Wednesday, January 23, 2019

PÄR LAGERKVIST


El ascensor que bajó al infierno
Pär Lagerkvist

El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.
—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?
El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.
—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.
—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adónde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?
—Todo te sienta bien, querida —aseguró el hombre—. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.
Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.
—Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni una sola
palabra. ¡Es un bruto, no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado, me asusta; no puedo remediarlo.
—Pobrecilla —se compadeció el señor Smith.
—Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es tan terriblemente serio, no tienes idea… No puede tomarse las cosas con sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o muerte.
—Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.
—Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.
—Querida —murmuró Smith, acariciándola.
El ascensor seguía bajando.
—Cariño —correspondió la mujer, al recobrar el aliento después del largo beso—. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan solemne, no tiene ni una pizca de poesía.
—Querida, tu situación es intolerable.
—Sí, así es: intolerable. Pero —prosiguió ella, tomándole la mano con una sonrisa—, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?
—¡Claro! —afirmó el hombre, inclinándose sobre ella mientras suspiraba.
El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se ruborizó.
—Esta noche haremos el amor… como nunca, ¿eh? —susurró Smith.
Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El ascensor seguía bajando.
Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro enrojecido.
—Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? —exclamó—. ¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es cierto?
—Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de prisa…
—¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados aquí! ¿Qué es lo que pasa?
Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más profundamente.
—¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!
Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas. Y ellos iban hundiéndose cada vez más.
—Vamos directo al infierno —musitó Smith.
—Oh, querido —gimió la mujer, cogiéndole del brazo—. Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma o el del freno de emergencia.
Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.
—¡Es espantoso! —chilló ella—. ¿Qué haremos?
—Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? —contestó Smith—. Todo esto es absurdo.
La mujer estaba desesperada y estalló en sollozos.
—Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún momento…
Entonces se sentaron y esperaron.
—Mira lo que nos está pasando —se quejó la mujer—. Y pensar que salíamos a divertirnos…
—Sí, parece obra del mismo diablo —admitió Smith.
—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?
—Querida —murmuró Smith, rodeándole los hombros con el brazo.
El ascensor seguía bajando.
Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima los rodeaba, dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela cortésmente.
—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación.
Iba vestido con los rabos que le colgaban de la vértebra cervical, como de un clavo.
Smith y la mujer salieron del ascensor, deslumbrados.
—¿Dónde estamos, en nombre de Dios? —exclamaron aterrados por la sorprendente aparición.
El diablo, un poco confuso, les explicó:
—No está tan mal como parece —se apresuró a añadir—. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no es así?

—¡Sí, sí! —asintió Smith al punto—. Únicamente la noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.
La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían ver su interior, donde ardía algo.
—¿Son ustedes los enamorados? —inquirió el diablo.
—Sí, locamente —repuso la mujer, mirando al diablo con ojos maravillados.
—Entonces, por aquí —dijo, rogando a la pareja que le siguieran.
Se internaron por una lóbrega callejuela que desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta desvencijada.
—Aquí es —abrió la puerta y se retiró discretamente.
Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, los recibió. Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de pequeños lazos de seda azul.
—¡Oh, el señor Smith y la joven dama! —observó—. El número ocho, entonces.
Y les entregó una enorme llave.
Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron largamente.
Un hombre entró inopinadamente desde otra habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador, dejó un orinal y una brocha.
La pareja no le prestó demasiada atención, pero cuando iba a marcharse, Smith pidió:
—Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media botella de Madeira.
El hombre asintió y desapareció.
Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.
—Va a volver —dijo.
—En un lugar como este, no hay que prestar atención. Quítate la ropa.
Ella se quitó el vestido con coquetería, luego la ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.
—Fíjate —susurró la mujer—, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y singular. Qué poético… jamás podré olvidarlo.
—Querida —suspiró Smith.
Se besaron largamente.
El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.
La mujer se incorporó, dando un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se ha suicidado!
El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.
—¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!… ¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo me hubiera quedado en casa contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si nunca me dices una palabra! Oh, Dios mío…
Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era solo un agujero.
—¡Oh, es un fantasma, un fantasma! —chilló—. ¡No quiero quedarme aquí! Vámonos… No puedo resistirlo.
Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y agitando los cuernos.
Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan bueno… Se encaminaron hacia la plazuela.
El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y se dirigieron hacia él rápidamente.
—Han ido muy de prisa —observó—. Espero que hayan gozado de comodidad.
—Oh, ha sido terrible —gimió la mujer.
—No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al contrario, para que resulte divertido.
—Sí —asintió el señor Smith—, debo confesar que resulta un poco más humano, es cierto.
—Oh —exclamó el diablo—, lo hemos modernizado, lo hemos reformado todo.
—Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los tiempos.
—Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.
—Demos gracias a Dios por ello —dijo la mujer.
El diablo les acompañó cortésmente hasta el ascensor.
—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación—, vuelvan cuando gusten.
Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor empezó a subir.
—Gracias a Dios, ya ha pasado todo —suspiraron ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.
—No lo hubiera resistido de no estar tú —susurró la mujer.
Él la atrajo hacia sí y se besaron largamente.
—Cariño —prosiguió la mujer al recobrar el aliento tras el largo beso—, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! Siempre ha tenido ideas raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad, tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.
—Es absurdo —admitió Smith.
—¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado con él. Habríamos salido cualquier otra noche.
—Sí, claro —continuó admitiendo Smith—, naturalmente que hubiéramos salido.
—Pero no pensemos más en ello, cariño —terminó, rodeándole el cuello con los brazos—. Ya pasó todo.
—Sí, querida, ya pasó todo.
Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía subiendo.
“Hissen som gick ner till helvetet”


Barrabás, película (año 1961), dirigida por Richard Fleischer, con Anthony Quinn, Silvana Mangano, Katy Jurado, Arthur Kennedy, Harry Andrews, Ernest Borgnine, Vittorio Gassman y Jack Palance. Basada en la novela de Pär Lagerkvist, Premio Nobel de Literatura en 1951.


Pär Fabien Lagerkvist (Växjö, Småland, Suecia; 23 de mayo de 1891 – Estocolmo, Suecia; 11 de julio de 1974). Escritor sueco, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1951. Cultivó poemas, obras de teatro, novelas, cuentos y ensayos. Su obra se caracteriza por el pesimismo, la angustia, la indagación de la naturaleza humana y las constantes alusiones a la muerte.

Biografía

Pär Lagerkvist nació en 1891 en el seno de una familia campesina de la provincia de Småland. Sus padres eran de educación tradicionalista, con profundas bases religiosas en la fe cristiana. De 1910 a 1912 estudia arte y literatura en la Universidad de Upsala.
Su interés hacia el arte lo llevan a viajar a París, donde estudia arte y conoce el movimiento cubista y expresionista.
Durante la Primera Guerra Mundial, vivió en Dinamarca; allí escribió su primera obra teatral en 1917, llamada El último ser humano, así como Angustia, libro de poesía fuertemente inspirado en la guerra.
A su regreso a Suecia, en 1919 se convierte en crítico de teatro en Estocolmo, donde escribe numerosos ensayos en prensa. Al mismo tiempo, continúa su obra literaria, que le acarrearía una gran aceptación entre el público y una no menor influencia en la literatura de su país.
En 1940 sería llamado como miembro de la Academia Sueca. Ese mismo año recibe el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Gotemburgo, y en 1951 gana el Premio Nobel de Literatura.

Su obra

La obra de Lagerkvist se caracteriza por una fuerte calidad expresiva, influencia que adquirió quizás en París, donde conoció el movimiento expresionista. Aborda temas principalmente relacionados con la problemática del bien y el mal, que se reflejan en una obra cargada de pesimismo, ansiedad, crueldad, y en ocasiones de moralidad religiosa.

Entre los temas centrales de su obra se encuentra la cuestión fundamental del bien y del mal, que el autor examinó a través de figuras como el verdugo medieval, Barrabás, y el Judío Errante. En su moral, usó motivos y figuras de la tradición cristiana sin seguir las doctrinas de la Iglesia.

Algunas de sus obras publicadas en castellano son:

Angustia (Ångest, 1916), libro de poesía donde Lagerkvist, lleno de pesimismo, denuncia la violencia de la humanidad en las guerras, y la inutilidad de las mismas.
La Eterna sonrisa (Det eviga leendet, 1920), cuento fantástico que hace un balance de la vida cotidiana, aborda la inutilidad del materialismo, la necesidad del afecto y de un ser rector, así como la arrogancia del hombre pese a su fragilidad, y la superioridad de la muerte sobre los hombres. En esta obra, la muerte, con su sonrisa eterna es la verdadera gobernante de la humanidad. Los muertos, que son los protagonistas de esta historia, se sientan a conversar acerca de sus vidas, muchas veces mediocres, de sus virtudes y de sus defectos.
Estas cuestiones vuelven a ser tocadas en Historias Malignas (Onda sagor, 1924), colección de cuentos cortos llenos de ironía en donde Lagerkvist muestra su miedo ante la probable existencia de Dios, la banalidad de las personas ante la moral, el miedo a la muerte, y la falta de sentido de la vida. En una de estas historias, un niño se atemoriza que exista un ser eterno, omnipresente e inquisidor ante el que no existe defensa alguna. En otra historia, la gente se divierte cuando presencia un suicidio que incluso es trasmitido por televisión.
El Enano (Dvärgen, 1944), es una obra donde el protagonista, un enano de la Italia renacentista, es la encarnación del mal, extremadamente cruel, ama la guerra y desdeña las debilidades humanas. Un ejemplo de la gran maldad que se puede albergar en el alma y la ruptura de la línea entre lo humano y lo bestial.
El Verdugo (Bödeln, 1933), expone el simbolismo del verdugo que ejecutaba la pena capital en la edad media. Es una crítica al totalitarismo, al racismo, a los actos de lesa humanidad, y en concreto al nazismo. El verdugo simboliza al poder de la muerte y el odio, una especie de Cristo salvador inmortal que encumbra a unos a costa de la muerte de otros, mientras que Dios es un ser lejano de piedra totalmente inactivo.
Barrabás (Barabbas, 1950) es quizás la novela más famosa de Lagerkvist. La novela se basa en la historia bíblica de la liberación del ladrón Barrabás en lugar de Jesucristo. El escritor imagina la vida de Barrabás después de su liberación. El criminal cree que fue salvado para difundir el mensaje de Jesús, pero en su lucha religiosa no entiende el porqué de las persecuciones ni la inacción de Dios para evitarlas. La obra fue llevada al cine por primera vez en 1953 con la dirección del director sueco Alf Sjöberg y en 1961, con Anthony Quinn de protagonista y dirección de Richard Fleischer.

Ediciones en español

La sibila, Emecé, Buenos Aires, 1957
El paraiso, Emecé, Buenos Aires, 1959
Peregrino en el mar, Emecé, Buenos Aires, 1962
Muerte de Abasverus, Emecé, Buenos Aires, 1963
Peregrino en el mar, Emecé, Buenos Aires, 1964
"El rey", en Teatro sueco, Aguilar, Madrid, 1967
Obras completas I, Emecé, Buenos Aires, 1967
Barrabás. Ediciones Encuentro. 2007. ISBN 978-84-7490-873-2.
El enano. Círculo de Lectores. 1972. ISBN 978-84-226-0288-0.
El verdugo; El enano. Alianza Editorial. 1987. ISBN 978-84-206-1358-1.
Barrabás y otros relatos. Ediciones Orbis. 1982. ISBN 978-84-7530-102-0.





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