Saturday, December 15, 2018

DALMIRO SÁENZ


Los nueve minutos de Claudia
Dalmiro Sáenz

Esa mujer —la que bajó del ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los ociosos de la ciudad-pueblo creíamos que ya no bajaría nadie más— se llamaba Claudia.
No la voy a describir, porque casi ni la vimos durante los contados segundos que tardó en cruzar la calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es la nuestra, sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella fuerza indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el aparato prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que precisamente no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos rítmicos y concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj, sentados en el borde de la cama, con el pijama azul o el de las rayas verticales, o incluso podemos archivar o despreciar, con un descuidado movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del almanaque familiar sobre la pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con el heroico esperar de los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de pertenecer a él, ni que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros mismos, porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos, por ese tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final quizá sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras espaldas y uno de nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva aquella, bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o dos perros dormidos en su aletargado descuido sobre la vereda de baldosas tibias, en aquel fresco octubre del año pasado.
Algunos de ustedes recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel que llegó a la ciudad-pueblo hacía más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y marca desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, y un bulto chico en la cintura, en donde asomaba a veces la culata, pequeña, femenina, atildada, de un treinta y dos corto, de cachas de nácar, de caño absurdamente recortado, en un país donde el calibre treinta y ocho entraba ya con fuerza avasalladora para convertirse prácticamente en arma nacional, y un tirador de carpincho con bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la cara del que nunca ha mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó enormemente al gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que pidió fiado para víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata que rodeaba a su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando el mismo gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e incertidumbres como cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo, con cierta secreta, paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su elección.
Y la chica aquella, cuya frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los vidrios empañados de la casa materna, para parecer ahora entre un marco de voiles nuevos y una escasa fila de flores en el interior de la ventana de su casa propia, y tanto ella como las flores, y también las Cortines de voile, separadas por el vidrio de la nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa y artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo de comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que representa, o por lo menos acompaña, la vida familiar; aunque en este caso el cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha, enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas de la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el transcurso de esos primeros años—, mientras ella seguía tras los vidrios de la ventana, en un principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose que no volvería, como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima pagó él hasta el último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo que quedaba tras los vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile, no eran otra cosa que la prenda, garantía, base de aquella respetabilidad que Crespo necesitó para iniciar su fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil e indomable femineidad, sino con la férrea y endurecida virginidad frustrada y ese leve matiz de orgullo y belleza que deja el odio originado por la esperanza del amor.
Ella murió años después, o simplemente dejó de existir entre un continuo trajinar de familiares oscuros alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases lapidarias y condenatorias como: “el sinvergüenza la mató” o “la pobrecita murió de pena”, entre suspiros y llantos, un mariposeo de murmullos infructuosos y el solemne dolor de la gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo aumentaba años a año, tenía el prestigio que da el dinero y la envergadura suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera se fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el caballo grueso dejaron de ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora apretaba a veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o las cartas francesas en interminables noches de póker en el club social.
Y fue la ciudad entonces la que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus calles horribles y sus veredas ausentes, y los pedazos de cielo recortados por las feísimas casas, y todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella, arrugada de escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones inmensas de sus viajes, suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del sifón de soda, la botella de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura, ceñida bajo el tirador de carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su misma voz, enronquecida de tierra y de distancia sobre las ancas redondas de sus tropas, se tornó pausada y discreta, con una intensidad apenas suficiente como para llamar al mozo pidiendo otro café o para decir “paso” en la mesa de juego, o simplemente para gruñir una afirmación o negativa en las discusiones de negocios o en el mostrador del Banco.
Bueno, estábamos con él, ese día, con Crespo y algunos otros y, como decía, la vimos cruzar la calle, pero no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando el libro de registro del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido extranjero como Holtz o Haltz; pero para nosotros fue simplemente Claudia, como si fuera una prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas personas que pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un conjunto de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con cierta dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su título de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo a restaurar esta jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria violencia, sobre aquellas maderas cruzadas, y empezando, treinta y cuatro años antes, cuando la más pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo carne de su carne al pronunciar el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese polvoriento atardecer en las colinas de Nazareth.
Hablamos de Claudia ese día; hablamos un rato, con esa sabia noción de las mujeres que tienen los hombres que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados por ese falso matiz de femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio de intimidades; porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los sacerdotes, o los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una mujer pagan sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro Civil, quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las mujeres se miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada uno de ellos causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse más que a la fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el primer comentario, habrá sido Santander supongo, o algún otro.
—Es la del otro día, che, se llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados, recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue Crespo el que dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo alguien.
—Irá de viaje; seguramente vendrá a pasar días en alguna estancia.
—No, a las mujeres cuando van al campo no les alcanza con una sola valija; llevan toda su ropa de ciudad, más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja por lo que pudiera pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta mujer viene por negocios, ha decidido su viaje a último momento, seguramente es demasiado impaciente para escuchar los consejos de su abogado y ha venido a cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas.
Tal vez esté en pleito con alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia, y a pesar de eso las mujeres creen en la justicia, se olvidan que las madres de los jueces han sido mujeres.
—No —dije yo—, la Claudia esa no va a ningún lado; seguramente viene de algún lado, se está alejando de algo, un hombre seguramente. Las mujeres saben manejar las distancias, casi diría que es el arma que utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un rato; recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque recién empezaba el noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia ésta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si se ha retrasado en salir puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está afuera.
Cuando llegamos al aeródromo el avión todavía estaba, pero habían cerrado la puerta y sacado la escalera. Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del pasaje, pero ya los motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con su rugir constante y la metálica y aplomada firmeza con que el hombre desafía las más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo vimos empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible. Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo, a mi lado, con el pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto aquel en el firmamento inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito celeste ocupaba el lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí entonces murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las palabras, con una especie de unción caballeresca, como alguien que acepta, o reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta ese momento no había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el viaje de vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo esa noche en el hotel.
Murió esa tarde aplastado por un camión arenero en la calle Belgrano antes de llegar a Ameghino, a la vuelta de la iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida; murió en el acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante de más de sesenta años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que acaso debió haber sido el momento de sus muerte.
Nunca supe más nada de Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere entonces que prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que probablemente nunca habrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas. ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia Holtz robó de su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los ociosos de la ciudad-pueblo, esos nueve minutos que también Claudia despojó de nuestras vidas? ¿Y para usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este libro, y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato? Nueve minutos de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.

Setenta Veces Siete - De Leopoldo Torre Nilsson - (1962) basada en el libro de Dalmiro Sáenz



Dalmiro Antonio Sáenz (Buenos Aires, Argentina, 13 de junio de 1926 -  Buenos Aires, Argentina, 11 de septiembre de 2016) fue un escritor y dramaturgo argentino.

Biografía

Dalmiro Antonio Sáenz nació en Buenos Aires, capital de Argentina, en 1926. Tempranamente comenzó su actividad literaria, y publicó a los 30 años, luego de viajar en buque por la Patagonia varias temporadas (lugar donde se instalaría por casi 15 años y donde ocurren sus primeros libros de cuentos) Setenta veces siete, que ganó el prestigioso Premio de la Editorial Emecé y se convirtió en un best-seller, apoyado en una visión violenta, sexual y de sólidos preceptos y cuestionamientos morales sobre la religión, que se convertirían en el sello de Sáenz por varios años (los críticos coinciden en señalar que un eje religioso atraviesa siempre las historias del autor, ya sea a través de uno de su personajes, o como en Cristo de Pie donde se ve su religiosidad en polémica con la religión del establishment, en contraposición con el diálogo individual que el personaje hace con Dios).
Tiempo después participó de la adaptación del guion para la pantalla grande de dos de sus historias de Setenta veces siete que se unieron para armar la trama de la película homónima que dirigió Leopoldo Torre Nilson (1962).
Luego de este comienzo Sáenz ganó el Premio del Magazine LIFE en español, en 1963, con su libro de cuentos No.
El mismo año (1963) ganó el Premio Argentores (Sociedad General de Autores de Argentina) con Treinta, treinta, un cuento planteado a la manera de los western estadounidenses, pero situado en la Patagonia.
Al año siguiente (1965) publicó en la Editorial Emecé El pecado necesario, novela que luego adaptó para hacer el guion de su versión fílmica, retitulada como Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes, dirigida por Fernando Siro, que en 1965 ganó la Concha de Plata en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián (España).
Luego comenzó a escribir teatro y enseguida fue premiado con el Premio Casa de las Américas, en La Habana (Cuba), en 1966 con ¡Hip… Hip… Ufa! luego publicado por la Editorial Emecé. Luego también adaptado por el autor para el cine con el título de Ufa con el sexo y la dirección de Rodolfo Kuhn (1972); y luego nuevamente vuelta a adaptar junto a Pablo Silva en la pieza teatral retitulada Sexo, mentiras y dinero (Buenos Aires, 2002/2003).
Sáenz entre libro y libro y según sus declaraciones, se tomaba vacaciones literarias, escribiendo pequeños libros de humor, que tuvieron mucho éxito. Entre ellos, cabe destacar Yo también fui un espermatozoide en la Editorial Torres Agüero.
Tras haber practicado boxeo mucho tiempo, durante toda la década de 1960 fue practicante de karate-do con el profesor Hideo Tsuchiya, introductor de la disciplina en la Argentina y egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de Tokyo quien, hasta regresar a Japón en 1970, reunía entre sus alumnos cierto núcleo de intelectuales de renombre que buceaban en cuestiones filosóficas, además de indagar en la historia y el sentido del arte marcial que cultivaban. En ese grupo, Dalmiro Sáenz trabó relación con el neurobiólogo Mario Crocco y el criminólogo Osvaldo Raffo. El primero de ellos celebró Yo también fui un espermatozoide aunque hizo hincapié en "lo inhumorístico de su desdén hacia el elemento relacional en la constitución del nexo psicofísico", o vinculación de cada psiquismo con su cuerpo propio, señalando bajo el título ¡Pero mi alma no hubiera podido eclosionar en un espermatozoide! ​ lo que sería un serio defecto conceptual en esa idea, que a primera vista podría estimarse cómica. Y con el profesor Hideo Tsuchiya, en julio del año 1966 -en el número 1 de la desaparecida revista Adán- publicó Sáenz un diálogo que recoge algunas de las reflexiones filosóficas de ese núcleo de karatecas, publicación que a la fecha puede consultarse en internet.​ Por aquel entonces, los tres amigos solían efectuar sus análisis después de las prácticas cotidianas en la tradicional institución porteña Ateneo de la Juventud.
Luego Sáenz comenzó una descripción íntima y detallada del universo femenino, con una visión sorprendente y original, que se transformó velozmente en best-seller con el título de Carta Abierta a mi futura ex mujer publicada por la Editorial Emecé en 1968, y reeditada varias veces, hasta la versión de 1999. Sáenz es un autor que capta la esencia de la sensibilidad femenina, personajes a los cuales trata con especial ternura, dicen los especialistas.
Su siguiente obra teatral ¿Quién, yo?, publicada en 1969, y reeditada por Gárgola Ediciones en 2004, fue representada casi sin interrupciones desde su publicación, convirtiéndose en un clásico del absurdo de la escena teatral argentina. También trabajó como guionista cinematográfico, escribiendo varios títulos, entre ellos uno para el actor cómico Luis Sandrini, en el film Kuma-ching, bajo la dirección de Daniel Tinayre.
Cuando sucedió la dictadura militar argentina –1976/1983- Sáenz recibe amenazas de muerte y debe abandonar el país, hacia el exilio, y luego de una recorrida se instala en Punta del Este, Uruguay. No escribe durante ese período.
Vuelve a las letras en 1983 con una novela histórica El Argentinazo y gana la Faja de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) que luego se convertiría en una obra teatral, en la que trabaja en su adaptación con Francisco Javier, también director de la pieza, montada con su grupo Los Volatineros, en el teatro Nacional Cervantes en 1985.
Luego retoma las historias policiales, ya insinuadas en sus cuentos, con Sobre sus párpados abiertos caminaba una mosca, una nouvelle de 1986, que también da origen a una nueva versión teatral de la misma, escrita por Sáenz y titulada Las boludas (que luego fue llevada al cine) y El sátiro de la carcajada (basada en hechos reales).
Luego se dedica a investigar, en asociación con el Dr. Alberto Cormillot, los manuscritos del mar Muerto y la figura de Jesús de Nazaret. Ambos viajan por Israel, Egipto, Nueva York, entrevistando personalidades referidas al tema, y todo desemboca en la publicación del libro Cristo de pie (Editorial Planeta, 1995 y 1998).
Sáenz continua su particular, humana, erótica y poética visión de los caudillos argentinos con sus novelas históricas La Patria equivocada (Editorial Planeta, 1991), Malón blanco (Ed. Emecé 1995) y Mis olvidos / O lo que no dijo el General Paz en sus memorias (de 1998, Editorial Sudamericana).
Luego publica Cómo ser escritor (2004) con algunas fórmulas sobre como escribió sus mejores cuentos, y la novela Pastor de murciélagos (Gárgola Ediciones, 2005).
Muchos de sus trabajos han sido traducidos y publicados en diferentes idiomas, y sus cuentos integran numerosas recopilaciones, entre ellas Latin Blood de Donald Yates (The best crimes and detective stories of South America/ Editorial Herder and Herder New York 1972); o Los mejores relatos patagónicos de María Correas y Cristian Aliaga, Editorial Ameghino Buenos Aires 1988, entre otros.
Vivió en Buenos Aires (Argentina), donde trabajó como escritor, coordinó su taller literario y también hace comentarios culturales en programas de radio, además de escribir artículos en forma free-lance para los más prestigiosos diarios y revistas. Prolífico escritor y autor de numerosos superventas, las obras teatrales de Dalmiro Sáenz figuran entre las más representadas en Argentina.​
Su estilo se caracterizaba por una implacable mordacidad acompañada de una hilaridad que se declina hasta el absurdo.
Dalmiro Sáenz vivió durante casi 15 años en la Patagonia, que es donde transcurre la acción de sus primeros cuentos. Luego comenzó a escribir novelas y después, teatro. Perseguido durante la dictadura militar argentina de los años setenta, se vio obligado a abandonar el país y se instaló en Punta del Este (Uruguay). En general es altamente crítico en el terreno de la política (especialmente argentina), como así también respecto de las creencias religiosas.
Ha escrito los guiones de películas basadas en obras suyas, como el de Setenta veces siete (1962), dirigida por Leopoldo Torre Nilsson o el de Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes, basada en su novela El pecado necesario, dirigida por Fernando Siro y ganadora de la Concha de Plata en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, España (1965).​ Daniel Tinayre llevó en 1969 a la pantalla grande Kuma Ching (Aventura en Hong Kong /España/ o Un ataúd para Hong Kong /Argentina/) y Rodolfo Kuhn en 1972 su obra teatral ¡Hip... hip... ufa! con el título Ufa con el sexo.
En 1970, el canal Televisión Española grabó el dramático El guion, dirigido y realizado por Narciso Ibáñez Serrador con guion de su alter ego Luis Peñafiel e interpretada por Narciso Ibáñez Menta, Marisa de Leza, Julián Pérez Ávila, Carlos del Pino y José Peñalver.

Premios

1956: Premio de la Editorial Emecé por el libro de cuentos Setenta veces siete.
1963: Premio de la revista Life en español, por el libro de cuentos No.
1963: Premio Argentores por el cuento Treinta, treinta.
1967: Premio Casa de las Américas por su obra teatral ¡Hip... Hip... Ufa!.
1983: Faja de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores).

Obras

1956: Setenta veces siete (cuentos).
1960: No (cuentos).
1963: Treinta, treinta (cuentos). El cuento homónimo fue adaptado al teatro
1964: El pecado necesario (novela).
1965: Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes (adaptación cinematográfica de El pecado necesario).
1966: Hip, hip, ¡ufa! (teatro).
1968: Yo también fui un espermatozoide (humor).
1968: Carta abierta a mi futura ex mujer (ensayo). Adapado al teatro por Pablo Silva
1969: ¿Quién, yo? (teatro).
1969: Kuma Ching (con Daniel Tinayre; guion).
1972: Acordate de olvidar (novela).
1979: Esto es cultura, animal
1983: El Argentinazo (novela histórica). Fue adaptaba para el teatro por su autor
1983: Cuentos para niños pornográficos (humor).
1985: El día en que mataron a Alfonsín (con Sergio Joselovsky; novela de ficción política).
1986: Sobre sus párpados abiertos caminaba una mosca (novela policial).
1986: Un vagabundo llamado Dalmiro (textos periodísticos).
1987: El día en que mataron a Cafiero (novela).
1987: Ese (cuentos).
1987: Las boludas (teatro).
1988: Cristo de pie (con Alberto Cormillot; novela).
1991: La patria equivocada (novela histórica).
1992: Tómame (teatro; llevado al cine por Emilio Vieyra)
1993: Las boludas (con Víctor Dínenzon, guion).
1994: El sátiro de la carcajada (novela policial).
1994: Los bebedores de agua (novela).
1994: San La Muerte (con Sergio Joselovsky).
1995: Malón blanco (novela histórica).
1996: La mujer del vientre de oro (novela).
1996: Mujer ganadora (con Doris Suchecki; ensayo).
1998: Mis olvidos (o lo que no dijo el General Paz en sus memorias) (novela histórica).
1998: Isabel: la razón de su vida (con Pilar Manzanares; novela histórica).
1999: Carta corregida a mi futura ex mujer (ensayo).
2001: Yo te odio, político (ensayo).
2001: 30/30 (con Alexis Puig; guion para la versión televisiva).
2002: Sexo, mentiras y dinero (con Pablo Silva).
2002: El depredador - Ptolomeo II de Egipto (con Laura Elizalde).
2004: Cómo ser escritor (ensayo).
2004: El equilibrista (guion para la película de Emma Padilla).
2005: Pastor de murciélagos (novela).

Filmografía
Intérprete

1975: Los hijos de Fierro, como voz en off
1984: Evita (quien quiera oír que oiga), como entrevistado
2005: Plástico cruel, como el padre de Linda Morris
2007: 1973, un grito del corazón, como entrevistado
2008: Ningún amor es perfecto.

Guionista

1962: Propiedad.
1962: Setenta veces siete.
1963: Racconto (Inédita).
1965: Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes.
1969: Kuma Ching.
1974: Intimidades de una cualquiera.
1985: Ana, ¿dónde estás?.
1993: Las boludas.

Autor

1962: Propiedad
1962: Setenta veces siete.
1964: Mujeres perdidas.
1965: Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes.
1968: Ufa con el sexo.
1992: Tómame(1992).
1993: Las boludas.
2010: La patria equivocada.

Argumento

1963: Racconto (inédita).

Televisión

2000. ABL (programa de televisión).
2001. 30/30 (película para televisión).






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