Dejar a Matilde
Alberto
Moravia
Un amigo mío camionero
ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y
dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores
y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en
la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a
mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo
de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que,
al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra,
bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó
pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa:
Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de
espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el
momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción
agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en
seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó,
vaya si se acabó.
Este juramento hay que
decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por
la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al
apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce
de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté,
duro.
-Perdóname por anoche…,
pero no pude, de verdad.
-No importa -le dije-,
así que adiós… Nos veremos mañana… Te diré una cosa…
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según… Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de
reflexión:
-Claro, también para
ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates…
-Está bien… ¿Sabes por
qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos
ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo
porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce.
Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa
y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de
media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el
ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé
para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté;
normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí
atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba:
bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca
sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito,
tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal
salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”,
y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve
delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz
tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás
enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió
al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo
Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que
ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía
que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto
llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla
inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo
mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí
mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta
cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso,
esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta
misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también
esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde.
Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre
tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes;
en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como
si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me
había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese
pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de
afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes
que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas
palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé:
“Sigue, sigue… Ya es demasiado tarde”.
Una vez en Castelfusano
cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a
quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa
desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba,
verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la
moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los
senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La
llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la
dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en
que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me
devolvió la confianza.
-Voy a desnudarme
detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no
sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en
que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y
la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata
sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la
cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su
voz cariñosa:
-Giulio, no te creas
que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en
la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como
en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su
cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un
largo silencio:
-¿Por qué estás tan
callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté
espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo
que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de
decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor
a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
-Mira, mientras tanto
úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a
hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a
la cintura. Al final ella anunció:
-Me duermo. ¡No me
molestes!
Y me quedé turulato de
nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería
decirle.
Matilde durmió quizás
una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos a lo largo
del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el
agua.
Volvió a cogerme de la
mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran
grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y
hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba
con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la
embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me
dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para
superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de
forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en
brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo
que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco
entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras
y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y
concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que
quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir
aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza
en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del
almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado.
Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de
la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía
favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de
forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de
la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la
col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien
consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi
declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa
cosa.
Estaba a punto de abrir
la boca cuando ella gritó:
-No, no me la digas,
espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres
decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos
casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres
únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no
quiero saber nada.
-No, tengo que decirte
que…
Pero ella, tapándome la
boca con la mano:
-Chitón, si quieres que
te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me
quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me
pareció sincero.
Al final habíamos hecho
de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le
había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos
cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones,
pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte,
Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas
palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El
viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar
desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde
parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en
el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de
las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije:
“Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco
contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe,
estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa
la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en
la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento
en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia
hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella.
Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite lo que has
dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en
la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito,
pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó
en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te
digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me
levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo
dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las
muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a
subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y
ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara:
“También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su
casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio, ahora es mejor
que no nos veamos unos días.
Me sentí casi
desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena
carcajada:
-He querido hacer una
prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días,
pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y
yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
El conformista (italiano, sub. inglés)
Bernardo Bertolucci, 1970, con Jean-Louis Trintignant
Alberto Moravia
(Alberto Pincherle: Roma, Italia, 28 de
noviembre de 1907 - Roma, Italia, 26 de septiembre de 1990) fue un escritor y
periodista italiano.
Biografía
Alberto Pincherle
(Moravia es el nombre del abuelo materno) nace en 1907, en el seno de una
familia burguesa acaudalada. Su padre, Carlo, judío no practicante, era
arquitecto y pintor, de origen veneciano. La madre, Teresa Iginia (Gina) De
Marsanich, católica, era de Ancona. Alberto fue el segundo de cuatro hijos,
tras Adriana (1905 - 1996), pintora; le sigue Elena (1909 - 2006), mujer del
embajador Carlo Cimino; el menor fue Gastone (1914 - 1941), muerto en combate.
Alberto lleva una vida normal, aunque seria y solitaria.
Moravia no hace
estudios regulares porque comienza a padecer en 1916 una tuberculosis ósea que
le obliga a guardar cama por cinco años (dos de ellos en un sanatorio). Sólo un
año está en el Liceo Torquato Tasso, y consigue la secundaria con esfuerzo. Ese
será su título. Pero se instruirá personalmente con numerosas lecturas, hasta
formarse profundamente. Entre sus autores favoritos, destacan: Shakespeare, Molière,
Goldoni, Stéphane Mallarmé, Dostoyevski y James Joyce. Aprendió francés y
alemán, y empezó a escribir.
En 1925 deja el
sanatorio y comienza a escribir Los indiferentes. Conoce a Corrado Alvaro y
Massimo Bontempelli. Prominente en la actividad literaria italiana desde 1927,
cuando empezó a escribir para la revista 900, donde aparecen sus primeros
cuentos, acerca de las dificultades morales de las personas socialmente
alienadas y atrapadas por las circunstancias.
En 1929, con
dificultad, publica la novela Gli
indifferenti, muy aceptada, como relato en bloques teatrales y como retrato
de los italianos de ese tiempo. Al romanzo italiano. La decadencia de la
burguesía italiana, durante el régimen fascista, viene representada sin una
intención crítica obvia, pues es una novela existencialista que narra la
historia de una familia con comportamientos corruptos, que acaban vencidos por
su apatía y falta de dignidad. La segunda novela Le ambizioni sbagliate, es una mezcla de novela negra y de relato
introspectivo a lo Dostoyevski, sin gran fortuna.
En 1930 empieza su
colaboración en La Stampa, dirigida por Curzio Malaparte, y en 1933 fundó, con
Mario Pannunzio, las revistas Caratteri, y luego Oggi. En este año escribe para
la Gazzetta del Popolo, pero el régimen fascista le censura recensiones de la
novela La mascherata (sátira sobre
las dictaduras, situadas en Sudamérica), y prohíbe Agostino. En 1935 va a
EE.UU. y da conferencias sobre la novela en la Casa Italiana de la Columbia
University de Nueva York. A su regreso escribe unos cuentos: L'imbroglio 1937. Para evitar la
censura, Moravia escribe cuentos alegóricos y surrealistas.
La guerra y la caída
del régimen
En 1941 se casó con la
también escritora Elsa Morante. Ambos vivieron en Capri, donde Moravia escribió
Agostino. Tras el Armisticio del 8 de septiembre de 1943, Moravia y Morante se
refugiaron en Fondi, en los límites de Ciociaria.
En 1944, Moravia
redactó las primeras páginas sobre la retórica política de entonces. El cuerpo
de la obra, que desarrolló trece años después, en un momento de crisis como
narrador, describe la difícil y desesperada realidad italiana en la Segunda
guerra Mundial.
Con el anuncio de la
Resistencia italiana vuelve a Roma; escribe para la prensa, colabora con
Corrado Alvaro en Il Popolo di Roma, Il Mondo, Europeo y sobre todo en el
Corriere della Sera donde seguirá con sus reportajes, críticas y relatos hasta
su muerte.
Tras la guerra, su
fortuna literaria no hizo sino crecer. Escribió novelas tan famosas como La romana (1947), La desobediencia (1948), El
amor conyugal (1949) y El conformista
(1951).
En 1952 ganó el Premio Strega por I Racconti, y sus
novelas comenzaron a traducirse a otros idiomas. Ese mismo año Mario Soldati
adaptó al cine La provinciale. En
1954, Luigi Zampa dirigió La romana y
en 1955 Gianni Franciolini llevó al cine I
racconti romani (con los que Moravia había ganado el Premio Marzotto). En
1960, con la publicación de El tedio,
logró el premio Viareggio.
En 1953, Moravia fundó
la importante revista literaria Nuovi Argomenti (uno de los editores en los que
confió la revista fue su amigo Pier Paolo Pasolini). En los años 50, escribió
prólogos para distintas obras, como los 100 sonetos de Belli, la novela Paolo il Caldo de Vitaliano Brancati o
los Paseos por Roma de Stendhal. A
partir de 1957, hizo críticas cinematográficas para la revista mensual
L'Espresso: estas críticas fueron recogidas en Al Cinema (1975).
Se separó de Morante en
1962. Y se fue a vivir con la joven escritora Dacia Maraini. En 1962 se realiza
el film, de Mauro Bolognini, Agostino e
la perdita dell'innocenza, y en 1963 El
desprecio por Jean-Luc Godard, La
noia por Damiano Damiani, y en 1964 Los
indiferentes por Francesco Maselli.
Viajó a la URSS en los
ochenta, en apoyo de la apertura. Y fue a Hiroshima en 1982, escribió sus
experiencias ante sus efectos. Representó a Italia ante el Parlamento Europeo
desde 1984 hasta su muerte.
Se casó en 1986 con
Carmen Llera. Se le encontró muerto en su domicilio en 1990. En ese año salió
la autobiografía, escrita con Alain Elkann, Vita di Moravia, editada por
Bompiani.
Su obra literaria se
caracteriza por una crítica frontal a la sociedad europea del siglo XX:
hipócrita, hedonista y acomodaticia. Se caracteriza por un estilo austero y
realista, presente ya en su primera novela, Los
indiferentes (1929), que le hizo saltar a la fama en Italia. En sus
escritos son recurrentes el impulso sexual, la alienación del individuo y el
existencialismo.
Obras
Gli indifferenti, 1929, Los indiferentes, Nuevas
Ediciones de Bolsillo, 2005, ISBN 978-84-9793-550-0
Le ambizioni sbagliate, 1935. Tr. Las ambiciones
defraudadas
La bella vita, 1935
L'imbroglio, 1937
I sogni del pigro, 1940
Cosma e i briganti, relato aparecido en
"Oggi" entre el 26-X y 6-XII 1940, Palermo, Sellerio, 2002.
La mascherata, 1941. Tr.: La mascarada, Plaza, 1971.
La cetonia, 1943
L'amante infelice, 1943
La speranza ovvero Cristianesimo e Comunismo, 1941
Agostino, 1944. Tr.: Agostino, Mondadori, 2001, ISBN
978-84-397-0769-1
L'epidemia, 1944
Due cortigiane e serata di Don Giovanni, 1944
La romana, 1947. Tr.: La romana, Nuevas Ediciones de
Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-551-7
La disubbidienza, 1947. Tr.: La desobediencia,
Alianza, 1991.
L'amore coniugale, 1947. Tr.: El amor conyugal,
Orbis, 1997, ISBN 978-84-402-2127-8
Il conformista, 1951. Tr.: El conformista, Nuevas
Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-703-0
I racconti, 1952
Racconti romani, 1954. Tr.: Cuentos romanos,
Alianza, 1993, ISBN 978-84-206-1269-0
Il disprezzo, 1954. Tr.: El desprecio, Nuevas
Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-793-1
La ciociara, 1957, Tr.: La campesina, Nuevas
Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-702-3
Teatro,
1958
Un mese in URSS, 1958
Nuovi racconti romani, 1959
La noia, 1960. Tr. El tedio, Planeta, 2008, ISBN
978-84-08-08341-2
L'automa, 1962
Un'idea dell'India, 1962. Tr.: Una idea de la India,
Península, 2007.
L'uomo come fine, 1963. Tr.: El hombre como fin y
otros ensayos
L'attenzione, 1965. Tr.: La atención, Planeta, 2009,
ISBN 978-84-08-08728-1.
Cortigiana stanca, 1965
Le luci di Roma, 1965
Il mondo è quello che è, 1966
Una cosa è una cosa, 1967
Il dio Kurt, 1968
La rivoluzione culturale in Cina, 1968
La vita è gioco, 1969
Il paradiso, 1970. Tr.: El paraíso, Áltera, 1996,
ISBN 978-84-920659-4-3
Io e lui, 1971. Tr.: Yo y él, Planeta, 1999, ISBN
978-84-08-46396-2
A quale tribù appartieni, 1972
Un'altra vita, 1973. Tr.: Otra vida, Plaza &
Janés, 1991 ISBN 978-84-01-81155-5
Al cinema, 1975
Boh, 1976,, Tr. Boh
La vita interiore, 1978
Un miliardo di anni fa, 1979
Impegno controvoglia, 1980
Lettere dal Sahara, 1981.
1934, 1982.
Storie della preistoria, 1982. Tr.: Historias de la
prehistoria, Anaya, 1995 ISBN 978-84-207-3381-4
La cosa e altri racconti, 1983. Tr.: La cosa y otros
cuentos
La Tempesta, Catania, Pellicanolibri, 1984
L'uomo che guarda, 1985. Tr.: El hombre de que mira,
Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2006 ISBN 978-84-9793-935-5
L'angelo dell'informazione e altri testi teatrali,
1986
L'inverno nucleare, 1986
Passeggiate africane, 1987. Tr.: Paseos por África,
Mondadori, 1988 ISBN 978-84-397-1329-6
Il viaggio a Roma, 1988. Tr.: El viaje a Roma, Grijalbo
1989 ISBN 978-84-253-2093-4
Il vassoio davanti alla porta, Reverdito, 1989
La villa del venerdì e altri racconti, 1990. Tr.: La
villa del Venerdí, 1990)
La donna leopardo, 1991 (póstumo)
I due amici, Bompiani, Milano, 2007 (póstumo)
Il picnic
Cine
Varias
de sus novelas fueron llevadas al cine:
Novela Año Filme Año Director
La romana 1947 La romana 1955 Luigi Zampa
Cuentos romanos (La giornata balorda) 1954 Un
día de locura 1960 Mauro Bolognini
El conformista 1947 El conformista 1970 Bernardo
Bertolucci
El amor conyugal 1949 El amor conyugal 1970 Dacia Maraini
El desprecio 1954 El desprecio 1963 Jean-Luc Godard
Cuentos romanos 1954 Cuentos de Roma 1955 Gianni
Franciolini
La campesina 1957 Dos mujeres 1960 Vittorio de Sica
Agostino 1944 Agostino 1962 Mauro Bolognini
El hombre que mira 1985 El hombre que mira 1994 Tinto Brass
La villa del venerdì 1990 La villa del venerdì 1992 Mauro Bolognini
Crítica
Eurialo De Michelis: Introduzione a Moravia, La Nuova
Italia, 1954
Edoardo Sanguineti: Alberto Moravia, Milán, Mursia,
1962
Cristina Benussi: Il punto su Moravia, Laterza,
Bari, 1987
Enzo Siciliano: Alberto Moravia, Milán, Marzorati,
1990
Renzo Paris: Alberto Moravia, Scandicci, La Nuova
Italia, 1991
Pasquale Voza: Moravia, Palermo, Palumbo, 1997
Raffaele Manica: Moravia, Torin, Einaudi, 2004
Valentina Mascaretti: La speranza violenta: Alberto
Moravia e il romanzo di formazione, Bolonia, Gedit, 2006
VV. AA.: "Io avevo indubbiamente molte cose da
dire". Alberto Moravia 1907-2007, ed por V. Mascaretti, Módena, Mucchi,
2008
Mi vida: en conversación con Alain Elkann,
Espasa-Calpe 1991 ISBN 978-84-239-2248-2
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