alemania y, en una famosa polémica,
el escritor Frank Thiess incluso llegó a contraponer la comodidad de los que
habían optado por huir al extranjero frente a los que sufrieron la guerra desde
Alemania. La polémica se complicaba porque muchos de los representantes del
«exilio interior» habían mantenido grados variables de colaboración con el
régimen de Hitler.
El 21 de
mayo de 1949, atormentado y adicto a las drogas, murió el hijo mayor de Mann,
Klaus. El 11 de marzo de 1950 murió su hermano Heinrich. Aunque a su llegada a
Estados Unidos Heinrich había conseguido un contrato como guionista para Warner
Brothers, problemas como el alcoholismo de su esposa Nelly lo sumieron en
problemas económicos tan graves que Katia y Thomas terminaron por tener que pasarle
una asignación mensual.
Regreso a
Europa y años finales (1952-1955)
A finales de
la década de los 40 Mann comenzó a sentirse incómodo en Estados Unidos. Se
había desencadenado la persecución macartista y los escritos más izquierdistas
de Mann así como su visita a Weimar, en la zona de ocupación soviética, le
valieron la acusación de «compañero de viaje» («America's fellow traveler Nr.
I») así como de «antifascismo prematuro». Más incómoda era la situación de
Erika, mucho más radical que su padre, que había sido interrogada por el FBI
como sospechosa de agente a sueldo de Stalin y «miembro del partido». Así que
finalmente, en julio de 1952, decide instalarse definitivamente en Suiza.
El 18 de
julio de 1955, mientras se encontraba en la localidad holandesa de Noordijk,
Mann comenzó a sentir un fuerte dolor en la pierna izquierda, por lo que se
decidió su traslado en avión a Zúrich. Aunque se le dijo que se trataba de una
simple «flebitis», la causa real había sido una trombosis que, en la mañana del
12 de agosto, desembocó en el desgarro de la aorta abdominal. Murió a las ocho
horas de esa misma tarde acompañado de su hija Erika y de su mujer Katia.
Obra
Basada en la
propia familia de Mann, la novela Los
Buddenbrook (en algunos de cuyos pasajes el autor utiliza el bajo alemán,
hablado en el norte del país) narra el declive de una familia de comerciantes
de Lübeck, a lo largo de tres generaciones.
En esta etapa
inicial de su obra centró la atención en la conflictiva relación entre el arte
y la vida, que abordó en Tonio Kröger,
Tristán y La muerte en Venecia, y culminaría posteriormente con Doctor Faustus. En La muerte en Venecia describe las vivencias de un escritor en una
Venecia asolada por el cólera; dicha obra supone la culminación de las ideas
estéticas del autor, que elaboró una peculiar psicología del artista.
La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), por su parte, cuenta la
historia de un estudiante de ingeniería que planea visitar a un primo enfermo
en un sanatorio suizo con objeto de hacerle compañía por espacio de tres
semanas, que finalmente se transforman en siete años. Durante este tiempo el
protagonista, Hans Castorp, pondrá en oposición a la medicina y su particular
punto de vista sobre la fisiología humana, se enamorará y trabará relación con
multitud de interesantes personajes, cada uno con su particular forma de ser e
ideología política. A través de todo ello, Mann hace repaso de la civilización
europea contemporánea. La novela, que empezó a escribir en 1913, muestra su
evolución ideológica durante aquellos años: terminada la guerra retomó la
redacción reescribiendo todo el material anterior e incorporó el impacto que le
produjo la experiencia bélica que había atravesado Alemania.
Mann fue
laureado con el Premio Nobel en 1929 principalmente en reconocimiento a la
inmensa popularidad que cosechó tras la publicación de Los Buddenbrook (1901) y La
montaña mágica, así como por sus numerosos relatos breves, aunque en el
acto de entrega solo se citó expresamente la primera de estas obras.
Novelas
posteriores: Carlota en Weimar
(1939), en la cual Mann regresa al mundo retratado por Goethe en Las desventuras del joven Werther
(1774). En Doctor Faustus (1947), el
autor toma como referentes la antigua leyenda alemana de Fausto, así como sus
distintas versiones (Christopher Marlowe, Goethe), además de varios elementos
de las vidas y obra de Nietzsche, Beethoven y Arnold Schönberg. La novela narra
la historia del compositor Adrian Leverkühn, quien pacta con el diablo para
alcanzar la gloria artística. A través de la trágica figura de su protagonista,
Mann traza un depurado diseño de la corrupción de la cultura alemana de su
tiempo, que acabaría desembocando en los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Obra
fundamental es la tetralogía José y sus
hermanos (1933–1942), una imaginativa versión de la historia bíblica de
José, relatada en los capítulos 37 a 50 del Libro del Génesis. El primer
volumen cuenta el establecimiento de la familia de Jacob, el padre de José. El
segundo relata la vida del joven José, que aún no ha recibido los grandes dotes
que le esperan, y su enemistad con sus diez hermanos, los cuales acaban
traicionándolo y vendiéndolo como esclavo a Egipto. En el tercer tomo José se
convierte en mayordomo de Putifar, pero acaba encarcelado al rechazar las
insinuaciones de la esposa de su benefactor. El último libro muestra al maduro
José en el cargo de administrador de los graneros de Egipto. El hambre atrae a
los hermanos de José a este país, y José organiza hábilmente una escena para
darse a conocer a aquellos. Al final, la reconciliación reúne de nuevo a toda
la familia.
Otra novela
destacada es Las confesiones del
estafador Felix Krull (1954), que quedó inconclusa a la muerte del
escritor, aunque iniciada cuando era joven escritor, recuperó la ironía acerca
de la naturaleza del ser humano que había caracterizado muchas de sus obras
precedentes.
Los diarios
personales de Mann, hechos públicos en 1975, revelan su lucha interna contra
una homosexualidad siempre latente, la cual halló reflejo en sus libros, muy
señaladamente en su conocida obra Muerte
en Venecia (Der Tod in Venedig, 1912), en la que el envejecido protagonista
se enamora de un muchacho de 14 años llamado Tadzio. En el libro de Gilbert
Adair The Real Tadzio, se describe cómo, en el verano de 1911, Mann se alojó en
el Grand Hôtel des Bains de Venecia con su mujer y un hermano, sintiéndose
atraído por un angelical niño polaco de 11 años, llamado Władysław Moes.
Considerado un clásico de la literatura homosexual, Muerte en Venecia ha sido objeto de una película de Visconti y de
una ópera de Britten.
Alfred Kerr,
crítico alemán detractor del escritor, se refirió sarcásticamente a la novela,
ya que «hacía de la pederastia algo disculpable si era ejercida por las
cultivadas clases medias». Mann tuvo en su juventud una estrecha relación con
el joven violinista y pintor Paul Ehrenberg de la que no se conoce su
trascendencia. Sin embargo, el escritor eligió casarse y tener familia. Sus
obras también presentan otros temas sexuales, como el incesto, en la obra El elegido.
En La muerte en Venecia, por otra parte,
asistimos al simbólico encuentro entre la belleza y la resistencia al natural
declive de la edad, la decadencia, ambas personificadas en la figura de Gustav
von Aschenbach, personaje que actúa al mismo tiempo como metáfora del ideal de
pureza del régimen Nazi (recordando a la vez la crítica de Nietzsche del
ascetismo tradicional, negador de la vida). Mann valoraba igualmente las
aportaciones de otras culturas; adaptó, por ejemplo, una antigua fábula india a
una de sus obras, Las cabezas trocadas.
El influjo
de Nietzsche en Mann es fácilmente detectable a lo largo de toda su obra, especialmente
en lo referente a las ideas de Nietzsche sobre la decadencia y las relaciones
entre enfermedad y creatividad. Las dos primeras contribuirían a remediar la
osificación a que había llegado la tradicional civilización de occidente. De
esta manera, la «superación» a que alude Mann en la introducción de La montaña mágica y la apertura a un
mundo nuevo de posibilidades que se abren ante su protagonista, el joven Hans
Castorp, se producen en un contexto, en efecto, de enfermedad, como es un
sanatorio de montaña.
Su trabajo
es el registro de una conciencia vitalista abierta a múltiples posibilidades,
es decir, que expone muy bien las tensiones inherentes a la más o menos
fructífera contemplación de dichas posibilidades. Él mismo lo resumió del
siguiente modo, con motivo de la concesión del Premio Nobel: «El valor y la
significación de mi trabajo han de dejarse al juicio de la historia; para mí no
tienen otro sentido que una vida conducida conscientemente, es decir,
concienzudamente».
Tomada en su
conjunto, la carrera de Mann es un ejemplo notable de la «pubertad reiterada»
que Goethe pensó característica del hombre de genio. Tanto en estilo como en
pensamiento, experimentó mucho más atrevidamente de lo que comúnmente se
supone. Con Los Buddenbrook asistimos
a una de las últimas novelas al viejo estilo, un paciente y detallista diseño
de las fortunas e infortunios de una familia.
(Henry
Hatfield, en Thomas Mann, 1962)
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