La
leche de la muerte
Marguerite
Yourcenar
La larga fila beige y gris de turistas se extendía por
la calle principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados, se
mecían con el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los
viajeros en busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo.
Hacía tanto calor como solo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de
Herzegovina mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se
metió a una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una
semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al
Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado,
sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un
color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un
montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente
blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de
camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un
velador de zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía
una enorme naranja flotando en el mar.
-Cuéntame otra
historia, viejo amigo -dijo Philip desplomándose pesadamente en una silla-.
Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… La historia más bella y
menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y
contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los
italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los
rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra. Supongo que todos
tienen razón. Hablemos de otra cosa… ¿Qué hiciste ayer en Scutari, donde tanto
te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué turbinas?
-Nada -dijo el
ingeniero-. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de embalse, dediqué
la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas viejas
serbias narrarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba localizar
sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no tienen, como se afirma, una
marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores,
preocupados por consolidar los muros de sus granjas, lo demolieron piedra por
piedra, y su memoria solo vive en los cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan
afortunado de tener lo que se llama una buena madre?
-Qué pregunta -dijo
negligentemente el joven inglés-. Mi madre es bella, delgada, maquillada,
resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te puedo decir? Cuando
salimos juntos, me toman por su hermano mayor.
-Eso es. Eres como
todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que a nuestra época
le falta poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus
estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de
realidades. La seda es artificial, los alimentos detestablemente sintéticos se
parecen a esas copias de alimentos con que atiborran a las momias, y ya no
existen las mujeres esterilizadas contra la desdicha y la vejez. Solo en las
leyendas de los países semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante
leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído
hablar de un poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había
conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y enamoradas,
me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que se hacen pasar por
ser la realidad.
“Isolda por amante, y
por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es
una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un reyezuelo de por aquí…
“Eran tres hermanos,
que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran acechar a los
saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al trabajo, ya porque la
mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos campesinos no se
fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles
de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo suficiente como para colocar un
montón de hierbas sobre el tejado, el viento de la noche y las brujas de la
montaña tiraban su torre como Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas
razones por las cuales una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a
la torpeza de los obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de
cemento entre las piedras. Pero los campesinos serbios, albaneses o búlgaros no
reconocen a este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba
si no se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una
mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada carga
de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una muchacha fue
emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y cuelga sobre el
agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron a mirarse con
desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro inacabado,
pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción esa
negra prolongación del hombre que es tal vez su alma, y aquel cuya sombra se
vuelve así prisionera muere como un desdichado herido por una pena de amor.
“En la noche, cada uno
de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego, por miedo a que
alguien se acercara silenciosamente por atrás y lanzara un costal sobre su
sombra y se la llevara medio estrangulada, como un pichón negro. Su entusiasmo
en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga bañaban de sudor sus frentes
morenas. Finalmente, un día, el hermano mayor reunió a su alrededor a los otros
dos y les dijo:
“-Hermanos menores,
hermanos de sangre, leche y bautizo, si no terminamos la torre los turcos se
deslizarán de nuevo a las orillas de este lago, disimulados tras las cañas.
Violarán a nuestras criadas; quemarán en nuestros campos la promesa de pan
futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros de nuestros
vergeles, quienes se transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos,
necesitamos unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres
hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos
hombros y hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No
decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese prestanombres
que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los cimientos de la torre a
aquella de nuestras mujeres que nos venga a traer de comer. No les pido más que
el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no abracemos con demasiadas
lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene dos posibilidades
sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.
“Para él era fácil
hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y quería deshacerse de
ella para tomar en su lugar a una bella muchacha griega de cabellos rojizos. El
segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque esperaba prevenir a su mujer
desde su regreso, y el único que protestó fue el menor, porque acostumbraba
cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores,
que renunciaban a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer
y prometió callarse toda la noche.
“Regresaron a las
tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea
todavía los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y
ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo
arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en plena cara y gritó:
“-Hace ocho días que
traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa limpia.
Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás al lago con tu canasta de
ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu cepillo y tu bandeja. Si te
alejas aunque sea el espesor de una semilla, morirás.
“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar
todo el día siguiente.
“El mayor de los
hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a su esposa cuyos besos
lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe belleza. Pero tenía una
debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche,
preguntándose qué habría disgustado a su señor. De pronto escuchó a su marido
mascullar halando hacia sí el cobertor:
“-Querido corazón,
pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo estaremos tranquilos separados de
la morena por los buenos ladrillos de la torre…
“Pero el menor regresó
a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a
la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar. Abrazó a su hijo en su cuna
de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre sus brazos y ella lo escuchó
sollozar toda la noche contra su corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa
de esa gran tristeza, pues no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no
necesitaba saber cuáles eran sus penas para intentar consolarlas.
“Al día siguiente, los
tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la
torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasta y fue a arrodillarse
frente a la mujer del hermano mayor:
“-Hermana -dijo-,
querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los hombres; pero mi marido
me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y mi canasto está
repleto.
“-Hermana, querida
hermana -dijo la mujer del hermano mayor-, de todo corazón iría a llevarles de
comer a nuestros hombres, pero un demonio se deslizó esta noche en uno de mis
dientes… Ay, ay, ay, no soy buena más que para gritar de dolor…
“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la
mujer del menor:
“-Mujer de nuestro
hermano menor -dijo-, querida mujer del más chico, ve allá en nuestro lugar a
llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino es largo, nuestros pies
están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y
llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con
una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre.
“Y llenaron el cesto de
pescados del lago confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en
hojas de parra, queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer
puso tiernamente su hijo en los brazos de sus dos cuñadas y se fue por todo el
camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y su destino alrededor del cuello
como una medalla bendita, invisible para todos, sobre la cual el propio Dios
hubiera inscrito a qué género de muerte estaba destinada y a qué lugar en su
cielo.
“Cuando los tres
hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia
ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más
joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una blasfemia al descubrir que no era
su morena, y el segundo hermano agradeció al Señor en voz alta por haber
salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las
caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró
a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e
hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó
jadeante a la orilla del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer
su cesto, y la comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se
trataba, tendió las manos hacia el cielo:
“-Hermanos a los que
nunca he faltado, hermanos por la sortija del matrimonio y la bendición del
sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi padre que es jefe de clan en
la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas que podrán sacrificar. No me
maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo el espesor de la
piedra.
“Pero bruscamente se
calló, porque se dio cuenta de que su joven marido, tirado a la orilla del
camino, no movía los párpados y de que su cabello negro estaba sucio de sesos y
sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó conducir por los hermanos
hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado que iba a la muerte por su
propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que colocaban el
primer ladrillo sobre sus pies calzados con sandalias rojas, se acordó de su
hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus suelas como un perro cachorro
juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas y vinieron a mezclarse con
el cemento que la cuchara igualaba sobre la piedra:
“-¡Ay!, mis pequeños
pies -dijo ella-, ya no me llevarán hasta la cima de la colina para enseñarle
más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la frescura del agua
corriente: solo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la Resurrección.
“Ladrillos y piedras se
elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón dorado. Completamente
erguida en el fondo de su nicho, parecía una María parada detrás de su altar.
“-Adiós, queridas
manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida,
que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al amado. Adiós, cadera mía,
y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el amor. Hijos que hubiera
podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de dar a mi hijo, ustedes me
acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde permaneceré de pie,
insomne, hasta el día del Juicio Final.
“El muro de piedra
llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el torso de la joven
mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante al gesto de dos
manos tendidas.
“-Cuñados -dijo ella-,
en consideración no mía sino de su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo
dejen morir de hambre. No empareden mi pecho, hermanos míos, que mis dos senos
permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada, y que todos los días me traigan a
mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas
de vida, descenderán hasta mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo,
y el día que ya no tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y
si así lo hacen mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos
volvamos a encontrar frente a Dios.
“Los hermanos
intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y dejaron un espacio a
la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:
“-Hermanos queridos,
coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los besos de los muertos
asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis ojos, para que pueda
ver si mi leche aprovecha a mi hijo.
“Hicieron como ella
había dicho y dejaron una hendidura horizontal a la altura de sus ojos. Al
crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba amamantarlo, se condujo al
niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos bajos que las cabras
pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y
bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de leche manaron de sus
senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su
corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba
la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó
que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la tierna melopea se
escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba
para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó
cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba,
porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente
en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz,
pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de
fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su
corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus
latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una
cisterna sin agua y a través de la hendidura solo se veían dos pupilas vidriosas
que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a dos
órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven
pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al
crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí
mismo el pecho.
“Solamente entonces los
senos agotados se desmoronaron y solo quedó en el reborde de los ladrillos una
pizca de cenizas blancas. Durante algunos siglos, las madres conmovidas venían
a pasar el dedo por los ladrillos quemados y las grietas marcadas por la leche
maravillosa, luego, incluso la torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó
de ser una carga para ese ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios
huesos frágiles se dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés
asado por este calor infernal, que repite al primero que llega esta historia
digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.”
“En ese momento, una
gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se acercó a la mesa donde
estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos a un niño cuyos ojos
enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se inclinó con el
insolente servilismo propio de las razas miserables o imperiales, y sus enaguas
amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la corrió rudamente, sin
preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El
inglés la volvió a llamar para darle un dinar.
-¿Qué te pasa, viejo
soñador? -dijo impaciente-. Sus senos y sus collares bien valen los de tu
heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.
-Conozco a esa mujer
-respondió Jules Boutrin-. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace
meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que le inflaman los ojos y
apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto será lo que ella desea
que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el sustento asegurado, y para
toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay
de madres a madres.
Marguerite Cleenewerck
de Crayencour (Bruselas, Bélgica; 8 de junio de
1903-Bar Harbor, Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos; 17 de diciembre de
1987), conocida como Marguerite Yourcenar (primero
seudónimo, inventado con las letras de "Crayencour" menos la
"c", y luego de nacionalizarse, nombre oficial), fue una novelista,
poetisa, dramaturga y traductora francesa nacionalizada estadounidense en
1947.1Sobresale por sus novelas históricas escritas con un tono poético y
rasgos de erudición.
Una de las más
respetadas escritoras en lengua francesa, publicó novela, ensayo, poesía y tres
volúmenes de memorias familiares, que tuvieron una gran acogida por parte de la
crítica y los lectores. Su obra más famosa es la novela histórica Memorias de Adriano (1951).
Biografía
Primeros años
Marguerite Antoinette
Jeanne Marie Ghislaine Clenewerck de Crayencour
nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Carttier de Marchienne, que
provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su
nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre,
Michel-René Clenewerck de Crayencour, que tenía 50 años cuando ella nació y que
provenía de una familia aristocrática francesa. Hasta los 10 años vivieron en
la casa familiar regentada por la abuela paterna Noemi Dufresne, en el norte de
Francia, Mont Noir, en Saint-Jans-Cappel (región Nord, actual Hauts de France
(fr) , cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a
Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego
clásico a los 12. Después de la muerte de su abuela en 1910, su padre vendió la
propiedad familiar en 1913, en contra de la opinión de su otro hijo
Michel-Joseph, fruto de un matrimonio anterior y adquirió una casa de verano en
Ostende. A partir de entonces la niñez de Marguerite transcurrió entre Lille,
la casa de Ostende y largas estancias en la costa azul en Menton o Montecarlo,
donde su padre acudía con asiduidad porque era muy aficionado al juego.
Los combates de la
Primera Guerra Mundial los obligan a huir de Ostende y refugiarse en Londres.
La casa de Ostende es destruida y antes del fin de la guerra se trasladan a
París. En medio del ambiente belicista y antialemán que se vive allí, su padre
le da a leer las obras de Romain Rolland, ferviente pacifista, que le causan
una impresión perdurable. Después de la guerra se trasladan a Montecarlo, con
frecuentes viajes a Italia y a Suiza, en Montreux o Lausana, donde su padre
acaba instalándose cuando le diagnostican el cáncer que acabaría con su vida
poco después.
Marguerite, que nunca
acudió a la escuela, recibía la educación básica a través de preceptores y la
completaba por los consejos de su padre, que era muy inconformista y había
llevado siempre una vida errante por toda Europa en los lugares preferidos por
la aristocracia de la época. Su padre, que tenía aficiones literarias, le dio a
leer desde muy joven las obras de los mejores escritores europeos de la época
como Flaubert, Maeterlinck o Rilke y le introdujo a los autores clásicos como
Virgilio, que eran una de sus preferencias. Tenían un método de lectura en voz
alta compartido en que se iban alternando en la lectura de la misma obra. Cuando
Marguerite muestra sus inclinaciones hacia la escritura, su padre se las
alienta de manera firme y encarga la publicación a su costa, en 1921 y 1922, de
las primeras obras de la escritora, los poemarios El jardín de las quimeras y Los
dioses no han muerto, que ella después apartó del corpus de sus obras que
se publicó en la Biblioteca de la Pléiade.
Viajes y escritura
A partir de 1919
abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo
éste un anagrama de Crayencour (sin la "c") que creó conjuntamente
con su padre. Su primera novela, Alexis o
el tratado del inútil combate, fue publicada en 1929 poco después del
fallecimiento de su padre en Lausana, el cual la leyó poco antes de morir y la
calificó de "límpida". Esta breve obra fue bien acogida por la
crítica, especialmente por Edmond Jaloux, que señaló las influencias de Gide en
su temática y destacó su estilo clásico y austero. Se trata de una larga carta
en la cual un hombre, músico acreditado, le confiesa a su esposa su homosexualidad
y su decisión de abandonarla en un deseo de verdad. La esposa, Monique, no es
otra que Jeanne de Vietinghoff, amiga íntima de su madre y que a la muerte de
esta, los invita a su padre y a ella a pasar los veranos en la casa de
vacaciones de su familia en la playa de Scheveningen, ya que se habían
prometido con su madre ocuparse de los hijos de la otra, si una de ellas moría.
La situación de su matrimonio con un barón de la antigua familia livonia de los
Vietinghoff, Conrad von Vietinghoff, era similar a la descrita en la novela y
tenía dos hijos. El mayor Egon, de la misma edad que Marguerite, que después
fue pintor y filósofo y el pequeño Alexis, que murió muy pronto. Su padre se
enamora de Jeanne, aunque se distancian pronto y esta representa para
Marguerite durante toda su vida el modelo de belleza y de inteligencia
femenina. Jeanne murió en 1926, a los 50 años, de cáncer de hígado. Le dedicó
su siguiente obra La nueva Eurídice publicada
en 1931, por la editorial Grasset, gracias al escritor André Fraigneau, lector
de la editorial, cuatro años más joven que ella, con el cual establecerá a
partir de entonces una intensa relación literaria, que ella habría deseado
llevar más allá, a pesar de las inclinaciones homosexuales de los dos.
Tras la muerte de su
padre, Marguerite le retira la administración de sus bienes a su hermanastro
Michel e invierte lo que obtiene para que le permita dedicarse a la escritura
durante unos diez años. Inicia una vida errante como la de su padre, primero
continuando sus viajes a Italia, a Roma y a Nápoles, donde había asistido años
atrás a los acontecimientos iniciales del fascismo, como la marcha sobre Roma.
De esas estancias surge su obra El
denario del sueño, publicada en 1934. En ese mismo año también publica La muerte conduce la trama.
En 1934 inicia una
serie de viajes veraniegos a Grecia, a la que confirma como su patria
espiritual. Allí conoce a Andreas Embirikos, gran personalidad intelectual,
proveniente de una familia de armadores, psicoanalista, poeta y escritor,
además de comunista. Entablan una estrecha relación personal, intelectual y
seguramente íntima, haciendo frecuentes viajes en barco por las islas griegas.
En el verano de 1936 el poeta Constantin Dimaras, un año menor que ella, le da
a conocer los poemas de Cavafis, al que había conocido antes de su muerte.
Marguerite queda fascinada por sus poemas y propone a Dimaras hacer una
traducción conjunta al francés de los mismos. Dimaras explica que hicieron esta
traducción en el mismo verano de 1936 en su casa de Atenas con gran dificultad
debido a sus discrepancias respecto a la traducción, que Dimaras prefería
literal y Yourcenar prefería más libre reelaborando los versos para que
tuvieran una entidad propia en francés. Se impuso esta postura, pero Dimaras cree
que la traducción pierde el clima mórbido de los poemas de Cavafis. En estos
años en Grecia mantiene una relación íntima continuada, que siempre recordó,
con Lucy Kyriakos, prima de la mujer de Dimaras, que estaba casada y tenía un
hijo.
Para completar los
pequeños ingresos que le reportaban sus obras, que no tenían muchas ventas por
entonces, tradujo al francés Las olas
de Virginia Woolf, reuniéndose con la escritora en su casa de Bloomsbury para
aclarar algunos aspectos de su versión, por otro lado muy libre, publicada en
1937. Posteriormente también tradujo en 1939 Lo que Maisie sabía de Henry James, que fue publicada en 1947, y
obras de Yukio Mishima.
En 1938 publica dos
libros, Los sueños y las suertes en
Grasset y Cuentos orientales en La
Nouvelle Revue Française (NRF), que la había contratado por recomendación
de Paul Morand, quien apreciaba mucho sus obras. El primero es un conjunto de
transcripciones poéticas de sus sueños, a la manera de Rilke. El segundo es un
conjunto de cuentos sobre leyendas de las culturas de oriente, especialmente la
India y Japón, que se han convertido ya en uno de los intereses fundamentales
de su pensamiento y se reflejan en su obra.
También en 1938, aunque
se publica en NRF en 1939, escribe de una tirada, en un mes, la novela corta El tiro de gracia, que es reconocida
hasta por sus mayores detractores como una obra maestra. Sobre el trasfondo de
las guerras bálticas posteriores a la revolución rusa de 1917, entre blancos y
rojos, nos describe las relaciones complejas de tres personas, dos amigos,
compañeros de armas en el ejército blanco, y la hermana de uno de ellos, que se
enamora del otro llamado Egon, pero es rechazada. Ella acaba en el bando rojo,
es hecha prisionera y pide que la ejecute su amado. La narración tiene el
estilo austero del Alexis, pero aún más despojado y áspero, sobre todo respecto
a la figura del protagonista real, el aristócrata Egon. Es una tragedia
contemporánea que parece reflejar una historia real, según Yourcenar. Por otro
lado se puede apreciar en el personaje de Egon una representación física y
moral de André Fragineau, como el mismo reconoció, a pesar de que Yourcenar
atribuye a Egon 10 años más. Edmond Jaloux indicó en su crítica que la obra
poseía el hálito terrible de lo verdadero, que siempre es más sobrecogedor que
lo que es fruto de la imaginación.
Entre Estados Unidos y
Europa
En 1939, para que
pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor amiga en ese momento, una
traductora norteamericana llamada Grace Frick a la que había conocido en París
en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada
en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual, ella y Frick se harán
amantes y seguirán juntas hasta la muerte de esta en 1979 a consecuencia de un
cáncer de mama. Se instalan en Hartford (Connecticut), donde Grace es jefe de
estudios de un College de la Universidad.
En 1943, debido a que ya ha gastado toda su herencia, y para no depender
completamente de Frick, Marguerite comienza a trabajar como profesora de
francés e italiano en el College femenino
Sarah Lawrence, en Bronxville, al norte de Nueva York, un establecimiento
muy elitista, que utiliza pedagogía avanzada y en el que también enseñó por
aquellos años Mary McCarthy. Enseña allí hasta 1953, con un paréntesis de un
año en 1950, que utilizó para acabar la redacción de las Memorias de Adriano.
En 1947 obtuvo la
nacionalidad norteamericana y comienzan a pasar los veranos en Mount Desert
Island en la costa de Maine, donde Grace comprará una casa que llaman Petite Plaisance, en la que se instalan
definitivamente a comienzos de los años cincuenta. En 1951 publica en París su
muy documentada novela histórica Mémoires
d'Hadrien (en español Memorias de Adriano), en la que estuvo trabajando a
lo largo de una década. En Memorias de
Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más
importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está
escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor,
Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor
por Antínoo y su filosofía. Memorias de
Adriano fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior
novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra de la literatura
moderna.
La novela Memorias de Adriano obtuvo un éxito
inmediato y una gran acogida por parte de la crítica. Su presentación fue el
motivo para volver a Francia después de doce años de ausencia. A partir de
entonces ella y Grace viajan a Europa casi todos los años en invierno y
primavera para dar conferencias, reanudar los viajes a los que era tan
aficionada y también para evitar los rigurosos inviernos de Mount Desert.
Además de Francia, vuelve a Suiza e Italia y visita también Holanda y
Escandinavia. En Leningrado se siente decepcionada al constatar la presencia
asfixiante de un estado policial. A principios de 1954 visitan Lisboa, después
pasan la Semana Santa en Sevilla y van a Granada, donde visitan el lugar
probable del asesinato de Federico García Lorca, dirigiendo una emotiva carta
al respecto a la hermana del poeta.
En esa época propone a
Gaston Gallimard la publicación de la traducción de los poemas de Cavafis que
había hecho en los años treinta con Constantin Dimaras y se publican con una
introducción crítica en 1958.
En 1965 publica su obra
Opus nigrum (La obra en negro), que
tiene como protagonista al médico, filósofo y alquimista Zenón, ambientada en
la Europa del siglo XVI. Yourcenar marca la transición entre la Edad Media y el
Renacimiento con gran maestría. Zenón es un sabio con "la rabia del
saber" que se ve expuesto a los prejuicios, dogmas religiosos y
supersticiones fuertemente arraigados en el pensamiento Europeo de aquel siglo.
Otra de sus obras más aclamadas es Fuegos,
escrita en 1935, y que alterna relatos basados en mitos clásicos con algunos
fragmentos sobre la pasión amorosa.
Muy a su pesar, durante
los años setenta tuvo que permanecer casi recluida en Mount Desert, por
decisión propia para acompañar a su pareja Grace, que padecía cáncer de mama,
hasta su muerte en 1979. Este fue un periodo difícil para Marguerite, que amaba
viajar, pero le permitió redactar los dos primeros volúmenes de la trilogía de
memorias familiares El laberinto del
mundo: Recordatorios, que trata de la historia de la familia materna y Los Archivos del Norte, que trata de la
familia de su padre.
La primera «inmortal»
Ganadora de los premios
Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la
Academia francesa (cuyos miembros son llamados «los inmortales»), aunque desde
1970 ya pertenecía a la Academia belga. Su elección fue propuesta por Jean
d'Ormesson, que tuvo que vencer la oposición de casi todo el resto de miembros,
para ocupar el sillón dejado vacante por Roger Caillois, con quien Marguerite
había tenido relaciones cordiales antes de la guerra y sobre quien versó su
brillante discurso de ingreso, al que asistió el presidente de la República,
Valéry Giscard d'Estaing. Luego también conoció y mantuvo muy buena relación
con François Mitterrand, que era un lector apasionado de su obra.
En 1980 se publicó el
libro Con los ojos abiertos:
conversaciones con Marguerite Yourcenar, de Matthieu Galey en el que este
periodista consigue que manifieste sus puntos de vista sobre algunos temas que
nunca había querido abordar en público y que facilitan el conocimiento de su
pensamiento por parte de sus lectores.
Desde 1980 hasta su
muerte en diciembre de 1987, volvió a viajar acompañada ahora por el joven
fotógrafo Jerry Wilson, a quien había conocido poco antes cuando formaba parte
de un equipo de televisión que fue a entrevistarla a Petite Plaisance. Aparte de recorrer sus lugares habituales en
Europa, fueron a Egipto, Marruecos, Japón y la India. De estos viajes, especialmente
de las estancias en Japón y la India, salieron los dos últimos libros de la
escritora, publicados póstumamente: Peregrina
y extranjera y Una vuelta por mi cárcel. Jerry Wilson murió de SIDA en París en
1986.
Existe una anécdota ya
bien conocida del encuentro de Yourcenar con el célebre escritor argentino
Jorge Luis Borges. En 1986, seis días antes de la muerte de Borges, estos dos
autores se encontraron en Ginebra, donde Yourcenar le preguntó: "Borges,
¿cuándo saldrás del laberinto?". Él le respondió: "Cuando hayan
salido todos". Ese mismo año, Yourcenar dictó una conferencia sobre Borges
en la Universidad de Harvard.
Yourcenar vivió la
mayor parte de su vida en su casa Petite
Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan
en la misma isla junto a los de la compañera de toda su vida Grace Frick, en
una sencilla tumba en el Brookside
Cemetery de Somesville. La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su
memoria, abierto al público durante los veranos.
Legó sus archivos
personales y literarios a la Harvard
University de Cambridge. En su Houghton
Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y
manuscritos,excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En
Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar (CIDMY)
,11 que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información
puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada autora.
Obras
El jardín de las
quimeras (Le jardin des chimères) (1921) (poemas)
Los dioses no han
muerto (Les dieux ne sont pas morts) (1922) (poemas)
Alexis o el tratado del
inútil combate (Alexis ou le traité du vain combat) (1929) (novela)
La nueva Eurídice (La
nouvelle Eurydice) (1931)12
El denario del sueño
(1934) (novela)
La muerte conduce la
trama (1934) (novela)
Fuegos (Feux) (1936)
(poemas en prosa)
Los sueños y las
suertes (Les songes et les sorts) (1938)
Cuentos orientales
(Nouvelles orientales) (1938)
El tiro de gracia (Le
coup de grâce) (1939)
Memorias de Adriano
(Mémoires d'Hadrien) (1951) (novela, traducida al español por Julio Cortázar,
entre otros)
Electra o la caída de
las máscaras (Électre ou la chute des masques) (1954)
Las caridades de Alcipo
(Les charités d'Alcippe) (1956)
Présentation critique
de Constantin Cavafy suivie d’une traduction des Poèmes par M. Yourcenar et
Constantin Dimaras (el), Paris, Gallimard, 1958 (réédition dans la collection
poésie/Gallimard en 1978 et 1994), (ISBN 2070321754)
A beneficio de
inventario (1962) (ensayos)
Opus nigrum (L'Œuvre au
noir) (1968) (Prix Femina)
Teatro I y Teatro II
(1971) (obras teatrales)
Recordatorios
(Souvenirs pieux) (1973) (primera parte de la trilogía familiar El laberinto
del mundo)
Archivos del norte
(Archives du Nord) (1977) (segunda parte de la trilogía familiar El laberinto
del mundo)
El cerebro negro de
Piranèse (Le cerveau noir de Piranèse) (1979) (ensayo)
Mishima o la visión del
vacío (Mishima ou la vision du vide) (1980) (ensayo)
Como el agua que fluye
(Comme l'eau qui coule: Anna, soror…, Un homme obscur, Une belle matinée)
(1982)
El tiempo, gran
escultor (Le temps, ce grand sculpteur) (1983) (ensayos)
¿Qué? La eternidad
(Quoi? L'Éternité) (1988) (tercera parte de la trilogía familiar El laberinto
del mundo, publicada póstumamente; inacabada)
Peregrina y extranjera
(En pèlerin et ètranger) (1989) (recopilación póstuma de ensayos).
Una vuelta por mi
cárcel (Le tour de la prison) (1991) (recopilación realizada por la autora de
catorce textos de viajes, la mayor parte sobre Japón y el último inacabado,
publicada póstumamente).
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