Wednesday, December 26, 2018

MARGUERITE YOURCENAR


La leche de la muerte
Marguerite Yourcenar

La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados, se mecían con el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como solo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se metió a una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un velador de zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía una enorme naranja flotando en el mar.
-Cuéntame otra historia, viejo amigo -dijo Philip desplomándose pesadamente en una silla-. Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra. Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa… ¿Qué hiciste ayer en Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué turbinas?
-Nada -dijo el ingeniero-. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas viejas serbias narrarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de sus granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria solo vive en los cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama una buena madre?
-Qué pregunta -dijo negligentemente el joven inglés-. Mi madre es bella, delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor.
-Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos con que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas contra la desdicha y la vejez. Solo en las leyendas de los países semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que se hacen pasar por ser la realidad.
“Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un reyezuelo de por aquí…
“Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de cemento entre las piedras. Pero los campesinos serbios, albaneses o búlgaros no reconocen a este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba si no se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada carga de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su alma, y aquel cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un desdichado herido por una pena de amor.
“En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por atrás y lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada, como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:
“-Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los cimientos de la torre a aquella de nuestras mujeres que nos venga a traer de comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.
“Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores, que renunciaban a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche.
“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en plena cara y gritó:
“-Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla, morirás.
“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente.
“El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su señor. De pronto escuchó a su marido mascullar halando hacia sí el cobertor:
“-Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre…
“Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar. Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para intentar consolarlas.
“Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor:
“-Hermana -dijo-, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y mi canasto está repleto.
“-Hermana, querida hermana -dijo la mujer del hermano mayor-, de todo corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se deslizó esta noche en uno de mis dientes… Ay, ay, ay, no soy buena más que para gritar de dolor…
“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer del menor:
“-Mujer de nuestro hermano menor -dijo-, querida mujer del más chico, ve allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre.
“Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de sus dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo.
“Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer su cesto, y la comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos hacia el cielo:
“-Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo el espesor de la piedra.
“Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido, tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba sobre la piedra:
“-¡Ay!, mis pequeños pies -dijo ella-, ya no me llevarán hasta la cima de la colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la frescura del agua corriente: solo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la Resurrección.
“Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María parada detrás de su altar.
“-Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final.
“El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante al gesto de dos manos tendidas.
“-Cuñados -dijo ella-, en consideración no mía sino de su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho, hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada, y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a encontrar frente a Dios.
“Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:
“-Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo.
“Hicieron como ella había dicho y dejaron una hendidura horizontal a la altura de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la tierna melopea se escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba, porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua y a través de la hendidura solo se veían dos pupilas vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí mismo el pecho.
“Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y solo quedó en el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos quemados y las grietas marcadas por la leche maravillosa, luego, incluso la torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este calor infernal, que repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.”
“En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se inclinó con el insolente servilismo propio de las razas miserables o imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un dinar.
-¿Qué te pasa, viejo soñador? -dijo impaciente-. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.
-Conozco a esa mujer -respondió Jules Boutrin-. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres.




Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, Bélgica; 8 de junio de 1903-Bar Harbor, Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos; 17 de diciembre de 1987), conocida como Marguerite Yourcenar (primero seudónimo, inventado con las letras de "Crayencour" menos la "c", y luego de nacionalizarse, nombre oficial), fue una novelista, poetisa, dramaturga y traductora francesa nacionalizada estadounidense en 1947.1Sobresale por sus novelas históricas escritas con un tono poético y rasgos de erudición.
Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, publicó novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias familiares, que tuvieron una gran acogida por parte de la crítica y los lectores. Su obra más famosa es la novela histórica Memorias de Adriano (1951).

Biografía

Primeros años

Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Clenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Carttier de Marchienne,​ que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre, Michel-René Clenewerck de Crayencour, que tenía 50 años cuando ella nació y que provenía de una familia aristocrática francesa. Hasta los 10 años vivieron en la casa familiar regentada por la abuela paterna Noemi Dufresne, en el norte de Francia, Mont Noir, en Saint-Jans-Cappel (región Nord, actual Hauts de France (fr) , cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12. Después de la muerte de su abuela en 1910, su padre vendió la propiedad familiar en 1913, en contra de la opinión de su otro hijo Michel-Joseph, fruto de un matrimonio anterior y adquirió una casa de verano en Ostende. A partir de entonces la niñez de Marguerite transcurrió entre Lille, la casa de Ostende y largas estancias en la costa azul en Menton o Montecarlo, donde su padre acudía con asiduidad porque era muy aficionado al juego.
Los combates de la Primera Guerra Mundial los obligan a huir de Ostende y refugiarse en Londres. La casa de Ostende es destruida y antes del fin de la guerra se trasladan a París. En medio del ambiente belicista y antialemán que se vive allí, su padre le da a leer las obras de Romain Rolland, ferviente pacifista, que le causan una impresión perdurable. Después de la guerra se trasladan a Montecarlo, con frecuentes viajes a Italia y a Suiza, en Montreux o Lausana, donde su padre acaba instalándose cuando le diagnostican el cáncer que acabaría con su vida poco después.
Marguerite, que nunca acudió a la escuela, recibía la educación básica a través de preceptores y la completaba por los consejos de su padre, que era muy inconformista y había llevado siempre una vida errante por toda Europa en los lugares preferidos por la aristocracia de la época. Su padre, que tenía aficiones literarias, le dio a leer desde muy joven las obras de los mejores escritores europeos de la época como Flaubert, Maeterlinck o Rilke y le introdujo a los autores clásicos como Virgilio, que eran una de sus preferencias. Tenían un método de lectura en voz alta compartido en que se iban alternando en la lectura de la misma obra. Cuando Marguerite muestra sus inclinaciones hacia la escritura, su padre se las alienta de manera firme y encarga la publicación a su costa, en 1921 y 1922, de las primeras obras de la escritora, los poemarios El jardín de las quimeras y Los dioses no han muerto, que ella después apartó del corpus de sus obras que se publicó en la Biblioteca de la Pléiade.

Viajes y escritura

A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour (sin la "c") que creó conjuntamente con su padre. Su primera novela, Alexis o el tratado del inútil combate, fue publicada en 1929 poco después del fallecimiento de su padre en Lausana, el cual la leyó poco antes de morir y la calificó de "límpida". Esta breve obra fue bien acogida por la crítica, especialmente por Edmond Jaloux, que señaló las influencias de Gide en su temática y destacó su estilo clásico y austero. Se trata de una larga carta en la cual un hombre, músico acreditado, le confiesa a su esposa su homosexualidad y su decisión de abandonarla en un deseo de verdad. La esposa, Monique, no es otra que Jeanne de Vietinghoff, amiga íntima de su madre y que a la muerte de esta, los invita a su padre y a ella a pasar los veranos en la casa de vacaciones de su familia en la playa de Scheveningen, ya que se habían prometido con su madre ocuparse de los hijos de la otra, si una de ellas moría. La situación de su matrimonio con un barón de la antigua familia livonia de los Vietinghoff, Conrad von Vietinghoff, era similar a la descrita en la novela y tenía dos hijos. El mayor Egon, de la misma edad que Marguerite, que después fue pintor y filósofo y el pequeño Alexis, que murió muy pronto. Su padre se enamora de Jeanne, aunque se distancian pronto y esta representa para Marguerite durante toda su vida el modelo de belleza y de inteligencia femenina. Jeanne murió en 1926, a los 50 años, de cáncer de hígado. Le dedicó su siguiente obra La nueva Eurídice publicada en 1931, por la editorial Grasset, gracias al escritor André Fraigneau, lector de la editorial, cuatro años más joven que ella, con el cual establecerá a partir de entonces una intensa relación literaria, que ella habría deseado llevar más allá, a pesar de las inclinaciones homosexuales de los dos.
Tras la muerte de su padre, Marguerite le retira la administración de sus bienes a su hermanastro Michel e invierte lo que obtiene para que le permita dedicarse a la escritura durante unos diez años. Inicia una vida errante como la de su padre, primero continuando sus viajes a Italia, a Roma y a Nápoles, donde había asistido años atrás a los acontecimientos iniciales del fascismo, como la marcha sobre Roma. De esas estancias surge su obra El denario del sueño, publicada en 1934. En ese mismo año también publica La muerte conduce la trama.
En 1934 inicia una serie de viajes veraniegos a Grecia, a la que confirma como su patria espiritual. Allí conoce a Andreas Embirikos, gran personalidad intelectual, proveniente de una familia de armadores, psicoanalista, poeta y escritor, además de comunista. Entablan una estrecha relación personal, intelectual y seguramente íntima, haciendo frecuentes viajes en barco por las islas griegas. En el verano de 1936 el poeta Constantin Dimaras, un año menor que ella, le da a conocer los poemas de Cavafis, al que había conocido antes de su muerte. Marguerite queda fascinada por sus poemas y propone a Dimaras hacer una traducción conjunta al francés de los mismos. Dimaras explica que hicieron esta traducción en el mismo verano de 1936 en su casa de Atenas con gran dificultad debido a sus discrepancias respecto a la traducción, que Dimaras prefería literal y Yourcenar prefería más libre reelaborando los versos para que tuvieran una entidad propia en francés. Se impuso esta postura, pero Dimaras cree que la traducción pierde el clima mórbido de los poemas de Cavafis. En estos años en Grecia mantiene una relación íntima continuada, que siempre recordó, con Lucy Kyriakos, prima de la mujer de Dimaras, que estaba casada y tenía un hijo.
Para completar los pequeños ingresos que le reportaban sus obras, que no tenían muchas ventas por entonces, tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, reuniéndose con la escritora en su casa de Bloomsbury para aclarar algunos aspectos de su versión, por otro lado muy libre, publicada en 1937. Posteriormente también tradujo en 1939 Lo que Maisie sabía de Henry James, que fue publicada en 1947, y obras de Yukio Mishima.
En 1938 publica dos libros, Los sueños y las suertes en Grasset y Cuentos orientales en La Nouvelle Revue Française (NRF), que la había contratado por recomendación de Paul Morand, quien apreciaba mucho sus obras. El primero es un conjunto de transcripciones poéticas de sus sueños, a la manera de Rilke. El segundo es un conjunto de cuentos sobre leyendas de las culturas de oriente, especialmente la India y Japón, que se han convertido ya en uno de los intereses fundamentales de su pensamiento y se reflejan en su obra.
También en 1938, aunque se publica en NRF en 1939, escribe de una tirada, en un mes, la novela corta El tiro de gracia, que es reconocida hasta por sus mayores detractores como una obra maestra. Sobre el trasfondo de las guerras bálticas posteriores a la revolución rusa de 1917, entre blancos y rojos, nos describe las relaciones complejas de tres personas, dos amigos, compañeros de armas en el ejército blanco, y la hermana de uno de ellos, que se enamora del otro llamado Egon, pero es rechazada. Ella acaba en el bando rojo, es hecha prisionera y pide que la ejecute su amado. La narración tiene el estilo austero del Alexis, pero aún más despojado y áspero, sobre todo respecto a la figura del protagonista real, el aristócrata Egon. Es una tragedia contemporánea que parece reflejar una historia real, según Yourcenar. Por otro lado se puede apreciar en el personaje de Egon una representación física y moral de André Fragineau, como el mismo reconoció, a pesar de que Yourcenar atribuye a Egon 10 años más. Edmond Jaloux indicó en su crítica que la obra poseía el hálito terrible de lo verdadero, que siempre es más sobrecogedor que lo que es fruto de la imaginación.

Entre Estados Unidos y Europa

En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace Frick a la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual,​ ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de esta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.​ Se instalan en Hartford (Connecticut), donde Grace es jefe de estudios de un College de la Universidad. En 1943, debido a que ya ha gastado toda su herencia, y para no depender completamente de Frick, Marguerite comienza a trabajar como profesora de francés e italiano en el College femenino Sarah Lawrence, en Bronxville, al norte de Nueva York, un establecimiento muy elitista, que utiliza pedagogía avanzada y en el que también enseñó por aquellos años Mary McCarthy. Enseña allí hasta 1953, con un paréntesis de un año en 1950, que utilizó para acabar la redacción de las Memorias de Adriano.
En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana y comienzan a pasar los veranos en Mount Desert Island en la costa de Maine, donde Grace comprará una casa que llaman Petite Plaisance, en la que se instalan definitivamente a comienzos de los años cincuenta. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano), en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antínoo y su filosofía. Memorias de Adriano fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra de la literatura moderna.
La novela Memorias de Adriano obtuvo un éxito inmediato y una gran acogida por parte de la crítica. Su presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce años de ausencia. A partir de entonces ella y Grace viajan a Europa casi todos los años en invierno y primavera para dar conferencias, reanudar los viajes a los que era tan aficionada y también para evitar los rigurosos inviernos de Mount Desert. Además de Francia, vuelve a Suiza e Italia y visita también Holanda y Escandinavia. En Leningrado se siente decepcionada al constatar la presencia asfixiante de un estado policial. A principios de 1954 visitan Lisboa, después pasan la Semana Santa en Sevilla y van a Granada, donde visitan el lugar probable del asesinato de Federico García Lorca, dirigiendo una emotiva carta al respecto a la hermana del poeta.
En esa época propone a Gaston Gallimard la publicación de la traducción de los poemas de Cavafis que había hecho en los años treinta con Constantin Dimaras y se publican con una introducción crítica en 1958.
En 1965 publica su obra Opus nigrum (La obra en negro), que tiene como protagonista al médico, filósofo y alquimista Zenón, ambientada en la Europa del siglo XVI. Yourcenar marca la transición entre la Edad Media y el Renacimiento con gran maestría. Zenón es un sabio con "la rabia del saber" que se ve expuesto a los prejuicios, dogmas religiosos y supersticiones fuertemente arraigados en el pensamiento Europeo de aquel siglo. Otra de sus obras más aclamadas es Fuegos, escrita en 1935, y que alterna relatos basados en mitos clásicos con algunos fragmentos sobre la pasión amorosa.
Muy a su pesar, durante los años setenta tuvo que permanecer casi recluida en Mount Desert, por decisión propia para acompañar a su pareja Grace, que padecía cáncer de mama, hasta su muerte en 1979. Este fue un periodo difícil para Marguerite, que amaba viajar, pero le permitió redactar los dos primeros volúmenes de la trilogía de memorias familiares El laberinto del mundo: Recordatorios, que trata de la historia de la familia materna y Los Archivos del Norte, que trata de la familia de su padre.

La primera «inmortal»

Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa (cuyos miembros son llamados «los inmortales»), aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Su elección fue propuesta por Jean d'Ormesson, que tuvo que vencer la oposición de casi todo el resto de miembros, para ocupar el sillón dejado vacante por Roger Caillois, con quien Marguerite había tenido relaciones cordiales antes de la guerra y sobre quien versó su brillante discurso de ingreso, al que asistió el presidente de la República, Valéry Giscard d'Estaing. Luego también conoció y mantuvo muy buena relación con François Mitterrand, que era un lector apasionado de su obra.
En 1980 se publicó el libro Con los ojos abiertos: conversaciones con Marguerite Yourcenar, de Matthieu Galey en el que este periodista consigue que manifieste sus puntos de vista sobre algunos temas que nunca había querido abordar en público y que facilitan el conocimiento de su pensamiento por parte de sus lectores.
Desde 1980 hasta su muerte en diciembre de 1987, volvió a viajar acompañada ahora por el joven fotógrafo Jerry Wilson, a quien había conocido poco antes cuando formaba parte de un equipo de televisión que fue a entrevistarla a Petite Plaisance. Aparte de recorrer sus lugares habituales en Europa, fueron a Egipto, Marruecos, Japón y la India. De estos viajes, especialmente de las estancias en Japón y la India, salieron los dos últimos libros de la escritora, publicados póstumamente: Peregrina y extranjera y Una vuelta por mi cárcel. Jerry Wilson murió de SIDA en París en 1986.
Existe una anécdota ya bien conocida del encuentro de Yourcenar con el célebre escritor argentino Jorge Luis Borges. En 1986, seis días antes de la muerte de Borges, estos dos autores se encontraron en Ginebra, donde Yourcenar le preguntó: "Borges, ¿cuándo saldrás del laberinto?". Él le respondió: "Cuando hayan salido todos". Ese mismo año, Yourcenar dictó una conferencia sobre Borges en la Universidad de Harvard.
Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan en la misma isla junto a los de la compañera de toda su vida Grace Frick,​ en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville.​ La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.
Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos,excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar (CIDMY) ,11​ que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada autora.

Obras

El jardín de las quimeras (Le jardin des chimères) (1921) (poemas)
Los dioses no han muerto (Les dieux ne sont pas morts) (1922) (poemas)
Alexis o el tratado del inútil combate (Alexis ou le traité du vain combat) (1929) (novela)
La nueva Eurídice (La nouvelle Eurydice) (1931)12​
El denario del sueño (1934) (novela)
La muerte conduce la trama (1934) (novela)
Fuegos (Feux) (1936) (poemas en prosa)
Los sueños y las suertes (Les songes et les sorts) (1938)
Cuentos orientales (Nouvelles orientales) (1938)
El tiro de gracia (Le coup de grâce) (1939)
Memorias de Adriano (Mémoires d'Hadrien) (1951) (novela, traducida al español por Julio Cortázar, entre otros)
Electra o la caída de las máscaras (Électre ou la chute des masques) (1954)
Las caridades de Alcipo (Les charités d'Alcippe) (1956)
Présentation critique de Constantin Cavafy suivie d’une traduction des Poèmes par M. Yourcenar et Constantin Dimaras (el), Paris, Gallimard, 1958 (réédition dans la collection poésie/Gallimard en 1978 et 1994), (ISBN 2070321754)
A beneficio de inventario (1962) (ensayos)
Opus nigrum (L'Œuvre au noir) (1968) (Prix Femina)

Teatro I y Teatro II (1971) (obras teatrales)

Recordatorios (Souvenirs pieux) (1973) (primera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo)
Archivos del norte (Archives du Nord) (1977) (segunda parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo)
El cerebro negro de Piranèse (Le cerveau noir de Piranèse) (1979) (ensayo)
Mishima o la visión del vacío (Mishima ou la vision du vide) (1980) (ensayo)
Como el agua que fluye (Comme l'eau qui coule: Anna, soror…, Un homme obscur, Une belle matinée) (1982)
El tiempo, gran escultor (Le temps, ce grand sculpteur) (1983) (ensayos)
¿Qué? La eternidad (Quoi? L'Éternité) (1988) (tercera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo, publicada póstumamente; inacabada)
Peregrina y extranjera (En pèlerin et ètranger) (1989) (recopilación póstuma de ensayos).
Una vuelta por mi cárcel (Le tour de la prison) (1991) (recopilación realizada por la autora de catorce textos de viajes, la mayor parte sobre Japón y el último inacabado, publicada póstumamente).





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