Los
nueve minutos de Claudia
Dalmiro
Sáenz
Esa mujer —la que bajó
del ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los ociosos de la
ciudad-pueblo creíamos que ya no bajaría nadie más— se llamaba Claudia.
No la voy a describir,
porque casi ni la vimos durante los contados segundos que tardó en cruzar la
calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su
historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es
la nuestra, sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella
fuerza indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el
aparato prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que
precisamente no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos
rítmicos y concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj,
sentados en el borde de la cama, con el pijama azul o el de las rayas
verticales, o incluso podemos archivar o despreciar, con un descuidado
movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del almanaque familiar sobre la
pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con el heroico esperar de
los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de pertenecer a
él, ni que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros mismos,
porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos, por ese
tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final quizá
sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del
ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras espaldas y uno de
nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva aquella,
bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o
dos perros dormidos en su aletargado descuido sobre la vereda de baldosas
tibias, en aquel fresco octubre del año pasado.
Algunos de ustedes
recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel que llegó a la ciudad-pueblo
hacía más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y marca
desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, y un bulto chico en
la cintura, en donde asomaba a veces la culata, pequeña, femenina, atildada, de
un treinta y dos corto, de cachas de nácar, de caño absurdamente recortado, en
un país donde el calibre treinta y ocho entraba ya con fuerza avasalladora para
convertirse prácticamente en arma nacional, y un tirador de carpincho con
bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la cara del que nunca ha
mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó enormemente al
gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que pidió fiado
para víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata
que rodeaba a su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando
el mismo gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e
incertidumbres como cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo,
con cierta secreta, paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su
elección.
Y la chica aquella,
cuya frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los vidrios empañados
de la casa materna, para parecer ahora entre un marco de voiles nuevos y una escasa fila de flores en el interior de la
ventana de su casa propia, y tanto ella como las flores, y también las Cortines
de voile, separadas por el vidrio de
la nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa
y artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo
de comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que
representa, o por lo menos acompaña, la vida familiar; aunque en este caso el
cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha,
enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas
de la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el
transcurso de esos primeros años—, mientras ella seguía tras los vidrios de la
ventana, en un principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose
que no volvería, como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima
pagó él hasta el último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo
que quedaba tras los vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile, no eran otra cosa que la prenda,
garantía, base de aquella respetabilidad que Crespo necesitó para iniciar su
fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil e indomable femineidad, sino con
la férrea y endurecida virginidad frustrada y ese leve matiz de orgullo y
belleza que deja el odio originado por la esperanza del amor.
Ella murió años
después, o simplemente dejó de existir entre un continuo trajinar de familiares
oscuros alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases lapidarias y
condenatorias como: “el sinvergüenza la mató” o “la pobrecita murió de pena”,
entre suspiros y llantos, un mariposeo de murmullos infructuosos y el solemne
dolor de la gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo
aumentaba años a año, tenía el prestigio que da el dinero y la envergadura
suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera se
fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el caballo grueso dejaron
de ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora
apretaba a veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o
las cartas francesas en interminables noches de póker en el club social.
Y fue la ciudad
entonces la que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus calles
horribles y sus veredas ausentes, y los pedazos de cielo recortados por las feísimas
casas, y todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella,
arrugada de escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones
inmensas de sus viajes, suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del
sifón de soda, la botella de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura,
ceñida bajo el tirador de carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su
misma voz, enronquecida de tierra y de distancia sobre las ancas redondas de
sus tropas, se tornó pausada y discreta, con una intensidad apenas suficiente
como para llamar al mozo pidiendo otro café o para decir “paso” en la mesa de
juego, o simplemente para gruñir una afirmación o negativa en las discusiones
de negocios o en el mostrador del Banco.
Bueno, estábamos con
él, ese día, con Crespo y algunos otros y, como decía, la vimos cruzar la
calle, pero no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando el libro de
registro del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido extranjero
como Holtz o Haltz; pero para nosotros fue simplemente Claudia, como si fuera
una prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas personas que
pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un conjunto
de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con cierta
dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo
sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su
título de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo a
restaurar esta jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria
violencia, sobre aquellas maderas cruzadas, y empezando, treinta y cuatro años
antes, cuando la más pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo
carne de su carne al pronunciar el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese
polvoriento atardecer en las colinas de Nazareth.
Hablamos de Claudia ese
día; hablamos un rato, con esa sabia noción de las mujeres que tienen los
hombres que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados por ese falso
matiz de femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio de
intimidades; porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los
sacerdotes, o los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una
mujer pagan sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro
Civil, quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las
mujeres se miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada
uno de ellos causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse
más que a la fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el
primer comentario, habrá sido Santander supongo, o algún otro.
—Es la del otro día, che, se llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados,
recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue Crespo el que
dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo alguien.
—Irá de viaje; seguramente vendrá a pasar días en
alguna estancia.
—No, a las mujeres
cuando van al campo no les alcanza con una sola valija; llevan toda su ropa de
ciudad, más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja por lo que pudiera
pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta
mujer viene por negocios, ha decidido su viaje a último momento, seguramente es
demasiado impaciente para escuchar los consejos de su abogado y ha venido a
cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas.
Tal vez esté en pleito
con alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia, y a
pesar de eso las mujeres creen en la justicia, se olvidan que las madres de los
jueces han sido mujeres.
—No —dije yo—, la
Claudia esa no va a ningún lado; seguramente viene de algún lado, se está
alejando de algo, un hombre seguramente. Las mujeres saben manejar las
distancias, casi diría que es el arma que utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un
rato; recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque recién empezaba el
noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia
ésta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si se ha retrasado en salir
puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está afuera.
Cuando llegamos al
aeródromo el avión todavía estaba, pero habían cerrado la puerta y sacado la
escalera. Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del pasaje, pero ya
los motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con
su rugir constante y la metálica y aplomada firmeza con que el hombre desafía
las más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo vimos
empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible.
Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los
treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo, a mi lado, con
el pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto aquel en el firmamento
inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito celeste ocupaba el
lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí entonces
murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las
palabras, con una especie de unción caballeresca, como alguien que acepta, o
reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta ese momento no
había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el
viaje de vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo esa noche en el
hotel.
Murió esa tarde
aplastado por un camión arenero en la calle Belgrano antes de llegar a Ameghino,
a la vuelta de la iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida; murió en
el acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como
abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante de más de
sesenta años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que acaso
debió haber sido el momento de sus muerte.
Nunca supe más nada de
Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere entonces que
prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que probablemente nunca
habrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas. ¿Quién sabe qué
importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia Holtz robó de
su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los ociosos de la
ciudad-pueblo, esos nueve minutos que también Claudia despojó de nuestras
vidas? ¿Y para usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este
libro, y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato?
Nueve minutos de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.
Setenta Veces Siete - De Leopoldo Torre Nilsson - (1962) basada en el libro de Dalmiro Sáenz
Dalmiro Antonio Sáenz
(Buenos Aires, Argentina, 13 de junio de 1926 - Buenos Aires, Argentina, 11 de septiembre de
2016) fue un escritor y dramaturgo argentino.
Biografía
Dalmiro Antonio Sáenz
nació en Buenos Aires, capital de Argentina, en 1926. Tempranamente comenzó su
actividad literaria, y publicó a los 30 años, luego de viajar en buque por la
Patagonia varias temporadas (lugar donde se instalaría por casi 15 años y donde
ocurren sus primeros libros de cuentos) Setenta
veces siete, que ganó el prestigioso Premio
de la Editorial Emecé y se convirtió en un best-seller, apoyado en una
visión violenta, sexual y de sólidos preceptos y cuestionamientos morales sobre
la religión, que se convertirían en el sello de Sáenz por varios años (los
críticos coinciden en señalar que un eje religioso atraviesa siempre las
historias del autor, ya sea a través de uno de su personajes, o como en Cristo de Pie donde se ve su
religiosidad en polémica con la religión del establishment, en contraposición
con el diálogo individual que el personaje hace con Dios).
Tiempo después
participó de la adaptación del guion para la pantalla grande de dos de sus
historias de Setenta veces siete que
se unieron para armar la trama de la película homónima que dirigió Leopoldo
Torre Nilson (1962).
Luego de este comienzo
Sáenz ganó el Premio del Magazine LIFE en
español, en 1963, con su libro de cuentos No.
El mismo año (1963)
ganó el Premio Argentores (Sociedad
General de Autores de Argentina) con Treinta,
treinta, un cuento planteado a la manera de los western estadounidenses,
pero situado en la Patagonia.
Al año siguiente (1965)
publicó en la Editorial Emecé El pecado
necesario, novela que luego adaptó para hacer el guion de su versión
fílmica, retitulada como Nadie oyó gritar
a Cecilio Fuentes, dirigida por Fernando Siro, que en 1965 ganó la Concha
de Plata en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián (España).
Luego comenzó a
escribir teatro y enseguida fue premiado con el Premio Casa de las Américas, en La Habana (Cuba), en 1966 con ¡Hip… Hip… Ufa! luego publicado por la
Editorial Emecé. Luego también adaptado por el autor para el cine con el título
de Ufa con el sexo y la dirección de
Rodolfo Kuhn (1972); y luego nuevamente vuelta a adaptar junto a Pablo Silva en
la pieza teatral retitulada Sexo,
mentiras y dinero (Buenos Aires, 2002/2003).
Sáenz entre libro y
libro y según sus declaraciones, se tomaba vacaciones literarias, escribiendo
pequeños libros de humor, que tuvieron mucho éxito. Entre ellos, cabe destacar Yo también fui un espermatozoide en la
Editorial Torres Agüero.
Tras haber practicado
boxeo mucho tiempo, durante toda la década de 1960 fue practicante de karate-do
con el profesor Hideo Tsuchiya, introductor de la disciplina en la Argentina y
egresado de la Facultad de Filosofía y
Letras de Tokyo quien, hasta regresar a Japón en 1970, reunía entre sus
alumnos cierto núcleo de intelectuales de renombre que buceaban en cuestiones
filosóficas, además de indagar en la historia y el sentido del arte marcial que
cultivaban. En ese grupo, Dalmiro Sáenz trabó relación con el neurobiólogo
Mario Crocco y el criminólogo Osvaldo Raffo. El primero de ellos celebró Yo también fui un espermatozoide aunque
hizo hincapié en "lo inhumorístico de su desdén hacia el elemento
relacional en la constitución del nexo psicofísico", o vinculación de cada
psiquismo con su cuerpo propio, señalando bajo el título ¡Pero mi alma no hubiera podido eclosionar en un espermatozoide! lo
que sería un serio defecto conceptual en esa idea, que a primera vista podría
estimarse cómica. Y con el profesor Hideo Tsuchiya, en julio del año 1966 -en
el número 1 de la desaparecida revista Adán-
publicó Sáenz un diálogo que recoge algunas de las reflexiones filosóficas de
ese núcleo de karatecas, publicación que a la fecha puede consultarse en
internet. Por aquel entonces, los tres amigos solían efectuar sus análisis
después de las prácticas cotidianas en la tradicional institución porteña Ateneo de la Juventud.
Luego Sáenz comenzó una
descripción íntima y detallada del universo femenino, con una visión
sorprendente y original, que se transformó velozmente en best-seller con el título
de Carta Abierta a mi futura ex mujer
publicada por la Editorial Emecé en 1968, y reeditada varias veces, hasta la
versión de 1999. Sáenz es un autor que capta la esencia de la sensibilidad
femenina, personajes a los cuales trata con especial ternura, dicen los
especialistas.
Su siguiente obra
teatral ¿Quién, yo?, publicada en
1969, y reeditada por Gárgola Ediciones en 2004, fue representada casi sin
interrupciones desde su publicación, convirtiéndose en un clásico del absurdo
de la escena teatral argentina. También trabajó como guionista cinematográfico,
escribiendo varios títulos, entre ellos uno para el actor cómico Luis Sandrini,
en el film Kuma-ching, bajo la
dirección de Daniel Tinayre.
Cuando sucedió la
dictadura militar argentina –1976/1983- Sáenz recibe amenazas de muerte y debe
abandonar el país, hacia el exilio, y luego de una recorrida se instala en
Punta del Este, Uruguay. No escribe durante ese período.
Vuelve a las letras en
1983 con una novela histórica El
Argentinazo y gana la Faja de Honor
de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) que luego se convertiría en
una obra teatral, en la que trabaja en su adaptación con Francisco Javier,
también director de la pieza, montada con su grupo Los Volatineros, en el teatro Nacional Cervantes en 1985.
Luego retoma las
historias policiales, ya insinuadas en sus cuentos, con Sobre sus párpados abiertos caminaba una mosca, una nouvelle de
1986, que también da origen a una nueva versión teatral de la misma, escrita
por Sáenz y titulada Las boludas (que
luego fue llevada al cine) y El sátiro de
la carcajada (basada en hechos reales).
Luego se dedica a
investigar, en asociación con el Dr. Alberto Cormillot, los manuscritos del mar
Muerto y la figura de Jesús de Nazaret. Ambos viajan por Israel, Egipto, Nueva
York, entrevistando personalidades referidas al tema, y todo desemboca en la
publicación del libro Cristo de pie (Editorial
Planeta, 1995 y 1998).
Sáenz continua su
particular, humana, erótica y poética visión de los caudillos argentinos con
sus novelas históricas La Patria
equivocada (Editorial Planeta, 1991), Malón
blanco (Ed. Emecé 1995) y Mis olvidos
/ O lo que no dijo el General Paz en sus memorias (de 1998, Editorial
Sudamericana).
Luego publica Cómo ser escritor (2004) con algunas
fórmulas sobre como escribió sus mejores cuentos, y la novela Pastor de murciélagos (Gárgola
Ediciones, 2005).
Muchos de sus trabajos
han sido traducidos y publicados en diferentes idiomas, y sus cuentos integran
numerosas recopilaciones, entre ellas Latin
Blood de Donald Yates (The best crimes and detective stories of South
America/ Editorial Herder and Herder New York 1972); o Los mejores relatos patagónicos de María Correas y Cristian Aliaga,
Editorial Ameghino Buenos Aires 1988, entre otros.
Vivió en Buenos Aires
(Argentina), donde trabajó como escritor, coordinó su taller literario y
también hace comentarios culturales en programas de radio, además de escribir
artículos en forma free-lance para los más prestigiosos diarios y revistas.
Prolífico escritor y autor de numerosos superventas, las obras teatrales de
Dalmiro Sáenz figuran entre las más representadas en Argentina.
Su estilo se
caracterizaba por una implacable mordacidad acompañada de una hilaridad que se
declina hasta el absurdo.
Dalmiro Sáenz vivió
durante casi 15 años en la Patagonia, que es donde transcurre la acción de sus
primeros cuentos. Luego comenzó a escribir novelas y después, teatro.
Perseguido durante la dictadura militar argentina de los años setenta, se vio
obligado a abandonar el país y se instaló en Punta del Este (Uruguay). En
general es altamente crítico en el terreno de la política (especialmente
argentina), como así también respecto de las creencias religiosas.
Ha escrito los guiones
de películas basadas en obras suyas, como el de Setenta veces siete (1962), dirigida por Leopoldo Torre Nilsson o
el de Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes,
basada en su novela El pecado necesario,
dirigida por Fernando Siro y ganadora de la Concha de Plata en el Festival
Internacional de Cine de San Sebastián, España (1965). Daniel Tinayre llevó en
1969 a la pantalla grande Kuma Ching (Aventura
en Hong Kong /España/ o Un ataúd para Hong Kong /Argentina/) y Rodolfo Kuhn en
1972 su obra teatral ¡Hip... hip... ufa!
con el título Ufa con el sexo.
En 1970, el canal
Televisión Española grabó el dramático El
guion, dirigido y realizado por Narciso Ibáñez Serrador con guion de su
alter ego Luis Peñafiel e interpretada por Narciso Ibáñez Menta, Marisa de
Leza, Julián Pérez Ávila, Carlos del Pino y José Peñalver.
Premios
1956: Premio de la
Editorial Emecé por el libro de cuentos Setenta veces siete.
1963: Premio de la
revista Life en español, por el libro de cuentos No.
1963: Premio Argentores
por el cuento Treinta, treinta.
1967: Premio Casa de
las Américas por su obra teatral ¡Hip... Hip... Ufa!.
1983: Faja de Honor de
la SADE (Sociedad Argentina de Escritores).
Obras
1956: Setenta veces
siete (cuentos).
1960: No (cuentos).
1963: Treinta, treinta
(cuentos). El cuento homónimo fue adaptado al teatro
1964: El pecado
necesario (novela).
1965: Nadie oyó gritar
a Cecilio Fuentes (adaptación cinematográfica de El pecado necesario).
1966: Hip, hip, ¡ufa!
(teatro).
1968: Yo también fui un
espermatozoide (humor).
1968: Carta abierta a
mi futura ex mujer (ensayo). Adapado al teatro por Pablo Silva
1969: ¿Quién, yo?
(teatro).
1969: Kuma Ching (con
Daniel Tinayre; guion).
1972: Acordate de
olvidar (novela).
1979: Esto es cultura,
animal
1983: El Argentinazo
(novela histórica). Fue adaptaba para el teatro por su autor
1983: Cuentos para
niños pornográficos (humor).
1985: El día en que
mataron a Alfonsín (con Sergio Joselovsky; novela de ficción política).
1986: Sobre sus
párpados abiertos caminaba una mosca (novela policial).
1986: Un vagabundo
llamado Dalmiro (textos periodísticos).
1987: El día en que
mataron a Cafiero (novela).
1987: Ese (cuentos).
1987: Las boludas
(teatro).
1988: Cristo de pie
(con Alberto Cormillot; novela).
1991: La patria
equivocada (novela histórica).
1992: Tómame (teatro;
llevado al cine por Emilio Vieyra)
1993: Las boludas (con
Víctor Dínenzon, guion).
1994: El sátiro de la
carcajada (novela policial).
1994: Los bebedores de
agua (novela).
1994: San La Muerte
(con Sergio Joselovsky).
1995: Malón blanco
(novela histórica).
1996: La mujer del
vientre de oro (novela).
1996: Mujer ganadora
(con Doris Suchecki; ensayo).
1998: Mis olvidos (o lo
que no dijo el General Paz en sus memorias) (novela histórica).
1998: Isabel: la razón
de su vida (con Pilar Manzanares; novela histórica).
1999: Carta corregida a
mi futura ex mujer (ensayo).
2001: Yo te odio,
político (ensayo).
2001: 30/30 (con Alexis
Puig; guion para la versión televisiva).
2002: Sexo, mentiras y
dinero (con Pablo Silva).
2002: El depredador -
Ptolomeo II de Egipto (con Laura Elizalde).
2004: Cómo ser escritor
(ensayo).
2004: El equilibrista
(guion para la película de Emma Padilla).
2005: Pastor de
murciélagos (novela).
Filmografía
Intérprete
1975: Los hijos de
Fierro, como voz en off
1984: Evita (quien
quiera oír que oiga), como entrevistado
2005: Plástico cruel,
como el padre de Linda Morris
2007: 1973, un grito
del corazón, como entrevistado
2008: Ningún amor es
perfecto.
Guionista
1962: Propiedad.
1962: Setenta veces
siete.
1963: Racconto
(Inédita).
1965: Nadie oyó gritar
a Cecilio Fuentes.
1969: Kuma Ching.
1974: Intimidades de
una cualquiera.
1985: Ana, ¿dónde
estás?.
1993: Las boludas.
Autor
1962: Propiedad
1962: Setenta veces
siete.
1964: Mujeres perdidas.
1965: Nadie oyó gritar
a Cecilio Fuentes.
1968: Ufa con el sexo.
1992: Tómame(1992).
1993: Las boludas.
2010: La patria
equivocada.
Argumento
1963: Racconto
(inédita).
Televisión
2000. ABL (programa de
televisión).
2001. 30/30 (película
para televisión).
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