Tuesday, January 08, 2019

G. K. CHESTERTON


Los tres instrumentos de la muerte
G.K. Chesterton

Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.
La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.
Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren  hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.
La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»
Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado igualmente.
Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente… El hombre de luto era Magnus, el lacayo de Sir Aaron Armstrong. El baronet, con su habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado; pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.
Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era Sir Aaron Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre en la sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohemio. El secretario manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor se decidió a obrar, se oyó un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.
Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secretario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos trances. Pero el deseo de Royce  no se hubiera cumplido tan de prisa si uno de los detectives oficiales que intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no oficial llamado Flambeau… Porque, claro está, es imposible ser amigo de Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos desconocidos.
-Según me parece -dijo ingenuamente el señor Merton- hay que renunciar a desenredar este lío. No se puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda. Además, todo es  absurdo. ¿Quién puede haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san Nicolás.
-Sí, era un hogar muy simpático -asintió el padre Brown-. Mientras él vivió, al menos, así fue siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo igual de alegre?
Merton, asombrado, le dirigió una mirada interrogadora.
-¿Ahora que ha muerto él?
-Sí -continuó impasible el sacerdote-. Él  era muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna persona alegre, fuera de él?
En la mente de Merton pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había estado en casa de Armstrong, para cumplir con sus funciones policíacas, ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el decorado, mezquino y provinciano; los pasillos, llenos de corrientes de aire, alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las barbas de paja llenas de sal gris -como de trapo bicolor-, y la ancha frente surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspecto tan sensitivo. Graciosa, pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación continua del tren.
-Ya ve usted -dijo el padre Brown pestañeando modestamente-. No es seguro que la alegría de Armstrong haya sido alegre… para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: ne nos inducas in tentatione. Si alguna vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien -añadió con sencillez- hubiera sido a un optimista.
-¿Cómo? -exclamó Merton, risueño-. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a los demás?
-A la gente le agrada la risa frecuente -contestó el padre Brown-; pero no creo que le agrade la sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansona.
Caminaron un rato eh silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre Brown dijo de pronto, como el que echa de si un mal pensamiento, mejor que ofrecerlo a su interlocutor:
-Claro es que la bebida en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para entristecerse un poco.
El jefe de Merton, un detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberes domésticos y secretariales con un aire de pesada humildad, como un búfalo que arrastra un carro.
Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con  evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.
-Y qué, señor Gilder, ¿ha descubierto usted este misterio?
-Aquí no hay misterio -replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cornejas.
-Bueno; para mí, al menos, sí lo hay -dijo Merton, sonriendo.
-Todo está muy claro, muchacho -dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris-. Tres minutos después de que te fuiste a buscar al párroco del señor Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo el tren?
-¡Ya lo creo! Me produce hormigueo. 
-Bien -articuló Gilder-; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la Policía!      
-Pero, ¿está usted seguro -observó el joven- que fue él quien mató a su amo?
-Sí, hijo mío, completamente seguro -replicó Gilder secamente-; por la sencilla razón de que ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo, a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.
-O quizá lo bastante grande para no advertirse -dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.
-Nada, una necedad, ya lo sé -dijo el padre Brown-. Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre señor Armstrong fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde, demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.
-¿Cómo? -preguntó vivamente el detective.     
El padre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había una ventana abierta en el desván.
-¿No ven ustedes? -explicó, señalándola con una torpeza infantil-. Cayó o fue arrojado desde allí.
Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo después:
-En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.
El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.
-¿Cómo? -exclamó-. En la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro trozo allí, en el ángulo de la ventana?
A aquella altura, la cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo investigador se declaró satisfecho:
-Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.
En este instante, un tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.

-¡Por los dioses! ¡Lo han cogido! -gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación-. ¿Y el dinero? ¿También lo traen ustedes? -preguntó a uno de los policías.
El agente, con una expresión singular, contestó:
-No. -Luego añadió-: Por lo menos, aquí no.  
-¿Quién es el inspector? -preguntó Magnus.    
Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y aseguran las malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.
-Siempre me lo había yo temido -dijo en voz alta con una suavidad ardorosa-. Mi pobre amo se reía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para sus funerales -hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.
-Sargento -dijo el inspector, mirando con furia aquellas manos-. ¿Cómo es que no le ha puesto usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?
-Señor -dijo el sargento desconcertado-; no sé si debo hacerlo.
-¿Cómo es esto? -preguntó el otro con aspereza-. ¿No le han arrestado ustedes?
En la hendida boca del criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareció comentar oportunamente la intención burlesca.
El sargento, muy gravemente, replicó:
-Le hemos arrestado precisamente cuando salía del puesto de Policía de Highgate, donde acababa de depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.
Gilder contempló al lacayo asombrado.
-¿Y por qué hizo usted eso? -preguntó.
-¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a salvo del criminal -contestó Magnus.
-Es que el dinero de Sir Aaron -dijo Gilder- estaba seguro en manos de la familia.
La cola de esta frase pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de  Magnus con toda su nitidez de campanadas:
-Tengo razones para desconfiar de la familia.
Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.
-Repórtese usted -gruñó Royce-. Va usted a asustar a la señorita Armstrong.
-Creo que sí -dijo el de la clara voz.
La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendidos. Y él prosiguió así:
-Estoy ya acostumbrado a los temblores de la señorita Armstrong. La he visto temblar muchas veces durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor… Esta mañana los diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el pobre de mí amo le prohibió casarse con ese borracho bribón…
-¡Alto! -dijo Gilder con energía-. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras no presente usted una prueba evidente.      
-¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas evidentes! -le interrumpió Magnus con su acento cortado-. Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme también entregarla a la autoridad competente.
Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.
Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y murmuró al oído de Gilder:
-Habrá que oír lo que dice la señorita Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?
El padre Brown levantó de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.
-Sí -exclamó con radiante candor-. Pero, ¿dirá la señorita Armstrong algo contra esta acusación?
La dama dejó escapar un grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.
-Este hombre -dijo el señor Gilder gravemente- acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.
-Dice la verdad -contestó Alice.
Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezota y decía estas singulares palabras:
-Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un gusto.
Y, levantando los fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía en una pantomima insensata.
-Señor Royce -gritó Gilder autoritariamente-. Le arresto a usted por agresión.
-No -contestó el secretario con una voz como un gong de hierro-, tendrá usted que arrestarme por homicidio.
Gilder miró muy alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño, preguntó:
-¿Qué quiere usted decir?
-Que es cierto, como ha dicho este hombre -explicó Royce- que la señorita Armstrong cayó desmayada con un cuchillo en la mano. Pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su padre, sino para defenderle.
-Para defenderle -gritó Gilder gravemente-. ¿Y defenderle de quién?
-De mí -contestó el secretario.
Alice le miró con expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:
-Me alegro de que sea usted valiente.  
-Subamos -dijo Patrick Royce con pesadez- y les haré ver cómo pasó esta atrocidad.
El desván, que era el aposento privado del secretario -diminuta celda para tan enorme ermitaño-, ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre la alfombra.
-Yo estaba ebrio -dijo Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido, tenía todo el patetismo del primer pecado infantil-. Todos ustedes me conocen -continuó con voz ronca-. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí, sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta, por Dios!
A una señal, que fue lo bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.
-¡Vamos! -dijo con sencillez amable-. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.
Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:
-¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.
Y habiendo acabado con la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos, pero permaneció de rodillas.
-¿En qué grado de embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco. Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parece poco propio de un dipsómano.
Se irguió de un salto y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:
-Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.
-Señor -dijo Alice Armstrong al sacerdote en voz baja-. ¿Podemos hablar a solas?
Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, la dama le dijo decidida:
-Usted es un hombre inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil. Este asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad de salvación habrá para el desdichado a quien amo.
-¿Por qué? -preguntó el padre Brown mirándola con fijeza.
-Porque -contestó ella con la misma expresión- yo misma le he visto cometer el crimen.
-¡Ah! -dijo el padre Brown impertérrito y, ¿qué fue lo que hizo?
-Yo estaba en este cuarto -explicó ella-. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Y yo le vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó sobre mi padre, que lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortar la cuerda antes de caer desmayada
-Ya lo veo todo -dijo el padre Brown con la misma cortesía impasible-. Muchas gracias.
Y mientras la dama desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente a donde estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose respetuosamente al inspector. Dijo:
-¿Puedo decir algo al preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas un instante?
-Es hombre muy fuerte -dijo Merton en baja-. ¿Para qué quiere que se las quite?
-Pues, mire usted -dijo el sacerdote con maldad-. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de manos.
Los dos detectives se miraron sorprendidos, y padre Brown añadió:
-¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa? 
El hombre de la silla movió negativamente la marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:
-Pues lo diré yo. La vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, y dejar que los muertos entierren a los muertos.
Se dirigió a la ventana fatal y se asomó:
-Le dije a usted que aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se han empleado para matar a Sir Aaron, sino para salvarlo.
-¡Para salvarlo! -exclamó Gilder-. ¿De qué?   
-De sí mismo -dijo el padre Brown-. Era maniático suicida.
-¿Qué? -dijo Merton con tono incrédulo-.  ¡Y su Religión de la Alegría…!
-Es una religión muy cruel -dijo el sacerdote mirando por la ventana-. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre señor Armstrong se encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado, que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan trastornada, que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la muerte, y con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad.
Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick Royce, a quien dijo:
-Creo que debo decir lo que siento, caballero. Usted y esa dama valen más que la esquela de defunción de Armstrong.
-¡Al diablo con Armstrong y su esquela! -gritó brutalmente Royce-. ¿No comprenden ustedes que se trataba de que ella no lo supiera?
-¿Que no supiera qué? -preguntó Merton.       
-¿Cómo qué? ¡Que es ella quien ha matado a su padre, imbécil! -rugió el otro-. A no ser por ella, estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.
-No, no lo creo -observó el padre Brown, tomando el sombrero-. Al contrario, creo que debe decírselo. Ni la más sangrienta equivocación envenena la vida tanto como un pecado. Y creo también que en adelante ella y usted podrán ser más felices. Y me voy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.
Al salir por entre el césped mojado, un conocido de Highgate le detuvo para decirle:   
-Acaba de llegar el médico. Va a comenzar la información.
-Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos -dijo el padre Brown-. Siento mucho no poder asistir a la información.
El candor del padre Brown, 1911
(Traducción de Alfonso Reyes)




Gilbert Keith Chesterton (pronunciado como /'gɪlbət ki:θ 'ʧestətən/, Londres, Inglaterra; 29 de mayo de 1874-Beaconsfield, Inglaterra;  14 de junio de 1936), más conocido como G. K. Chesterton, fue un escritor y periodista británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes.
Se han referido a él como el «príncipe de las paradojas». Su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua, cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective, y que aparece en más de cincuenta historias reunidas en cinco volúmenes, publicados entre 1911 y 1935.

Biografía

Su familia

Arthur Chesterton fue padre de seis hijos, el mayor de ellos de nombre Edward, quien contrajo matrimonio con Marie Louise Grosjean. Los Chesterton tenían una agencia inmobiliaria y topográfica radicada en Kensington, a la cual estaba dedicado Edward, pero su inquietud era el arte y la literatura. Tras contraer matrimonio, los Chesterton Grosjean se mudaron a Sheffield Terrace, Kensington, donde concibieron a Beatrice y a Gilbert.
Gilbert Keith nació en Campden Hill, Londres, el 29 de mayo de 1874, en el seno de una familia de clase media. Chesterton da comienzo a su Autobiografía relatando el día, año y lugar de su nacimiento. La forma en la que ofrece esa información permite apreciar su fe en la tradición humana, ya que, en su opinión, sólo a través de ésta se pueden conocer muchas cosas que de otra forma no se podrían saber.
«Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George…»
Autobiografía​
A una edad no muy avanzada, Edward tuvo un problema cardiaco, por lo que debió abandonar el negocio familiar, pero continuaba percibiendo una renta de él. Fue entonces cuando se pudo dedicar tranquilamente a su jardín, a la literatura y al arte.
Tanto Edward como Marie Louis no eran devotos creyentes, y ambos aceptaron bautizar a Gilbert más que nada por una especie de presión social y tradición familiar, ya que ellos se podrían definir como «librepensadores» al estilo de la época victoriana. El bautismo tuvo lugar en una pequeña iglesia anglicana llamada St. George. Al respecto, Joseph Pearce señala: «La "mera autoridad" no era la de la Iglesia, sino la del convencionalismo».
Edward y Marie Louise tuvieron tres hijos. El biógrafo Pearce señala que Gilbert tuvo una hermana mayor llamada Beatrice, quien lamentablemente murió muy joven, y que en la casa de los Chesterton estaba prohibido hablar del tema. Ada Jones señala en su biografía de los hermanos, titulada «Los Chesterton», que el padre, Edward, a quien lo llamaban «Mister Ed», tenía prohibido hablar del tema, las fotos de Beatrice fueron sacadas de la casa y las que quedaron estaban mirando a la pared. El otro hijo se llamaba Cecil y nació poco después que Gilbert. G. K. cuenta que se alegró enormemente con el nacimiento de Cecil, ya que al fin iba a tener con quién discutir. Ada Jones, en su biografía, cuenta que un día, durante un paseo familiar, Gilbert y Cecil iniciaron un diálogo en medio de un jardín cuando empezó a llover y, a pesar de ello, continuaron la conversación hasta que la terminaron.

Juventud

Su educación se iniciaría en la preparatoria «Colet Court», en 1881; su enseñanza en aquel lugar duró hasta 1886, y en enero de 1887 ingresó a un colegio privado de nombre «St. Paul» en Hammersmith Road. Gilbert describiría el sistema educativo, o mejor dicho, lo que él opinaba de este como «ser instruido por alguien que yo no conocía, acerca de algo que no quería saber».
Luego estudiaría dibujo y pintura en la «Slade School of Art» (1893-1896), se volvió diestro como dibujante y más adelante llegó a contribuir con ilustraciones tanto para sus propias obras, como es el caso de Barbagrís en escena, cuanto para los libros de su amigo Hilaire Belloc.
Durante esta época se interesó por el ocultismo. En su Autobiografía señala que dentro del grupo de los que realizaban espiritismo, ocultismo o «juegos con el demonio», él era el único de los presentes que realmente creía en el demonio. Lo señalaría de la siguiente forma:
«Me imagino que ellos no son casos raros. De todos modos, el punto está aquí que baje lo suficiente como para descubrir al diablo y, aún de algún débil modo, de reconocer al diablo.
Al menos nunca, aún en esta primera etapa vaga y escéptica, me complací muchísimo de los argumentos corrientes sobre la relatividad del mal o la irrealidad del pecado. Quizás, cuando eventualmente emergí como una especie de teórico, y fui descrito como un Optimista, fue debido a que yo era una de las pocas personas en aquel mundo de diabolismo que realmente creía en los diablos.»
Autobiografía

Luego de un periodo de autodescubrimiento, se retiró de la universidad sin alcanzar un título y comenzó a trabajar en diferentes periódicos. Trabajó como editor de literatura espiritista y teosofía, asistiendo a reuniones de ambos campos.

Del agnosticismo al anglicanismo

En su juventud se volvió agnóstico «militante». En 1901 contrajo matrimonio con Frances Blogg, anglicana practicante, quien ayudó en un principio a que G. K. se acercara al cristianismo. La inquietud de Chesterton se puede ver claramente en el siguiente artículo:

«No puedes evadir el tema de Dios, siendo que hables sobre cerdos, o sobre la teoría binominal estás, todavía, hablando sobre Él. Ahora, si el cristianismo es… un fragmento de metafísica sin sentido inventado por unas pocas personas, entonces, por supuesto, defenderlo será simplemente hablar de metafísica sin sentido una y otra vez. Pero si el cristianismo resultara ser verdadero – entonces, defenderlo podría significar hablar sobre cualquier cosa, o sobre todas las cosas. Hay cosas que pueden ser irrelevantes para la proposición sobre que el cristianismo es falso, pero ninguna cosa puede ser irrelevante para la proposición sobre que el cristianismo es verdadero»
Daily News

Luego, con el pasar de los años se acercó cada vez más al Cristianismo. Volvió a la religión de su infancia, al anglicanismo. A la idea del superhombre planteada por Nietzsche y seguida por Shaw y Wells respondió con un ensayo titulado ¿Por qué creo en el Cristianismo?:

Si un hombre se nos acerca (como muchos se nos acercarán muy pronto) a decir, "Yo soy una nueva especie de hombre. Yo soy el superhombre. He abandonado la piedad y la justicia"; nosotros debemos contestar: "Sin duda tú eres nuevo, pero no estás cerca de ser un hombre perfecto, porque él ya ha estado en la mente de Dios. Nosotros hemos caído con Adán y nosotros ascenderemos con Cristo, pero preferimos caer con Satán, que ascender contigo".

¿Por qué creo en el cristianismo?

Conversión al catolicismo

Siguiendo con la defensa de su renovada creencia, cada vez se adentraba más y más en los escritos patrísticos. Durante el año 1921 Chesterton no publicó ningún libro, pero sí se dedicó mucho al periódico “The New Witness”. Durante esa época mantuvo una constante correspondencia con Maurice Baring, el Padre John O'Connor y el Padre Ronald Knox, quienes lo ayudaron mucho a ir de a poco cambiando su pensamiento anglo-católico hacia la fe que ellos, todos conversos a su vez al catolicismo, profesaban. Y terminó por convertirse a la Iglesia católica, en la cual ingresó en 1922.
En su búsqueda de la verdad se toparía con diversos obstáculos, pero siempre iría con una mentalidad abierta y no se detendría ante estos muros a no ser que estuviera convencido de que debía derribarlos para poder continuar con su búsqueda: Siempre antes de romper un muro, hay que preguntarse por qué lo han construido en primer lugar.
Sobre las críticas al conservadurismo de la Iglesia católica Chesterton diría que no quiere una Iglesia que se adapte a los tiempos, ya que el ser humano sigue siendo el mismo y necesita que lo guíen:
Nosotros realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados...

La Iglesia católica y la conversión

En un ensayo titulado "¿Por qué soy católico?" se refiere a la Iglesia de Roma de la siguiente forma:

No hay ningún otro caso de una continua institución inteligente que haya estado pensando sobre pensar durante dos mil años. Su experiencia naturalmente cubre casi todas las experiencias, y especialmente casi todos los errores. El resultado es un mapa en el que todos los callejones ciegos y malos caminos están claramente marcados, todos los caminos que han demostrado no valer la pena por la mejor de las evidencias; la evidencia de aquellos que los han recorrido.

"¿Por qué soy Católico?"

El influjo católico lo recibió por diferentes partes. Sir James Gunn pintó un cuadro en el que aparecen Chesterton, Hilaire Belloc y Maurice Baring (los tres amigos que comparten la mesa y también la filosofía y las creencias), al que tituló «The Conversation Piece» (La Pieza de Conversación). La mayor influencia se dio a través de un párroco llamado John O'Connor, en quien Chesterton se apoyó. Decía Chesterton que sabía que la Iglesia Romana tenía un conocimiento superior respecto del bien, pero jamás pensó que tuviera ese conocimiento respecto del mal, y fue el Padre O’Connor quien, en las largas caminatas que realizaban juntos, le demostró que él conocía el bien tal cual como G.K. suponía, pero que además conocía la maldad, y estaba muy enterado de ella, principalmente gracias al Sacramento de la Reconciliación, ya que allí escuchaba tanto cosas buenas cuanto cosas malas.
Siguiendo con la metáfora del mapa, plantea que la Iglesia católica lleva una especie de mapa de la mente que se parece mucho a un mapa de un laberinto, pero que de hecho es una guía para el laberinto. Ha sido compilada por el conocimiento, que incluso considerándolo como conocimiento humano, no tiene ningún paralelo humano.
La conversión de Chesterton al catolicismo causó un revuelo semejante al que provocó la del cardenal John Henry Newman o la de Ronald Knox.

Ingenio visual

Chesterton era un hombre grande físicamente, medía 6 pies y 4 pulgadas (1.93 m) y pesaba 286 libras (130 kg). Esta peculiaridad dio origen a una famosa anécdota. Durante la Primera Guerra Mundial, una mujer en Londres le preguntó por qué no estaba "afuera en el Frente", a lo que él respondió: "Si te colocas de lado, verás que sí estoy muy afuera al frente". En otra ocasión, Chesterton le comentó a su amigo George Bernard Shaw: "Al verte, cualquiera pensaría que una hambruna asoló Inglaterra", a lo que éste respondió: "Al verte, cualquiera pensaría que tú causaste la hambruna". P. G. Wodehouse describió en una ocasión un sonido de choque muy fuerte como "un sonido como si G.K. Chesterton cayera sobre una lámina de hojalata".
Chesterton solía llevar una capa y un sombrero arrugado, con un palo espada en la mano, y un cigarro colgando de su boca. Él tenía una tendencia a olvidar a dónde se suponía que debía ir, y a perder el tren que se suponía que lo llevara allí. Se ha informado que en muchas ocasiones, le enviaba un telegrama a su esposa Frances desde algún lugar lejano, escribiéndole cosas como "Estoy en el Mercado Harborough. ¿Dónde debería estar?". A lo que su esposa respondía "En casa". Debido a estos casos de falta de atención, y el hecho de que Chesterton era extremadamente torpe de niño, se ha especulado que Chesterton era un caso no diagnosticado de dispraxia o de trastorno por déficit de atención.

Fin de sus días

Maisie Ward, en su biografía de Chesterton, escribió que durante su última convalecencia, en sus sueños, en un estado semiconsciente, dijo: “El asunto está claro ahora. Está entre la luz y las sombras; cada uno debe elegir de qué lado está”.
El 12 de junio se encontraba con el E.C. Bentley, y más tarde llegó el párroco Monseñor Smith para ungirle con los santos óleos. Tras la partida de éste, apareció el reverendo Vincent McNabb, quien entonó el “Salve Regina” junto a la cama del convaleciente que se encontraba inconsciente. En su biografía, Joseph Pearce señala que el padre McNabb «…vio la pluma de Chesterton sobre la mesilla de noche y la cogió y la besó».
Frances, quien estuvo durante toda su convalecencia al lado de su marido, lo vio despertar por última vez, estando presentes ella y Dorothy, la hija adoptiva de ambos. Al reconocerlas, Chesterton dijo: «Hola, cariño». Luego, dándose cuenta de que Dorothy también estaba en el cuarto, añadió: «Hola, querida». Estas fueron sus últimas palabras.​ Pearce continúa el relato diciendo que estas últimas palabras no son lo que muchos esperarían de uno de los más grandes escritores del siglo XX, y señala: «Aun así, sus palabras fueron sumamente apropiadas; en primer lugar, porque estaban dirigidas a las dos personas más importantes de su vida: su mujer y su hija adoptiva; y en segundo lugar, porque eran palabras de saludo y no de despedida, significaban un comienzo y no el final de su relación».
Chesterton murió el 14 de junio de 1936, en su casa de Beaconsfield, Buckinghamshire, Inglaterra, luego de agonizar varios días postrado en su cama, al lado de su esposa Frances y de su hija Dorothy.
El padre Vincent McNabb relataría su último encuentro con Chesterton de la siguiente forma:

"Fui a verlo cuando murió. Pedí estar solo con el hombre moribundo. Allí aquel gran marco estaba en el calor de la muerte; la gran mente se preparaba, sin duda, a su propio modo, para la vista de Dios. Esto era el sábado, y pensé que quizás en otros mil años Gilbert Chesterton podría ser conocido como uno de los cantantes más dulces de aquella hija de Sion siempre bendita, María de Nazareth. Sabía que las calidades más finas de los Cruzados eran una de las dotaciones de su gran corazón, y luego recordé la canción de los Cruzados, el Salve Regina, que nosotros los Blackfriars cantamos cada noche a la Señora de nuestro amor. Dije a Gilbert Chesterton: "Usted oirá la canción de amor de su madre". Y canté a Gilbert Chesterton la canción del Cruzado: "Saludos, Reina Santa!"

Vincent McNabb

En 1940, cuatro años después del deceso, Hilaire Belloc escribiría un ensayo titulado "Sobre el lugar de Gilbert Chesterton en las letras inglesas", que concluye de la siguiente manera:
What place he may take according to that lesser standard I cannot tell, because many years must pass before a man's position in the literature of his country can be called securely established.
We are too near to decide on this. But because we are so near and because those (such as I who write this) who were his companions, knew him through his very self and not through his external activity, we are in communion with him. So be it. He is in Heaven.

Qué puesto le correspondería conforme a ese criterio inferior no puedo decirlo, porque muchos años deben pasar antes de que el lugar de un hombre en la literatura de su país quede firmemente establecido.
Estamos muy próximos para decidir sobre esto. Pero porque estamos tan próximos y porque aquellos (como el que esto escribe) que fueron sus compañeros le conocieron por sí mismo y no por su actividad externa, estamos en comunión con él. Así sea. Él está en el Cielo.

Hilaire Bello​

Ideas principales de Chesterton

Chesterton ha sido etiquetado como conservador porque destaca valores de la tradición y del mundo antiguo —sobre todo medieval—, pero su método es esencialmente moderno y original: tras una crisis de juventud, estableció unas condiciones y un ideal para la vida humana, al que siempre fue fiel. Cuando se dio cuenta de que ya existía —y era el propuesto por el cristianismo— comenzó su acercamiento al mismo, aunque hasta 1922 no se hizo católico (ver más arriba).
Chesterton escribe desde una perspectiva cristiana: para él, el cristianismo es como la llave que permite abrir la cerradura del misterio de la vida, porque hace encajar las distintas piezas (Autobiografía). Los dogmas no son una jaula, sino que marcan un camino hacia la verdad y la plenitud; de hecho, todos tenemos dogmas, más o menos inconscientes, que es otra de sus tesis recurrentes. Sus argumentos nunca son teológicos, sino basados en la razón, la experiencia y la historia, y en defensa de la sensatez —en inglés sanity— ante el alocado mundo moderno, al que sin embargo amaba, implicándose profundamente en su transformación a través de sus escritos y sus empresas periodísticas, como el GK's Weekly.
El punto de partida de Chesterton es el asombro por la existencia, pues podríamos no ser. Hay un mundo real ahí fuera que —a pesar de sus contradicciones— es esencialmente bueno y hermoso, y por tanto hay que estar alegres y llenos de agradecimiento.
Pero ni el mundo, ni la existencia personal ni la colectiva están resueltas, en el sentido de comprenderlas perfectamente. Son un misterio —o conjunto de misterios— que tenemos que desentrañar. Por eso, a Chesterton le gustan tanto las novelas de detectives, y por lo mismo, sus escritos tienen un importante contenido filosófico (por su método y su profundidad)​ y sociológico (por la agudeza de su análisis social).​ La razón es un instrumento para conocer el mundo, pero sólo uno más: el arte, la imaginación, el misticismo o la experiencia de la vida son otras tantas herramientas imprescindibles. Como el mundo moderno sólo confía en ella, genera comportamientos o ideas más o menos irracionales o cuando menos, poco racionales; "Loco es aquél que lo ha perdido todo menos la razón" (Ortodoxia, Cap.1). Por lo mismo, Chesterton es profundamente enemigo del sentimentalismo, la contrapartida del racionalismo.
El hombre —hoy diríamos ser humano— necesita por tanto una visión completa de la vida. Su ideal de vida es el del hombre corriente, no el modelo que proponen o llevan a cabo ni los ricos ni los intelectuales: esto es importante, porque el mundo moderno, dirigido racionalmente por los poderosos —material o intelectualmente— es un engendro “poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas” (Ortodoxia, Cap.3).
El ser humano anda siempre en busca de un hogar: algunos lo tienen más claro, pero otros buscan y buscan durante toda su vida: al fin y al cabo, cada uno tiene que resolver su misterio —él lo hizo a los 22 años—: los seres humanos tenemos la libertad —"Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta" (Los países de colores, Cap.7)— para elegir nuestras ideas y configurar nuestra vida. El papel de la mujer en el desarrollo de la familia es para Chesterton tan importante que su forma de hablar sobre ella puede malinterpretarse si nos limitamos a la literalidad de las palabras. Esto es así porque nuestro tiempo da mucho mayor valor al individualismo y más todavía a una forma de entender lo público, como superior a lo privado. Sin embargo, el ámbito de la amistad y las relaciones sociales es más verdadero y más gratificante: familia, amigos, vecinos, constituyen esa ampliación del hogar que genera el patriotismo –que no nacionalismo, que conduce al imperialismo.​
Para que todo el mundo tenga un hogar en condiciones, es preciso que la propiedad esté adecuadamente repartida. Capitalismo y socialismo reducen la propiedad de los hombres porque ambos tienden al monopolio (sea en manos privadas, sea estatales), y así propone un sistema alternativo a ambos: el distributismo, en el que el papel del Estado es subsidiario y los seres humanos tratan de resolver sus problemas en lugar de abandonarlos en manos del mercado, políticos y técnicos especialistas.
En el ambiente cientifista del mundo moderno —con su reducción del hombre a mera naturaleza—, la cuestión del modo de conocer, percibir e interpretar de la gente es una de las que más atraen a Chesterton, que se asombra paradójicamente del desprecio de lo que es dado por supuesto —las pequeñas maravillas cotidianas— y de cómo las personas tienden a valorar más determinadas situaciones extraordinarias. Su alegre vitalismo de la vida corriente es opuesto al del superhombre de Nietzsche tanto como al carpe diem materialista. La virtud por excelencia del hombre es la sensatez, que nos hace saber estar ante la vida y el mundo (Herejes).
La idea de progreso —tan querida al mundo moderno— es irónicamente criticada por Chesterton: es falsa como tendencia y como creencia, y confunde nuestra percepción, ya que todo es relativo a los ideales que se poseen y dirigen nuestra acción. Optimismo (moderno) y pesimismo (postmoderno) son dos conceptos recurrentemente criticados en los escritos de Chesterton: tienen que ver con la forma de ver y de organizar el mundo.​
Su estilo y su método no se pueden separar: Alarmas y digresiones, Enormes minucias —ejemplos de títulos de sus obras— conviven y se alternan en sus brillantes escritos. Se le considera maestro de la paradoja (ver más arriba), pero es sólo un recurso de exposición: su verdadero método es siempre tratar de llegar al fondo de argumentos y comportamientos, para mostrar los errores que nos alejan de la sensatez.​ De hecho, hubo una época —la cristiandad medieval, denostada hoy día como sinónimo de retraso y oscurantismo— en la que el ideal pudo acercarse a la realidad, pero el poder de los reyes y los más fuertes acabó con esas condiciones, creando Estados ambiciosos e imperialistas, que hoy parecen lo más natural del mundo y que la globalización ya está modificando, pues son meras construcciones humanas.

Distributismo

Gilbert Keith y Cecil Chesterton, junto con Hilaire Belloc, fueron los pioneros en el desarrollo del distributismo, una tercera vía económica, diferente al capitalismo y al socialismo, cuya base se encuentra en la doctrina social de la Iglesia, que surgió a partir de la encíclica del papa León XIII, Rerum novarum.
En 1926 Chesterton y Belloc lograron por fin darle forma a un proyecto que venían ideando desde hacía bastante tiempo. La forma de este proyecto era una sociedad o, mejor dicho, una liga, a la cual llamaron "Liga Distribucionista"; los grandes ideólogos de ella fueron el escritor inglés y el franco-inglés más el padre Vincent McNabb. La principal vía de promoción de la liga se dio a través del periódico de Gilbert, intitulado G.K. Weekly (El semanario de G.K.). En la primera reunión de la liga Gilbert fue nombrado presidente, cargo que mantuvo hasta su muerte. Al poco tiempo, como señala Luis Seco en su biografía del autor: «…se abrieron secciones de la liga en Birmingham, Croydon, Oxford, Worthing, Bath y Londres»​

Una síntesis de las ideas principales de Chesterton sobre este tema fue publicada en 1927 con el título The Outline of Sanity, traducida de diversas formas al español —la última, en España con el nombre de Los límites de la cordura—, aunque quizá la más adecuada sea Esbozo de sensatez.
Posteriormente la teoría distributista siguió su desarrollo en manos de Dorothy Day y Peter Maurin, y su mayor defensor en los últimos tiempos fue E. F. Schumacher (1911-1977) autor de Lo pequeño es hermoso.

Obra

Chesterton escribió alrededor de 80 libros, varios cientos de poemas, alrededor de 200 cuentos e innumerables artículos, ensayos y obras menores.
Al comienzo de su carrera se hizo conocido por sus artículos periodísticos, y dio un gran salto cuando publicó su primera novela El Napoleón de Notting Hill (1904), la cual inspiró a Michael Collins en su defensa irlandesa ante los ingleses. A ésta le siguieron otros libros de crítica, como "Dickens" (1906) y "G.B. Shaw" (1909).
Iba perfilando así sus opiniones, que exponía con un aire acentuadamente polémico y no exento de humor. Combatía todo lo que consideraba errores modernos: al racionalismo y al cientificismo oponía el sentido común, la fe y la filosofía medieval, en particular la de Tomás de Aquino; a la crueldad de la civilización industrial y capitalista, el ideal social de la Edad Media, que para él se traducía modernamente en el ideal distributista.
Tras las huellas de una obra titulada "Herejes" (1905), Chesterton publicó tres años después "Ortodoxia" (1908), que refleja la historia de su evolución espiritual (que más tarde lo llevaría al seno de la Iglesia católica). Su actitud apologética se refleja en otra obra de esos años, titulada "La Esfera y la Cruz" (1910).
Su actitud ante los problemas sociales la definió en "Qué está mal en el mundo" (1910). De 1908 data su novela más conocida, El hombre que fue jueves, una alegoría sobre el mal y el libre albedrío.
En 1912 compone "La Balada del Caballo Blanco", extenso poema épico sobre el rey Alfredo el Grande y su defensa del reino de Wessex contra los daneses el año 878, y del cual C. S. Lewis sabía muchos versos.
J. R. R. Tolkien, que en su juventud lo consideraba excelente, en una carta a su hijo comenta que lamentablemente G. K. Chesterton, con toda la admiración que le merecía, no conocía nada sobre lo nórdico.
En 1922 publicó Mi visión de Estados Unidos, fruto de su primer viaje a Estados Unidos y Canadá.
De 1925 es El hombre eterno, que versa sobre la Historia del mundo, y está dividido en dos partes, la primera trata sobre la humanidad hasta el año 0 y la segunda desde ese año en adelante. Este libro nació como reacción a uno publicado por H. G. Wells sobre la Historia de la Humanidad, al cual, tanto Chesterton como Belloc, le criticaban que de sus cientos de páginas, las dedicadas a Jesús eran ínfimas. Algunos afirmaron que El hombre eterno fue su libro más trascendente a causa de su influencia en literatos como C.S. Lewis y Evelyn Waugh.
Sus obras son frecuentemente editadas en otros idiomas. En la Argentina su pensamiento ha adquirido un auge todavía mayor desde finales del siglo XX, dadas las constantes reediciones y la aparición de obras desconocidas para el público de habla hispana: Mi visión de Estados Unidos, La Iglesia católica y la conversión, De todo un poco, La Tierra de los Colores, La Nueva Jerusalén, Cien años después, etc.

El Padre Brown

En el primer relato (La cruz azul) del primer libro, Chesterton describe al Padre Brown visto desde los ojos del detective Valentine.

”El pequeño sacerdote era la esencia misma de aquellas llanuras Orientales; tenía una cara redonda y embotada como un buñuelo de Norfolk; tenía unos ojos tan vacíos como el Mar del Norte, y llevaba varios paquetes de papel de estraza que no conseguía mantener juntos”.

La Cruz Azul

La popularidad a mayor escala la consiguió con una serie de relatos policíacos en los que un sacerdote católico, el Padre Brown, personaje de aspecto humilde, descuidado e inofensivo, acompañado siempre de un gigantesco paraguas, suele resolver los crímenes más enigmáticos, atroces e inexplicables gracias a su conocimiento de la naturaleza humana antes que por medio de piruetas lógicas o grandes deducciones.
La habilidad del autor consiste en sugerir que la explicación "irracional" es la única y la más racional, para después develar la sencilla respuesta al misterio. O dicho de modo diferente, en casos donde se invoca la presencia de lo sobrenatural y otros se convencen rápidamente de la obra de un milagro o de la intervención de Dios, el Padre Brown, a pesar de su devoción, es hábil para encontrar de inmediato la explicación más natural y perfectamente ordinaria a un problema en apariencia insoluble.
Chesterton compuso alrededor de una cincuentena de relatos con este personaje publicados originalmente entre 1910 y 1935 en revistas británicas y estadounidenses. Luego se recopilaron en cinco libros (El candor del Padre Brown, La sagacidad del Padre Brown, La incredulidad del Padre Brown, El secreto del Padre Brown y El escándalo del padre Brown). Tres cuentos fueron publicados más tarde: "La vampiresa del pueblo", "El caso Donnington", descubierto en 1981, y "La máscara de Midas", terminado poco antes de la muerte del autor y hallado en 1991.
Hay traducción de todos ellos en Los relatos del padre Brown (Acantilado), por Miguel Temprano García, de 2008. La más reciente es "El Padre Brown. Relatos completos" (Ediciones Encuentro), de 2017, con las mejores traducciones de sus libros.
El personaje del Padre Brown fue llevado numerosas veces a la pantalla; entre las más sonadas, figuran las adaptaciones de Edward Sedgwick (1934), Robert Hamer (1954, con Alec Guinness en el papel principal) y la serie televisiva inglesa de 1974 protagonizada por Kenneth More.

Su estilo

Siempre se caracterizó por sus paradojas, el hecho de comenzar sus escritos con alguna afirmación que parece de lo más normal, y haciendo ver que las cosas no son lo que parecen, y que muchos dichos se dicen sin pensarlos a fondo, cabe destacar que siempre se apoyaba en la argumentación que en su denominación latina es llamada reductio ad absurdum:

"He aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre me dijo: «No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él; quiero que la elija por sí mismo cuando sea mayor.» Ése es un ejemplo muy común de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo, nunca se aplica verdaderamente".
Charlas, II, Acerca de las nuevas ideas

Un ejemplo puede ser su novela El hombre que fue jueves, en la que un investigador se infiltra en una sociedad anarquista para descubrir al fin, sorprendido, que la sociedad anarquista está enteramente formada por espías infiltrados en ella, incluido su mismo presidente.
Su amistad con George Bernard Shaw lo llevó a mantener una larga correspondencia y a juntarse a tratar sobre los temas más diversos, al igual que debatir abiertamente en los periódicos de la época, así también hacia con otros personajes intelectuales como H.G. Wells.
En 1928 Shaw se juntó con Chesterton y Hilaire Belloc para debatir en público en un auditorio, el título del debate era ¿Estamos de Acuerdo? Algo que todos sabían que su respuesta era… no. Luego de la introducción al debate por parte de Belloc, Shaw comienza su argumentación haciendo una comparación entre los escritos de ambos, en la cual se puede apreciar la descripción del estilo literario de las novelas detectivescas de Chesterton por parte de un escritor, ganador del Premio Nobel y de un Oscar al Mejor Guion Adaptado:

"El Sr. Chesterton cuenta e imprime las más extravagantes mentiras. Toma sucesos ordinarios de la vida humana- del hombre común de la clase media- y les da un monstruoso, extraño y gigantesco contorno. Llena jardines suburbanos con los homicidios más imposibles, y no sólo inventa los homicidios, sino que también triunfa en descubrir al homicida que nunca cometió los homicidios. Yo hago una cosa muy parecida. Yo promulgo mentiras en la forma de obras; pero mientras el Sr. Chesterton toma eventos que ustedes considerarían ordinarios y los hace gigantes y colosales para revelar su esencia milagrosa, yo estoy más inclinado a tomar estas cosas en sus completos lugares comunes, y entonces introducir entre ellos escandalosas ideas que escandalizan a los ordinarios espectadores (de la obra) y los envía preguntándose si acaso él había estado parado sobre su cabeza toda su vida, o si acaso yo estaba parado en la mía.

¿Estamos de Acuerdo?

Su estilo, fundado en la paradoja y la parábola o relato simbólico, lo acerca según Jorge Luis Borges, un profundo admirador suyo, a uno de sus contemporáneos: Franz Kafka.

Chesterton, en sus novelas del Padre Brown cuenta historias como la de un hombre asesinado por sus sirvientes mecánicos (El hombre invisible); de un libro que produce la muerte de quien lo lee (El maligno influjo del libro); de un extraño aristócrata que muere en su castillo donde lo acompañaba un criado discapacitado intelectualmente que es el único que lo ha visto los últimos años y no quiere decir qué ha sucedido con todo el oro que misteriosamente ha desaparecido sin dejar rastro, especialmente en imágenes religiosas que «no están simplemente sucias ni han sido rasguñadas o rayadas por ocio infantil o por celo protestante, sino que han sido estropeadas muy cuidadosamente y de un modo muy sospechoso. Donde quiera que aparecía en las antiguas miniaturas el antiguo nombre de Dios, ha sido raspado laboriosamente. Y sólo otra cosa ha sido raspada: el halo en torno a la cabeza del niño Jesús...» (La honradez de Israel Gow); de una muchacha rica que aparece muerta al caer por el hueco de un ascensor y lo que parece un simple accidente deja de serlo al aparecer una extraña nueva secta de la cual ella formaba parte y que adora al sol (El ojo de Apolo) o de un héroe histórico que es mostrado bajo un perfil extraño y aterrador al descubrir el padre Brown la verdad oculta tras el mito (La muestra de la espada rota).
Otra de las más notables antologías del autor es El hombre que sabía demasiado, donde el investigador Horne Fisher resuelve crímenes, más por su profundo conocimiento de las intimidades de los involucrados en cada caso que por sus conocimientos acerca de todas las ramas del saber humano.

Cronología de sus obras

Poemas

1900 Barba Gris en Escena
1900 El caballero salvaje y otros poemas
1911 La balada del caballo blanco
1915 Poemas
1922 La balada de Santa Bárbara y otros poemas
1926 La reina de siete espadas libro de 24 poemas religiosos
1930 La tumba de Arturo

Narraciones del padre Brown

1911 La inocencia del padre Brown
1914 La sabiduría del padre Brown
1926 La incredulidad del padre Brown
1927 El secreto del padre Brown
1929 Father Brown omnibus
1935 El escándalo del padre Brown

Artículos

1901 The Defendant
1902 Doce tipos
1905 All Things Considered
1909 Tremendous Trifles
1911 Alarms And Discursions
1923 Fancies Versis Fads
1927 The Outline of Sanity
1933 All I Survey
1935 The Well and the Shallows
1950 El hombre común
1958 Lunacy and Letters (Lectura y locura)
1964 The Spice of Life and Other Essays
1975 The Apostle and the Wild Ducks

Novelas

1894 Basil Howe
1904 El Napoleón de Notting Hill
1905 El club de los negocios raros
1908 El hombre que fue jueves
1909 La esfera y la cruz
1912 El hombre vivo
1914 La taberna errante
1922 El hombre que sabía demasiado
1925 Cuentos de arco largo
1927 El retorno de Don Quijote
1929 El poeta y los lunáticos
1930 El club de los incomprendidos
1937 Las paradojas del señor Pond

Ensayos

1905 Herejes
1908 Ortodoxia
1910 Lo que está mal en el mundo
1911 Apreciaciones y críticas sobre las obras de Charles Dickens
1913 La Época Victoriana en la literatura
1914 La barbarie en Berlín o El apetito de la tiranía
1917 Una historia corta de Inglaterra
1919 Impresiones irlandesas
1920 La Nueva Jerusalén libro de viajes de naturaleza miscelánea
1920 La superstición del divorcio
1925 El hombre eterno
1927 La iglesia católica y conversión
1928 ¿Estamos de Acuerdo?
1930 The Resurrection of Rome
1936 Autobiography

Biografías

1903 Robert Browning
1904 G. F. Watts
1906 Charles Dickens
1909 George Bernard Shaw
1910 William Blake
1923 San Francisco de Asís
1925 William Cobbett
1927 Robert Louis Stevenson
1932 Chaucer
1933 Santo Tomás de Aquino

Teatro

1913 Magic
1927 The Judgment of Dr. Johnson
1932 The Surprise

Influencias

El hombre eterno contribuyó a que C. S. Lewis se convirtiera al cristianismo. En una carta a Sheldon Vanauken (14 de diciembre de 1950)​ Lewis llama al libro "el mejor y más popular libro sobre apologética que conozco" y a Rhonda Bodle escribió (31 de diciembre de 1947)"La mejor y más popular defensa de la posición del Cristianismo que conozco es El hombre eterno de G.K. Chesterton" El libro también fue citado en la lista de los 10 libros que “formaron mi vocación y mi actitud hacia la filosofía”.​
La biografía de Charles Dickens tuvo una gran influencia en el renacimiento de la popularidad de las obras de Dickens al igual que una seria reconsideración de sus obras por los estudiosos. Considerada por T.S. Eliot, Peter Ackroyd, y otros, el mejor libro escrito sobre Dickens.
La novela The Napoleón of Notting Hill era una de las favoritas de Michael Collins quien luego sería uno de los líderes del movimiento independentista de Irlanda.
El libro Ortodoxia de Chesterton es considerado por muchos como un clásico de la literatura religiosa. Philip Yancey dijo que si a él lo mandaran a "una isla desierta … y eligiera sólo un libro aparte de la Biblia, yo podría muy bien elegir la propia travesía espiritual de Chesteton, Ortodoxia".
El escritor Neil Gaiman ha declarado que The Napoleon of Notting Hill tuvo una gran influencia en su libro Neverwhere. Gaiman también se basó para su personaje Gilbert, de su historieta The Sandman, en Chesterton, e incluyó una cita de "The Man who was October", un libro que Chesterton escribió solamente en sus "sueños", al final de Season of Mists. La novela Good Omens o "Buenos Presagios", escrita junto a Terry Pratchett está dedicada a "la memoria de G.K. Chesterton: Un hombre que sabía lo que estaba sucediendo".
Su apariencia física y, aparentemente, algunas de sus formas de actuar, fueron la inspiración directa para el personaje del Dr. Gideon Fell, un conocido detective creado a principios de los años 1930 por el escritor de misterios anglo-estadounidense John Dickson Carr.
Las obras de Chesterton han inspirado a artistas como Daniel Amos y Terry Scott Taylor de 1970s hasta 2000. Daniel Amos mencionó a Chesterton por su nombre en la canción del 2001 titulada Mr. Buechner's Dream.
Algunos conservadores han sido influenciados por su apoyo al distributismo.
La Inocencia del Padre Brown es citada por Guillermo Martínez como una de sus inspiradoras para su novela Crímenes imperceptibles. Martínez explícitamente cita a Chesterton en el Capítulo 25 de su novela.
Las obras de Chesterton han sido elogiadas por autores como Ernest Hemingway, Graham Greene, Frederick Buechner, Evelyn Waugh, Jorge Luis Borges, Arturo Jauretche, Gabriel García Márquez, Fernando Savater, Karel Čapek, Paul Claudel, Dorothy L. Sayers, Agatha Christie, Julio Cortazar, Sigrid Undset, Ronald Knox, Kingsley Amis, W. H. Auden, Anthony Burgess, E. F. Schumacher, Orson Welles, Dorothy Day, Franz Kafka, Gene Wolfe, Juan Manuel de Prada y Slavoj Žižek.
Ingmar Bergman considera la pequeña obra de teatro "Magic" una de sus favoritas. Bergman señala que se inspiró en esta obra para su película The Magician, de 1958, pero no deben compararse ambas, ya que si bien la temática es la misma, se abordan de dos puntos de vista distintos.
El videojuego Deus Ex tiene extractos de El hombre que fue jueves.
La banda de heavy metal Iron Maiden usa el comienzo de un poema de Chesterton en el comienzo de su canción Revelations de su disco Piece of Mind de 1983.
La Universidad Seton Hall en el "South Orange" de "Nueva Jersey" tiene un instituto teológico nombrado en honor a G. K. Chesterton.
En España existen varias asociaciones y blogueros que se dedican a la difusión de su pensamiento. En este sentido cabe mencionar que, en 2008, la Universidad CEU San Pablo instituye el llamado Club Chesterton.
"Padre Brown", capítulo 1 (BBC), El martillo de Dios (The hammer of God), en inglés. 


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