El
guardavía
Charles
Dickens
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando oyó la voz que
así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una
bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en
cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia
de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba,
sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el
hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de
hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar
en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la
atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá
abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado
por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las
manos, logré verlo.
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Dejó entonces de mirar
a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por
encima de él.
-¿Hay algún camino para
bajar y hablar con usted?
Él me miró sin replicar
y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado
precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se
vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la
violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó
hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras
él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se
diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar
la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una
pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera
enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de
distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de
mirar atentamente a mí alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de
bajada excavado en la roca y lo seguí.
El terraplén era
extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca
pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por
dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para
permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había
señalado el sendero.
Cuando hube descendido
lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles
por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la
mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que
mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad
que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé el descenso y,
al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre
moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en
el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos
lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista
salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una
prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto,
terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa,
a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo,
deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo
traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta
lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Antes de que él hiciese
el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin
quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la
mano.
Aquél era un puesto
solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba.
Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal
recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado
toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar
su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos
que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además
de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel
hombre que me cohibía.
Dirigió una curiosísima
mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como
si faltase algo allí, y luego me miró.
-¿Aquella luz está a su
cargo, verdad?
-¿Acaso no lo sabe? -me
respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos
fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un
espíritu, no un hombre.
Desde entonces, al
recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera
sufriendo una alucinación.
Esta vez fui yo quien
dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor
latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
-Me mira -dije con
sonrisa forzada- como si me temiera.
-No estaba seguro -me
respondió- de si lo había visto antes.
-¿Dónde?
Señaló la luz roja que
había estado mirando.
-¿Allí? -dije.
Mirándome fijamente
respondió (sin palabras), «sí».
-Mi querido amigo ¿qué
podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he
estado allí, puede usted jurarlo.
-Creo que sí -asintió-,
sí, creo que puedo.
Su actitud, lo mismo
que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad
y soltura.
¿Tenía mucho que hacer
allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo
que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo
propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar
alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez
en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas
aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de
soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba
acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía
llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada
de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y
había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había
tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella
corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a
la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía
de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la
línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche.
Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las
tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la
campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada
ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
Me llevó a su caseta,
donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía
que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas,
y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario
de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis
palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de
pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes
agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la
policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía
que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril.
De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas
si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad;
pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades,
había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de
nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo lo que he resumido
aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego
y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se
refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de
lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que
transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y
desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al
conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el
cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase
y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En una palabra, hubiera
calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su
profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos
ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla
cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada
para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca
del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable
expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos
mirábamos desde tan lejos.
Al levantarme para irme
dije:
-Casi me ha hecho usted
pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo
hice para tirarle de la lengua.)
-Creo que solía serlo
-asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy
preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera retirado sus
palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a
ellas rápidamente.
-¿Por qué? ¿Qué es lo
que le preocupa?
-Es muy difícil de
explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en
otra ocasión, intentaré hacerlo.
-Pues deseo visitarle
de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
-Mañana salgo temprano
y regreso a las diez de la noche, señor.
-Vendré a las once.
Me dio las gracias y me
acompañó a la puerta.
-Encenderé la luz
blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-.
Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su actitud hizo que el
lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».
-Y cuando baje mañana
¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar
«¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?
-Dios sabe -dije-,
grité algo parecido…
-No parecido, señor.
Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
-Admitamos que lo
fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
-¿Por ninguna otra
razón?
-¿Qué otra razón podría
tener?
-¿No tuvo la sensación
de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
-No.
Me dio las buenas
noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la
desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero.
Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.
A la noche siguiente,
fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los
lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz
blanca encendida.
-No he llamado -dije
cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?
-Por supuesto, señor.
-Buenas noches y aquí
tiene mi mano.
-Buenas noches, señor,
y aquí tiene la mía.
Tras lo cual anduvimos
el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y
nos sentamos junto al fuego.
-He decidido, señor
-empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y
hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que
preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra
persona. Eso es lo que me preocupa.
-¿Esa equivocación?
-No. Esa otra persona.
-¿Quién es?
-No lo sé.
-¿Se parece a mí?
-No lo sé. Nunca le he
visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho
violentamente. Así.
Seguí su gesto con la
mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y
vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».
-Una noche de luna
-dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga!
¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie
junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle.
La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo
«¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí
hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a
la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que
continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano
extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
-¿Dentro del túnel?
-pregunté.
-No. Seguí corriendo
hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el
farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas
de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que
había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré
alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la
galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos
direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».
Resistiendo el helado
escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta
figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras,
originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo,
habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta
de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre
sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un
momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los
extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
Todo esto estaba muy
bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para
saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas
noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía
no había terminado.
Le pedí perdón y
lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
-Unas seis horas
después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al
cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel,
por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable
estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí,
que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente
su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables
ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque,
ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como
objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas
coincidencias en la vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar
que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
-Esto -dijo, poniéndome
otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos
vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había
recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el
día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra
vez.
Y aquí se detuvo,
mirándome fijamente.
-¿Lo llamó?
-No, estaba callado.
-¿Agitaba el brazo?
-No. Estaba apoyado
contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
Una vez más seguí su
gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las
figuras de piedra de los sepulcros.
-¿Se acercó usted a él?
-Entré y me senté, en
parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo.
Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había
ido.
-¿Pero no ocurrió nada
más? ¿No pasó nada después?
Me tocó en el brazo con
la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome
horrorizado a cada una de ellas:
-Ese mismo día, al
salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que
parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo
a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno,
pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y
al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto
instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron
en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente
empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que
señalaba.
-Es la verdad, señor,
la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No supe qué decir, ni
en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los
hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso.
Mi interlocutor prosiguió:
-Ahora, señor, preste
atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una
semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí
y otro no.
-¿Junto a la luz?
-Junto a la luz de
peligro.
-¿Y qué hace?
El guardavía repitió,
con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios
santo, apártese de la vía!». Luego continuó:
-No hallo tregua ni
descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante,
ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
Me agarré a esto
último:
-¿Hizo sonar la campanilla
ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
-Por dos veces.
-Bueno, vea -dije- cómo
le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos
estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en
ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
-Todavía nunca he
cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada
del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña
vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la
campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese.
Pero yo sí que la oí.
-¿Y estaba el espectro
allí cuando salió a mirar?
-Estaba allí.
-¿Las dos veces?
-Las dos veces -repitió
con firmeza.
-¿Quiere venir a la
puerta conmigo y buscarlo ahora?
Se mordió el labio
inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y
me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz
de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del
terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
-¿Lo ve? -le pregunté,
prestando una atención especial a su rostro.
Sus ojos se le salían
ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo
habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo
punto un instante antes.
-No -contestó-, no está
allí.
-De acuerdo -dije yo.
Entramos de nuevo,
cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar
mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con
un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún
tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más
débil.
-A estas alturas
comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la
pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».
No estaba seguro, le
dije, de que lo entendiese del todo.
-¿De qué nos está
previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos
hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está?
Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna
desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no
cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
Se sacó el pañuelo del
bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
-Si envío la señal de
peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna
explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no
resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje:
«¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé.
Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra
cosa podrían hacer?
El tormento de su mente
era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado
hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar
en juego vidas humanas.
-Cuando apareció por
primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el
oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto
de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a
suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera
podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición
escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir.
Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para
demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera,
¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un
pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a
alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para
actuar?
Cuando lo vi en aquel
estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los
viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así
que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o
irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber
a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo
de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes
apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de
la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto
empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo
dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche
pero no quiso ni oír hablar de ello.
No me avergüenza
confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el
sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama
hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me
gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
Pero lo que
fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una
vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre
era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo
podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía
una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar
mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su
labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si
informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente
con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para
acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos
encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la
noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después
del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en
regresar de acuerdo con este horario.
La tarde siguiente fue
una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había
puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del
profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-,
media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el
momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»
Antes de seguir el
paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que
lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando,
cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano
izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible
horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición
era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño
grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había
hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y
utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que
me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.
Con la inequívoca
sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna
desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber
hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el
sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
-¿Qué pasa? -pregunté a
los hombres.
-Ha muerto un guardavía
esta mañana, señor.
-¿No sería el que
trabajaba en esa caseta?
-Sí, señor.
-¿No el que yo conozco?
-Lo reconocerá si le
conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose
solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante
entero.
-Pero ¿cómo ocurrió? ¿Cómo
ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
-Lo arrolló la máquina,
señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero
por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido
la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba
vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando
cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, que vestía
un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca
del túnel:
-Al dar la vuelta a la
curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un
catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy
cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar
cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
-¿Qué dijo usted?
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me sobresalté.
-Oh, fue horroroso,
señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos
para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no
sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar
mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean,
quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la
advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado
guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las
que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que
él había representado.
(David Copperfield, telefilme dirigido por Peter Medak,
con Hugh Dancy, Michael Richards, Eileen Atkins del año 2000)
Charles John Huffam
Dickens (Portsmouth, Inglaterra, 7 de febrero
de 1812-Gads Hill Place, Inglaterra, 9 de junio de 1870) fue un escritor y
novelista inglés, uno de los más reconocidos de la literatura universal, y el
más sobresaliente de la era victoriana. Fue maestro del género narrativo, al
que imprimió ciertas dosis de humor e ironía, practicando a la vez una aguda
crítica social. En sus obras destacan las descripciones de personas y lugares,
tanto reales como imaginarios. En ocasiones, utilizó el seudónimo Boz.
Sus novelas y relatos
cortos gozaron de gran popularidad durante su vida, y aún hoy se editan y
adaptan para el cine habitualmente. Dickens escribió novelas por entregas,
formato que usaba en aquella época, por la sencilla razón de que no todo el
mundo poseía los recursos económicos necesarios para comprar un libro. Cada
nueva entrega de sus historias era esperada con gran entusiasmo por sus
lectores, nacionales e internacionales. Fue y sigue siendo admirado como un
influyente literato por escritores de todo el mundo.
Biografía
Primeros años
Charles Dickens nació
el 7 de febrero de 1812, en Landport, perteneciente a la ciudad de Portsmouth,
hijo de John Dickens (1786-1851), oficinista de la Pagaduría de la Armada en el
arsenal del puerto de Portsmouth, y de su esposa Elizabeth Barrow (1789-1863).
En 1814, la familia se trasladó a Londres, Somerset House, en el número diez de
Norfolk Street. Cuando el futuro escritor tenía cinco años, la familia se mudó
a Chatham, Kent. Su madre era de clase media y su padre siempre arrastraba
deudas, debido a su excesiva inclinación al despilfarro. Charles no recibió
ninguna educación hasta la edad de nueve años, hecho que posteriormente le
reprocharían sus críticos, al considerar su formación en exceso autodidacta. Con
esta edad, después de acudir a una escuela en Rome Lane, estudió cultura en la
escuela de William Gile, un graduado
en Oxford. Pasaba el tiempo fuera de
su casa, leyendo vorazmente. Mostró una particular afición por las novelas
picarescas, como Las aventuras de
Roderick Random y Las aventuras de
Peregrine Pickle de Tobias Smollett, y Tom
Jones de Henry Fielding. Éste sería su escritor favorito. También leía con
fruición novelas de aventuras como Robinson
Crusoe y Don Quijote de la Mancha.
En 1823, vivía con su familia en Londres, en el número 16 de Bayham Street,
Camden Town, que era entonces uno de los suburbios más pobres de la ciudad.
Aunque sus primeros años parecen haber sido una época idílica, él se describía
como un «niño muy pequeño y no especialmente cuidado». También hablaría de su
extremo patetismo y de su memoria fotográfica de personas y eventos, que le
ayudaron a trasladar la realidad a la ficción.
Su vida cambió
profundamente cuando su padre fue denunciado por impago de sus deudas y encarcelado
en la prisión de deudores de Marshalsea. La mayor parte de la familia se
trasladó a vivir con el señor Dickens a la cárcel, posibilidad establecida
entonces por la ley, que permitía a la familia del moroso compartir su celda.
Charles fue acogido en una casa de Little
College Street, regentada por la señora Roylance y acudía los domingos a
visitar a su padre en la prisión.
A los doce años, se
consideró que el futuro novelista tenía la edad suficiente para comenzar a
trabajar, y así comenzó su vida laboral, en jornadas diarias de diez horas en Warren's Boot-Blacking Factory, una
fábrica de betún para calzado, ubicada cerca de la actual estación ferroviaria
Charing Cross de Londres. Durante este periodo su vida transcurrió pegando
etiquetas en los botes de betún para calzado; ganaba seis chelines semanales.
Con este dinero, tenía que pagar su hospedaje y ayudaba a la familia, la
mayoría de la cual vivía con su padre, que permanecía encarcelado.
Después de algunos
meses, su familia pudo salir de la prisión de Marshalsea, pero su situación
económica no mejoró hasta pasado un tiempo, cuando al morir la abuela paterna
de Charles, su padre recibió una herencia de 450 libras. Su madre no retiró a
Charles de forma inmediata de la compañía, que era propiedad de unos parientes
de ella. Dickens nunca olvidaría el empeño de su madre de obligarle a
permanecer en la fábrica. Estas vivencias marcarían su vida como escritor:
dedicaría gran parte de su obra a denunciar las condiciones deplorables bajo
las cuales sobrevivían las clases proletarias. En su novela David Copperfield, juzgada como la más
autobiográfica, escribió: «Yo no recibía ningún consejo, ningún apoyo, ningún
estímulo, ningún consuelo, ninguna asistencia de ningún tipo, de nadie que me
pudiera recordar. ¡Cuánto deseaba ir al cielo!».
Primera etapa
En mayo de 1827,
Dickens empezó a trabajar como pasante en el bufete de los procuradores Ellis
& Blackmore y después de un tiempo como taquígrafo judicial.
En 1828 comenzó a
colaborar como reportero en el Doctor's
Commons y posteriormente ingresó en calidad de cronista parlamentario en el
True Sun. Por esta época se interesó
por la escena teatral londinense, apuntándose a clases de interpretación, pero
el día de la realización del casting, padeció gripe y no pudo asistir,
apagándose así sus sueños de ser actor teatral.
En 1834 lo contrató el Morning Chronicle como periodista
político, para informar sobre debates parlamentarios, y viajar a través del
país a cubrir las campañas electorales. En 1836 sus artículos en forma de
esbozos literarios que habían ido apareciendo en distintas publicaciones desde
1833, se publicaron formando el primer volumen de Sketches by Boz y que dio paso en marzo de ese mismo año a la
publicación de las primeras entregas de Los
papeles póstumos del club Pickwick. Posteriormente continuó contribuyendo y
editando diarios durante gran parte de su vida.
El 2 de abril de 1836
contrajo matrimonio con Catherine Thompson Hogarth (1815-1879) y estableció su
residencia en Bloomsbury. Tuvieron
diez hijos: Charles Culliford Boz Dickens (1837-1896), Mary Dickens
(1838-1896), Kate Macready Dickens (1839-1929), Walter Landor Dickens
(1841-1863), Francis Jeffrey Dickens (1844-1886), Alfred D'Orsay Tennyson
Dickens (1845-1912), Sydney Smith Haldimand Dickens (1847-1872), Henry Fielding
Dickens (1849-1933), Dora Annie Dickens (1850-1851) y Edward Bulwer Lytton
Dickens (1852-1902).
En 1836 aceptó el
trabajo de editor del Bentley's
Miscellany, que mantendría hasta 1839, cuando discutió con el dueño. Otros
dos periódicos de los que Dickens fue asiduo contribuyente fueron Household Words y All the Year Round. En 1842, viajó junto a su esposa a los Estados
Unidos a bordo del vapor RMS Britannia,
hecho que describió brevemente en Notas
de viaje americanas y que sirvió también como base de alguno de los
episodios de Martin Chuzzlewit.
Aunque poco después mostró interés por el Unitarismo cristiano, Dickens
seguiría siendo anglicano durante el resto de su vida. Hacia 1849, Dickens
escribiría La vida de nuestro Señor
(en inglés: The Life of Our Lord), un libro corto que abordaba la vida de
Jesucristo con un lenguaje sencillo y que fue escrito con el propósito de
inculcar la religión cristiana a sus hijos. Influido por su formación
protestante, rechazó las denominaciones del catolicismo y el evangelicalismo, y
trató de forma crítica la hipocresía de instituciones religiosas y filosofías,
espiritualismo que él consideraba una desviación del verdadero espíritu del
cristianismo. Dickens no sólo profesaba ser cristiano, sino que, en palabras de su hijo Henry Fielding
Dickens, sería descrito como un hombre de «profundas convicciones religiosas».
Leo Tolstoy y Fiodor Dostoievski se referirían a él como «ese gran escritor
cristiano».
Los escritos de Dickens
fueron sumamente populares en sus días y fueron leídos extensamente. En 1856,
su popularidad le permitió comprar Gad's Hill Place. Esta gran casa ubicada en
Higham, Kent, tenía un especial significado para el escritor, ya que de niño
había caminado por sus cercanías y había soñado con habitarla. El lugar fue
también el lugar donde se desarrollan algunas escenas de la primera parte del
Enrique IV de Shakespeare, conexión literaria que complacía a Dickens.
Vio publicadas nueve
entregas en 1836 y las once restantes en 1837, de The Posthumous Papers of the Pickwick Club (Los papeles póstumos
del Club Pickwick). Su siguiente obra fue Oliver
Twist (1837-1838) un relato auténticamente autobiográfico y que se publicó
por entregas durante dos meses. A esta obra siguieron Nicholas Nickleby (1838-1840) y La
tienda de antigüedades (1840-1841), donde narra las desdichas de la pequeña
Nelly, con pasajes inspirados en el reciente fallecimiento de su cuñada Mary
Hogarth, de diecisiete años a quien Dickens adoraba. La obra tuvo un gran éxito
en Inglaterra y América.
Gracias a las obras que
iba publicando, Dickens ganó un gran prestigio. En 1841 fue nombrado hijo
adoptivo por la ciudad de Edimburgo, y a principios de 1842 viajó a Estados
Unidos, donde fue rechazado por la sociedad de este país debido a las
conferencias que impartía y a la novela Notas
de América, contraria a la esclavitud y que Dickens había experimentado
personalmente en su infancia. A pesar de ello se reconcilió con el público
después de la publicación de Canción de
Navidad en 1843.
Su novela Dombey and Son («Dombey e hijo»),
1846-1848, significó un cambio en su método de trabajo: pasó de la
improvisación hacia la completa planificación, apoyándose para la escritura en
la maestría que alcanzó en el manejo de los recursos novelísticos. Fundó en
1849 el semanario Household Words,
donde difundió escritos de autores poco conocidos y en el que publicó dos de
sus más excelsas obras: Bleak House
(Casa desolada), 1852-1853, y Hard Times (Tiempos
difíciles), 1854.
Ya era considerado como
el gran novelista de lo social. Sometido como estaba a una gran carga de
trabajo destinada a satisfacer la demanda de sus lectores, Dickens no tardó en
caer en una crisis que le llevó a la ruptura con sus editores, tras exigirles
una mayor remuneración, petición que fue denegada. Después de ello, Dickens
inició una serie de viajes a Italia, publicando Imágenes italianas, Suiza y
Francia, en donde conoció a Alejandro Dumas y a un joven Julio Verne, además de
admirar la sociedad parisina. A su regreso a Inglaterra, obligado por nuevas necesidades
económicas, extendió su actividad a otros campos: organizó representaciones
teatrales, fundó el Daily News, hizo de actor y comenzó a dar conferencias,
como las que daba sobre los derechos de autor, defensa de las prostitutas y
condena de la pena de muerte, muy en boga en Londres como divertimento del
pueblo.
Su gran best seller fue
David Copperfield, del cual llegó a
vender hasta 100 000 ejemplares en poco tiempo. Fue también el primer escritor
en utilizar la palabra detective en sus novelas.
Segunda etapa
Alrededor de 1850 la
salud de Dickens había empeorado; este cambio fue agravado por la muerte de su
padre, de una hija y de su hermana Fanny. Dickens se separó de su esposa en
1858. En la era victoriana, el divorcio era impensable, particularmente para
personas famosas como él. No obstante, continuó manteniendo a ella y a la casa
por los siguientes 20 años, hasta el día que ella falleció. Aunque inicialmente
vivían felices juntos, Catherine no parecía compartir en lo más mínimo la
desmedida energía que Dickens tenía. Su trabajo de vigilar a sus diez niños y
la presión de vivir con un mundialmente famoso novelista ciertamente no
ayudaba. Georgina, la hermana de Catherine, se mudó para ayudarla, pero
circulaban rumores de que Charles estaba involucrado románticamente con su
cuñada. Una indicación de la crisis matrimonial ocurrió cuando, en 1855, él fue
al encuentro de su primer amor, María Beadnell. María también estaba casada en
estos tiempos, pero ella había cambiado muchísimo del recuerdo romántico que
Dickens tenía de ella. A partir de entonces, el cambio del carácter de Charles
Dickens fue tan notable que varios amigos suyos declararon no reconocer en él a
la persona que habían conocido. A pesar de todo, Dickens continuó escribiendo y
dando conferencias y se refugió en casa de su amigo Wilkie Collins (el creador
del misterio). Llegaron a escribir relatos juntos y se recomendaban ideas para
sus respectivas novelas. En 1859 publicó Historia
de dos ciudades. En 1863 crea The
Arts Club.
El 9 de junio de 1865,
mientras regresaba de Francia para ver a Ellen Ternan, Dickens sufrió un
accidente, el famoso choque ferroviario de Staplehurst, en el cual los siete
primeros vagones del tren cayeron de un puente que estaba siendo reparado. El
único vagón de primera clase que no cayó fue aquel donde se encontraba Dickens.
El novelista pasó mucho tiempo atendiendo a los heridos y moribundos antes de
que los rescatadores llegasen. Antes de partir se acordó del inconcluso
manuscrito de Nuestro amigo mutuo, y
regresó al vagón únicamente a recuperarlo. Típico de Dickens, él luego usaría
esta terrible experiencia para escribir su corta historia de fantasmas El guardavía en la cual el protagonista
tiene la premonición de un choque ferroviario.
Dickens se las arregló
para evadirse de la investigación del choque, pues como ahora se sabe, él
estaba viajando ese día con Ellen Ternan y su madre, lo cual podía causar un
escándalo. Ellen, una actriz, había sido la compañera de Dickens desde que éste
finalizó su matrimonio, y, como él la conoció en 1857, fue probablemente la
última razón para su separación. Ella continuó siendo su compañera, más bien su
señora, hasta el día de su muerte. Las dimensiones de la aventura fueron
desconocidas hasta la publicación en 1939 de Dickens y su hija, un libro acerca
de la relación intrafamiliar del autor con su hija Kate. Kate Dickens trabajó
con Gladys Storey en el libro antes de su muerte, ocurrida en 1929, y afirmó
que Dickens y Ternan tuvieron un hijo que murió en la infancia, aunque no existe
ninguna evidencia concreta que corrobore sus afirmaciones.
Dickens, aunque ileso,
nunca se recuperó totalmente del accidente de Staplehurst. Su prolífica pluma
se dedicó a completar Nuestro amigo mutuo
y a comenzar El misterio de Edwin Drood,
que quedó inacabada en su último tercio, y cuyo desconocido final dio lugar
hasta hoy a innumerables hipótesis. Mucho de su tiempo fue utilizado en
lecturas públicas de sus más amadas novelas. Dickens estaba fascinado con el
teatro como un escape del mundo real, y los teatros y el público teatral
aparecen en Nicholas Nickleby. Los
espectáculos itinerantes eran extremadamente populares, y el 2 de diciembre de
1867 Dickens dio su primera lectura pública en los Estados Unidos, en un teatro
de Nueva York. El esfuerzo y la pasión que ponía en estas lecturas con voces
individualizadas para sus personajes es algo que quizá también contribuyó a su
muerte.
Volvió a escribir en el
Old Year Magazine hasta su muerte.
Poco después fue recibido por la reina Victoria, la cual era gran lectora de
sus obras.
En 1869 Dickens aceptó
presidir el Birmingham and Midland
Institute, convirtiéndose así en su decimosexto presidente.
Cinco años después del
citado accidente, el 9 de junio de 1870, murió al día siguiente de sufrir una
apoplejía, sin haber recuperado la consciencia. Contra su deseo de ser
enterrado en la catedral de Rochester (la cercana a su domicilio), «de forma
barata, sin ostentaciones y estrictamente privada», lo fue en la llamada
«Esquina de los Poetas» de la Abadía de Westminster, si bien se procuró respetar
su deseo de privacidad. Circuló a su muerte un epitafio impreso en el que se
decía que «fue simpatizante del pobre, del miserable, y del oprimido; y con su
muerte, el mundo ha perdido a uno de los más grandes escritores ingleses».
Dickens estipuló que no se erigiera ningún monumento en su honor; su única
estatua de tamaño natural data de 1981, fue realizada por Francis Edwin Elwell,
y se encuentra localizada en Clark Park, Filadelfia, en los Estados Unidos. Su
gran sueño fue el de ser libre y lo consiguió siendo escritor.
Su novela Oliver Twist ha sido llevada en
numerosas ocasiones a la gran pantalla:
Dickens como editor de
sus obras
Dickens fue un
periodista consumado antes de alcanzar el éxito como escritor. Después de su
ascenso a la fama, se enfrentó a una serie de funciones como editor,
resultándole poco interesantes, y no es sino hasta 1850 cuando se convierte en
el editor de su propia revista de publicación semanal, Household Words y su sucesora All
the Year Round.
Dickens pasó por
distintos oficios que siempre involucraban las letras:
Reportero de Ley Independiente
(1829-1831)
Cronista parlamentario
de El espejo de Parlamento (1831-1832)
Reportero, Verdadero
Sol (1832-1834)
reportero, La crónica
de la mañana (1834 a 1836)
Editor, Miscelánea de
Bentley (1837-1839)
Fundador y editor,
Reloj del Maestro Humphrey (1840-1841)
Editor, The Daily News
(1846)14
Durante los últimos 20
años de su vida, Dickens fue editor de su propia revista semanal, Household Words. A este nuevo proyecto
se sumaron sus ambiciones previas, pues pensaba realizar una revista de corte
serio, en donde hubiera cercanía con la literatura de manera más crítica, y
asimismo una mayor cercanía con la sociedad. El proyecto duró 9 años, en cuyas
publicaciones desfilan su obras Tiempos
difíciles, Casa desolada y La pequeña Dorrit.
Al terminar su
publicación en 1859 le siguió la revista All
the Year Round, que de igual manera trabajaba con una producción semanal,
compartiendo la misma ideología que la anterior. La diferencia fue el uso de la
ficción, que se introdujo como elemento principal. Es aquí donde se publica Historia de dos ciudades. Esta significó
una gran evolución en su producción literaria, que fue más fluida, pues al ser
la revista semanal le otorgaba a Dickens tiempo para su cuidado y mejor manejo
en la redacción, impresión y tipografía, la cual era a doble columna y era más
cuidada. Cabe mencionar que también en estas publicaciones se imprimían
imágenes creadas especialmente para las obras; eran pequeños bosquejos de
ilustradores bastante cuidadosos. La revista dejó de circular a la muerte de
Dickens, en 1870.
Estilo literario
El estilo de Dickens es
florido y poético, con un fuerte toque cómico. Sus sátiras sobre el esnobismo de la aristocracia británica
—él llamaba a uno de sus personajes «El Refrigerador Noble»— son a menudo populares.
Comparaciones de huérfanos con accionistas o comensales con muebles son algunas
de sus más aclamadas ironías.
Personajes
A Dickens lo han
llamado un autor cuyos personajes son de los más memorables y creativos en la
literatura inglesa —si no exclusivamente por sus peculiaridades insólitas, con
certeza por sus nombres—. Personajes, como Ebenezer Scrooge, Fagin, Mrs. Gamp,
David Copperfield, Charles Darnay, Oliver Twist, Micawber, Pecksniff, Miss
Havisham, Wackford Squeers y muchos otros, son tan bien conocidos, que se puede
hasta creer que tienen una vida fuera de sus novelas y que sus historias
continuarían con otros autores. A Dickens le encantaba el estilo del siglo
XVIII, el romance gótico, incluso lo llegó a tomar a juego —Northanger Abbey,
de Jane Austen, fue una muy conocida parodia— y mientras algunos son grotescos,
sus excentricidades no suelen eclipsar sus historias. Uno de los personajes
mejor dibujados dentro de sus novelas es la misma Londres. Desde los bares de
las afueras de la ciudad hasta las orillas del Támesis, todos los aspectos de
la capital británica son descritos por alguien que la amaba verdaderamente y
que pasaba muchas horas caminando por sus calles.
Novelas por entregas
La mayoría de las obras
maestras de Dickens fueron escritas como entregas mensuales o semanales en
periódicos como El reloj de maese
Humphrey y Household Words,
siendo posteriormente reimpresas en libros. Estas entregas hacían las historias
más baratas y accesibles. Los seguidores estadounidenses, incluso esperaban en
los puertos de Nueva York gritando sobre la multitud de un barco que arribaba
«¿Está la pequeña Nell muerta?». Parte del gran talento de Dickens era
incorporar su estilo por entregas con un coherente final de novela. Sus números
mensuales fueron ilustrados por, entre otros, «Phiz» (seudónimo de Hablot
Browne). Entre sus más famosos trabajos están Grandes esperanzas, David
Copperfield, Oliver Twist, Historia de dos ciudades, Casa desolada, Nicholas Nickleby, Los
papeles póstumos del club Pickwick y Cuento
de Navidad.
Su forma de concebir
los personajes puede entenderse al analizar su relación con los ilustradores.
Dickens trabajó muy cercanamente con los ilustradores, al comienzo les daba un
prospecto del trabajo, asegurándose de que los personajes y los ambientes eran
tal como él los imaginaba. Al leer la correspondencia entre el autor y el
ilustrador, pueden ser mejor entendidas las intenciones de Dickens, lo que
estaba oculto en su arte está plenamente explicado en estas cartas. Otro hecho
que revelan las misivas es que los intereses del lector no siempre coincidían
con los del autor. Un gran ejemplo de esto aparece en la novela mensual Oliver Twist. En un episodio de la
misma, Dickens metió a Oliver en un enredo de un robo. Esta entrega concluía
cuando Oliver recibía un disparo. Los lectores estimaron que se verían forzados
a esperar sólo un mes para saber cómo había salido el protagonista de ese
disparo, pero Dickens no reveló lo que sucedió con el joven Oliver en el
siguiente número sino que los ansiosos lectores tuvieron que esperar dos meses
para descubrir si el niño viviría. Esto muestra cómo el deseo de un lector
involucrado —de saber qué había sucedido— no coincide con la intención del
autor, que era la de extender la intriga.
Otro efecto importante
del estilo episódico fue la exposición a las opiniones de sus lectores. Como
Dickens no escribía sus capítulos mucho antes de su publicación, podía
comprobar la reacción pública y cambiar la historia dependiendo de esas mismas
reacciones. Un ejemplo de este proceso puede ser visto en sus entregas
semanales de la Vieja tienda de
antigüedades, que es la historia de una persecución. En esta novela, Nell y
su abuelo huyen del villano, Quilp. El progreso de la novela sigue el gradual
éxito de la persecución. Mientras Dickens escribía y publicaba las entregas
semanales, su buen amigo John Forster le señalaba a Dickens: «Sabes que tendrás
que matarla, ¿verdad?». El porqué de este final, se puede explicar por un breve
análisis de la diferencia entre la estructura de una comedia y la de una
tragedia. En una comedia, la acción cubre una secuencia «tú crees que ellos van
a perder, crees que perderán, ellos vencen». En una tragedia es: «Tú crees que
ellos vencerán, crees que vencerán, ellos pierden». Como se ve, la conclusión
dramática de la historia está implícita en la novela. Así, cuando Dickens
escribió la novela en forma de tragedia, el infortunado desenlace era una
conclusión ya sabida. Si él no hubiera deseado que su heroína perdiera, no debió
completar la estructura dramática. Dickens admitió que su amigo Forster tenía
razón y, en el final, la pequeña Nell fallece. Dickens también admitió que no
deseaba matar a Nell, pero era un novelista y tenía que completar la estructura
de la novela.
Crítica social
Las novelas de Dickens
eran, entre otras cosas, trabajos de crítica social. Él era un fiero crítico de
la pobreza y de la estratificación social de la sociedad victoriana. A través
de sus trabajos, Dickens mantenía una empatía por el hombre común y un
escepticismo por la familia burguesa. La segunda novela de Dickens, Oliver Twist (1839), fue responsable de
la limpieza del actual arrabal de Londres que fue la base de la historia La isla de Jacob. Además, con el
personaje de una trágica prostituta, Nancy, Dickens «humanizó» a tales mujeres
para los lectores, mujeres que eran apreciadas como «desafortunadas», inmorales
víctimas inherentes de la economía del sistema victoriano. La casa desolada y La pequeña
Dorrit elaboraron extensas críticas hacia el aparato institucional
victoriano: los interminables litigios de la corte de la Cancillería que
destruyeron las vidas de las personas en La
casa desolada y el ataque doble en La
pequeña Dorrit con la patente ineficiencia y corrupción de las oficinas y
con la irregular especulación de los mercados.
Técnicas literarias
A menudo Dickens usaba
idealizados personajes y escenas de alto toque sentimental contrastando con sus
caricaturas y las terribles verdades sociales que revelaba. La larga escena de
la muerte de la pequeña Nell en la Vieja
tienda de antigüedades (1841) fue recibida como increíble y conmovedora por
los lectores de su época, pero fue vista como ridículamente sentimental por
Oscar Wilde. En 1903 Chesterton dijo, acerca del mismo tema, «No es la muerte
de la pequeña Nell, sino la vida de la pequeña, lo que objeto».
En Oliver Twist, Dickens proporciona a los lectores un idealizado
retrato de un joven irrealmente bueno, cuyos valores jamás son subvertidos por
brutales orfanatos o forzadas intervenciones en una banda de pequeños
carteristas. También sus posteriores novelas se centran en personajes
idealizados (como Esther Summerson en Casa
desolada y Amy Dorrit en La pequeña Dorrit) este idealismo sirve solo para
destacar el fin de Dickens de conmover con su crítica social. La mayoría de sus
novelas están relacionadas con el realismo social, enfocándose en mecanismos de
control social que dirigen las vidas de las personas (por ejemplo en las redes
industriales en Tiempos difíciles y
códigos de clase hipócritas y excluyentes en Nuestro amigo mutuo).
Dickens también emplea
increíbles coincidencias (por ejemplo, Oliver Twist resulta ser el sobrino
perdido de una familia de la alta sociedad que por azar lo rescata de un
peligroso grupo de carteristas). Estas coincidencias son comunes en el siglo
XVIII —siglo de las novelas picarescas (como Tom Jones de Henry Fielding), que
Dickens disfrutaba bastante—. Para Dickens esto era un índice de un
Cristianismo humanitario que lo llevaba a creer que el bien al final siempre
vence, incluso de formas inesperadas. Viendo esto desde un contexto biográfico,
la vida de Dickens, contra lo que se esperaba, lo llevó desde una desconsolada
niñez forzado a trabajar largas horas en una fábrica de botas a la edad de 12
años (cuando su padre se encontraba en la prisión por deudas) hasta su estatus como
el novelista más popular de Inglaterra a la edad de 27 años.
Elementos
autobiográficos
Todos los autores
incorporan elementos biográficos en sus ficciones, pero con Dickens esto es muy
notable, incluso cuando temía ocultar lo que él consideraba su vergonzoso,
humilde pasado.
David
Copperfield es una de las más claras
autobiografías, pero las escenas de la Casa
desolada de interminables casos de la corte y argumentos legales pudieron
venir sólo de un periodista que tuvo que reportarlos. La propia familia de
Dickens fue enviada a la prisión por pobreza, un tema común en muchos de sus
libros, y la detallada descripción de la vida en la prisión de Marshalea en La pequeña Dorrit es debida a las
propias experiencias de Dickens en aquella institución.
La pequeña Nell, en La vieja tienda de curiosidades es un
pensamiento que representa a su propia cuñada, el padre de Nicholas Nickleby y Wilkins
Micawber son, con seguridad, el propio padre del autor, así como la señora Nickleby y la señora Micawber son similares a su madre. La naturaleza esnob de Pip de Grandes esperanzas también tiene cierta
afinidad con el mismo autor. Dickens pudo haber dibujado sus experiencias
infantiles, pero él estaba también avergonzado de ellas y no revelaría que sus
propias narraciones venían de la mugre.
Muy pocos conocían los
detalles de su vida hasta después de seis años de muerto, cuando John Forster
publicó una biografía en la cual Dickens había colaborado. Un pasado oscuro en
tiempos victorianos pudo viciar reputaciones, así como a algunos de sus
personajes, y éste era quizá el propio temor de Dickens.
Recepción
Estudiosos y escritores
como George Gissing y G. K. Chesterton defendieron y aclamaron su dominio de la
lengua inglesa como inigualable, sus personajes como inolvidables, y en gran
medida su profunda sensibilidad social. No obstante, también recibió críticas
de lectores importantes —George Henry Lewes, Henry James y Virginia Woolf,
entre ellos— los cuales achacaron ciertos defectos a sus obras, como el
sentimentalismo efusivo, acontecimientos irreales y personajes grotescos.
Legado
Charles Dickens era una
personalidad muy reconocida y sus novelas fueron muy populares durante su vida.
Su primera novela terminada, Los papeles
póstumos del Club Pickwick (1837), le otorgó una inmediata fama que
continuó durante toda su carrera. Mantuvo una gran calidad en todos sus
escritos y aunque raramente se apartaba de su típico método dickensoniano de
siempre intentar escribir una gran «historia» en una manera convencional (la
doble narración de Casa Desolada es
una notable excepción), experimentó con numerosos temas, caracterizaciones y
géneros. Algunos de estos experimentos fueron más exitosos que otros y la
apreciación pública de sus obras variaron a través del tiempo. Normalmente se
alegraba de dar a sus lectores lo que ellos querían y la publicación mensual o
semanal de sus trabajos en episodios significaban que el libro podría cambiar
mientras la historia ocurría según el gusto del público. Un buen ejemplo de
esto son los episodios americanos de Martin
Chuzzlewit, los cuales fueron puestos como respuesta de Dickens a más bajo
precio de sus primeros capítulos. En Nuestro
amigo mutuo la inclusión del personaje de Riaj fue un positivo retrato de
un personaje judío, después de la que criticó con Fagin en Oliver Twist.
Su popularidad menguó
un poco tras su muerte, pero sigue siendo uno de los más conocidos y más leídos
de los escritores británicos. Al menos 180 películas y adaptaciones para la
televisión basadas en los trabajos de Dickens confirman el mencionado éxito.
Muchos de sus trabajos fueron adaptados para el escenario durante su vida y ya
en 1913 se realiza una película muda de Los
papeles póstumos del Club Pickwick.
Sus personajes fueron,
a menudo, tan memorables, que parecía que habían cobrado vida propia. Gamp se volvió una expresión de jerga
para una sombrilla por el personaje de la Señora
Gamp, y Pickwickian, Pecksniffian y Gradgrind entraron a los diccionarios debido a los retratos que
les hizo Dickens, como quijotescos, hipócritas o insensibles. Sam Weller, el
irreverente y atolondrado ayuda de Cámara de Los papeles póstumos del Club Pickwick, era una temprana
superestrella, tal vez más conocido que su autor al principio. Esto sucede
también en su más conocida novela Cuento
de Navidad, con nuevas adaptaciones casi todos los días. Es también la más
filmada de las historias de Dickens; muchas versiones datan desde los inicios
del cine. Este simple cuento moralista con su tema de redención, para muchos,
suma todo el verdadero significado de la Navidad y eclipsa todas las demás
historias; además, muestra figuras arquetípicas (Scrooge, Tiny Tim, los
fantasmas de Navidad) de la conciencia occidental. Cuento de Navidad fue escrito por Dickens en un intento de prevenir
un desastre financiero como resultado de las bajas ventas de Martin Chuzzlewit. Años después, Dickens
compartiría que siempre estuvo «profundamente afectado» al escribir Cuento de Navidad y la novela
rejuveneció su carrera como un renombrado autor.
En un tiempo en el que
Gran Bretaña era el mayor poder político y económico del mundo, Dickens destacó
la vida de los pobres olvidados en el corazón del imperio. A través de su
periodismo hizo campaña sobre cuestiones específicas —como la higiene y las
workhouses— pero su ficción era probablemente lo más poderoso para cambiar la
opinión pública sobre las desigualdades de clase. Seguidamente describió la
explotación y represión de los pobres y condenó a las instituciones públicas
oficiales que permitían la existencia de tales abusos. Su más estridente
acusación sobre estas condiciones está en Tiempos
difíciles (1854), su única novela que trata de la clase obrera. En este
trabajo, utiliza tanto la virulencia como la sátira para ilustrar cómo este
marginado estrato social fue denominado como «Manos» por los empresarios, esto
es, que no eran realmente personas, sino sólo apéndices de las máquinas que
operaban.
Sus escritos inspiraron
a otros, en particular, a periodistas y figuras políticas, para incluir en sus
agendas estos problemas de opresión de clase. Por ejemplo, las escenas de
prisión en La pequeña Dorrit y Los papeles póstumos del Club Pickwick
fueron los primeros instigadores en la destrucción de Marshalsea y Fleet
Prison. Así como Carlos Marx dijo, Dickens y otros novelistas de la Inglaterra
victoriana «...exhibían al mundo más verdades sociales y políticas que las que
eran pronunciadas por políticos profesionales, publicistas y moralistas
juntos...». La popularidad excepcional de sus novelas, incluso aquellas con
temas de oposición social (Casa desolada,
1853, La pequeña Dorrit, 1857, Nuestro amigo mutuo, 1865) subrayaban no
sólo su casi natural habilidad para crear apremiantes historias e inolvidables
personajes, sino que también aseguraban que los temas públicos sociales y de
justicia que normalmente eran ignorados, fuesen enfrentados.
Su ficción, con
continuas descripciones de la vida inglesa del siglo XIX, ha venido a
simbolizar con exactitud y anacronismo la sociedad victoriana (1837-1901) como
uniformemente «dickensiana», cuando de hecho, sus novelas relatan el periodo
que va de 1770 a 1860. En la década siguiente a su muerte, ocurrida en 1870, un
más intenso pesimismo filosófico y social se impusieron en la ficción
británica, estos temas contrastaban con la fe religiosa que acompañó incluso a
la más desoladora de las novelas de Dickens. Posteriores novelistas de la
Inglaterra victoriana, como Thomas Hardy y George Grissing fueron influenciados
por Dickens, pero sus trabajos exhiben una carencia de creencia religiosa y retrataban
personajes inmersos en las fuerzas sociales (principalmente los de la clase
baja) que estaban destinados hacia un trágico final más allá de su control.
Los novelistas
continúan influenciados por sus libros; por ejemplo, escritores como Anne Rice,
Tom Wolfe y John Irving evidencian conexiones directas con Dickens. El
humorista James Finn Garner hasta escribió una versión «políticamente correcta»
de Un cuento de Navidad. De cualquier
manera, Dickens se mantiene hoy como un brillante innovador y algunas veces
defectuoso novelista cuyas historias y personajes se han convertido no sólo en
arquetipos literarios sino también en parte de la imaginación pública.
Obras
Novelas
Los papeles póstumos
del Club Pickwick (1836-1837)
Oliver Twist
(1837-1839)
Nicholas Nickleby
(1838-1839)
La tienda de
antigüedades (1840-1841)
Barnaby Rudge (1841)
Martin Chuzzlewit (1843-1844)
Dombey e hijo (1846-1848)
David Copperfield
(1849-1850)
Casa desolada
(1852-1853)
Tiempos difíciles
(1854)
La pequeña Dorrit
(1855-1857)
Historia de dos
ciudades (1859)
Grandes esperanzas
(1860-1861)
Nuestro común amigo
(1864-1865)
El misterio de Edwin
Drood (1870) (inacabada, publicadas seis de las doce entregas previstas)
Cuentos
Una canción de Navidad
(1843) (Conocida también como Un cuento de Navidad y Los fantasmas de Scrooge)
Las campanas (1844)
El grillo del hogar
(1845)
La batalla de la vida
(1846)
El hechizado (1848)
Una casa en alquiler
(1858)
El guardavía (1866)
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