Sunday, December 30, 2018

JOSÉ LEZAMA LIMA


Para un final presto
José Lezama Lima

Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.
La primera idea de fundar El secuestro del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con detenimiento las mejores cabezas.
Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.
Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey, para que el hijo del Jefe, que tenía unas narices leoninas de leproso, utilizadas, desde luego, como un atributo más de su temeridad, fuese instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su querida un estío en las arenas de Long Beach.
La policía vigilaba copiosamente a la banda de chinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esencial que a la postre volaría en innumerables errores de detalles. De esos errores derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de toda causalidad y la suplantación de un Rey. Era el día escogido por los estoicos de Galópanes para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que habían surgido los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al ver los pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras descargas de la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera silenciosamente, prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que se mezclaban para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros sanguinolentos que se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y las risas con que éstos respondían. Al continuar las detonaciones, las carcajadas se frenetizaron.
El capitán que dirigía el pelotón tuvo una intuición desmedida. La situación siguiente a la muerte de su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerámica de Delft, y ya antes de morir serenamente arruinado, con quien había vivido desde los cinco años; al ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa plaza de capitán de gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares a quien había conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro futuro capitán de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de húsares, mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero franciscano. Éste fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y terminada, como siempre, por una apoplejía fulminante.
El comandante cuando se embriagaba abría su Bagdad de lugares comunes. Uno de los que recordaba el actual capitán de gendarmes era: que una carga de húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos. Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina al brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña seguida por la ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante estudiante de filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación, pues él quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón, le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.
La plaza pública ofrecía diagonalmente la presencia del museo y de una bodega de vinos siracusanos. El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así, mientras lentamente iban cesando las detonaciones mandaba contingentes bifurcados. Unos traían del museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoña espumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocando en cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había trazado el plan donde estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días antes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había hecho traer de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto, alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aun del festival, pero regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes que creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al observar cómo abrevando los estoicos entraban en la Moira. Los estoicos, con dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la vida y el vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.
El Rey vigilaba a los conspiradores que no eran conspiradores, pero desconocía a los estoicos de Galópanes. Creía, como al principio creyó el capitán, que la salida era la de los conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente contempló el primer choque de los gendarmes con los estoicos pero al observar posteriormente cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía conspiradores, las ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel donde él creía encontrar fidelidad.
Ante esa llamada y su noticia, la tropa salió como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión besar la Luna. Pero entre la llamada y la salida a escape habían sucedido cosas que son de recordación. En ese cuartel, en la manipulación de los nítricos, trabajaba un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La blancura comunicada, cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo de laboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte; asistía furtivamente a las reuniones de los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendía a ratos aquellos diálogos la preparación de la muerte, y sabía la noche en que los estoicos caerían sobre la plaza pública. El día anterior se introdujo valerosamente en el almacén del cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de precisión, debilitando en tal forma el fulminante que el plomo caía a pocos pies del tirador, formándose tan sólo el halo detonante de una descarga temeraria.
Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplar a los gendarmes y a los supuestos conspiradores, alzando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato disparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en las ánforas, pero la tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les impedía contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola miserable. Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en el pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una vacilación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente para que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.
El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de la ventana contemplaba la muerte refinada activísima y las detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuando llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarteles, anunciándole paz tendida y muy blanca.
El grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilaba todo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar el Jefe por la estación del capitán de gendarmes notó una ausencia terrible: más tarde al no encontrar resistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaron que todos esos guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para preparar una defensa real.
Al pasar por la plaza pensaron en el regreso de las tropas fronterizas en abierta pugna con aspirantes consanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil apoderarse del Rey, pero extremadamente peligroso abrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza, donde no se sabía cuándo sería el último muerto, y con quién en definitiva se abrazaría.
La jornada de los conspiradores falsarios era como un largo brazo que va adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las narices leoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos, con sus dedos como un instrumental probándose en la yugular regicida.
Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.




José María Andrés Fernando Lezama Lima (La Habana, Cuba; 19 de diciembre de 1910 — La Habana, Cuba; 9 de agosto de 1976) fue un poeta, novelista, cuentista y ensayista cubano.
Es considerado uno de los autores más importantes de su país y de la literatura hispanoamericana, especialmente por su novela Paradiso, una de las obras más importantes en la lengua castellana y una de las cien mejores novelas del siglo XX en ese idioma, según el periódico español El Mundo.
Principal referente de lo que Severo Sarduy llamó neobarroco americano, su obra se caracteriza por su lirismo y el uso de metáforas, alusiones y alegorías, asentada sobre un sistema poético que desarrolló en ensayos como Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957), Tratados en La Habana (1958) o La cantidad hechizada (1970).
Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento.
José Lezama Lima, La expresión americana.

Biografía

Primeros años y formación

Nació el 19 de diciembre de 1910 en el campamento militar de Columbia, en La Habana, siendo el segundo de los tres hijos de José María Lezama y Rodda, coronel de artillería e ingeniero, y de Rosa Lima Rosado. La profesión de su padre llevó a la familia a instalarse, primero, en la Fortaleza de La Cabaña, y más tarde a Florida, cuando el coronel Lezama se ofreció como voluntario en las tropas aliadas en la Primera Guerra Mundial. Su muerte a causa de una gripe en 1919, marcó el carácter y la vocación del escritor:
Tenía mi padre al morir treinta y tres años. Él estaba en el centro de mi vida y su muerte me dio el sentido de lo que yo más tarde llamaría el latido de la ausencia. El sitio que mi padre ocupaba en la mesa quedó vacío, pero como en los mitos pitagóricos, acudía siempre a conversar con nosotros a la hora de la comida […] Mi madre guardó siempre el culto del coronel Lezama: una tarde, cuando jugábamos con ella a los yaquis, advertimos, en el círculo que iban formando las piezas, una figura que se parecía al rostro de nuestro padre. Lloramos todos, pero aquella imagen patriarcal nos dio una unidad suprema e instaló en Mamá la idea de que mi destino era contar la historia de la familia.
En 1920, de regreso en Cuba, Lezama ingresó en el colegio Mimó, donde concluyó sus estudios primarios en 1921. Comenzó sus estudios de segunda enseñanza en el Instituto de La Habana, donde se graduó como bachiller en ciencias y letras en 1928.
La situación económica de la familia era difícil, por lo que en 1929 se trasladaron de la casa de su abuela, en Paseo del Prado 9, a una casa mucho más pequeña a pocas cuadras de distancia, en Trocadero 162, donde Lezama residió por el resto de su vida.
El mismo año inició los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Participó el 30 de septiembre de 1930 en los movimientos estudiantiles contra la dictadura de Gerardo Machado, que provocaron la clausura de la casa de estudios. En 1935 publicó su primer trabajo, el ensayo Tiempo negado, en la revista Grafos, en la que al año siguiente se publica su primer poema titulado Poesía, al mismo tiempo que retomaba sus estudios universitarios.

Comienzos de su carrera literaria. Grupo Orígenes

El año 1937 fue especialmente significativo para Lezama, ya que publicó su primer poema de repercusión, Muerte de Narciso, y conoció a Juan Ramón Jiménez, con quien forjó amistad. Un año más tarde se recibió de abogado y apareció su obra Coloquio con Juan Ramón Jiménez.
Entre 1937 y 1943 fundó tres revistas, Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-1941) y Nadie parecía (1942-1944), y publicó el poemario Enemigo rumor. Por esta época conoció a los poetas Gastón Baquero, Eliseo Diego y Cintio Vitier, que más tarde integraron el Grupo Orígenes.
Dirigida por Lezama y José Rodríguez Feo, Orígenes fue una de las publicaciones culturales más importantes de Cuba en aquella época, alcanzó a publicar cuarenta números entre 1944 y 1956, y nucleó a un grupo de artistas e intelectuales entre los que se encontraban, entre otros, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Virgilio Piñera, Octavio Smith, Mariano Rodríguez y René Portocarrero. Entre los colaboradores extranjeros se encontraron Juan Ramón Jiménez, Aimé Césaire, Paul Valéry, Vicente Aleixandre, Albert Camus, Luis Cernuda, Paul Claudel, Macedonio Fernández, Paul Éluard, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Alfonso Reyes y Theodore Spencer, entre otros.
La actividad de Lezama en este período fue casi febril: además de dirigir y editar Orígenes, entre 1945 y 1959 fue funcionario en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, publicó dos poemarios (Aventuras sigilosas y La fijeza), dos ensayos (Arístides Fernández y Analecta del reloj) y emprendió los dos únicos viajes que hizo fuera de la isla, el primero a México en 1949 y el segundo a Jamaica en 1950.​ También, fue en esos años que publicó los primeros capítulos de su novela Paradiso, que no terminó hasta casi veinte años después.
En 1954 una disputa entre Lezama y Rodríguez Feo provocó el alejamiento de este último de Orígenes, que sólo publicó tres números más hasta su cierre dos años después.
En enero de 1957 dictó una serie de cinco conferencias en el Instituto Nacional de Cultura, que fueron recogidas en su libro La expresión americana, una de sus obras ensayísticas más importantes, y al año siguiente publicó Tratados en La Habana, colección de artículos y ensayos escritos entre 1937 y 1957.

Revolución Cubana y labor en la Casa de las Américas

Con el triunfo de la Revolución cubana, fue nombrado director del Departamento de Literatura y Publicaciones del Instituto Nacional de Cultura, desde donde dirigió importantes colecciones de libros clásicos y españoles.
En 1961 actuó como jurado del Premio Casa de las Américas, en la categoría de poesía, volviendo a participar en otras dos ediciones (1965 y 1967).
En el marco de esa convocatoria conoció personalmente a Julio Cortázar en 1963, que había sido invitado como jurado en la categoría de novela, y con quien se escribía desde 1957, a partir de un ejemplar de Orígenes que le habían enviado al argentino. La amistad entre ambos autores fue uno de los encuentros más célebres y fructíferos entre dos figuras emblemáticas de la literatura hispanoamericana. Además de la correspondencia y las sentidas dedicatorias que el cubano le hizo,​ la mutua admiración produjo un generoso intercambio crítico: Cortázar fue un gran difusor de la obra de Lezama gracias a su ensayo «Para llegar a Lezama Lima», incluido en su libro-collage La vuelta al día en ochenta mundos, publicado en 1967; y a su vez, Lezama escribió el prólogo a la edición cubana de Rayuela, «Cortázar y el comienzo de la otra novela»,​ recogido más tarde en La cantidad hechizada.
El 12 de septiembre de 1964 sufrió un duro golpe con la muerte de su madre, con quien tenía un fuerte vínculo afectivo. Esta pérdida fue la segunda más importante de su vida, después de la de su padre, y lo acompañó por el resto de sus días, al punto de decir «Yo empecé a envejecer el día que murió mi madre».​
El 5 de diciembre del mismo año contrajo matrimonio con su secretaria, Maria Luisa Bautista. En 1965 ocupó el cargo de investigador y asesor del Instituto de literatura y lingüística de la Academia de Ciencias. Es en esa época cuando publicó su Antología de la poesía cubana en tres volúmenes.
               
Aparición de Paradiso y polémica

En 1966 publicó su primera y única novela aparecida en vida, Paradiso. El laborioso proceso de escritura, que insumió diecisiete años, demuestra el carácter central que le otorgó Lezama a este texto dentro de su obra, y el esfuerzo que invirtió.
Concebida como la síntesis y culminación de su sistema poético, la novela sigue la formación del poeta José Cemí, desde su infancia, remontando sus orígenes familiares, hasta sus años universitarios. Se trata de un texto complejo, no sólo por su barroquismo y su exuberancia poética, sino también por su carácter heterogéneo, que combina elementos narrativos, poéticos y ensayísticos, en una obra de carácter iniciático y parcialmente autobiográfica, lo que ha llevado a algunos a considerarla como novela de aprendizaje.
La aparición de Paradiso representó un acontecimiento en el panorama literario de la época. Los más efusivos reconocimientos le llegaron del extranjero, contándose a Octavio Paz y Julio Cortázar entre los más entusiastas. El Nobel mexicano le escribió:

Delhi, a 3 de abril de 1967.

A José Lezama Lima, en La Habana.

Querido amigo:

Gracias por el envío de Paradisso (sic) y de Órbita. Gracias también por las generosas palabras que lo acompañan. Leo Paradisso poco a poco, con creciente asombro y deslumbramiento. Un edificio verbal de riqueza increíble; mejor dicho, no un edificio sino un mundo de arquitecturas en continua metamorfosis y, también, un mundo de signos - rumores que se configuran en significaciones, archipiélagos del sentido que se hace y deshace - el mundo lento del vértigo que gira en torno a ese punto intocable que está ante la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma. Además, es la comprobación de lo que algunos adivinamos al conocer por primera vez su poesía y su crítica. Una obra en la que Ud. cumple la promesa que le hicieron al español de América Sor Juana, Lugones y unos cuantos más. Su amigo fraternal,

Octavio Paz

Cortázar, por su parte, expresó:

En sus instantes más altos Paradiso es una ceremonia, algo que preexiste a toda lectura con fines y modos literarios; tiene esa acuciosa presencia típica de lo que fue la visión primordial de los eléatas, amalgama de lo que más tarde se llamó poema y filosofía, desnuda confrontación del hombre con un cielo de zarpas de estrellas. Una obra así no se lee; se la consulta, se avanza por ella línea a línea, jugo a jugo, en una participación intelectual y sensible tan tensa y vehemente como la que desde esas líneas y esos jugos nos busca y nos revela.

También el crítico mexicano Carlos Monsiváis se pronunció al respecto, evidenciando la dificultad de encasillar la obra en el género novelístico:

¿Qué es Paradiso? La multiplicidad de sus niveles, de los órdenes del conocimiento que involucra, hacen imposible una sola respuesta: es tratado de teogonía; diálogo platónico sobre el ser, el sexo (ortodoxo y heterodoxo) y la conciencia; fabulación y mito; revisión e invención del idioma, monumento barroco. En cualquiera de estos órdenes, Paradiso resulta un ejercicio y un logro totalizadores. (...) En Paradiso todo es reconquista: reconquista de la infancia; reconquista del primer gozo y el primer asombro ante el conocimiento; reconquista de las potencialidades de un lenguaje que quizás nunca había sido nuestro, pero que estaba allí, a nuestra disposición, para que se extinguiera la conseja de la pobreza de recursos del español y se acreciera la leyenda de una ignorancia que había dejado sin explorar, conquista y asimilar todo un idioma; reconquista de la metáfora, esa incursión comparativa, que en Lezama se vuelve delirio de la extrapolación.

Estos comentarios contrastaron con la dura crítica oficial, que con excepciones como Vitier o Carpentier, la calificó de «obra hermética, morbosa, indescifrable y pornográfica», especialmente por sus pasajes homoeróticos. Durante esta polémica (que incluyó el retiro de la novela de las librerías) fue fundamental el apoyo de Cortázar, quien logró que se publicara su ensayo «Para llegar a Lezama Lima» en la revista Casa de las Américas, lo que significó un respaldo importante para Lezama ante los ataques de los sectores más ortodoxos del gobierno.​ Finalmente, la novela volvió a ser publicada, autorizada por Fidel Castro.​
En 1968, la editorial mexicana Era publicó una edición revisada y corregida de la novela, ilustrada por René Portocarrero y al cuidado de Cortázar y Monsiváis, enmendando las erratas de la descuidada edición cubana. El mismo año, Lezama formó parte del jurado del Premio Julián del Casal, fallando a favor del poemario Fuera del juego de Heberto Padilla, contraviniendo el veredicto de la UNEAC, lo que profundizó aún más la distancia entre el escritor y las autoridades culturales oficiales.

Últimos años, ostracismo y muerte

A pesar de ya no contar con el apoyo oficial, Lezama siguió vinculado a la Casa de las Américas, por tercera y última vez como jurado del Premio de poesía en 1967 y como asesor literario en 1969; también llegó a publicar su Poesía completa y los volúmenes Las imágenes posibles y La cantidad hechizada, que recogían ensayos escritos en años anteriores.
El episodio conocido como Caso Padilla en 1971 marcó el comienzo del llamado Quinquenio gris (1971 - 1976), un período en el que el intento de imponer el realismo socialista desde los organismos culturales oficiales provocó una ola de persecución y censura a escritores y artistas considerados "contrarrevolucionarios", como Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas y el propio Lezama, quien desde entonces sufrió un ostracismo público, con la prohibición de la edición de sus obras o la mención de su nombre en los medios. Posteriormente, las autoridades rectificaron esa posición, con la reedición de la obra de los autores censurados y la difusión de trabajos críticos y homenajes.​
De esos años de exilio interno da testimonio la correspondencia que Lezama mantuvo con su hermana Eloísa. Cuando en 1972 le otorgaron el Premio Maldoror de Poesía en Madrid y el premio a la mejor obra hispanoamericana traducida al italiano por Paradiso, Lezama no pudo ir a recoger ninguno de los dos galardones:
Recibí tu carta sobre el premio de Italia. Me extraña que digan que no han recibido ni siquiera una carta de agradecimiento. Les he mandado cables y les escribí dándoles las gracias. No he recibido la menor noticia interior ni exterior sobre el premio. Todo es muy raro.
Con frecuencia, las quejas apuntaban a la negativa del gobierno a autorizar su salida del país:
Por la noche María Luisa y yo leemos algún libro que nos gusta, como el maravilloso “Diario de Paul Klee”. Me parece que vivo esas existencias maravillosas, mientras permanezco, aunque con disgusto, inmovilizado, pues en el año pasado y en éste he recibido como seis invitaciones para viajar a España, a México, a Italia, a Colombia, y siempre con el mismo resultado. Me tengo que quedar en mi casita hasta que Dios quiera.​
La salud de Lezama, asmático de toda la vida, comenzó a desmejorar en sus últimos meses, por sus hábitos de fumador y su obesidad. El 8 de agosto de 1976 fue ingresado al Hospital Calixto García a raíz de una infección pulmonar que había desarrollado, pero falleció en la madrugada a causa de un infarto provocado por su debilitado estado general. No obstante, existen controversias respecto a la atención recibida. Mientras que el doctor que acompañó a Lezama en sus últimas horas, José Luis Moreno del Toro, hace recaer parte de la culpa en el mismo Lezama (dado que este rehusó ser hospitalizado un día antes cuando ya se tenía todo listo), se especula con que la atención recibida en el hospital no fue la adecuada, y que el equipo médico que recibió al escritor no supo tratar la situación.
Fue sepultado al día siguiente en el sepulcro familiar del Cementerio Colón, junto a sus padres. Un año después apareció su novela póstuma e inacabada, Oppiano Licario, secuela de Paradiso; y en 1978 Fragmentos a su imán, su último poemario, con un prólogo de Cintio Vitier. La edición mexicana, nuevamente a cargo de Era, llevó un poema-prólogo de Octavio Paz.

Homenajes

Después de funcionar como extensión de la Biblioteca municipal, en 1994 su casa de Trocadero 162 en La Habana Vieja (donde residió desde 1929 y donde recibía a amigos y lectores) fue convertida en un museo dedicado a su vida y su obra, que conserva el mobiliario original y la biblioteca de Lezama, además de retratos familiares y pinturas adquiridas por el escritor.​ En el 2010, en el marco de la celebración del centenario del escritor, la casa fue declarada Monumento Histórico Nacional.
Desde el año 2000, la Casa de las Américas otorga un premio honorífico en la categoría de poesía con su nombre.​
En 2008, el director Tomás Piard hizo una personal adaptación cinematográfica de Paradiso, con el título El viajero inmóvil. Lejos de ser una reconstrucción lineal de la trama de la novela (imposible por su densidad poética), el film reconstruye la historia de José Cemí a través de diferentes planos narrativos, alternando la acción novelesca con escenas donde se reflexiona sobre la importancia de la obra de Lezama y concretamente de Paradiso, y fragmentos de un reportaje al autor, en el que este recuerda su vida y la influencia de sus experiencias en su obra. Fue producida por el ICAIC.
En enero del 2011 la revista Revolución y Cultura,35​ órgano oficial del Ministerio de Cultura cubano, sacó un número dedicado a Lezama Lima, con una selección de artículos y reseñas sobre su obra, escritos por el Ministro de Cultura Abel Prieto, la Dra. Luisa Campuzano, la poeta Marilyn Bobes, el discípulo de Lezama, Cintio Vitier, los investigadores Félix Guerra y Ciro Bianchi y el escritor exiliado Fernando Velázquez Medina, entre otros intelectuales que le rindieron así homenaje al Maestro en su centenario.

Obra

En Lezama, es la pasión de una escritura que se hace cuerpo. Vitalidad de los sentidos reproduciéndose en un saber hecho de imágenes. Espacios culturales que se hacen presencia múltiple y multiplicadora, fuerza inagotable de sugerencias. No existen límites para el saber. El saber impregna saberes, se interrelaciona con saberes. Tiempos, obras, autores, temas, épocas, ideas, son totalidad, olla podrida, profusión bullente en la que todo convive con todo: lo religioso con lo profano, lo antiguo con lo moderno, lo inmenso con lo minúsculo, lo bello con lo feo, lo trágico con lo cómico, lo grotesco con lo sublime. Lezama fue escritor de una palabra golosa, henchida de barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud. La estética de Lezama es la estética de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria donde se encuentran todas las clarividencias.
Rafael Faquié, Escribir la extrañeza.​

Resulta imposible brindar una exposición completa y detallada de la poética lezamiana, dado lo vasto de sus influencias y lo complejo de su entramado. Por consiguiente, lo que sigue es una síntesis de algunos de sus elementos más importantes, con fines meramente orientativos.

Sistema poético del mundo

Lejos de pensarse como una mera teoría literaria, la de Lezama es una cosmovisión, una visión del mundo de trazos neoplatónicos con tintes panteístas en la que el Eros o el Amor Universal, Dios, establece una armonía entre todos los seres. La vida, entonces, no sería otra cosa que una búsqueda por aprehender la fijeza, la esencia única del mundo en el permanente devenir temporal. Para Lezama, Dios emana al mundo de su propia sustancia, pero se encuentra en una esfera superior al ámbito del mundo e inaccesible para el hombre.
Dentro de esta cosmovisión, que Lezama denominó sistema poético del mundo, el concepto de imagen ocupa un lugar central, especialmente la imagen poética. Lezama piensa a la poesía como un camino de perfección espiritual, una ascesis, ya que ésta permitiría acceder a la contemplación de la fijeza o esencia del mundo. Y dado que el instrumento de la poesía es la palabra, ésta debe usarse de una forma que la haga trascender de su inmediato fin comunicativo, debiendo ser transmutada en imagen, por lo que los textos de Lezama trabajan sobre una compleja serie de asociaciones de imágenes y alusiones, que el lector debe ir reconstruyendo. Así, el barroquismo poético lezamiano no responde a un mero alarde retórico, sino una condensación de imágenes y sentidos que busca aprehender el sentido del mundo, la imagen pura y esencial.

Las eras imaginarias

A partir de esta concepción de la imagen y la poesía, Lezama postula otro concepto relevante en el corpus de su obra: las eras imaginarias, que enuncia parcialmente en La expresión americana, pero desarrollará más en profundidad en ensayos posteriores. Las eras imaginarias no siempre coinciden con la continuidad cronológica de la historia, sino que se trata de momentos o individuos que logran trascender su momento y su época, y acceder a un plano superior, de la imago poética. Como escribió Lezama en «A partir de la poesía»:
En los milenios, exigidos por una cultura, donde la imagen actúa sobre determinadas circunstancias históricas excepcionales, al convertirse el hecho en una viviente causalidad metafórica, es donde se sitúan esas eras imaginarias. La historia de la poesía no puede ser otra cosa que el estudio y la expresión de las eras imaginarias.
Alvina Camacho-Gingerich define a las eras imaginarias como «circunstancias, conceptos, períodos excepcionales, que al ser atrapados por la imaginación e imagen poéticas se hacen arquetípicos y, por tanto, vivientes, eternos y universales», cuyos rasgos más sobresalientes son «lo fabuloso, lo maravilloso o sobrenatural, lo incondicionado, lo distinto y un afán de integración e incorporación en una totalidad o unidad».​
En el mismo estudio, y siguiendo a Lezama, la autora menciona las siguientes eras imaginarias:
La filogeneratriz, que comprende el estudio de las tribus de los tiempos más remotos: los idumeos, los escitas y los chichimecas entre ellas. Esta era incluye el estudio de lo fílico totémico y de todas las antiguas (míticas) formas de reproducción.
Lo tanítico de la cultura egipcia. Para los egipcios, la muerte sigue el mismo curso que la vida, y la vida se instala en el seno de la muerte. La figura de Osiris, hijo de Keb, dios de la tierra, y de Nut, diosa del cielo, encarna esa síntesis de cielo y tierra, de lo divino y humano. Lezama dice que Egipto es «el único país del mundo que en la prehistoria ofrece una plenitud religiosa y expresiva».
Lo órfico y lo etrusco, de gran importancia en su obra. Orfeo, hijo de Apolo, el primero en mostrar una naturaleza doble; de origen divino, canta para los humanos. De Orfeo dice Lezama que preludia a Cristo por su doble condición de humano y divino (era hijo de Apolo) y por ser el primero en descender al inframundo. Con los etruscos, dice Lezama, nace el potens, esa capacidad de creer que no existe nada tan increíble ni tan imposible que no pueda realizarse: «si es posible, es creíble, es verificable».
El espejo de la identidad en Parménides; el ser como expresión de lo divino; estudio de la poesía desde Parménides a Valery, de la identidad trocada en sustancia y de la sustancia en la médula de saúco.
El estudio de fundaciones chinas: el taoísmo, la biblioteca confuciana, la biblioteca como dragón, la frase de Confucio «No invento, sólo transmito»; los conjuros del Yi King. Muchos temas taoístas tendrán gran repercusión en la obra lezamiana: el espejo, el Gran Uno, la esfera, el del regressus ad uterum, «retorno a la matriz», o regreso a los orígenes prenatales, «que eran para el chino la vuelta a la lejanía».
El culto de la sangre, como se observa en las culturas de los druidas y los aztecas.
Las piedras incaicas; el diluvio bíblico; la frase de Nietzsche «En cada piedra hay una imagen».
Los conceptos católicos de gracia, caridad y resurrección; estos dos primeros conceptos son importantísimos, pues establecen una relación ambivalente entre el hombre y los dioses: mientras más gracia se nos otorgue, mayor será la devolución de caridad. Y con la resurrección, el hombre alcanza la plenitud y la vida eterna; por medio de ella participamos «en el otro reino de Dios». Para Lezama, sólo tres mundos han podido habitar la imagen histórica: el etrusco, el ordenamiento feudal carolingio y el católico; en este último, la poesía alcanza su mayor plenitud, pues en sus dos grandes temas, la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente y la resurrección, está el germen de toda gran poesía.
La posibilidad infinita, que entre los cubanos la encarna José Martí, cuyo espíritu de pobreza lo conduce a la creación poética, a una posibilidad infinita, pues ser pobre significa penetrar en lo desconocido y estar mis rodeado por el milagro, «es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas».

La expresión americana

En apariencia inclinado hacia lo más remoto de un pasado universal, entre real y mítico, Lezama buscó incansablemente las raíces del presente cubano, del hombre cubano, y al hacerlo iluminó los subsuelos mentales, las capas profundas de toda América Latina.

Julio Cortázar

El intento más temprano de Lezama Lima por ensayar una teorización sobre la condición americana data de 1937, cuando tuvo lugar su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, publicado un año después en la Revista Cubana y recogido mucho más tarde en Analecta del reloj. En su encuentro con el poeta español, Lezama desarrolla una reivindicación de la «insularidad» cubana, entendida ésta no como una condición geográfica sino en el plano de la sensibilidad poética. Así, Lezama distingue entre una sensibilidad insular y una sensibilidad continental, representadas por Cuba y México respectivamente.
Al efecto interiorizante que le otorga Juan Ramón a la condición insular, Lezama le contrapone un universalismo optimista: la isla no es un espacio que conduce a la introspección y al desaliento, o que condena al aislamiento cultural (visión que expresa Virgilio Piñera en La isla en peso), sino un espacio privilegiado de tránsito y encuentro, un espacio de creación de una expresión mestiza.​ Con estas ideas, Lezama buscaba proponer el carácter insular como un elemento constituyente de la cubanidad, de la identidad nacional. Esta singularidad de Cuba la colocaría, junto a México y Argentina, como ejes de la identidad americana:
Los argentinos tratan hace tiempo de enarcar su mito, cuya forma simbólica está encarnada en «La Cruz del Sur». Si poseyesen sociólogos más decididos, se empeñarían en torcer lo que hemos convenido en llamar la ruta de la civilización, que hasta ahora hemos supuesto que va de oriente a occidente. Están enamorados de un error voluntario y afirman que la ruta es vertical, de norte a sur. Una arrogancia exterior les mueve a considerar a los demás compadritos como viejos tangueros desinflados. Los mexicanos, innegablemente, puesto que se apoyan en un cronista español, lanzan su afirmación, que es delicia de uno de sus humanistas actuales; detienen bruscamente al viajero y le aseguran que ha llegado a la región más transparente del aire. Nosotros, obligados forzosamente por fronteras de agua a una teleología, a situarnos en la pista de nuestro único telos, no exageramos al decir que la Argentina, México y Cuba son los tres países hispanoamericanos que podrían organizar una expresión. Nosotros, insulares, hemos vivido sin religiosidad, bajo especies de pasajeros accidentes, y no es nuestra arrogancia lo que menos nos puede conducir al ridículo. Hemos carecido de orgullo de expresión, nos hemos recurvado al vicio, que es elegancia en la geometría desligada de la flor, y la obra de arte no se da entre nosotros como una exigencia subterrígena sino como una frustración de la vitalidad.
José Lezama Lima​

Pero no sería hasta veinte años después que estas ideas cristalizarían en el ciclo de conferencias La expresión americana (1957). En esta obra, Lezama hace una relectura de la historia americana en clave poética, dándole un lugar central al arte barroco, una postura que lo acercará a Alejo Carpentier, el otro autor cubano defensor de este movimiento como clave para explicar la condición americana. No obstante, la visión de Lezama se diferencia notablemente de la del autor de El reino de este mundo.
Carpentier busca inscribir la singularidad latinoamericana en una suerte de continuidad histórica de diferentes épocas y culturas, a través de la "teoría de los contextos", desarrollada en el ensayo Problemática de la actual novela latinoamericana,​ por lo que sostiene que el barroco no es sólo un movimiento artístico surgido en Europa en el siglo XVII, sino que se trata de «una suerte de pulsión creadora», una constante que se repite cíclicamente a lo largo del tiempo, dado que «toda simbiosis, todo mestizaje engendra un barroquismo». Se trata de una concepción mucho más abarcativa, que diluye la esencia de lo barroco en manifestaciones tan diferentes como la arquitectura rusa, la literatura francesa, la cultura hindú, etc.
Lezama rechaza esta concepción universalista y transhistórica, ya que no le interesa ubicar la singularidad americana en relación con culturas de otras latitudes (no confundir con las eras imaginarias, dado que éstas no están unidas por una estética en común), sino indagar su carácter y su naturaleza. Para Lezama el barroco es una expresión puramente americana e ibérica, resultado del mestizaje. En su ensayo «La curiosidad barroca» describe dos rasgos propios del barroco americano: la tensión y el plutonismo. La tensión se refiere a una forma de organizar los elementos que no se queda en la mera acumulación, sino que produce un contrapunto a partir de la contraposición de éstos, contrapunto que busca ser resuelto en una unificación superadora, manifestada en la cultura mestiza. El plutonismo, por su parte, no es un concepto que tiene connotaciones tanáticas, sino que se refiere a la capacidad de crear algo nuevo a partir de la fusión de elementos opuestos y fragmentarios.​ Es por esto que Lezama define al barroco americano como un «arte de la contraconquista», expresión en la que la crítica brasilera Irlemar Chiampi ve una orientación política:
Lo decisivo en esta americanización del barroco es la orientación para modernizarlo con ese concepto de un arte revolucionario, en plena premodernidad. Al diferenciar nuestro barroco del europeo, al invertir los términos de Weisbach ("barroco, arte de la Contrarreforma"), Lezama quiere revelar un contenido opuesto al barroco escoliasta, instrumentado para fines de propaganda y persuasión de la dogmática católica, de acuerdo con el estatuto de la ecclesia militans de los jesuitas. Visto al revés, por su apetencia diabólico/simbólica, lo barroco opera como una contracatequesis que perfila la política subterránea y la experiencia conflictiva de los mestizos transculturadores del coloniato. Por otro lado, al mostrar en su diseño de nuestro devenir la continuidad de la poiesis demoníaca -desde el siglo XVII hasta el XX- el barroco deja de ser "histórico", un pretérito perfecto condenado por reaccionario y conservador, y se vuelve nuestra modernidad permanente, la modernidad otra, fuera de los esquemas progresistas de la historia lineal, del desenvolvimiento del logos hegeliano. El barroco es, para Lezama, nuestra metahistoria.

En suma, Lezama coincide con Carpentier en reconocer la importancia de la influencia hispánica, pero restringe el concepto de barroco al ámbito americano, al mismo tiempo que lo actualiza y lo considera un continuo devenir en permanente mutación. Si Carpentier atribuye a lo americano los rasgos de lo real maravilloso como signos de identidad ya cerrada y hecha, Lezama sostiene que lo barroco, por su mismas características (tensión y plutonismo) se renueva y se actualiza a cada momento, incluso en la actualidad.

Estas ideas serían posteriormente retomadas y reelaboradas por diferentes autores, especialmente por Severo Sarduy, que propuso el concepto de neobarroco a partir de las ideas de Lezama, pero puede notarse en otros escritores cubanos, como Reinaldo Arenas y, más recientemente, Fernando Velázquez Medina y Froilán Escobar.

Obras

Novela

Paradiso (1966)
Oppiano Licario (1977)

Poesía

Muerte de Narciso (1937)
Enemigo rumor (1941)
Aventuras sigilosas (1945)
La fijeza (1949)
Dador (1960)
Fragmentos a su imán (1978)

Ensayo

Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1938)
Arístides Fernández (1950)
Analecta del reloj (1953)
La expresión americana (1957)
Tratados en La Habana (1958)
Las imágenes posibles (1970)
La cantidad hechizada (1970)
Antologías​
Antología de la poesía cubana (1965)
Órbita de Lezama Lima (1966)
Antología del cuento cubano (1968)
Poesía completa (1970)
Introducción a los vasos órficos (1971)
Las eras imaginarias (1971)
Imagen y posibilidad (1981)
Relatos (1987)
Escritos de Estética (2010)



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