Norma Segades
REGRESO
A CASA
El ómnibus llegó, como
de costumbre, arrastrando esa extraña monotonía de su condena circular, la
eterna repetición minuciosa de sus calles.
Se detuvo demasiado
lejos de la acera.
Me costó bajar a la
calzada y asumir, luego, el esfuerzo de la altura.
En el mismo instante en
que mi agobio trepó al estribo, reanudó la marcha.
Hube de aceptar que ya
no poseía la estabilidad de antaño. Aferrada a la seguridad del pasamano,
húmedo por el roce de tantos anónimos fracasos, deposité el importe exacto del
pasaje en la ranura ávida. Escuché el tintinear de las monedas mientras se
deslizaban por la entraña metálica y, sólo por reflejo, retiré el prolijo
recorte de papel que devolvía la máquina.
Busqué con la mirada
algún lugar tranquilo.
No pude evitar
detenerme en la expresión vacía de mis ocasionales compañeros de ruta. Ojeras,
silencios, espaldas abatidas, las miradas ausentes y esos breves jirones de
cansancio desbordando las comisuras de los labios.
Al menos es viernes
-mascullé, a la vez que me deslizaba, trabajosamente, hacia la intimidad del
coche. Me negué a pensar en la cena y los horarios de los chicos.
Fue entonces cuando
sufrí la embestida y sentí la sorpresa arrojándome hacia atrás, en el preciso
instante en que la mujer rubia recuperó, asustada, el oscuro ritual de sus
esquinas.
Me desplomé, exhausta,
en el sitio que retenía, todavía, algunos restos de tibieza ajena.
Siempre me resultaron
agradables esos asientos insulares. Sobre todo al fin de la jornada, cuando me
reconozco inserta en este espacio y tiempo a los que no pertenezco...
enquistada en una sociedad alienante, competitiva, limitada por precisas
longitudes y latitudes de lesa hipocresía, sobreviviendo, a duras penas, en el
pequeño desconsuelo de mundo que me tocó en suerte habitar.
Discutiendo,
fundamentando, atrincherándome y combatiendo, sin convicción, por mezquinos
espacios de poder, sólo para adquirir algún salvoconducto que me permita
cruzar, de nuevo, al alba, los puestos de sospecha.
Quizás era eso lo que
me extenuaba. Demasiados años de contiendas y sacrificios. Demasiados años.
Abandoné la sien,
poblada de cabellos entrecanos, contra el cristal desnudo. Afuera, la noche no
era otra cosa más que artificio y consumismo de neón. En su compacta mole la
ciudad alcanzaba, casi, la estatura del cielo. Sólo excepcionalmente, me era
dable observar un fragmento de luna asomando entre breves silencios de
argamasa.
La fatiga se estaba
transformando en algo diferente; era un dolor intenso, una angustia profunda,
una opresión feroz en la garganta.
Cien metros antes del
semáforo, lo vi.
En un primer instante,
me resultó confuso poder reconocerlo. ¡Había transcurrido tanto tiempo desde
que él aceptara recorrer los ocultos caminos de su exilio!
Pero, a pesar de todo,
bastó con que extendiera su sonrisa para recuperar aquella fresca geografía de
jardines; el granado del patio rasgando sus membranas; los cisnes picoteando
prolijos dados de pan duro hurtados a la cómplice distracción de su dueña;
finos rayos de sol filtrándose entre encajes donde ángeles infantes elevaban
trompetas, el murmullo insolente de las aguas pasando bajo el puente oscuro y
oxidado y ese tenaz desfile de los camalotales envueltos en la trama de sus
sayales verdes, derivando su errante calendario y anhelando, quizá como yo
misma, el varadero azul de las raíces.
Su piel morena se
fundió con la mía mientras, atentamente, me ayudaba a bajar los escalones.
Toda palabra se tornó
innecesaria.
Él rozó mi barbilla con
la antigua ternura que habitaba el rincón de mi memoria y yo ceñí una paz
desconocida contra la curva tibia de su pecho.
Cuando el fatal
chirrido de los frenos, el aullido desnudo de hierro quebrantado y esos largos
gemidos de dolor surcando el aire, lograron que volviera la cabeza para
observar el ómnibus urbano convertido en una masa informe de chapas incendiadas
junto al árbol, los autos y el semáforo, las gruesas trenzas renegridas
volvieron, como antaño, a abofetearme las mejillas.
Sin concederle mayor
importancia, el abuelo y yo comenzamos a caminar, lentamente, hacia el lugar
preciso en donde se engendraba, violáceo y persistente, el bautismal aroma de
glicinas.
Norma
Segades – Manías (Santa Fe Capital, Argentina)
Autora de 15 libros de
poemas editados, su obra ha obtenido reconocimientos en el orden municipal,
provincial, nacional e internacional.
Algunos de sus títulos
fueron publicados por Editoriales de Santa Fe, Buenos Aires, México y España.
Ex directora de Gaceta
Literaria de Santa Fe, durante dos períodos consecutivos desempeñó la
presidencia de la Asociación de Escritores de su provincia.
En 1999 la Fundación
Reconocimiento, inspirada en la trayectoria de la Dra. Alicia Moreau de Justo,
le otorgó diploma y medalla nombrándola Alicia por “su actitud de vida” y el
Instituto Argentino de la Excelencia (IADE) le hizo entrega del Primer Premio
Nacional a la Excelencia Humana por “su meritorio aporte a la cultura”.
En el año 2005 fue
nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de
la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y
periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito
local, nacional e internacional”.
En 2007 el Poder
Ejecutivo Municipal estimó oportuno "reconocer su labor literaria como
relevante aporte a la cultura de su ciudad".
Actualmente dirige la
revista cultural "Gaceta Literaria Virtual", "Editorial
Alebrijes" y el Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de
la paloma"
1 comment:
Normita, letras sensibles y prosa inmaculada. Gracias por tu participación.
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