EL
PAÍS DE LOS CIEGOS
HERBERT GEORGE WELLS
Aproximadamente a
trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en la
región más desierta de los Andes ecuatoriales, ábrese el valle misterioso donde
existe el país de los ciegos. Hace cuatro siglos todavía era el valle
asequible, aun cuando siempre insondables precipicios y peligrosos ventisqueros
lo rodearon casi totalmente. Y tal vez entonces fue cuando algunas familias de
indígenas peruanos se refugiaron en él para huir de la tiranía de los
colonizadores españoles. Sobrevino después la terrible erupción del Mindovamba
que hundió durante diecisiete días a Quito en las tinieblas; y desde los
manantiales hervorosos de Yaguaxi hasta Guayaquil, flotaron sobre todos los
ríos peces muertos. No hubo parte en la vertiente del Pacifico donde no se
registraran desprendimientos formidables, súbitos deshielos que originaran inundaciones;
y la antigua cúspide montañosa del Arauca rodó por la vertiente de la
cordillera con ruido infinitamente multiplicado de catarata, cegó los caminos,
y formó para siempre una barrera infranqueable entre el país de los ciegos y el
resto del inundo.
En el momento de
producirse este horror geológico, uno de los primeros colonos del valle había
partido hacia las lejanas comarcas habitadas, con una delicada misión; y como
al regreso no pudiera encontrar el camino ni abrirse ruta alguna, vióse forzado
a dar por muertos a su mujer, a su hijo y a cuantos había dejado en la montaña,
y a crearse una existencia nueva; pero las dolencias y la ceguera lo
envejecieron en pocos años, y al cabo fue a terminar sus días obscuramente en
una mina. ¿Por qué causa abandonó el refugio adonde fuera transportado muy
niño, envuelto en harapos, sobre el lomo de una llama? La versión que dio de su
peregrinación y de la vida de sus compañeros en el retiro inaccesible,
constituyó el origen de una leyenda perpetuada hasta nuestros días en toda la
cordillera andina.
El valle, según él,
gozaba de un clima benigno y contenía cuanto puede necesitar el hombre: agua
dulce, jugosos pastos, abundantes repechos de tierra rica en materias azoadas y
cubierta de coposos frutales. De un lado, contenían los aludes vastos pinares;
y de los otros, altas murallas rocosas, siempre crestadas de nieve, defendían
el valle. Los torrentes del deshielo no llegaban a él, precipitándose hacia las
llanuras por otros declives; sin embargo, a largos intervalos, enormes masas
arborescentes, desprendidas de las cimas, pasaban cerca del vallecito donde
nunca nevaba ni llovía, a pesar de lo cual su vegetación estaba siempre regada
por canales dispuestos por el sabio capricho de la naturaleza. Todo esto hacía
que los rebaños se multiplicaran v que los hombres vivieran en aquel oasis una
vida próspera; pero una honda preocupación nublaba su dicha: una plaga extraña
no sólo hacía nacer sin vista a todos sus hijos, sino que se la hacía perder a
cuantos niños de edad tierna habían traído con ellos en su éxodo. Y fue
precisamente en busca de un ensalmo o una droga contra tan terrible enfermedad,
por lo que el viajero a quien se debe la leyenda afrontó las fatigas, las
zozobras y los riesgos de aventurarse por gargantas y desfiladeros hacia la
llanura.
En aquellos tiempos los
hombres ignoraban aún la existencia de los microbios y el poder contagioso de
la infección, y creían que sus grandes males eran castigo a sus pecados. Según
el cándido emisario, aquella aflictiva ceguera provenía de que los primeros
fugitivos, privados de la compañía y el consejo de un sacerdote, omitieron al
tornar posesión del valle, erigir un altar a la divinidad; y el objeto de su
viaje era adquirir uno que, no siendo demasiado caro, satisficiese la exigencia
divina; también quería comprar reliquias, medallas y cuantos talismanes
pudieran contribuir a mitigar el celestial enojo. En su bolso de viaje llevaba,
para pago del santo remedio contra la ceguera, una barra de plata virgen, cuyo
origen se negó a explicar; y aunque con la tozudez de un mentiroso torpe
aseguró al principio que ni vestigios del precioso metal existían en el remoto
vallecito, acosado, declaró al fin, con falsía evidente, que sus compañeros de
retiro y él, que para nada necesitaban allá de las cifras de riqueza tan
ambicionadas por los demás hombres, habían fundido cuantas monedas les
quedaban, para fabricar aquel lingote, a través del cual debían recibir el
favor del cielo.
Basta un leve esfuerzo
de imaginación para figurarse al pobre enviado de la montaña con los ojos ya
casi obscurecidos, calcinados del sol y de los reflejos de la nieve, inquieto y
torpe entre los hombres comunes, extraños y ya casi nuevos para él, mientras
torpemente, volteando entre las manos su sombrero, contaba la historia a un
sacerdote que lo escuchaba con atención en que la sorpresa iba venciendo a la
incredulidad. Nos lo figuramos anheloso de emprender otra vez la ascensión
hacia su país, lleno el saco de las piadosas panaceas; y después, cuando estaba
ya a medio camino, feliz con el resultado de su misión, imaginamos el
desencadenamiento de la catástrofe y su horrendo drama al ver cerrados
inexorablemente por el cataclismo cuantos caminos lo podían llevar al lugar
donde sus compañeros lo aguardaban ansiosamente. Nada volvió a saberse de sus
infortunios, a no ser su muerte después de haber rondado en tentativas varias y
estériles el edén de donde no había sido expulsado por la espada flamígera del
ángel, sino por las nieves infranqueables.
El torrente que antaño
que bajaba a la llanura en anchurosa vena desciende hoy repartido por entre
rocosas hendiduras, y el recuerdo, transmitido de generación a generación, de
las palabras torpes v sugeridoras del desterrado, creó la leyenda de que una
raza de hombres ciegos existía en un lugar arcano de la montaña; leyenda que se
hubiera convertido en mito si una casualidad milagrosa no la hubiese, hace
poco, revelado en todo su horror. Mientras tanto, la misteriosa enfermedad
siguió el curso terrible de sus estragos afligiendo a los habitantes de la
aislada colonia.
La vista de los
ancianos se debilitó hasta obligarlos a ayudarse con el tacto para todos sus
menesteres; la de los jóvenes fue decreciendo Y tornándose confusa, y los
recién nacidos vinieron ya al mundo sin vista. Sin embargo, la vida era fácil
en el solitario vallecito: orillado de nieves y desprovisto de espinosos
arbustos e insectos venenosos, sólo pastaban en él las apacibles llamas que,
traídas por los primeros moradores, se habían multiplicado y circunscripto a
vivir en la planicie, cercadas por los enhiestos hielos y asustadas por las
insondables torrenteras. La lenta gradación del mal impedía casi a los
desventurados darse cuenta de su infortunio; y estos primeros atacados de la
plaga sirvieron de guía a los niños ciegos, quienes merced a ellos conocieron
hasta los más recónditos repliegues del valle. Y cuando, muertos los ancianos,
no quedó ni uno solo que pudiese ver el esplendor del mundo, la vida de la
remota colonia no siguió por eso un curso menos plácido y laborioso.
El fuego fue conservado
y transmitido de padres a hijos en hornillos de piedra. Aunque al principio los
ciegos fueron gentes de tosco entendimiento, apenas pulidos con un tenue barniz
de civilización ibérica, conservaron puro el idioma y vivas las tradiciones y
el sentido de la inmemorial filosofía peruana. Si bien olvidaron muchas
costumbres, crearon otras; y en su aislamiento llegaron por completo a perder
la noción del mundo, que pasó a ser un ensueño cada vez más borroso, hasta
abolirse en su conciencia. Para toda labor que no exigiese de insustituible
modo el sentido de la vista, eran habilísimos; y al cabo surgió entre ellos un
hombre emprendedor, inteligente y persuasivo, que impuso las primeras normas de
una organización acomodada a la nueva naturaleza; más tarde nació y creció
otro, que murió también cual su predecesor, y merced a los continuos esfuerzos
de los superiores y a la disciplina de todos, la colmena ciega se multiplicó
rigiéndose en las cosas fundamentales por principios justos, de modo que, al
comenzar la quincuagésima generación a contar desde el antepasado que, habiendo
partido hacia las llanuras con una barra de plata para comprar el socorro de
Dios, fue bloqueado por el cataclismo y no pudo volver, el mundo ignoraba por
completo la existencia de aquella agrupación humana sin vista perdida entre los
hielos.
Y fue entonces cuando
desde el mundo exterior, por azar, llegó al país de los ciegos el hombre cuyas
aventuras vamos a referir. Núñez era nativo de los alrededores de Quito.
Andariego y emprendedor, había leído libros y recorrido todo el país hasta el
mar, sacando de viajes y lecturas un caudal de perspicaz osadía. Varios
ingleses que iban a intentar la excursión a diversos picos de los Andes lo
contrataron para sustituir a uno de sus tres guías suizos que cayó enfermo; y
envalentonados por el éxito de algunas ascensiones bastante peligrosas,
decidieron acometer la del altísimo Parascotopetl, durante la cual desapareció
Núñez.
El relato del accidente
se ha escrito lo menos una docena de veces, y en la versión de Pointer,
superior sin duda a las otras, tiene un acento dramático y verídico. El
narrador dice que, después de una subida casi vertical con riesgo constante de
caer en el abismo, llegaron al borde de la última y más honda de las simas que
los separaban de la cúspide y edificaron para pasar la noche una especie de
cabaña en un saliente de la roca. De pronto, se dieron cuenta de que Núñez no
estaba junto a ellos y, llenos de presentimientos pavorosos, lo llamaron a
grandes voces, que se alejaban en el vasto silencio sin hallar respuesta...
Durante toda la noche renovaron sus inútiles tentativas, unas veces gritando y
otras silbando para ser oídos por el ausente; y sólo cuando la luz del alba les
permitió descubrir las huellas de la caída, comprendieron que toda esperanza
era vana. Núñez había resbalado en el declive de la vertiente patinando durante
una extensión enorme y oblicua, en la cual el peso de su cuerpo imprimió un
hondo surco y suscitó un alud.
La estela iba a
perderse en una sima tras la cual la vista ya no podía distinguir nada; y en el
fondo, después de largo y fatigoso escrutar a causa de las reverberaciones,
creyeron entrever, indeterminadas por la bruma, las copas de unos árboles
emergiendo de una caída angosta: el país de los ciegos. Mas como ignoraban la
proximidad y aun casi la existencia de esta comarca legendaria, apenas se
fijaron en aquel accidente del paisaje y, decepcionados por el revés,
renunciaron el mismo día a la ascensión.
Pointer hubo de
regresar a su patria sin acometer nuevas empresas; todavía hoy el Parascotopetl
yergue hasta el cielo su cabeza inconquistada, y la choza edificada por los
exploradores debió desaparecer bajo las nieves sin que jamás ningún otro hombre
volviese a refugiarse en ella. Y, sin embargo, el guía que todos dieran por
muerto, sobrevivió al resbalar, se sintió caer envuelto en torbellinos de nieve
por un plano inclinado de más de mil pies hasta el borde de un precipicio,
desde el cual volvió a rodar por otra pendiente, aturdido y casi insensible; y
de caída en caída llegó al cabo a un lugar donde su cuerpo se detuvo, adolorido
pero milagrosamente ileso, envuelto en la bola de nieve que lo habla acompañado
y salvado convirtiéndose en su vehículo. Cuando recobró el conocimiento, tuvo
la ilusión de estar enfermo, acostado en su cama; pero pronto su larga
experiencia de alpinista le impuso, aunque confusamente, la realidad.
Poco a poco, para
reponerse se fue librando de su tutelar envoltura y vio en lo alto rutilar las
estrellas. Durante mucho tiempo quedó inmóvil, preguntándose en qué región
apartada de la tierra se hallaba; luego continuó sus investigaciones, y
palpándose los miembros comprobó que su chaqueta, algunos de cuyos botones
hablan saltado en la violencia de la calda, habíasele arrollado al cuello envolviéndole
casi la cabeza. El bolsillo donde guardaba la navaja estaba vacío y también
había perdido el pico y el sombrero, a pesar, de llevarlo atado con un
barboquejo. Esta última circunstancia le recordó que en el momento de resbalar
estaba sacando pedazos de roca para construir el techo de la cabaña. Sólo
entonces dióse exacta cuenta de su caída; y alzando la cabeza miró, bajo el
pálido calor de la luna naciente, que amplificaba las distancias, parte del
largo camino recorrido. Sus ojos extáticos contemplaron la inmensa y blanca
montaña que de instante en instante, según avanzaba la luna hacia el cenit,
destacaba en las tinieblas su masa formidable; y la belleza fantástica y
misteriosa del paisaje y el recuerdo y la soledad y la desesperanza, le oprimieron
tanto el corazón que un acceso convulso de sollozos y de risa se apoderó de él.
Largo rato permaneció
así. Después, se dio cuenta de que su cuerpo había llegado hasta el límite de
las nieves; y más abajo, al término de un suave declive practicable, percibió
espacios obscuros que debían ser herbosas superficies. A pesar de tener
dolorido el cuerpo y anquilosadas las articulaciones, hizo el esfuerzo de
incorporarse trabajosamente, y dejándose deslizar llegó hasta el lecho vegetal;
luego de sacar de su chaleco interior la cantimplora de agua y vaciarla de un
trago, se acostó de nuevo y cayó casi enseguida en un sueño profundo.
El canto de los pájaros
en la arboleda lo despertó muchas horas después, y trató de orientarse:
encontrábase sobre una meseta triangular al pie de un vasto precipicio abierto
en la última vertiente que había recorrido en su caída; ante él, una mole
rocosa surcada por desfiladeros elevábase a gran altura de este a oeste; los
rayos del sol doraban esa mole en toda su extensión. Del lado libre abríase un
precipicio igualmente abrupto, pero, fijándose bien, Núñez descubrió entre las
junturas de la roca una especie de túnel cubierto de nieve a medio deshelar,
por el cual, arriesgándose a todo, emprendió el camino. El descenso fue menos difícil
de lo que supuso v pronto se halló en otra segunda meseta, desde la cual, tras
una corta ascensión, nada peligrosa, pudo llegar a una rápida pendiente
cubierta de arbolado. Desde allí vio que todos los desfiladeros desembocaban en
anchas y verdes praderas, en cuyo fondo distinguió claramente un caserío de
extraña forma.
Muy poco a poco, pues
su avance, dada la fatiga y las anfractuosidades del terreno, era lento, siguió
avanzando, mas antes de llegar a la planicie el sol se ocultó, cesaron los
cantos de los pájaros y el aire sopló ruidoso y frío por la pétrea garganta.
Desde la gélida obscuridad, el valle parecía, a lo lejos, más luminoso con su
ondulada fragancia y su grupo de viviendas; unos pasos después, el terreno
aceleraba su descenso en empinados declives, y entre las hendiduras de las
rocas, Núñez, buen observador, vio una gramínea para él desconocida.
Impulsado por el
hambre, arrancó varias hojas y se puso a masticarlas con avidez. Seria ya
mediodía cuando, reconfortado algo con el jugo de la planta y con la esperanza,
encontróse al fin en el límite del desfiladero y pudo dilatar su vista por la
llanura inundada de sol. Y como si de casi pronto todo, los dolores y las
fatigas de su carne, suspensos en la zozobra, resurgiesen en el instante de salvación,
sintió la necesidad de llenar en un manantial su cantimplora vacía y de
acostarse un rato a reposar punto a un árbol, antes de dirigirse hacia las
casas. Aquellas casas tenían un aspecto muy extraño, y a medida que Núñez
observaba, dábase cuenta de que no eran las casas sólo, sino el valle entero lo
que tenía un aire insólito. Todo él estaba dividido en parcelas lozanas,
recamadas de flores y regadas con un cuidado que denotaba un método estricto. A
media pendiente, rodeando el valle, erguíase un murallón, del que partía un
canal, subdividido al llegar al llano en numerosas acequias. Más lejos, rebaños
de llamas pastaban pacíficamente y, de tramo en tramo de la muralla, veíanse
tejadizos que debían servir de refugio a los animales. Las acequias convergían
en el centro del valle, para formar un canal más ancho orillado por barandales
de piedra casi tan altos como un hombre; y tanto estos canales como los
numerosos caminos de piedras blancas y negras y estrechas aceras muy cuidadas,
daban en su entrecruzamiento geométrico un carácter extraordinariamente
urbanizado al vallecito.
Las viviendas en nada
recordaban las desordenadas aglomeraciones andinas familiares a Núñez: en fila
a ambos lados de la calle central, limpia como un espejo, sorprendían por la
total ausencia de ventanas y por la falta de armonía entre sus colores. Ya
desde más cerca, pudo ver Núñez que estaban enjalbegadas con una especie de cal
a veces gris, castaño y hasta de color pizarra y negro. Y ante esta
ornamentación fantástica, acudió por primera vez la palabra ciego al
pensamiento del extraviado, que se dijo:
-El pobre albañil que
revoca aquí las fachadas debe ser más ciego que un topo. Descendió por el
último repecho abrupto y se detuvo a cierta distancia de la muralla que circula
la ciudadela, cerca del sitio donde las acequias desaguaban el sobrante de su caudal
en una cascada trémula y espumosa que iba a perderse en las profundidades.
Desde allí distingue en un sitio apartado del valle un grupo de hombres y
mujeres que parecían dormir la siesta al amparo de altos haces de heno; a la
entrada del pueblecillo algunos niños yacían también acostados sobre el césped;
y no lejos del sitio desde donde Núñez los observaba, tres hombres cargados con
cubos pendientes de una especie de yugo sujeto a los hombros, seguían un
sendero que iba hasta el caserío.
Estos hombres iban
vestidos de piel de llama, con botas y cinturones de cuero, y tocados con
gorras de tela burda que les cubría la nuca y las orejas. Marchaban uno tras
otro, despacio, bostezando, como si hubieran dormido poco; y producía su
aspecto una sensación tan tranquilizadora de prosperidad y hombría de bien que,
después de un instante de duda, Núñez, irguiéndose para ser mejor visto, reunió
sus fuerzas y lanzó un grito que el eco multiplicó en las sinuosidades del
valle. Los tres hombres se detuvieron, moviendo en gesto unánime las cabezas,
como si quisieran ver en torno, más sin detener la atención en el lugar en que
Núñez gesticulaba anhelosamente. A pesar de la viveza de su mímica, no parecían
verlo, pues mirando hacia las montañas le respondieron con tales gritos, que
Núñez, sin dejar de llamarlos a su vez y de multiplicar sus ademanes, sintió
que por segunda vez la palabra ciego acudía a su mente.
-Esos idiotas no deben
ver -pensó. Y cuando, después de nuevas voces y una crisis de irritación,
traspuso el canal por un puentecillo que daba a una puerta abierta en la
muralla y se acercó a los tres hombres, comprobó que, en efecto, no veían.
Entonces tuvo la certidumbre súbita de haber llegado al país legendario de los
ciegos. Y junto con esta convicción penetró en su alma una irreflexiva alegría:
la alegría del aventurero que se siente al principio de una nueva aventura. Aun
cuando no podían verlo aproximarse, los tres hombres tendieron hacia él las
cabezas, como si percibieran desde lejos el ruido de los pasos desconocidos, y
se juntaron medrosamente.
Núñez contempló sus
párpados espesos, cerrados casi, tras los cuales no debía existir ya el globo
ocular, y pudo ver la inquietud pintarse en sus rostros.
-¡Un hombre! ... Es un
hombre o un espíritu que desciende por el roquedo -dijo uno de ellos en
castellano arcaico.
Núñez avanzaba a pasos
confiados, como el hombre mozo seguro de sus fuerzas avanza por la vida. Todas
las narraciones dispersas relativas al sepultado valle y al país de los ciegos,
concentrábanse en su memoria, y como síntesis jovial acudió a sus labios el
refrán: "En tierra de ciegos el tuerto es rey". Al llegar junto al
grupo saludó con gran cortesía.
-¿De dónde viene, hermano Pedro? -preguntó uno de
los ciegos a otro.
-Del lado de allá de
las montañas -respondió Núñez-; de las comarcas distantes donde todos los
hombres ven... Vengo de Bogotá, ciudad que tiene miles y miles de habitantes; y
he cruzado los altos montes que no os dejan ver el mundo.
-¿Qué es eso de ver?. .
. -murmuró Pedro-. ¿Qué quiere decir ver?
-Viene de las rocas -dijo el ciego que había
interpelado a Pedro.
Estaba Núñez fijándose
en la diversidad curiosa de las costuras que unían las pieles, cuando los tres
ciegos tendieron hacia él las manos con un simultáneo ademán que, lo hizo
retroceder inquieto ante los dedos ávidos.
-Deténgase -ordenó el
ciego que no había aun hablado, avanzando hacia él y sujetándolo para palparle
lentamente por todas partes, en silencio.
-¡Cuidado! -dijo Núñez
al sentir los dedos apoyarse duramente en uno de sus ojos. Sin duda este
órgano, con sus párpados movibles, debió parecerles algo anormal, pues lo
tocaron de nuevo atentamente, y el llamado Pedro comentó:
-Extraña criatura; fijaos en que tiene el cabello
áspero como pelo de llama.
-Conserva aún la rudeza
de las rocas de donde sale; pero quién sabe si se afinará después -respondió el
segundo ciego, palpando con mano suave y viscosa que se adaptaba a las menores
arrugas, la barbilla sin rasurar de Núñez, quien trataba en vano de esquivar
los dedos tenaces.
-¡Cuidado! -volvió a decir.
-¡Y habla! Sin duda es un hombre.
-Sí -murmuró Pedro,
luego de examinar la tela de la chaqueta; y volviéndose solemnemente a Núñez-:
¡Acabas de entrar en el mundo!
-De salir de él
-rectificó el guía-. De este lado de los nevados picos se está fuera de la
verdadera tierra y casi a medio camino del sol... Del otro lado es donde está
el vasto mundo que va hasta el océano después de doce días de marcha. Los
ciegos apenas escuchaban.
-Nuestros padres nos
enseñaron que el hombre puede también ser creado por las fuerzas de la
naturaleza -continuó el ciego más viejo-, por el calor, la humedad y aun por la
podredumbre.
-Llevémoslo a donde están los ancianos -propuso
Pedro.
-Gritemos primero -dijo el segundo ciego-, no vayan
los niños a asustarse. ¡Es un acontecimiento tan extraño!
Los tres ciegos
comenzaron a gritar y, enseguida Pedro le cogió de la mano y abrió la marcha
hacia el pueblecillo; Núñez, rechazando el ademán tutelar, indicó.
-No hace falta que me lleven: veo perfectamente.
-¿Qué ves? ...
-Sí, veo todo cuanto me rodea -repuso, chocando sin
querer al moverse con uno de los cubos que llevaban a hombros.
-Sus sentidos son
todavía rudimentarios -dijo entonces el ciego más joven en tono de disculpa-.
Fijaos como tropieza y dice palabras faltas de sentido. Vuélvalo a coger de la
mano, Pedro.
-Como queráis
-respondió Núñez sonriente, dejándose llevar convencido ya de que carecían
hasta de la menor noción del supremo sentido de la vista. Y no deseando perder
nada de la aventura, se dijo: "¡Bah!, cuando llegue la hora ya les
explicaré".
Oyó voces y vio que la
gente se agolpaba en la calle principal. A medida que se acercaba, el
pueblecillo le parecía más importante y las fachadas de las casas se precisaban
en toda su arbitrariedad decorativa. El primer contacto con los habitantes del
país de los ciegos puso sus nervios y su paciencia a prueba. Una multitud de
hombres y mujeres lo rodeó, palpándole con manos suaves y curiosas, oliéndolo,
escuchando y repitiendo cada una de sus frases. Observó con placer que, a pesar
de sus ojos muertos, la mayor parte de las mujeres tenían rostros agraciados.
Los niños y las muchachas, amedrentados quizás, no osaban acercarse; y aun cuando
él procuraba dulcificar su voz, no podía igualar las inflexiones cantarinas de
los ciegos. Bien pronto el roce de tantas manos se le hizo intolerable. Sus
tres guías permanecían junto a él como propietarios conscientes de la
responsabilidad de exhibir un ser raro, y repetían cada vez que un nuevo ciego
se aproximaba.
-Es un hombre salvaje que viene de las rocas.
-De Bogotá -dijo Núñez-; del otro lado de las
montañas.
-Un hombre salvaje que
dice palabras vacías - explicó Pedro-. ¿No lo oyen? "¡Bogotá!..." Su
inteligencia no está aún formada y sólo posee rudimentos del lenguaje.
Un niño travieso lo pellizcó en una mano y dijo
burlón. -¡Bogotá! ¡Bogotá!
-Sí, Bogotá. Una ciudad
inmensa en comparación a vuestra aldea... Vengo del vasto mundo de los hombres
que tienen ojos y ven.
-Se llama Bogotá -repetían algunos en el grupo.
-Ha tropezado dos veces mientras veníamos.
-Llevémosle a que lo
escuchen los ancianos. Y súbitamente lo empujaron hacia una puerta que daba
entrada a una estancia totalmente oscura, en cuyo fondo brillaba débilmente un
hornillo. La multitud agolpóse detrás de él, obstruyendo por completo la
puerta; y antes que pudiera detenerse, Núñez tropezó con las piernas de un
hombre que debía estar sentado, y sus brazos, al adelantarse en el movimiento
instintivo de proteger el cuerpo en la caída, fueron a golpear un rostro en la
sombra. Una interjección de cólera siguió al choque, y durante un momento trató
de desasirse de las numerosas manos que lo aprisionaban. El combate era
desigual y, comprendiéndolo, el viajero permaneció quieto y explicó: -Es que me
he caído; como no se ve nada.
Sus palabras se
desvanecieron en el silencio como si todos los seres invisibles en torno suyo
se esforzaran en comprenderle. La voz de su conocido Pedro fue la primera en
elevarse.
-Está aún tan tierno
que tropieza al andar y mezcla a cuanto dice sílabas sin sentido. Y otras voces
dijeron también cosas que no entendió completamente. Al fin, en un intervalo
del diálogo, preguntó:
-¿Puedo levantarme? os
prometo no haceros mal. Después de una corta deliberación le consintieron
levantarse. La voz de uno de los viejos inició un interrogatorio, y en poco
tiempo Núñez expuso a los ancianos del país de los ciegos, sentados en la
sombra, las maravillas del inmenso mundo: el cielo, las montañas, las flores...
Más ellos no quisieron aceptar ninguna de sus verdades, rechazándolas con
obstinada incredulidad, que empezó a exasperar al guía. Ni siquiera
comprendieron el sentido de gran número de sus palabras: separados por catorce
generaciones del universo visible, cuantos vocablos tenían relación con el
sentido abolido en ellos, hablan desaparecido de su léxico; y los recuerdos de
la vida externa habíanse atenuado hasta convertirse primero en consejas
infantiles y desaparecer al fin. El interés de aquellas gentes concluía en el
cinturón de montañas que aprisionaba el valle; y los dos ciegos geniales
nacidos en los primeros siglos de su aislamiento, comprendiendo que los
vestigios de creencias y tradiciones heredadas de los primitivos colonos
sembraban la duda y la incertidumbre en los espíritus, las reemplazaron con
explicaciones que aunque ilusorias eran, sin embargo, más exactas para sus
posibilidades de relacionarse con el mundo. Toda la parte de su poder
imaginativo habíase atrofiado con la pérdida de los ojos y, en cambio, nuevos
dones adaptados a su oído y a su tacto habían surgido en ellos.
Lentamente, comprendió
Núñez que era necio esperar que su origen y la superioridad indudable de ver,
le granjearan respeto y estimación. Al ver rechazar sus tentativas de demostrar
que veía, como si fueran balbuceos torpes de un ser recién nacido, se resignó;
y mitad triste, mitad irónico, dispúsose a escuchar la lección de los ciegos
sin rebatirla. El más anciano explanó una teoría de la vida, de la filosofía y
de la religión, según la cual el mundo, es decir el valle, sepulto en el anillo
de las montañas, no fue en su génesis sino un hueco vacío entre las rocas, que
comenzó a poblarse tras lenta gestación, primero de seres desprovistos de vida
sensorial y luego de llamas y otras diversas criaturas poco inteligentes; hasta
que más tarde los hombres y después los ángeles -cuyos cantos y alado paso
percibían sin poder alcanzarlos jamás- aparecieron. Este último detalle intrigó
vivamente a Núñez, y tardó mucho en comprender que el anciano se refería a los
pájaros.
El sabio ciego le
enseñó también que el tiempo se dividía en dos grandes porciones: el calor y el
frío - equivalentes, según él coligió, al día y a la noche-; y que se debía
reposar durante el calor y trabajar durante el frío, de tal modo que, de no
haber él surgido inopinadamente, toda la población dormiría en aquel momento,
mientras el sol flameaba esplendoroso en la altura. Finalmente, demostró que
Núñez había sido creado para adquirir la sabiduría y observar sus reglas, por
lo cual, a pesar de su incoherencia ideológica y su andar inseguro, debía no
desmayar y tratar de instruirse cuanto antes... Al oír estas palabras, subió de
la multitud, que había permanecido silenciosa, un murmullo de simpatía.
Entonces el viejo
declaró que ya estaba muy entrado el calor, y que convenía a todos retirarse a
dormir; luego, preguntó a Núñez si sabía dormir. Éste le respondió que si
estaba iniciado en tan reparador misterio, pero que antes necesitaba comer
algo. Trajéronle leche de llama en un cuenco y pan muy salado, y lo condujeron
a un lugar fuera del caserío en donde pudiera comer y dormir solo, hasta que el
frío, cayendo con la noche de las montañas, despertara a todos los habitantes
del país de los ciegos para empezar la invertida de trabajo. Pero Núñez no pudo
dormir: sentado en el mismo sitio donde lo dejaron, se puso, mientras reposaban
sus miembros tronchados de fatiga, a meditar en las imprevistas circunstancias
de su llegada; y tan pronto una sonrisa burlona entreabría sus labios como una
arruga de contrariedad fruncía su ceño.
-¿De modo que
inteligencia informe y sentidos sin afinar? -se decía-. ¡No saben que han
insultado al rey y al dominador que el cielo les manda! ... Va a ser preciso
recabar con un triunfo indiscutible la soberanía... Reflexionemos,
reflexionemos...
Y cuando se puso el sol
y empezó a removerse la vida la aldea, reflexionaba aún.
Núñez era sensible a la
belleza de las cosas, y el reflejo de la luz en las pendientes nevadas y en los
audaces picos de hielo que rodeaban el valle atraía su mirar como un
espectáculo jamás contemplado.
Sus ojos iban, ya a las
inaccesibles cumbres, ya al pueblecito y a las florestas circundantes,
rápidamente desvanecidas en la penumbra crepuscular. Y de pronto, al
totalizarse las sombras, una emoción férvida penetró en su ser y desde el fondo
de su corazón dio gracias al creador, por haberle conservado el don de la
vista. Una voz empezó a llamarle desde el límite del pueblecillo:
-¡Eh, eh, Bogotá!.. . ¡Acérquese!
Al oírla, Núñez se
levantó con burlona sonrisa. De una vez iba a enseñar a los ciegos la utilidad
que los ojos reportan al hombre. Le bastaba esconderse para que no dieran con
él.
-¿Por qué no se mueve, Bogotá? -insistió la voz.
Riendo en silencio, Núñez anduvo cuatro o cinco pasos de puntillas, y enseguida
la voz le advirtió en tono acre:
-¡Bogotá, está
prohibido andar sobre la hierba! Ni siquiera él mismo había oído sus propios
pasos; así que se detuvo de repente, asustado; y como el ciego que, lo
interpelaba llegaba ya por el camino adonde también él había vuelto, le dijo:
-Aquí estoy.
-¿Por qué no vino
cuando le llamé? -reconvino el ciego-. ¿Va a ser necesario llevarlo siempre
como a un niño? ¿Es que no puede oír el camino cuando anda? Núñez repuso
echándose a reír.
-Puedo verlo.
-Ver, ver... Esa no significa nada. Déjese de
tonterías y siga el ruido de mis pasos.
Núñez obedeció contrariado, diciéndose: "Ya
llegará mi hora."
-Poco a poco se corregirá usted -dijo el ciego con
benevolencia-. Tiene aún mucho que aprender en el mundo.
-¿Es que nunca ha oído decir -le preguntó Núñez- que
en tierra de ciegos el tuerto es rey?
-¿Qué es eso de ciego? -preguntó el otro
encogiéndose de hombros, con tal tono de tremenda ignorancia, que a Núñez le
dio frío.
Cuatro días
transcurrieron así, y todavía al alborear el quinto el titulado rey de los
ciegos permanecía torpe e inútil entre sus súbditos. Ya se había convencido de
que no era tarea fácil imponer su dominio; y mientras urdía un golpe de Estado
para adueñarse del poder, iba sensiblemente habituándose a recibir y cumplir
las órdenes de todos y adaptándose a sus costumbres. Como para él trabajar
durante la noche y dormir de día era un sistema harto incómodo, decidió que en
cuanto estuviese en el trono ese cambio constituiría su primer acto de
gobierno.
Los "súbditos
dominadores" vivían una existencia laboriosa y sencilla, desarrollando
cuantos elementos de dicha y virtud están al alcance del hombre. Trabajaban,
pero sin dar al trabajo carácter opresivo; poseían vestiduras y alimentos
bastantes a satisfacer sus necesidades, dividían el tiempo en jornadas
alternativas de labor y reposo, distraían los ocios con la conversación y el
canto, no ignoraban los tiernos deleites del amor, y atendían al
desenvolvimiento mental y físico de sus hijos.
Era maravilloso ver la
confianza, la precisión con que todos seguían las normas establecidas; cada
cosa se adaptaba en el valle a la idiosincrasia de aquella variedad humana que
siendo secular era para Núñez tan nueva: los caminos que surcaban la planicie
iban en continuo zig-zag y se diferenciaban por hendiduras de diversas formas
abiertas en las aceras que los orillaban; los obstáculos e irregularidades de
senderos y prados habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo, y los
sentidos, agudizados con el uso impuesto por la carencia de la vista,
permitíales a una docena de pasos no sólo oír, sino hasta colegir los gestos.
Las inflexiones de la voz habían reemplazado a las expresiones de la fisonomía,
y la sensibilidad infinita del tacto acrecentaba sus facultades. Manejaban la
azada, la pala y demás instrumentos de labranza con soltura de expertos jardineros;
y su olfato, prodigiosamente sutil, discernía las diferencias de olores
relativos a personas y a cosas como puede distinguirlos un buen alano.
Pastoreaban con mucha
pericia los rebaños de llamas que bajaban de las rocas durante la noche en busca
de pastos y abrigo. Cuando Núñez decidió reivindicar su puesto de ser superior
fue cuando se dio cabal cuenta del eficaz orden que presidía hasta las menores
acciones de los ciegos. Antes de realizar tentativa alguna de violencia trató
de persuadirlos renovando muchas veces sus fallidos intentos de hacerles
comprender el sentido maravilloso y profundo de la palabra vista; y, les decía:
-Hay una cosa en mí que
ustedes no pueden comprender. Pero no le prestaban oído. En varias ocasiones
algunos parecieron interesarse por sus protestas, más solo con efímera
atención, cual si se tratara de un sueño pintoresco. Sentados, con la cabeza
inclinada y vueltos hacia él para oírle mejor, atendían; y él entonces se
esforzaba en rasgar las inteligencias tenebrosas con un rayo de luz. Durante
una de estas tentativas reparó en una muchacha cuyos párpados, menos rojos,
espesos y cóncavos que los de los otros, daban la ilusión de que hubiese bajo
ellos ojos capaces aún de despertar del eterno letargo; y a ella le dedicaba sus
mejores descripciones y argumentos, con la esperanza de convencerla antes.
Hablábale de las infinitas bellezas sólo perceptibles merced a la vista, del
espectáculo de las montañas, de los esplendores del cielo, de las fiestas
fastuosas de colores que el sol realiza al nacer y al ponerse. Y los ciegos lo
escuchaban con incredulidad divertida, que iba poco a poco trocándose en
desaprobación. Enseguida cualesquiera de ellos, apoyado por todos, le explicaba
que en realidad no existían esas cosas llamadas por él montañas, y que los
bordes del enorme embudo de rocas donde iban las llamas a correr, marcaban el
límite del mundo, pues desde allí se elevaba una especie de tapadera inmensa,
techo del orbe, de donde caían el rocío y la lluvia.
Cuando Núñez sostenía exaltado
que el universo era infinito, y que ellos no tenían sino una mezquina idea de
él, los ciegos ponían caras tristes o irritadas, diciéndole que procurase
apartar de sí esas ideas perversas. El cielo, las nubes y los astros descritos
por Núñez, parecíanles incomprensible y espantoso vacío: toda su cosmología
estribaba en la pequeñez de un mundo cerrado y pulido, según percibíalo su
tacto.
Núñez se dio cuenta de
que continuar las discusiones lo exponía a chocar con ellos, y renunció a
explicarles la utilidad abstracta y estética de la vista, limitándose de vez en
cuando a insistir acerca de las ventajas prácticas. Una mañana vio a Pedro
venir hacia el poblado por el sendero número XVII, y antes de que estuviera lo
bastante cerca para que el oído y el olfato de los demás pudieran percibirlo,
profetizó:
-Dentro de algunos minutos Pedro estará aquí.
Uno de los viejos le
reconvino asegurando que nada tenía que hacer Pedro a aquella hora en el
término de la vereda número XVII, y en efecto, como si Pedro quisiera
desconcertar su vista y dar la razón al anciano, torció por una de las sendas
laterales y, alejándose por la vereda número X, dirigióse al muro de la
ciudadela.
Fatigados de esperar la
realización del vaticinio, los ciegos se burlaron de Núñez, quien para
justificarse trató de interrogar a Pedro después, públicamente. Pero éste lo
desmintió enfurruñado, y desde ese día le fue hostil. Tras muchas súplicas
obtuvo de los ciegos el ser sometido a otra prueba: partió en compañía de uno
de ellos a situarse sobre una eminencia del prado no lejos de la muralla, desde
donde prometió descubrir lo que ocurriera en el caserío. Sin trabajo alguno
pudo detallar cuántas evoluciones realizaron a la intemperie; mas como los
hechos de trascendencia para ellos ocurrían en el obscuro interior de sus
casas, obstináronse en que Núñez describiera gestos y hechos para él
invisibles, y hubo de callar decepcionado, despechado, colérico...
Sólo después de esta
abortada tentativa y de recibir los sarcasmos de todos, tomó Núñez el partido
de la violencia y decidió armarse de una estaca y derribar en un dos por tres a
los más discutidores, para convencerles de la ventaja de tener ojos. Pero en el
momento de coger el palo descubrió en el fondo de su ser un sentimiento nuevo
de hidalga ternura: le era imposible maltratar a un ciego a mansalva. Tuvo
entonces un instante de duda, y con espanto advirtió que todos los ciegos
estaban prevenidos, como si hubiesen visto su ademán: con las cabezas
inclinadas y los puños crispados parecían esperarle, y uno de ellos le ordenó
brevemente:
-¡Deje ese leño! Núñez
sintió un horror indecible debilitarle hasta la medula, y casi fascinado estuvo
a punto de obedecer; mas, reaccionando de súbito, empujó violentamente al ciego
más cercano y salió corriendo enloquecido hasta trasponer la muralla... Corrió,
corrió a través de las afelpadas praderas, y al fin lo detuvo la fatiga y se
desplomó al borde de un camino presa de esa excitación que se apodera de los
hombres al principio de todo combate. Con lucidez instantánea comprendió que
para no ser en lo futuro un esclavo, le era forzoso pelear, demostrar su
fuerza; mas aumentando su perplejidad ocurríasele que ni siquiera era posible
reír con gentes cuya base mental era tan diferente a la suya... En la lejanía
aparecieron varios ciegos armados de garrotes, y bien pronto dejaron atrás las
últimas casas, desplegándose en una fila envolvente por todos los senderos que
llevaban a donde estaba el fugitivo. Avanzaban despacio, interpelándose con
frecuencia y haciendo a cada rato simultáneas paradas para olfatear, como si
rastreasen una pista. Al ver sus gestos, Núñez no pudo contener la risa; pero
poco a poco la carcajada fue trocándose en preocupación. Uno de los ciegos
descubrió su rastro en la hierba, agachándose para olerla mejor, marchó hacia
él. Núñez observó durante cinco minutos el lento despliegue de aquel cordón
humano que iba a poco a poco sitiándole, y su vago deseo de intentar la prueba
decisiva convirtióse en frenesí perentorio.
Se puso pie y fue a
pasos felinos hasta el muro; después anduvo cauteloso el camino y halló a todos
los ciegos inmóviles, en acecho. Entonces, se detuvo, y durante un largo minuto
de ansiedad, apretó con fuerza el leño homicida. ¿Iba a acometer? La sangre
golpeaba rítmicamente sus sienes parecía acomodarse al tono de estas palabras
que acudían de nuevo a su imaginación: "En tierra de ciegos, el tuerto es
rey... Lanzó una mirada detrás de sí, convenciéndose de que era imposible
rehuir el acoso y un surco vertical ahondó su frente. ¿Iba a acometer? Una
nueva fila de ciegos más lejana y vasta cubría a la primera saliendo del
caserío. ¡No había remedio! ... Y recogiendo el cuerpo para tomar pulso,
replegada la cabeza y crispadas las manos, apercibió al ataque. Una voz detuvo
su ímpetu:
-Bogotá -llamó uno de
los ciegos-. ¿Qué hace usted? ... Entréguese. Núñez oprimió con más fuerza su
arma y avanzó algunos pasos. Inmediatamente todos los ciegos convergieron hacia
él. -¡Al que me toque -juró- lo desnuco! ... ¡Loco sin piedad!
Sin embargo, pasado un instante, juzgó útil
parlamentar y dijo:
-Oíd... ¡Es necesario
que me dejéis hacer lo que me venga en gana! ... ¿Sabéis? Quiero proceder a mi
antojo y pasearme por donde quiera sin que nadie se meta conmigo. Al oír su
voz, los ciegos, sin responderle, adelantaron con los brazos tendidos, a pasos
rápidos, como si se tratara de un juego a la vez terrible y paradójico en el
que los faltos de vista cazaran al dotado de ella.
-¡Cogedle! -mandó uno.
Núñez se encontró cercado del todo y gritó con voz que en vano quería mostrar
imperio:
-¿Pero no comprendéis
que vosotros sois ciegos y, yo veo y puedo trituraros? ... ¡Dejadme en paz!
-Bogotá, suelta ese
leño y no andes sobre el césped -le respondió uno de los viejos, imperturbable.
Esta orden a la que el tono familiar añadía algo burlesco, desencadenó en Núñez
la ira:
-¡Voy a descrismaros!
-dijo, sollozando de emoción-. ¡No me obliguéis a romperos el alma!
No sabiendo en qué
sentido huir, echó a correr al acaso, sin lograr sobreponerse a la repugnancia
de golpear a los ciegos. Decidido no obstante, a escapar, bajó la cabeza y en
carrera brusca dirigióse hacia el espacio más ancho entre dos de sus
perseguidores; pero instantáneamente la fila de ciegos estrechóse para cerrarle
el paso; y viendo que iba a ser cogido, alzó el arma y dejándola caer sobre
uno, que recibiendo el golpe en los brazos dio de bruces en tierra, siguió su
carrera... ¡Había escapado! Pero había escapado sólo a la primera fila de
enemigos: otra hilera de ciegos armados de cayadas y aperos de labranza
desplegábase ya con metódica rapidez para cortarle la retirada, y por si esto
fuera poco sintió que uno de los más ágiles y fornidos le iba al alcance.
Entonces, perdió todo escrúpulo, y de un colérico mandoble derribó al nuevo
antagonista, y huyó otra vez, exasperado, loco, sin rumbo, esforzándose en ver
a la vez todos los peligros, hasta que en una de esas vueltas tropezó y cayó
sobre la hierba. Los ciegos oyeron su caída.
Una de las puertas del
muro ofreciósele a lo lejos como entrada de un cielo de salvación y,
levantándose, enderezó hacia ella su carrera. Escaló un puente, gateó por las
escarpadas rocas espantando a una llama que se alejó a saltos fantásticos, y al
fin, sin aliento, pero libre, se dejó caer en tierra. Así terminó su tentativa
de golpe de Estado. Durante dos días y dos noches estuvo sin aliento y sin
abrigo fuera del murado recinto; y en la inquieta soledad meditó mucho sobre
las sorpresas de su aventura. Durante el curso de estos soliloquios repetíase
con frecuencia y cada vez en un tono de burla más amargo, el proverbio ilusorio
cuyo recuerdo le hiciera sonreír el primer día orgullosamente: "En tierra
de ciegos, el tuerto es rey". Reflexionaba sobre todo en la dificultad de
hallar medios para combatir y someter a sus opresores, y poco a poco iba viendo
que no disponía de ninguno practicable, pues carecía de armas y estaba en la
imposibilidad de fabricárselas por sí mismo. Además, los escrúpulos morales
volvían poco a poco, cual pájaros asustados, al nido de su mente: ¡No, no podía
resolverse a asesinar a seres marcados por el infortunio! La plaga de la
civilización le habla contaminado...A no ser por esto -pensaba- y por la falta
de armas, acaso el problema no fuera irresoluble: bastaba asesinar a tres o cuatro
para dictar condiciones a los otros, bajo la amenaza de una carnicería
sistemática e impune; pero como también de matar se fatiga el hombre, y al cabo
sería vencido por el sueño ... Exploró el bosque de abetos en busca de algún
fruto y de abrigo contra las heladas nocturnas; trató, sin lograrlo, de atrapar
una llama para matarla contra algún saliente de roca y comerla, pero dijérase
que también las llamas desconfiaban de él, pues parecían espiarlo desde lejos
con sus ojos femeniles, prontas a huir lanzando estornudos, en cuanto intentaba
acercarse.
Al fin, tomó el partido
de regresar al valle para discutir los términos de su capitulación. Bordeó el
canal con muchas precauciones, y a sus llamadas dos ciegos acudieron a una de
las puertas del muro.
-¡Estaba loco! -les
dijo Núñez humildemente-. Como hace tan poco que he llegado...
Los ciegos declararon
que aquel tono de mansedumbre era el mejor para reanudar las amistades, y Núñez
aseguró que la cordura había vuelto a su espíritu y que estaba arrepentido de
las anteriores violencias. Una súbita crisis de lágrimas, que lo debilitó aún
más, redujo los últimos recelos de los dos emisarios, quienes le preguntaron si
volvía ya curado de aquella pretensión monomaniaca de ver.
-Sí -dijo él-. Era una
insensatez... La palabra ver no significa nada... ¡Menos que nada!
-¿Qué hay sobre
nuestras cabezas? -preguntó uno de los ciegos para probarle.
Y Núñez dijo:
-Próximamente a la
altura de cien hombres hay un techo: el techo del mundo... hecho de rocas muy
pálidas y muy suaves... ¡tan suaves! ...
Nuevos sollozos convulsivos lo sacudieron, y en un
susurro suplicó:
-Antes de seguir
preguntándome, dadme algo de comer... ¡Estoy desfallecido! ... ¡No puedo más!
Sin duda su mísero
estado movió a los ciegos a clemencia; en vez de los castigos crueles que
temía, sólo le dieron algunos latigazos, considerando la rebelión como otra
prueba de su idiotez y su inferioridad general. En cambio, le distribuyeron los
trabajos más sencillos y rudos, de tal modo que al terminar cada jornada apenas
tenía tiempo de acariciar la esperanza de salir algún día de su resignada
servidumbre. Poco después cayó enfermo, y lo cuidaron con solicitud; a pesar de
ello, la forzosa permanencia en el lecho, sin luz alguna, hízole más triste la
enfermedad. Un filósofo ciego vino a sermonear junto a su cabecera,
recriminándole la pasada locura y reprochándole, sobre todo, con acento tan
conmovido las dudas acerca de la tapa que protegía la gigantesca marmita,
imagen total para ellos de su mundo, que Núñez concluyó por preguntarse si su
claro recuerdo del cielo era realidad o producto de una alucinación.
Fue así como Núñez
convirtióse en un ciudadano más del país de los ciegos. Poco a poco los
habitantes del valle dejaron de constituir un grupo impersonal y adquirieron
caracteres individuales, con los cuales se fue familiarizando, mientras
esfumábanse las remembranzas del mundo que se expandía del otro lado de los
montes. Distinguió entre todos a Jacob, su dueño, viejo bondadoso cuando no se
le contrariaba; a Pedro, sobrino de éste y su más antiguo conocido, y a la más
joven de sus hijas, Medina, una muchacha poco apreciada por los demás ciegos a
causa de que su rostro, vigorosamente delineado, no tenía aquel aire achatado y
fofo considerado por los habitantes del valle como el ideal de la belleza
femenina. Desde el comienzo, Núñez la juzgó simpática y no tardó en
considerarla el ser más perfecto de la creación. Medina se diferenciaba de los
otros en que sus párpados no eran cóncavos ni rojizos, consintiendo a Núñez la
ilusión de verlos abrirse alguna vez; además, tenía largas pestañas, detalle
reputado por todos como grave deformidad, y su voz -tan acariciadora para él-
no satisfacía, sin duda, la exigencia auditiva de los ciegos, por lo cual
ninguno la cortejaba... Llegó un momento en que el desterrado se dijo a sí
mismo que si lograba hacerse amar de la muchacha se resignaría a concluir su
vida en el valle.
Durante muchos días
espió las ocasiones de serle útil en menudos menesteres, y pronto tuvo la
convicción de que notaba su preferencia. Una tarde, sentado junto a ella en una
de las asambleas con que celebraban las fiestas, bajo la penumbra estelar, impelido
por la insinuante dulzura de la música, su mano se atrevió a estrechar una mano
que respondió con suave ternura a su presión; y otra, estando comiendo en la
obscuridad, Medina rozó también su mano, y como el fuego del hornillo alzase
por casualidad en aquel instante una llama, Núñez pudo ver retratada la pasión
en la fisonomía dulce de la ciega. Esto lo decidió a confesarle su amor una
noche en que, sentada junto a la puerta, hilaba un copo con tal lentitud
meditativa, que parecía a la luz de la luna misteriosa una estatua de plata. Él
se sentó a sus pies y le declaró su amor en palabras sencillas, exaltadas y
sinceras, con voz acariciadora, en un tono a la vez apasionado y respetuoso que
ella nunca había oído y que, turbándola deliciosamente, le impidió dar una
respuesta inmediata.
Pero Núñez comprendió
que sus palabras habían llegado al fondo de su alma y despertado ecos. A partir
de ese día hablaban siempre al encontrarse y eran felices; y el valle
convirtióse para él por virtud del amor en su Universo; y el mundo del otro
lado de los montes, en donde vivían los hombres una vida de luz, llegó a
parecerle una fábula cada vez más borrosa.
Tímidamente, después de
muchos titubeos, se atrevió a hablar de la vista a su novia. La muchacha creyó
sus palabras una nueva quimera del amor: sin rebatar ni intentar resolver el
enigma, las aceptó como otra fantasía poética; y con indulgencia de enamorada
cómplice, escuchó, por ser el amado quien las decía, las descripciones de los
astros, de las montañas y la de su misma serena y pálida belleza.
Y Núñez imaginábase,
ante el arrobado silencio, que Medina animaba y alumbraba en las negruras de su
mente, las esplendorosas maravillas descritas por él. Poco a poco el enamorado
adquirió confianza y su amor tornóse menos tímido, hasta el punto del
proponerle pedirla en matrimonio a Jacob y al tribunal de ancianos que regía el
valle; pero ella mostró gran sobresalto y le rogó aplazara la demanda. La
primera en notar sus amores fue una de las hermanas de Medina, quien los delató
a su padre. El proyecto de matrimonio encontró en principio una oposición
general, no porque los ciegos tuviesen en gran estima a la muchacha, sino
porque juzgaban a Núñez inferior al nivel mínimo de lucidez necesario a todo
hombre. Las demás hermanas protestaron, arguyendo que el descrédito de
semejante unión las alcanzaría; y el viejo Jacob, a pesar del afecto que había
llegado a cobrar a su siervo a causa de su humildad y aun de su misma torpeza,
movió la cabeza denegando.
Los mozos se irritaron
ante la idea de aquel matrimonio como ante una presunta aberración; y uno de
ellos excitóse tanto, que llegó a injuriar y a golpear a Núñez, quien le
devolvió con creces los golpes, demostrando por primera vez que, aun en la
penumbra, el don de la vista entrañaba una seria ventaja. Después de esta
pelea, nadie volvió a levantarle la mano; pero todos se obstinaron en
considerar imposible la boda.
El viejo Jacob, que la
adoraba, enterneciese cuantas veces Medina venía a apoyar sobre su pecho la
cabeza con callado pesar, y la consolaba diciéndole:
-Compréndelo bien, hija
mía... Es un idiota...Padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas.
-Lo sé, lo sé
-murmuraba ella... -Pero ya no es como al principio; se nota que mejora y
llegará a ponerse bien del todo; es fuerte, padre mío, y es también muy
bueno... Más fuerte y más bueno que ninguno de aquí... Y me adora, papá... ¡Y
yo también! ... El pobre viejo, hondamente afligido por la desolación de su
hija y por su creciente afecto hacia Núñez, fue al fin a interceder cerca del
tribunal de ancianos; y sin atreverse abiertamente a defender la causa, halló
medio de insinuar esta frase:
-Sin duda mejora, y es
muy posible que un día llegue a estar tan sano como cualquiera de nosotros.
Poco tiempo después, uno de los ancianos más doctos halló la solución anhelada.
Era el gran doctor, el que curaba los males del cuerpo y del alma a su pueblo;
y en su espíritu inventiva y filosófico, la idea de anular en Núñez el influjo
de aquellas protuberancias extrañas que lo impelían al extravió, debió germinar
y medrar como un halago. En una de las siguientes reuniones acercóse a Jacob y
le dijo:
-He examinado a Núñez y me parece que su curación no
es difícil.
-Es lo que yo digo -exclamó jubiloso el padre de
Medina.
-Su cerebro está dañado
-aseguró el doctor. Los ancianos acogieron con un murmullo admirativo el
diagnostico; y el sabio, preguntándose a sí mismo para dar más valor a su
respuesta, añadió:
-¿Pero de qué mal está dañado?
-No lo sé -dijo Jacob, de nuevo melancólico.
Y el otro concluyó triunfalmente:
-Yo sí. Esas
protuberancias nocivas que él llama ojos y que en los seres perfectos sólo
existen para ahondar una bella depresión en la cara, las tiene Núñez tan
enfermas, que la dolencia le ha penetrado hasta los sesos. Reparad en que están
enormemente distendidas, tienen una doble fila de pelos y además se abren y se
mueven. No es preciso añadir más para demostraros cómo su cerebro ha de estar
en un estado fluctuante entre la irritación y el idiotismo, sin parar nunca en
el fiel de la sensatez.
-Claro -respondió
Jacob. -Para curarlo es preciso intentar una operación a la vez sencilla y
radical; hay que extirparle esos dos cuerpos excitantes.
-¿Y sanará?
-Seguramente; y haremos de él un modelo de
ciudadano.
-¡Dios te bendiga por tu generosidad y tu sabiduría!
sollozó el viejo.
Y partió sin demora a
anunciar a Núñez la esperanzada nueva; pero el modo con que fue acogido por
éste debió parecerle frío e injusto, pues murmuró decepcionado:
-¡Bien se conoce que no
quieres a mi pobre hija como ella a ti! Fue Medina quien, armada del amor,
decidió a su novio a aceptar la intervención de los cirujanos ciegos:
-¿Y eres tú -protestaba él- la que me propone
renunciar al don de la vista?
Ella insistía con
lánguida tenacidad; y cada vez que estaba a punto de rendirse, Núñez encontraba
en el fondo de su ser esta frase de rebelión:
-¡Pero si mi universo
es la vista... si porque te he visto te he querido! Y como ella bajara la
cabeza sin responder, confiando ya más en la elocuencia de su gesto que en la
de sus frases, Núñez continuó:
-¡Existen tantas cosas
bellas en el mundo! La más menuda de las flores es una inmensa maravilla; y los
colores y las formas acarician la vista como las cosas sedosas acarician la
piel... Los líquenes que brotan en las rocas, los reflejos aterciopelados, el
cielo hondo con sus nubes, muelles como almohadas de pluma, las puestas del
sol, las astros, todo, entra por la vista hasta el alma. ¿Por qué me pides ese
sacrificio, cuando sólo por dejar de verte como ahora, con las dos manos
juntas, debe ser una desgracia horrible ser ciego? ¡No, Medina, si es verdad que
me quieres no me exijas eso! ... ¿Verdad que ya no me lo exiges?
Se detuvo; el dejo
interrogativo de sus últimas palabras acababa de suscitar en su propia alma una
duda lancinante. Ella insinuó:
-¡No te exaltes así! A veces desearía...
Dejó en suspenso la frase; él la instó:
-Dilo, dilo...
-... desearía dejar de oírte hablar de este modo.
-¿De qué modo?
-De ese que hablas
cuando me cuentas tus sueños de la vista. Tienes una gran fantasía, que me
hechiza, que me embriaga, pero...
-¿Pero qué? -dijo Núñez
con voz ronca, mientras un escalofrío le recorría la medula.
Medina permaneció inmóvil, sin responder; él, para
convencerse, aclaró:
-Quieres decir que debo decidirme a que me saquen
los ojos, ¿no es así?
Y al descubrir por
completo el pensamiento de la muchacha sobrevino en su alma un huracán de
cólera; de cólera contra el destino, no contra la enamorada infeliz que no le
pedía comprender, y que en su desventurado mutismo le inspiraba una simpatía
profunda, tierna, hecha casi toda de piedad.
-¡Alma mía, no sufras!
-susurró apasionadamente. La lividez de Medina decíale claramente cuán oportuno
era este consuelo; y atrayéndola contra su pecho, jadeante, la besó en las
mejillas, prolongando durante un minuto de angustiada emoción aquel brazo casto
y silencioso.
-¿Y si yo hiciera por
ti ese sacrificio? -le dijo después -con voz dulcísima, para saber toda la
verdad.
Medina entonces lo
apretó contra su corazón y suspiró convulsivamente, entre sollozos:
-¡Ah, si tú fueras tan
bueno, tan bueno que hicieras eso por mí! ... Durante la semana anterior a la
operación que debía redimirlo de su inferioridad y elevarlo al rango de
verdadero ciudadano del país de los ciegos, Núñez no pudo reposar ni dormir. En
las horas vibrantes de sol, mientras todos dormían, permanecía sentado o
errabundo, sin lograr distraer el pensamiento del sacrificio cada momento menos
lejano. Lo había aceptado ya, había creído más de una vez estar resignado,
resuelto, y sin embargo... Al fin la postrera noche de labor transcurrió, y el
sol volvió a dorar las nevadas crestas más fastuosamente que nunca, como si
quisiera decirle con su magnificencia: "Esta es la última vez que podrás
contemplarme". Antes de ir a dormir, a fingir dormir, tuvo una breve
conversación con su novia:
-Mañana -le dijo- no veré ya.
Y ella, oprimiéndole
ambas manos con toda la fuerza de su gratitud y de su amor: -¡Elegido de mi
corazón, no te harán sufrir..,! ¡Y si sufres un poco será por mí, por mí que te
lo pagaré toda la vida con mi cariño!
Lleno de compasión por sí
mismo y por ella, Núñez la abrazó, la besó en la boca; y luego, sin dejar de
estrecharla, separó la cabeza para contemplar también por última vez su dulce
rostro dolorido. Sin poder contenerse, murmuró, despidiéndose de la visión
amada:
-¡Adiós... adiós!
Después, en silencio, se fue. Y Medina sintió repercutir en su corazón el ruido
de los pasos que se alejaban con un ritmo tan penetrante de angustia, que sin
poderse contener rompió en sollozos.
Núñez marchó en línea
recta para llegar lo antes posible a un sitio apartado desde donde se dominaban
las praderas salpicadas de blancos narcisos, y esperar allí la hora suprema de
su abnegación. Pero mientras andaba alzó la vista, y al contemplar la mañana que
descendía del Oriente como un ángel en armadura de oro, le pareció que el mundo
ciego del valle, y él mismo, y la inmolación proyectada, no eran sino una
infernal pesadilla. Sin detenerse en la colina elegida continuó avanzando,
traspuso el muro y se aventuró por las pendientes, fija la vista en los
picachos rosados por la aurora. Y la belleza infinita del paisaje, como un
imán, lo atrajo; y sintió como si cada una de las flores, cada uno de los
reflejos, cada una de las cosas bellas y vivas, le reprochara el haberse
resignado, aunque solo fuera durante unas horas, a vivir sin ellas. Pensó en el
mundo vasto y libre, en su verdadero mundo, y sintió la visión y el aguijón de
los países lejanos.
En la distancia creyó
entrever a Bogotá con sus calles anchas serpeadas de luces, animadas bajo la
claridad gloriosa del día y vivas aún, sin tinieblas absolutas, bajo el
luminoso misterio de las noches. Y pensó en los palacios, en las fuentes, en
las estatuas, en las casas blancas, y se dijo que nada significaban tres o
cuatro días de ascensiones cruentas por montañas casi inaccesibles, con tal de
aproximarse siquiera algo a la ciudad querida. Siguiendo el hilo de su ensueño
se puso a imaginar un viaje fluvial de muchos días desde Bogotá al mundo
múltiple lleno de ciudades inmensas, de desiertos, de bosques, de mares por
donde los buques trazaban una espumosa estela, pasando entre la bruma dorada
ante islas más pequeñas aún que el valle de donde se alejaba, pero desde las
cuales veíase no la tapa rocosa imaginada por la fantasía execrable de los
ciegos, sino la expansión azul en la cual los astros marchan hacia el infinito.
Sus ojos escrutaron el círculo de montañas, y sin atreverse a formular del todo
su secreto designio, se dijo: -Entrando por ese barranco hasta aquella brecha,
iré a salir a los pinos achaparrados que contienen la nieve y podré trepar
hasta el borde de las primeras cimas. ¿Y una vez allí? ... ¡Quién sabe! Los
otros obstáculos podrán también ser vencidos y llegaré a donde empiezan los
ventisqueros... ¿Y después? Después serán precisas nuevas y penosas ascensiones
hacia las crestas magníficamente desoladas y casi invisibles... ¡Y si tengo
suerte...! Antes de seguir volvióse a mirar el vallecillo y lo contempló
largamente, cruzado de brazos, tratando de aislar en su recuerdo la dulce
imagen de Medina, que era ya algo menudo e irreal en la esperanza y la
distancia.
Con decisión súbita
encaminóse hacia la cordillera, envuelta en el esplendor diurno, y comenzó la
ascensión sin detenerse... Al caer el sol ya habla traspuesto tres picachos y
estaba muy lejos del valle terrible. Las pieles de su traje aparecían rotas en
más de un sitio por las rocas ingentes, y al través de las desgarraduras velase
la carne también desgarrada. Pero cuando cayó por completo el día y se vio
seguro sobre una abrigada meseta, una sonrisa feliz alumbró su rostro. Desde el
sitio donde reposaba apenas adivinábase el valle, perdido en el fondo de un
lejano y gigantesco barranco. Las brumas primero y la sombra enseguida fueron
haciéndolo desaparecer, y cuando aún los altos picachos tenían un postrer oro
de sol, ya el país de los ciegos donde había querido ser rey, era en la lejanía
una sombra sin límites.
Sombra sin límites allá
abajo, en las cimas oro de sol, y en torno de él una semiclaridad límpida,
incomparable. Vetas verdes jaspeaban la masa gris de la roca, y refulgentes
cristales de hielo contrastaban con los tonos anaranjados de unos líquenes a la
vez minúsculos magníficos. Lentamente, profundas y misteriosas tinieblas
penetraban en el desfiladero. Masas de obscuridad violácea iban
ensombreciéndose hasta tornarse purpúreas y transformarse luego en lechosas
opacidades. Sobre su cabeza extendíase la infinita bóveda azul... Cesó de
admirar el espectáculo y se tendió tranquilo, sonriente, como si la sola dicha
de haber escapado del país de los ciegos bastase para llenar su vida. Un rato
después los últimos fulgores de luz fueron vencidos por la noche; y Núñez
reposó dulcemente, bajo el rutilar innumerable de las estrellas.
La Guerra de los Mundos (Orson Welles): Versión original subtitulada en castellano
Herbert George Wells
(Bromley, Inglaterra; 21 de septiembre de 1866-Londres, Inglaterra; 13 de
agosto de 1946 ), más conocido como H.
G. Wells, fue un escritor, novelista, historiador y filósofo británico. Fue
un autor prolífico que escribió en diversos géneros docenas de novelas, relatos
cortos, obras de crítica social, sátiras, biografías y autobiografías. En la
actualidad es recordado por sus novelas de ciencia ficción y es frecuentemente
citado como el «padre de la ciencia ficción» junto con Julio Verne y Hugo
Gernsback.
Sin embargo, durante su
vida fue reconocido como un crítico social con visión de futuro, incluso
profético, que dedicó sus talentos literarios al desarrollo de una visión
progresista a escala global. En su faceta de futurista, escribió diversas obras
utópicas y previó el advenimiento de aviones, tanques, viajes espaciales, armas
nucleares, televisión por satélite y algo parecido a internet. En la ciencia
ficción imaginó viajes en el tiempo, invasiones alienígenas, invisibilidad e
ingeniería biológica. Entre sus obras más destacadas están La máquina del tiempo (1895), La
isla del doctor Moreau (1896), El
hombre invisible (1897), La guerra de
los mundos (1898) y La guerra en el
aire (1907). Estuvo nominado en cuatro ocasiones al Premio Nobel de Literatura.
En un principio Wells
estudió biología y sus ideas sobre cuestiones éticas se desenvolvieron en un
contexto específica y fundamentalmente darwiniano. También fue siempre un
abierto socialista que a menudo (aunque no siempre, como al comienzo de la
Primera Guerra Mundial) simpatizó con posturas pacifistas. Sus obras
posteriores fueron cada vez más políticas y didácticas, dejando de lado la
ciencia ficción, mientras que a veces indicaba en documentos oficiales que su
profesión era el periodismo. Novelas como Kipps
o La historia de Mr. Polly, que
describen la vida de la clase media-baja, llevaron a sugerir que era un digno
sucesor de Charles Dickens, aunque Wells retrató numerosos estratos sociales e
incluso intentó, en Tono-Bungay
(1909), un diagnóstico del conjunto de la sociedad inglesa. Enfermo de
diabetes, Wells cofundó en 1934 La
Asociación Diabética, de finalidad caritativa. Por sus escritos
relacionados con la ciencia, en 1970 se decidió en su honor llamar H. G. Wells a un astroblema lunar
ubicado en la cara oculta de la Luna.
Biografía
Nació en la Casa Atlas, High Street número 47, en
Bromley, Kent, el 21 de septiembre de 1866, como el tercer hijo varón de
Joseph Wells y su esposa Sarah Neal. La familia pertenecía a la empobrecida
clase media-baja de la época. Tenían una tienda nada próspera comprada gracias
a una herencia, en la que vendían productos deportivos y loza fina.
En 1874 el joven
Herbert George Wells vivió un hecho que tendría notables repercusiones en su
futuro: sufrió un accidente que lo dejó en cama con una pierna quebrada. Para
matar el tiempo, empezó a leer libros de la biblioteca local que le traía su
padre. Se aficionó a la lectura y comenzó a desear escribir. Ese mismo año
entró en una academia comercial llamada Thomas
Morley's Commercial Academy, en la que continuó hasta 1880.
En 1877 su padre sufrió
un accidente que le impidió ganarse la vida como lo había hecho hasta entonces.
Ello condujo a que Herbert y sus hermanos comenzaran a emplearse en diversos
oficios. Fue así como, entre 1881 y 1883, llegó a ser aprendiz de una tienda de
textiles llamada Southsea Drapery
Emporium: Hyde's, experiencia que se ve reflejada en sus novelas The Wheels of Chance (1896) y Kipps: The Story of a Simple Soul (1905)
cuyo protagonista es aprendiz textil. En 1883 se enroló en la escuela de
gramática Midhurst de Sussex Occidental
como alumno y tutor, donde continuó su avidez por la lectura.
En 1884 obtuvo una beca
para estudiar Biología en el Royal
College of Science de Londres, donde tuvo como profesor a Thomas Henry
Huxley. Estudió allí hasta 1887. Wells mismo, recordando esa época, habla de
haber sufrido hambre constantemente. En este período también ingresa a un club
de debate de la escuela llamado Debating
Society, donde expresa su interés por transformar la sociedad. Formó parte
de los fundadores de The Science School
Journal, una revista en la que dio a conocer sus postulados en literatura y
en temas sociales. Fue en ella que vio la luz por primera vez su novela La máquina del tiempo, pero con el
título original: The Chronic Argonauts
(Los Argonautas Crónicos).
Al suspender el examen
de geología en 1887, perdió la beca. Por eso no fue sino hasta 1890 que recibió
el título de grado en zoología del Programa
Externo de la Universidad de Londres. Sin la beca, es decir, sin ingresos,
se fue a vivir a casa de una pariente llamada Mary, prima de su padre, donde se
interesó por la hija de ésta, Isabel. Entre 1889 y 1890 fue profesor de la Henley House School. Fue uno de los
fundadores de la Royal College of Science
Association, siendo su primer presidente en 1909.
Su relación con Rebecca
West, que duró diez años, dio por fruto un hijo, Anthony West, nacido en 1914.
Al contraer tuberculosis, abandonó todo para dedicarse a escribir; llegó a
completar más de cien obras. Se le considera uno de los precursores de la
ciencia ficción y sus primeras obras tuvieron ya por tema la fantasía
científica, descripciones proféticas de los triunfos de la tecnología y
comentarios sobre los horrores de las guerras del siglo XX: La máquina del tiempo (The Time Machine,
1895), su primera novela, de éxito inmediato, en la que se entrelazaban la
ciencia, la aventura y la política; El
hombre invisible (The Invisible Man, 1897); La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1898) y Los primeros hombres en la luna (The
First Men in the Moon, 1901). Muchas de ellas dieron origen a varias películas.
A la vez se interesó
por la realidad sociológica del momento, especialmente por la de las clases
medias, defendiendo los derechos de los marginados y luchando contra la
hipocresía imperante, que dibujó con cariño, compasión y sentido del humor en
novelas como Love and Mr. Lewisham
(1900), Kipps, the Story of a Simple Soul
(1905) y Mr. Polly (1910), novela de
extenso retrato de los personajes en la que, como en Kipps, describe con fina ironía el fracaso de las aspiraciones
sociales de sus protagonistas.
La gran mayoría de sus
restantes libros pueden clasificarse como novelas sociales. Entre ellas se
encuentran Ana Verónica (Ann Veronica
1909), en la que defiende los derechos de las mujeres, Tono Bungay (1909), un ataque al capitalismo irresponsable, y Mr. Britling va hasta el fondo (1916),
que describe la reacción del inglés medio ante la guerra. Después de la Primera
Guerra Mundial (1914-1918), redactó la historia de la humanidad en tres partes,
Outline of History (1920), en la que colaboró
Julian Huxley.
A lo largo de toda su
vida, Wells se preocupó, y dejó amplia constancia de ello, de la supervivencia
de la sociedad contemporánea. Durante un breve período, fue miembro de la Sociedad Fabiana. Aunque creyó
firmemente en la utopía según la cual las vastas y terroríficas fuerzas
materiales puestas a disposición del ser humano podían ser controladas por la
razón y utilizadas para el progreso y la igualdad entre los habitantes del
mundo, poco a poco fue volviéndose más pesimista y cesó su pertenencia a dicha
sociedad. Así dedicó su obra 42 to 44
(1944) a la crítica de muchos de los líderes mundiales del momento. Por otro
lado, en El destino del homo sapiens
(1945) expresaba dudas acerca de la posibilidad de supervivencia de la raza
humana. Escribió asimismo Experimento en
autobiografía (1934) antes de su muerte acaecida el 13 de agosto de 1946 en
Londres.
Casa de H. G. Wells en
Londres
Convicciones
H. G. Wells fue toda su
vida un izquierdista convencido. De hecho, su primera novela, La máquina del tiempo (1895), trataba
fundamentalmente la lucha de clases. Los hermosos Eloi eran descendientes
de los antiguos capitalistas, y los Morlocks de los proletarios,
enterrados junto con las máquinas y la industria y que, en la novela, acaban
por dominar a sus antiguos opresores. Convencido de la necesidad de un sistema
social más justo, se uniría a la Sociedad
Fabiana, cuyo objetivo era instaurar el socialismo de forma pacífica, si
bien diferencias con ciertos miembros (por ejemplo Bernard Shaw) acabaron por
distanciarlo del grupo.
Wells criticó también
la hipocresía y la rigidez de la época victoriana, así como el imperialismo
británico y en su novela Ana Verónica
(1909) se adelanta a lo que serían los movimientos de liberación femeninos.
Wells estaba convencido de que la especie humana podría ser mejorada gracias a
la ciencia y a la educación. Sin embargo, no cayó en la ingenuidad de muchos de
sus contemporáneos y fue uno de los primeros pensadores que advirtió del
peligro de confiar ciegamente en las máquinas. Siempre postuló que era el
hombre quien debería dominar a las máquinas, y no al revés.
Durante la última época
de su vida, Wells asumió la tarea de defender en escritos y conferencias todo
aquello que considerara positivo para el progreso, así como en criticar los
grandes conflictos bélicos que asolaron Europa.
Obras
Artículo
principal: Anexo: Bibliografía de H. G. Wells
Todas las obras de H.
G. Wells están influidas por sus profundas convicciones. En La máquina del tiempo (1895) abordó el
tema de la lucha de clases; en La isla
del doctor Moreau (1896) y en El
hombre invisible (1897), los límites éticos de la ciencia y la obligación
del científico de actuar de forma ética más allá del poder que le otorgan sus
descubrimientos; en La guerra de los
mundos (1898), la crítica de los usos y costumbres de la época victoriana y
las prácticas imperialistas británicas. Esto en lo que respecta a sus primeras
novelas, que lo han convertido en uno de los más grandes escritores de ciencia
ficción. A partir de 1900 comenzó a escribir novelas que describían la vida de
la gente humilde, entre las que se encuentra Ana Verónica (1909), en la que aborda el tema de la liberación de la
mujer.
Además de sus novelas,
escribió ensayos de carácter enciclopédico como El perfil de la historia (1919) o La conspiración abierta (1922) y, si bien jamás desistió en su
intento de crear un mundo más justo y solidario, sus últimos escritos El destino del homo sapiens (1939) y La mente a la orilla del abismo (1945)
están marcados por un pesimismo fruto de contemplar una humanidad que, por
ambición y odio, se destruye a sí misma.
El estilo literario de
Wells, sin embargo, no está a la altura de los temas que trata, y es a estos
últimos que debe su fama como escritor. Según él, lo que cuenta es lo que se
escribe, no cómo se escribe. Como él mismo dijo:
Yo
hago honradamente lo que puedo por evitar repeticiones en mi prosa y cosas así
pero, quitando un pasaje de altura, no veo el interés de escribir por la
belleza del lenguaje sin más.
Poseyó también vocación
de historiador, publicó dos obras : Breve
historia del mundo y Esquema de la
historia universal, ambos comienzan en la creación de la Tierra,
extendiéndose el primero hasta la formación de la Sociedad de Naciones y la
segunda hasta la caída de la Alemania nazi.
En 1997 fue incluido en
el Salón de la Fama de la Ciencia Ficción
con carácter póstumo en reconocimiento a su obra pionera en el género. Al igual
se ha reconocido su influencia en muchos otros eventos, como en el hecho de que
aparezca reseñado en la encuesta Locus
de 1997 como uno de los mejores autores de ciencia ficción de todos los
tiempos, y en el que sus obras La máquina
del tiempo y La guerra de los mundos
obtuvieran también esa distinción en la encuesta realizada en 1998, todo un
siglo después de la publicación de la segunda de ellas. Wells fue también, sin
que ello suponga contradicción alguna con sus convicciones pacifistas, pionero
en el desarrollo de reglamentos para juegos de guerra, con sus obras Floor Games (1911) y Little Wars (1913).
Premios
1997: Incluido en el
Salón de la Fama de la Ciencia Ficción
1998: Encuesta Locus,
17ª mejor novela anterior a 1990 por La máquina del tiempo
1998: Encuesta Locus,
28ª mejor novela anterior a 1990 por La guerra de los mundos
1999: Encuesta Locus,
2ª mejor novela corta de todos los tiempos por La máquina del tiempo
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