Friday, December 14, 2018

OSVALDO SORIANO


PRIMEROS AMORES
OSVALDO SORIANO

Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles lejanos. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.
Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra de la boletería con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me suenan, lejanas y dolorosas, en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia peronista. Su padre era un tipo sin pelo, de pocas pulgas, que masticaba cigarros y me saludaba de mal humor porque ya tenía bastantes problemas con otra hija que volvía al amanecer y en coche ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde, como el cine no daba función, nos sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que aparecía el vigilante de la esquina.
No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el asfalto había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la Capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces sólo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que empezaban a ponerse de moda.
Cuando su madre le dio aquella bofetada a mi novia, yo estaba en la Escuela Industrial y todavía no había convertido mi primer gol. Jugaba en una de esas canchitas hechas por los chicos del barrio, y de vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos goles no contaban porque todos pensábamos hacer otros mejores, con público y con nuestras novias temblando de admiración. Con toda seguridad éramos terriblemente machistas porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin cuestionarse. Un mundo de milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y chicas hacendosas, sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los años sesenta.
Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios coscorrones antes de convencerme de que no tenía ningún talento para las pistas. Mi padre solía acompañarme para tocar el carburador o calibrar el encendido de la Tehuelche, pero mi madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me dejaban frío. La pelota era otra cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo cada vez que entraba al área y me iba entre dos desesperados que presumían de carniceros y asesinos. Me acuerdo de un número 2 viejo, como de veintiséis años, de vincha y medalla de la Virgen, que para asustar a los delanteros les contaba que debía una muerte en la provincia de La Pampa.
Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me marcaba el día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que, como al legendario Rubén Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba inamovible en la Selección del Alto Valle y en ese lugar y en aquellos años pocos eran los árbitros que arriesgaban la vida por una expulsión.
Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el guardapolvo a la salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres estaban de viaje le exigí que viniera a casa, pero todo fue un fracaso con llantos, reproches y enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el perfume de las manzanas de marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.
Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.
Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.
Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado, ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.
Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.
Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los abrazos y escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones contribuyen a mi desprestigio en la alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho entre el 5 que me empuja y Hacha Brava que me agarra de la camiseta mientras estamos empatados y un wing de jopo a la brillantina tira un centro rasante, al montón, a lo que pase. Se me ha cortado la respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a sueldo. Nuestro zaguero central acaba de empatar con un terrible disparo de treinta metros que he festejado sin abrazarlo y en este contragolpe, casi sobre el final, intuyo secretamente que mi vida cambiará para siempre.
El miedo de perderme en la maraña de piernas, en el infierno de gritos y codazos, ya pasó. El 10, que es un veterano de mil batallas, llega en diagonal y pifia porque la pierna derecha sólo le sirve para tenerse parado. Inexorablemente, ese gesto fallido descoloca a toda la defensa y la pelota sale dando vueltas a espaldas del 5 que gira desesperado para empujarla al córner. Entonces aparezco yo, como el muchachito de la película, ahuecando el pie para que el tiro no se levante y le pego fuerte, cruzado, y aunque parezca mentira aquella imagen todavía perdura en mí, cualquiera sea el hotel donde esté.
Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos besamos y sin buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera novia se abandona por fin y me recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron la caricia de nuestro despreciable zaguero central tiritan y trotan, brincan y broncan, hoy que nuestras vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos del suyo.
Festival Internacional de Cine de Berlín: Premio Confédération Internationale des Cinémas d'Art et Essai Juries (C.I.C.A.E.); Premio de la Federación Internacional de Críticos de Cine (FIPRESCI); Oso de plata de Berlín, Premio especial del jurado; 1984.

Festival de Cognac du Film Policier: Gran Premio; 1985.



Osvaldo Soriano (Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina; 6 de enero de 1943 – Buenos Aires, Argentina; 29 de enero de 1997) fue un escritor y periodista argentino. Fue de los autores argentinos más vendidos en su país en las décadas de 1980 y 1990.​ Algunas de sus novelas fueron publicadas en varios países. Varias de sus obras han sido llevadas al cine y al teatro.

Biografía

Hijo de Eugenia Goñi y José Vicente Soriano, un catalán inspector de Obras Sanitarias (la empresa encargada del servicio de agua potable en Argentina), pasó junto a su familia una infancia errante, deambulando por pueblos de provincia tras los destinos laborales de su padre.​ Durante su infancia y adolescencia vivió junto a sus padres en Mar del Plata, San Luis, Río Cuarto, Tandil y Cipolletti. A los diecinueve años se radicó en Tandil, donde viviría hasta los veintiséis.
En tercer año de la secundaria, abandonó sus estudios. Durante su adolescencia y comienzos de su juventud se dedicó a diversos trabajos (embalando manzanas y de sereno en una metalúrgica, entre otros). Su pasión siempre fue el fútbol, habiendo jugado de forma amateur en varios equipos, y siendo un conocido «hincha» de San Lorenzo de Almagro.
Comenzó su carrera en los medios en el diario El Eco de Tandil, escribía en la sección de deportes y redactaba columnas sobre algunos personajes famosos de la época.
Cumplidos los 26 años, se trasladó a Buenos Aires en 1969 para integrarse a la redacción de la revista Primera Plana, a partir de lo cual comenzaría su constante relación con el periodismo. La revista fue rápidamente censurada. Pasó luego por Semana Gráfica, Panorama y La Opinión.
Publicó su primera novela titulada Triste, solitario y final en 1973, la cual fue muy bien recibida por diversos autores. En 1974, en medio de la tristeza por la muerte de su padre, escribió su segunda novela No habrá más penas ni olvido, que sería publicado unos años después.
En julio de 1974, abandonó La Opinión y comenzó a colaborar en el diario Noticias, para recalar luego en El Cronista Comercial. Escribió junto a Aída Bortnik el guion de la película Una mujer, filmada en 1975.​
En 1976, debido al golpe de Estado, Soriano se trasladó a Bruselas. Allí conoció a Catherine Brucher, una enfermera procedente de Estrasburgo con quien se casó en 1978 y se mudó a París.
En 1979, fundó, junto a Julio Cortázar y Carlos Gabetta, la publicación mensual Sin censura, dedicada al análisis de la situación de los países latinoamericanos que en esa época se encontraban bajo regímenes dictatoriales. Comenzó también en esos tiempos a colaborar con el diario Il Manifesto (Italia), al que seguiría ligado hasta su muerte. También participó, entre otros, en Le Monde (Francia) y El País (España).
En 1980 publicó Cuarteles de invierno, escrita entre 1977 y 1978. Fue considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia.
En 1983, su novela No habrá más penas ni olvido fue llevada al cine por el director Héctor Olivera, quien ganó el Oso de Plata por la película.​ Al año siguiente llegaría a la gran pantalla una adaptación de Cuarteles de invierno dirigida por Lautaro Murúa.​
En 1984, termina su exilio. Un año antes publica Artistas, locos y criminales, una recopilación de sus artículos escritos en La Opinión en la década de 1970. Sus libros comenzaron a ser de los más vendidos en Argentina, pese a la opinión no muy favorable de parte de la academia de la época.
Esto se mantuvo con sus siguientes libros. Era tal la venta de su obra que en 1995 la editorial Norma pagó 500.000 dólares por ella.
En 1987, formó parte de la redacción original del diario Página/12, manteniéndose en el diario hasta su muerte.​ Un año después publicó Rebeldes soñadores y fugitivos, una segunda colección de artículos que recogía diferentes notas escritas para la prensa europea durante sus años de exilio.
En 1989, nació su único hijo, Manuel,​ y publicó el cuento infantil El Negro de París. Un año después, apareció su novela Una sombra ya pronto serás, que fue llevada al cine por Héctor Olivera en 1994. Tras publicar la novela El ojo de la patria (1992), apareció Cuentos de los años felices, la única colección de cuentos que no incluyen artículos periodísticos.
Un año después, publicó su última novela, La hora sin sombra.
Afectado por un cáncer de pulmón, alcanzó a publicar una última selección de artículos, cuentos y semblanzas, Piratas, fantasmas y dinosaurios, en 1996. Murió el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires, y fue sepultado en el Cementerio de la Chacarita.

Recepción y premios

A lo largo de su carrera, vendió más de un millón de ejemplares. Si bien fue un autor muy vendido en vida, no era reconocido por alguna parte de los críticos literarios. La venta de sus libros decayó luego de su muerte, pero a partir de 2003, cuando la Editorial Seix Barral comenzó a reeditar sus libros, volvió a tener buen número de ejemplares vendidos (más de 400 mil entre 1978 y 2016).
Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte países y traducidas a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso.​
En Italia recibió el “Raymond Chandler Award” de Italia (1993) y el premio Scanno (1996, por su libro Pensare con i piedi). En Argentina lo distinguieron las fundaciones Konex (Diploma al mérito en la categoría novela, quinquenio 1989-1993) y Quinquela Martín (1994).

Obras
Novelas

Triste, solitario y final (1973)
No habrá más penas ni olvido (1978)
Cuarteles de invierno (1980)
A sus plantas rendido un león (1986)
Una sombra ya pronto serás (1990)
El ojo de la Patria (1992)
La hora sin sombra (1995)

Cuentos y artículos

Artistas, locos y criminales (1983)
Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988)
El Negro de París (1989) - cuento infantil.
Cuentos de los años felices (1993)
Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996)
Arqueros, ilusionistas y goleadores (1998)
Cómicos, tiranos y leyendas (2012)

Filmografía

Una mujer (1975)
No habrá más penas ni olvido (1983)
Cuarteles de invierno (1984)
Das autogramm (1984), de la novela Cuarteles de invierno
Una sombra ya pronto serás (1994)
Soriano, documental biográfico dirigido por Eduardo Montes Bradley. Argentina, 2001.
El penalti más largo del mundo (2005)

Homenajes

Desde el año de su muerte, el Premio Municipal de Literatura de Mar del Plata lleva la denominación de Premio Osvaldo Soriano.
La banda de punk argentina Pilsen, en su disco debut "Bajo otra bandera" incluyó el tema "Seis novelas", que es un homenaje al escritor.

En el año 2015, el club San Lorenzo de Almagro, el club de sus amores, lo homenajeó con su nombre en la nueva sala de prensa en el Estadio Pedro Bidegain.​ A su vez, desde el 13 de enero de 2007 existe en Madrid una peña sanlorencista que lleva su nombre, como reconocimiento.



No comments: