Haroldo
Conti
El viejo ni siquiera
sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los
pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon
suavemente.
El hombre se aproximó
desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
-Juan…
El hombre sonrió.
-¡Juan!
-¿Qué tal, hermano?
-¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo
sin dejar de sonreír.
-¿No te dije que algún
día iba a volver?
-Sí… eso dijiste…
¡claro que sí!
La niebla se agitó
detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de
reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.
-Juan, hermanito…
Movió la cabeza para
uno y otro lado.
-Ha pasado tanto
tiempo… No tienes idea.
-Lo sé.
-¡Oh, no!… el tiempo
para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho… Te esperé, claro que te
esperé… Yo le decía a esta gente -trató de señalar-, esta gente…
Entrecerró los ojos y
lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
-Yo también llegué a
dudar, ¿sabes? -reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró
en la garganta.
-Bueno, se comprende.
-Supongo que sí…
-Pero en el fondo
sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con
el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
-¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y
abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas.
La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento
aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese
rostro querido.
-¿Y cómo te ha ido por
ahí, muchacho? -preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer
natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo
cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
-Bien, bien…
-¡Este Juan!… ¿Eso es
todo?
-Nunca hablé demasiado.
-No, es verdad… Apenas
un poco más que el viejo… dos o tres palabras más.
Y sonrió recordando al
viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del
todo.
-Pero cantabas muy
bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?
-Creo que sí.
-¿Y cantas también?
-Todavía. El que anda
solo como yo, siempre canta alguna cosa.
-Aquí hay mucha gente
sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca…
Hizo una pausa porque
sentía un gran cansancio.
-A veces me acordaba de
ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia
el pavimento y añadió por lo bajo:
-Nadie ve con buenos
ojos que un viejo cante porque sí… Yo les decía… trataba de explicarles. Pero
tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día… Creo que el cabo me
entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: “Siga, viejo. Cante de nuevo
esa cosa.”
Volvió a levantar la
cabeza.
-Juan, hermanito, yo
también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima
rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano
en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y
poderosa.
-Creí que ya no
vendrías. Esa era la verdad. Perdóname,
pero lo llegué a creer.
-¿Qué importa eso
ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
-¡Es lo que yo decía!
¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
-Eso es…
-Vendrá Juan, decía yo,
vendrá mi gran hermano y nos iremos un día… ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!
-Aquí estoy, muchacho.
No te preocupes.
-Creí que te habías
ido.
-No te preocupes.
Volvió a ponerle la
mano sobre el hombro.
Ese era Juan. No había
que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran
mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era
como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los
pájaros y los cielos por el otro.
Años atrás, la mano
también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. “No te preocupes.
Volveré por ti un día.” Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del
campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más
que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después
salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano
sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.
Él se preguntó más de
una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el
viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y
entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún
carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los
saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el
camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es
decir, el resto del mundo.
De cualquier forma,
había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una
marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando
simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.
Algo después el camino
se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años
difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió
en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta que una mañana de
agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La
casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida
venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más
miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez
de ciudad.
En realidad quizá fue
un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto.
Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su
preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y
cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y
desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable
de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la
noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la
casa lejana, el campo joven y abundoso.
Entonces volvía a ver
el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan
entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del
día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa
mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había una hora y un
lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y
esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan
reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo
menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Solo que últimamente la
imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía
la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad,
hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos. Los
años habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar
y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de
sonreír.
-Las cosas lo llevan y
lo traen a uno como un casco viejo. Es eso…
-¿De qué estás
hablando?
-Me pregunto cómo
sucedió todo esto.
-¿Qué importancia
tiene, muchacho?
-Ninguna, por supuesto.
Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz
mansa y dolorida.
-Bueno, es lo que pasa
por lo general.
-No a ti, no a ti,
muchacho… Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
-No fue así. Bueno, yo
sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas… La
tomaba como venía.
-Eso es, muchacho. Eso
es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía
oscilar y alejarse.
-Aquí estoy.
-¿Quisieras darme la
mano?
-Claro que sí.
Ahora casi no veía su
rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.
No tenía idea de la
hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle
de la ciudad.
-¿Qué se habrá hecho de
la gente? -se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la
cabeza que parecía querer escapársele-. Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia
adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:
-¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca
de él.
-Cuando quieras,
muchacho.
-Vamos ya…
Haroldo Pedro Conti
(Chacabuco, Buenos Aires, Argentina; 25 de mayo de 1925 - secuestrado y
desaparecido en Buenos Aires el 5 de mayo de 1976) fue un escritor y docente
argentino, considerado uno de los más destacados de la generación del sesenta,
junto con Rodolfo Walsh, Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y Juan José Saer.
En 1975 fue galardonado con el Premio Casa de las Américas por su novela
Mascaró el cazador americano.
Biografía
Nació el 25 de mayo de
1925 en Chacabuco, un pueblo de la provincia de Buenos Aires ubicado a
doscientos kilómetros de la capital. Era hijo de Petronila Lombardi y de Pedro
Conti, tendero ambulante y fundador de la unidad básica del Partido Peronista
en Chacabuco.
En 1938 ingresó al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía, un
colegio religioso donde integró un grupo de teatro vocacional, donde empezó a
despuntar su vocación literaria:
¿Cómo Haroldo Conti
vino a resultar un escritor?
–Habría
que contar la historia de uno mismo. La cosa empezó de esta manera. Yo era
alumno de una escuela de pupilos. En aquel tiempo no había cine, y
reemplazábamos esa diversión dominical con unas funciones de títeres. Yo me
ocupaba de escribir los libretos que, como en todas las seriales, se acababan
en el momento de mayor suspenso y se continuaban en el próximo domingo. Así
nació en mí una parte de esa vocación por la literatura.
La
otra parte se la debo a mi padre. Él siempre fue un gran cuentero y lo es
todavía. Es un hombre de pueblo que cuenta y cuenta cosas como toda la gente de
pueblo, que a veces no tiene otra cosa que hacer. Mi padre era un viajante, un
tendero ambulante y yo salía a recorrer el campo con él; se encontraba con la
gente y antes de venderle nada se ponía a charlar y contar cosas. Así recibí ese
hábito de contar oralmente.
Apenas un año después,
comenzó a trabajar como maestro en la localidad de General Pirán, otro pueblo
de la provincia, e ingresó en el Seminario
Metropolitano Conciliar de Villa Devoto, que abandonó en 1947 para iniciar
sus estudios de Filosofía en la
Universidad de Buenos Aires. En 1948, en uno de sus vuelos como piloto
civil, sobrevoló por primera vez el Delta del Paraná, un paisaje del que ya no
se alejaría. Después de trabajar como asistente de dirección de la película La bestia debe morir, concluyó sus
estudios de Filosofía en 1954, y al año siguiente se casó con Dora Magdalena
Campos, con quien tuvo a sus hijos Alejandra y Marcelo.
A partir de 1960
comenzó a pasar temporadas en su casa en el Delta del Tigre, a orillas del
arroyo Gambado, hoy convertida en casa museo, al mismo tiempo que empezó a
escribir su primera novela, Sudeste,
en la que recrea el mundo y los habitantes del Delta. Para entonces, ya había
recibido sus dos primeras distinciones, el premio Olat por su pieza teatral El
examinado y un premio de la revista
Life por su relato «La causa».
Sudeste
se publicó en 1962, resultando ganadora del concurso de la Editorial Fabril,
misma que la publicó, y convirtió a Conti en un referente de la llamada Generación de Contorno.
En 1965 permaneció
algunos meses en Uruguay, tras naufragar en sus costas durante uno de sus
viajes por la costa brasilera, durante los cuales hizo amistad con algunos
pescadores del puerto de La Paloma. Un año después publicó su segunda novela, Alrededor de la jaula, con la que obtuvo
su primer galardón internacional, el premio de la Universidad Veracruzana. Poco después comenzó a trabajar como
profesor de Latín del Liceo n° 7 de la
Ciudad de Buenos Aires, donde permaneció hasta su secuestro, a la vez que publicó
su libro de cuentos Con otra gente.
En 1971 viajó por
primera vez a Cuba como jurado del Premio
Casa de las Américas. Este viaje influirá en su visión política:
Cuba
es una especie de colina de América desde donde se divisa todo el continente.
Desde La Habana tomé conciencia de América Latina.
Este compromiso
político se manifestó en su acercamiento al PRT,
del que se hizo militante.
Ese mismo año apareció
su novela En vida, que obtuvo el premio Barral, otorgado por un jurado
integrado entre otros por Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, y el 29
de abril tuvo una tercera hija, María José, fruto de una breve relación con una
de sus estudiantes, Gloria Ana Ibañez.
En 1973, ya separado de
su esposa, comenzó una relación con Marta Scavac, una ex alumna del Liceo, con
la que tuvo a su hijo Ernesto, y colaboró en la revista Crisis. Llegó a tener la posibilidad de concursar por la Beca Guggenheim, pero la rechazó en una
carta en la que alegaba motivos de coherencia ideológica:
Con
el respeto que ustedes merecen por el sólo hecho de haber obrado con lo que se
supone es un gesto de buena voluntad, deseo dejar en claro que mis convicciones
ideológicas me impiden postularme para un beneficio que, con o sin intención
expresa, resulta cuanto más no sea por fatalidad del sistema, una de las formas
más sutiles de penetración cultural del imperialismo norteamericano en América
Latina. No es sólo ni principalmente la cuestión de la beca Guggenheim en sí
misma, sino de la política de colonización cultural de la que forma parte, en
la que el imperialismo norteamericano no escatima en esfuerzos de
organizaciones estatales, paraestatales y privadas.
Después de participar
una segunda vez como jurado del Premio
Casa de las Américas, fue ganador del mismo en 1975 con la novela Mascaró, el cazador americano, otorgado
ex aequo junto con La canción de nosotros
de Eduardo Galeano. El mismo año apareció otro volumen de cuentos, La balada del álamo carolina.
Para ese entonces la
situación política de Argentina era mucho más violenta e inestable. Finalmente,
el 24 de marzo de 1976 una Junta Militar integrada por los comandantes en jefe
de las tres Fuerzas Armadas derrocó a Isabel Perón e instauró una dictadura
cívico - militar que emprendió un plan sistemático de secuestro, tortura y
desaparición de personas. A pesar de que se sabía vigilado, Conti prefirió
quedarse en el país. Poco antes de su secuestro, colocó un cartel frente a su
escritorio con una frase en latín, que resumía su posición: Hic meus locus pugnare est hinc non me
removebunt («Este es mi lugar de combate, y de aquí no me moveré»).
El 4 de mayo de 1976,
Conti y su pareja dejaron a sus hijos al cuidado de un amigo en su casa de la
calle Fitz Roy 1205 y salieron a cenar y después al cine, regresando poco
después de medianoche. Al llegar, se encontraron con que una brigada del
Batallón 601 de Inteligencia del Ejército los estaba esperando. Según
testimonio de su viuda, fueron golpeados e interrogados durante varias horas,
el lugar fue saqueado y destruido, y le permitieron despedirse de Conti antes
de llevárselo.
Dos semanas después de
su secuestro, el presidente de facto Jorge Rafael Videla organizó un almuerzo
con destacadas personalidades de la cultura: Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato,
Horacio Ratti, presidente de la SADE, y Leonardo Castellani. El padre
Castellani, que conocía a Conti de su época en el seminario, intercedió por él,
mientras que Ratti entregó una lista con otros once nombres de escritores
desaparecidos. Videla le aseguró a Castellani que haría lo posible para
averiguar su paradero, a pesar de lo cual no hubo ninguna información oficial,
si bien el sacerdote pudo ver una vez más a Conti en la cárcel de Villa Devoto
en julio de ese año. Testimonios ulteriores de sobrevivientes indicaron que en
algún momento pasó por el centro de detención El Vesubio. Finalmente, en 1980, Videla confirmó ante algunos
periodistas españoles, sin precisar el lugar y las circunstancias, que Conti
estaba muerto. Dado que sus restos siguen sin hallarse, su nombre continúa
integrando la lista de desaparecidos por la dictadura.
Homenajes
En sus cuentos menciona
frecuentemente lugares de su ciudad natal, Chacabuco, y a su vez, describe con
mucha exactitud personajes reales reconocidos en la ciudad, como a Bimbo
Marsiletti, y a su tío Agustín Conti a quien le dedicó "Las doce a
Bragado", cuento que aún hoy tiene mucha repercusión en Chacabuco.
Cada año se conmemora
el 5 de mayo como el Día del Escritor
Bonaerense en honor a su memoria.
En el Museo de la Memoria que se encuentra en
el predio de la ExESMA, inaugurado en
2008, hay un centro cultural que lleva su nombre.
En 2014 el Liceo n° 7 del barrio de Balvanera donde
se desempeñó como profesor rectificó su legajo, cambiando el motivo del retiro
de su puesto de «abandono del cargo» a «desaparición forzada». El acto contó
con la presencia de los hijos del escritor.
Al cumplirse cuarenta y
un años de su desaparición, la Comisión
de Barrios por Memoria y Justicia colocó una baldosa en homenaje al
escritor en la vereda de la casa en donde fue secuestrado.
Casa Museo
En 2009 el Municipio de
Tigre transformó su casa del Delta en la "Casa Museo Haroldo Conti",
un espacio para explorar la vida del escritor. Allí pueden verse objetos
cotidianos como libros, instrumentos de navegación, cuadros y otras reliquias
del novelista, gracias a los amigos y vecinos que cuidaron la vivienda y sus
pertenencias durante años.
Obras
Novelas
Sudeste (1962)
Alrededor de la jaula
(1966)
En vida (1971)
Mascaró el cazador
americano (1975)
Cuentos
Todos los veranos
(1964)
Con otra gente (1967).
Contiene ocho cuentos:
Como un león, Otra gente,
Los novios, Perdido, Cinegética, Todos los veranos, Muerte de un hermano y El
último.
La balada del álamo
carolina (1975). Contiene diez cuentos:
La balada del álamo
carolina, Las doce a Bragado, Mi madre andaba en la luz, Perfumada noche, Ad
astra, Devociones, Bibliografía, Los caminos, Memoria y celebración y Tristezas
de la otra banda.
Cuentos completos
(1994)
Premios
Premio de Olat (1956)
Premio Fabril Editores
(1962) - por Sudeste.
Premio Municipal de
Buenos Aires (1964) - por Todos los veranos.
Premio Universidad de
Veracruz, México (1966) - por Alrededor de la jaula.
Premio Barral, España
(1971) - por En vida.
Premio Casa de las
Américas, Cuba (1975) - por Mascaró el cazador americano.
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