Wednesday, July 09, 2008

NORMA SEGADES


Norma Segades

REGRESO A CASA


El ómnibus llegó, como de costumbre, arrastrando esa extraña monotonía de su condena circular, la eterna repetición minuciosa de sus calles.
Se detuvo demasiado lejos de la acera.
Me costó bajar a la calzada y asumir, luego, el esfuerzo de la altura.
En el mismo instante en que mi agobio trepó al estribo, reanudó la marcha.
Hube de aceptar que ya no poseía la estabilidad de antaño. Aferrada a la seguridad del pasamano, húmedo por el roce de tantos anónimos fracasos, deposité el importe exacto del pasaje en la ranura ávida. Escuché el tintinear de las monedas mientras se deslizaban por la entraña metálica y, sólo por reflejo, retiré el prolijo recorte de papel que devolvía la máquina.
Busqué con la mirada algún lugar tranquilo.
No pude evitar detenerme en la expresión vacía de mis ocasionales compañeros de ruta. Ojeras, silencios, espaldas abatidas, las miradas ausentes y esos breves jirones de cansancio desbordando las comisuras de los labios.
Al menos es viernes -mascullé, a la vez que me deslizaba, trabajosamente, hacia la intimidad del coche. Me negué a pensar en la cena y los horarios de los chicos.
Fue entonces cuando sufrí la embestida y sentí la sorpresa arrojándome hacia atrás, en el preciso instante en que la mujer rubia recuperó, asustada, el oscuro ritual de sus esquinas.
Me desplomé, exhausta, en el sitio que retenía, todavía, algunos restos de tibieza ajena.
Siempre me resultaron agradables esos asientos insulares. Sobre todo al fin de la jornada, cuando me reconozco inserta en este espacio y tiempo a los que no pertenezco... enquistada en una sociedad alienante, competitiva, limitada por precisas longitudes y latitudes de lesa hipocresía, sobreviviendo, a duras penas, en el pequeño desconsuelo de mundo que me tocó en suerte habitar.
Discutiendo, fundamentando, atrincherándome y combatiendo, sin convicción, por mezquinos espacios de poder, sólo para adquirir algún salvoconducto que me permita cruzar, de nuevo, al alba, los puestos de sospecha.
Quizás era eso lo que me extenuaba. Demasiados años de contiendas y sacrificios. Demasiados años.
Abandoné la sien, poblada de cabellos entrecanos, contra el cristal desnudo. Afuera, la noche no era otra cosa más que artificio y consumismo de neón. En su compacta mole la ciudad alcanzaba, casi, la estatura del cielo. Sólo excepcionalmente, me era dable observar un fragmento de luna asomando entre breves silencios de argamasa.
La fatiga se estaba transformando en algo diferente; era un dolor intenso, una angustia profunda, una opresión feroz en la garganta.
Cien metros antes del semáforo, lo vi.
En un primer instante, me resultó confuso poder reconocerlo. ¡Había transcurrido tanto tiempo desde que él aceptara recorrer los ocultos caminos de su exilio!
Pero, a pesar de todo, bastó con que extendiera su sonrisa para recuperar aquella fresca geografía de jardines; el granado del patio rasgando sus membranas; los cisnes picoteando prolijos dados de pan duro hurtados a la cómplice distracción de su dueña; finos rayos de sol filtrándose entre encajes donde ángeles infantes elevaban trompetas, el murmullo insolente de las aguas pasando bajo el puente oscuro y oxidado y ese tenaz desfile de los camalotales envueltos en la trama de sus sayales verdes, derivando su errante calendario y anhelando, quizá como yo misma, el varadero azul de las raíces.
Su piel morena se fundió con la mía mientras, atentamente, me ayudaba a bajar los escalones.
Toda palabra se tornó innecesaria.
Él rozó mi barbilla con la antigua ternura que habitaba el rincón de mi memoria y yo ceñí una paz desconocida contra la curva tibia de su pecho.
Cuando el fatal chirrido de los frenos, el aullido desnudo de hierro quebrantado y esos largos gemidos de dolor surcando el aire, lograron que volviera la cabeza para observar el ómnibus urbano convertido en una masa informe de chapas incendiadas junto al árbol, los autos y el semáforo, las gruesas trenzas renegridas volvieron, como antaño, a abofetearme las mejillas.
Sin concederle mayor importancia, el abuelo y yo comenzamos a caminar, lentamente, hacia el lugar preciso en donde se engendraba, violáceo y persistente, el bautismal aroma de glicinas.







Norma Segades – Manías (Santa Fe Capital, Argentina)
Autora de 15 libros de poemas editados, su obra ha obtenido reconocimientos en el orden municipal, provincial, nacional e internacional. 
Algunos de sus títulos fueron publicados por Editoriales de Santa Fe, Buenos Aires, México y España.
Ex directora de Gaceta Literaria de Santa Fe, durante dos períodos consecutivos desempeñó la presidencia de la Asociación de Escritores de su provincia.
En 1999 la Fundación Reconocimiento, inspirada en la trayectoria de la Dra. Alicia Moreau de Justo, le otorgó diploma y medalla nombrándola Alicia por “su actitud de vida” y el Instituto Argentino de la Excelencia (IADE) le hizo entrega del Primer Premio Nacional a la Excelencia Humana por “su meritorio aporte a la cultura”.
En el año 2005 fue nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito local, nacional e internacional”.
En 2007 el Poder Ejecutivo Municipal estimó oportuno "reconocer su labor literaria como relevante aporte a la cultura de su ciudad".
Actualmente dirige la revista cultural "Gaceta Literaria Virtual", "Editorial Alebrijes" y el Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de la paloma"












1 comment:

Ricardo Juan Benítez said...

Normita, letras sensibles y prosa inmaculada. Gracias por tu participación.