El
ladrón de cadáveres
Robert
Louis Stevenson
Todas las noches del
año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en
Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces
había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si
nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en
nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la
bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada.
Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia
se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era
una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado
de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia y sus vicios vergonzosos eran
cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente
radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir
periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la
mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su
diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor
alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el
doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de
emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación,
pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad
y antecedentes.
Una oscura noche de
invierno —habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con
nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se
había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino
hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la
presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje
todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham
(hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos
estábamos convenientemente impresionados.
—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de llenar y
de encender la pipa.
—¿Quién? —dije yo—. ¿No querrá usted decir el
médico?
—Precisamente —contestó nuestro posadero.
—¿Cómo se llama?
—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.
Fettes estaba acabando
su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo
con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de
las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido «Macfarlane»:
la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.
—Sí —dijo el dueño— así se llama: doctor Wolfe
Macfarlane.
Fettes se serenó
inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus palabras
más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella transformación,
porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.
—Les ruego que me
disculpen —dijo—; mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién
es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y añadió, después de oír las explicaciones del
dueño:
—No puede ser, claro
que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.
—¿Le conoce usted,
doctor? —preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.
—¡Dios no lo quiera!
—fue la respuesta—. Y, sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería
demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre
viejo?
—No es un hombre joven,
desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.
—Es mayor que yo, sin
embargo; varios años mayor. Pero —dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron
lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una
conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De
qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen
cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía.
Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi
cerebro —y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza—, aunque mi
cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que
vi.
—Si este doctor es la
persona que usted conoce —me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante
penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?
Fettes no me hizo el menor caso.
—Sí —dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo
cara a cara.
Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con
cierta violencia en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.
—Es el doctor —exclamó el dueño—. Si se da prisa
podrá alcanzarle.
No había más que dos
pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la
ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último
peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan
reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no solo gracias a
la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino
también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La
posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban por la
calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones hasta
el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos
dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que
uno de ellos había definido como «cara a cara». El doctor Macfarlane era un
hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la
calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte.
Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía
una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal
precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de
color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío
durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto
en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un
contraste sorprendente ver a nuestro borrachín —calvo, sucio, lleno de granos y
arropado en su vieja capa azul de camelote— enfrentarse con él al pie de la
escalera.
—¡Macfarlane! —dijo con
voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El gran doctor se
detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel
saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.
El londinense casi se
tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía delante, volvió hacia
atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:
—¡Fettes! ¡Tú!
—¡Yo, sí! —dijo el
otro—. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por
terminada nuestra relación.
—¡Calla, por favor!
—exclamó el ilustre médico—. ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado… Ya veo
que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te había conocido; pero
me alegro mucho… me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy solo vamos a
poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y tengo que coger el
tren; pero debes… veamos, sí… debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás
muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que
estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso «en recuerdo de los viejos
tiempos», como solíamos cantar durante nuestras cenas.
—¡Dinero! —exclamó Fettes—.
¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella
noche de lluvia.
Hablando, el doctor
Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad y
confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo
sumió de nuevo en su primitiva confusión. Una horrible expresión atravesó por
un momento sus facciones casi venerables.
—Mi querido amigo
—dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No
quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección…
—No me la des… No deseo
saber cuál es el techo que te cobija —le interrumpió el otro—. Oí tu nombre;
temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya
sé que no. ¡Sal de aquí!
Pero Fettes seguía en
el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el
gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus
vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su
palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin
decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con
interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le
mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el
rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a
emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta
con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado
aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque
en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:
—¿Has vuelto a verlo?
El famoso doctor
londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que así le
interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido in
fraganti. Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor
movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había terminado
como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros
de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el
umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a
la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire
decidido.
—¡Que Dios nos tenga de
su mano, señor Fettes! —dijo el posadero, al ser el primero en recobrar el
normal uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas
las que usted ha dicho…
Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a
la cara sucesivamente.
—Procuren tener la
lengua quieta —dijo—. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane; los que
lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.
Después, sin terminarse
el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo
adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar bajo la lámpara
de la posada.
Nosotros tres
regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas
recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer
escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de
curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche
en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía
una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto
más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso
contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor
londinense. No es un gran motivo de vanagloria, pero creo que me di mejor maña
que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos
otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables
sucesos.
De joven, Fettes había
estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de talento que le
permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en seguida, haciéndolo
suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e inteligente en
presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención
y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por
primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su
aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un cierto
profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó
más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló
disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la
ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero el señor K
estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en
parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su
rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe
en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los
cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso.
El señor K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto
una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes
disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus
estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o
subasistente en su clase.
Debido a este empleo,
el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los
hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del
comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber
proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta
última ocupación —en aquella época asunto muy delicado—, el señor K hizo que se
alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde
estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de
turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía
que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los amaneceres
invernales, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que
abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después
han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su
trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al
marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad.
Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos
horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los
trabajos del día siguiente.
Pocos muchachos podrían
haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta
manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada
contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir
interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona,
esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío, superficial y
egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se
da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de
borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba
además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se
esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios
y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y
que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de
sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y
desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que
Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.
La obtención de
cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón.
En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia
prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las
transacciones que esta situación hacía necesarias no solo eran desagradables en
sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los
implicados. La norma del señor K era no hacer preguntas en el trato con los de
la profesión. «Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio», solía
decir, recalcando la aliteración; «quid pro quo». Y de nuevo, y con cierto
cinismo, les repetía a sus asistentes que «No hicieran preguntas por razones de
conciencia.»
No es que se diera por
sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato.
Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, el señor K se habría
horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan
serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la
responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que
negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia,
los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes.
También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados
de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para
sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado
categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes
entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían,
pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.
Una mañana de noviembre
esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba. Fettes, después de
pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas —paseándose por su
cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama—, y
caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta
frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la
tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque
en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche
estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba
ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de
lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces.
Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas
voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras
aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un
hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para
encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento
sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto;
dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!
Los hombres no respondieron nada pero se movieron
imperceptiblemente en dirección a la puerta.
—La conozco, se lo
aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que
haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.
—Está usted completamente equivocado, señor—dijo uno
de los hombres.
Pero el otro lanzó a
Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero
inmediatamente.
Era imposible
malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al muchacho le
faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y acompañó a sus
odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se
apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban
lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día
anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser
pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó
refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma sobre el
descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de las
instrucciones del señor K y el peligro para su persona que podía derivarse de
su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de
angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior,
el primer asistente.
Era este un médico
joven, Tolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes temerarios, hombre
inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y
estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito atrevidos.
Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más
hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de
golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de distinción, era
propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había
llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una
cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se
adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y
profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba, presentarse con
su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella mañana
Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a
recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa de
su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
—Sí —dijo con una inclinación de cabeza—; parece
sospechoso.
—¿Qué te parece que debo hacer? —preguntó Fettes.
—¿Hacer? —repitió el
otro—. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará,
diría yo.
—Quizá la reconozca
alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida como el Castle Rock.
—Esperemos que no —dijo
Macfarlane—, y si alguien lo hace… bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y
no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado tiempo
sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada;
tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber
cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos
ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa cierta:
prácticamente hablando, todo nuestro «material» han sido personas asesinadas.
—¡Macfarlane! —exclamó
Fettes.
—¡Vamos, vamos! —se
burló el otro—. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!
—Sospechar es una cosa…
—Y probar otra. Ya lo
sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí —dando unos golpes
en el cadáver con su bastón—. Pero colocados en esta situación, lo mejor que
puedo hacer es no reconocerla; y —añadió con gran frialdad— así es: no la reconozco.
Tú puedes, si es ese tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero
creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que
eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a
nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.
Aquella manera de
hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como
Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven pasó a
la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni
pareció reconocerla.
Una tarde, después de
haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una taberna muy
concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un extraño. Era
un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como
carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un
refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más
empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su
estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre
Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el
menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo
con que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata
simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con
extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que
confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del
muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.
—Yo no soy precisamente
un ángel —hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane me da ciento y raya…
Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.
O bien:
—Toddy, levántate y cierra la puerta.
—Toddy me odia —dijo después—. Sí, Toddy, ¡claro que
me odias!
—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe
—gruñó Macfarlane.
—¡Escúchalo! ¿Has visto
a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso
por todo mi cuerpo —explicó el desconocido
—Nosotros, la gente de
medicina, tenemos un sistema mejor —dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo
muerto, lo llevamos a la mesa de disección.
Macfarlane le miró
enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.
Fue pasando la tarde.
Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con
ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que
movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se
separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho.
Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el
dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había
tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la
cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco.
Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al
imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna.
Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas
partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en
ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida
y durmió el sueño de los justos.
A las cuatro de la
mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande
fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del
vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las
has apañado?
Pero Macfarlane le hizo
callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre
manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa, Macfarlane
hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.
—Será mejor que le veas
la cara —dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—.
Será mejor —repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando lleno de asombro.
—Pero ¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos?
—exclamó el otro.
—Mírale la cara —fue la única respuesta.
Fettes titubeó; le
asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego
volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo, hizo
lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo con que se tropezaron
sus ojos, pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por
la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre
del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho
en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos
de los terrores de la conciencia. El que dos personas que había conocido
hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era un cras tibi que iba repitiéndose por su
alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran solo preocupaciones
secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para
enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a
la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban
tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas.
Fue Macfarlane mismo
quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano,
con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.
—Richardson —dijo— puede quedarse con la cabeza.
Richardson era un
estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de
esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió
ninguna respuesta, y el asesino continuó:
—Hablando de negocios,
debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.
Fettes encontró una voz que no era más que una
sombra de la suya:
—¡Pagarte! —exclamó—. ¿Pagarte por eso?
—Naturalmente; no
tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo
consideres —insistió el otro—. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a
aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de
Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo
estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
—Allí —contestó Fettes con voz ronca, señalando al
armario del rincón.
—Entonces, dame la
llave —dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.
Después de un momento
de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo suprimir un
estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al
sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro
diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un
cajón tomó la suma adecuada para el caso.
—Ahora, mira —dijo
Macfarlane—; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer
escalón a la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso.
Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo
demonio.
Durante los pocos
segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al
contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier
dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con
Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo
y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
—Y ahora —dijo
Macfarlane—, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi
parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el
bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero
hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a
comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir
prestado en lugar de prestar.
—Macfarlane —empezó
Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del
cuello por complacerte.
—¿Por complacerme?
—exclamó Wolfe—. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no has hecho más
que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que yo
tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia
procede sin duda alguna del primero. El señor Gray es la continuación de la
señorita Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes
que seguir adelante; esa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.
Una horrible sensación
de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron
del alma del infeliz estudiante.
—¡Dios mío! —exclamó—.
¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya empezado todo esto?
¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto;
Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que
yo me encuentro ahora?
—Mi querido amigo —dijo
Macfarlane—, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha pasado algo malo? ¿Es
que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te
has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y
los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o
Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo
yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al
principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente,
tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la
cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia
de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto
como un colegial que presencia una farsa.
Y con esto Macfarlane
se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del
alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le
amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y
cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del destino de
Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por
haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le
ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane
Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca
definitivamente.
Pasaron las horas; los
alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz
Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor
comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes
de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse
cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante
dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de
enmascaramiento.
Al tercer día
Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo
perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su
ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por
los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose
dueño ya de la medalla a la aplicación.
Antes de que terminara
la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido
a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con las plumas de su
valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos
sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las
clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes del señor K. A veces
intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de
principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba
cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que
había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos,
se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.
Finalmente se presentó
una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase del señor
K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una
de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo
tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico
cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en
cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de
toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos
de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados:
uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre
remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una
vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran
los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista —por usar un sinónimo
de la época—no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad
tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los
pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por
pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el
afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más
tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la
sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse
repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que
puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra,
en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa
resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala
y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos,
vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos
apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a
las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera
semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante,
Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de
descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había
vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y
bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y
transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había
honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que
le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del
Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser
expuestos a la fría curiosidad del disector.
A última hora de la
tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en sus capas y
provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una
lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia.
De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia
acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde
pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en un
espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y
volvieron a pararse en la posada Fisher’s Tryst para brindar delante del fuego
e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron
al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al
caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de
la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el
fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que
les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso
que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su
compañero un montoncito de monedas de oro.
—Un pequeño obsequio
—dijo—. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con tanta facilidad
como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para encender la pipa.
Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor
el sentir de su colega.
—Eres un verdadero
filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K…
¡Por Belcebú que entre los dos harán de mí un hombre!
—Por supuesto que sí
—asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre
para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy
corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver;
pero tú no…. tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
—¿Y por qué tenía que
haberla perdido? —presumió Fettes—. No era asunto mío. Hablar no me
hubiera producido más que molestias,
mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? —y golpeó
el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.
Macfarlane sintió una
punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la
eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero
no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea
jactanciosa.
—Lo importante es no
asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso
no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya
despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el
crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades… quizá sirvan para asustar a
los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas
cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!
Para entonces se estaba
haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la
puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden, pagaron
la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron que iban camino de Peebles y
tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo;
luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les
devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante
y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí y allí un
portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba por unos
momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a tientas
mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su solemne y
aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio
la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno
de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y
rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario
de sus impíos trabajos.
Los dos eran expertos
en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte
minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus
herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse
daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin
mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta
los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que
iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un
árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo.
La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un
estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente
secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén
abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra
o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el
fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de
todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan
pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y
millas de campo abierto.
Como casi estaban
terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a oscuras.
Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco,
que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el
calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo
por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un
camino más ancho cerca de la posada Fisher’s Tryst. Celebraron el débil y
difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su
ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear
alegremente camino de la ciudad.
Los dos se habían
mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al saltar el calesín
entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos
caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada
repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver
con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar
aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros.
Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya
sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña
carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba
confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba
gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al
contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por
todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas
acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo
más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel
cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros
aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.
—Por el amor de Dios
—dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar—, por el amor de Dios,
¡encendamos una luz!
Macfarlane, al parecer,
se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio
respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se
apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado para
entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia
seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada
fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la
vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse
más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del
calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el
objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno
del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del
tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral
y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de
viaje.
Durante algún tiempo
Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable
envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo
tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que
no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado.
Pero su compañero se le adelantó.
—Esto no es una mujer
—dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.
—Era una mujer cuando la subimos al calesín
—respondió Fettes.
—Sostén el farol —dijo
el otro—. Tengo que verle la cara.
Y mientras Fettes
mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al
descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y
afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían
contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche;
ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el
caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se
encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo,
como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los
estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.
"La isla del tesoro" (1934), dirigida por Victor Fleming (Lo que el viento se llevó), con Jackie Cooper,
Wallace Beery, Lewis Stone, Lionel Barrymore, Otto Kruger, Nigel Bruce, Charles McNaughton, Douglass Dumbrille, Charles Sale, Dorothy Peterson
Robert Louis Balfour
Stevenson (Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre de
1850-Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de diciembre de 1894) fue un novelista,
poeta y ensayista escocés. Su legado es una vasta obra que incluye crónicas de
viaje, novelas de aventuras e históricas, así como lírica y ensayos. Se lo
conoce principalmente por ser el autor de algunas de las historias fantásticas
y de aventuras más clásicas de la literatura juvenil, como La isla del tesoro, la novela histórica La flecha negra y la popular novela de horror El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, dedicada al tema
de los fenómenos de la personalidad escindida y que puede ser clasificada como
novela psicológica de horror. Varias de sus novelas continúan siendo muy
famosas y algunas de ellas han sido llevadas varias veces al cine del siglo XX,
en parte adaptadas para niños. Fue importante también su obra ensayística,
breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela
de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y siguió siéndolo después de su
muerte. Tuvo continuidad en autores como Joseph Conrad, Graham Greene, G. K.
Chesterton y H. G. Wells y en los argentinos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis
Borges.
Biografía
Infancia
Robert Louis Stevenson
nació en Escocia, en una casa, ubicada en el número 8, de Howard Place. Fue el
hijo único del abogado y constructor de faros Thomas Stevenson y de Margaret
Isabella Balfour (1830-1897). Originalmente fue bautizado como Robert Lawes
Balfour, pero cuando contaba con veinte años, su padre hizo que le cambiaran el
nombre Lawes por la versión francesa Louis para evitar las asociaciones con un
político radical de igual nombre. Su abuelo, Robert Stevenson, sus tíos Alan
Stevenson y David Stevenson, sus primos, David Alan Stevenson y Charles
Alexander Stevenson así como también Alan Stevenson (1891-1971), familiar en
segundo grado de consanguinidad, fueron todos ingenieros y constructores de
faros. La familia de su madre debía su apellido a Alexander Balfour, quien
poseía tierras en la región de Fife en el siglo XV. El padre de Margarette,
Lewis Balfour (1777-1860), había sido pastor de la Iglesia de Escocia en la
localidad aledaña de Colinton, donde Stevenson solía pasar sus vacaciones en la infancia. El
escritor Graham Greene era, en la línea materna, un sobrino nieto de Robert
Louis Stevenson.
Los padres de Stevenson
también eran presbiterianos. La salud de su madre estaba constitucionalmente
debilitada y padecía de enfermedades respiratorias, debilidad de la cual
también Stevenson sufrió durante toda su vida. El clima escocés de veranos frescos
e inviernos lluviosos y nublados era muy inconveniente tanto para la madre como
para el hijo, que por consejo del médico de la familia pasaban muchas mañanas
en cama. Para aliviar a la madre la familia contrató en 1852 a la niñera Alison
Cunningham (1822-1910), llamada «Cummy», quien impresionaba tanto al pequeño
Louis con su calvinismo austero y sus historias nocturnas truculentas que
provocaron que el niño comenzara a tener pesadillas por las noches. La familia
se mudó en 1853 a una casa en el número 1 de Inverleith Terrace pero la
ubicación de esta vivienda era aún más inconveniente de modo que en 1857
volvieron a mudarse, esta vez al número 17 de Heriot Row.
Cuando apenas contaba
con dos años, su familia llevaba ya al pequeño Louis a la iglesia. Allí
escuchaba las prédicas con historias, por ejemplo, sobre Caín y Abel, el Libro
de Daniel o sobre del diluvio universal. Se agregaban a estos estímulos los
relatos truculentos de Cummy sobre la oscura historia de la iglesia escocesa,
los cuales asustaban al niño pero, al mismo tiempo, le producían gran
fascinación. Su obra fue fuertemente influida por las experiencias infantiles
tempranas. Cummy se preocupaba por él de manera conmovedora cuando yacía
enfermo en cama y le leía pasajes de algunas obras como Pilgrim’s Progress de John Bunyan y de la Biblia. Su obra A Child’s Garden of Verses, que
apareció en 1885 y que hasta hoy sigue siendo un favorito en Gran Bretaña tiene
una dedicatoria a su niñera Cummy, muestra del recuerdo de aquella época de
Stevenson, a sus treinta y cinco años.
A su primera ocupación
favorita de «jugar a la iglesia» (con un púlpito construido con sillas y mesas,
desde donde recitaba y cantaba como pastor) le siguió la afición por rimar e
inventar historias. Según consigna su madre en un diario sobre él, Stevenson
escribió el primer quinteto en septiembre de 1855, cuando estaba a punto de
cumplir los cinco años. Margaret Stevenson llevó un diario sobre la vida de su
hijo, a quien llamaba familiarmente «Lou» o «Smout» (en escocés: «salmón de un
año»), hasta que cumplió treinta y nueve años, por lo cual los años tempranos
de Stevenson están bien documentados.
Época escolar y
universitaria
A partir de septiembre
de 1857 Stevenson asistió a la Mr
Henderson’s School, aunque por razones de salud solo podía participar en
clases durante dos horas diarias. Tras pocas semanas, una bronquitis acabó con
su asistencia regular a la escuela y comenzó a recibir clases particulares. Al
cabo de cuatro años ingresó en la Edinburgh
Academy, una escuela superior que a su vez abandonó a la edad de trece
años. Luego de una breve estadía en el internado de Spring Grove en las cercanías de Londres, regresó para asistir
desde 1864 a una escuela privada de su ciudad natal.
Durante su infancia
escribía constantemente ensayos e historias. Su padre lo comprendía bien puesto
que él mismo había escrito en su tiempo libre hasta que su propio padre le
había dicho que dejara esa insensatez y se dedicara a los negocios. El primer
libro histórico del joven Stevenson, Pentland
Rising, que escribió en la tradición de las novelas de sir Walter Scott,
apareció en 1866, editado en Edimburgo por Andrew Elliot. Para los editores no
constituía riesgo alguno, puesto que su padre se había tenido que comprometer a
comprar los ejemplares que hasta una fecha determinada no hubiesen sido
vendidos, práctica que por aquel entonces era frecuente. Y ese fue el caso. La
novela era de escaso valor literario. Veinte años más tarde, sin embargo,
cuando el autor ya era famoso, la obra llegó a alcanzar precios de fantasía.
En 1867 Thomas
Stevenson adquirió una casa de campo como residencia de veraneo, el Swanston
Cottage, cerca de Edimburgo. Con el correr de los años esta casa, ubicada a los
pies del área montañosa de Pentland Hills, se transformó en el refugio
frecuente del futuro escritor entre los meses de marzo y octubre.
En los años de su
adolescencia Robert acompañó a su padre en sus frecuentes viajes, lo que
inspiró algunas de sus obras recientemente plasmadas en libros.
Ingresó en la Universidad de Edimburgo como estudiante
de Ingeniería Náutica. Sin embargo, la elección de la carrera fue más por la
influencia de su padre, que era ingeniero, que por gusto propio. Esto le llevó
al abandono de la ingeniería en pos del estudio de derecho. En 1875 empezó a
practicar la abogacía. Tampoco tuvo una carrera brillante en este campo, ya que
su interés se concentraba en el estudio de la lengua.
Enseguida aparecieron
en él los primeros síntomas de la tuberculosis e inició una serie de viajes por
el continente. En 1876, a los veintiséis años, en Grez (Francia), conoció a
Fanny Osbourne, una norteamericana que estaba separada. Stevenson y Fanny se
enamoraron. Él publicó su primer libro en 1878. Ella partió a California, para
tramitar su divorcio, y Stevenson la siguió, un año después. Se casó con Fanny
en 1880, a los treinta años. La pareja vivió un tiempo en Calistoga, en el
Lejano Oeste. Escribió historias de viajes, aventuras y romance. Su obra es muy
versátil: ficción y ensayo, entre otras.
A partir de ese año, la
salud de Stevenson comenzó a empeorar. El matrimonio se mudó a Edimburgo, luego
a Davos, Suiza, y finalmente se instaló en una finca que el padre de Stevenson
les regaló, en el balneario de Bournemouth. Tres años más tarde partieron a
Nueva York, donde Stevenson hizo amistad con Mark Twain, autor de Las aventuras de Tom Sawyer. Tras una
breve estancia en San Francisco, decidieron realizar un viaje hacia las islas
del Pacífico Sur, donde finalmente se establecieron con los hijos de Fanny, la
hija de esta, Belle, y la señora Stevenson (el padre del novelista había muerto
para entonces). La relación de Stevenson con los aborígenes —que lo bautizaron
como Tusitala («el que cuenta historias»)— era cordial. Stevenson, por otra
parte, se implicó en la política local: de hecho, el escritor tomó partido por
uno de los jefes locales contra la dominación alemana del archipiélago y
escribió en la prensa británica sobre la penosa situación samoana. También
escribió una conocida carta abierta, la Defensa del Padre Damián en Sídney,
Australia, el 25 de febrero de 1890, contra el reverendo Dr. C. M. Hyde, de
Honolulu, en Hawái.
Murió en 1894 de una
hemorragia cerebral. Un año antes había relatado en una carta: «Durante catorce años no he conocido un solo
día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre
estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos». Era conocida su
afición al alcohol, lo que le había acarreado diversos problemas de salud. Su
cuerpo fue enterrado en la misma isla, en el monte Vaea.
Obra literaria
Ante la aparición de la
novela naturalista o psicológica, Stevenson reivindicó el relato clásico de
aventuras, en el que el carácter de los personajes se dibuja en la acción. Su
estilo elegante y sobrio y la naturaleza de sus relatos y sus descripciones influyeron
en escritores del siglo XX como ya se citó anteriormente.
Bibliografía
Novelas
La isla del tesoro
(Treasure Island) (1883).
El príncipe Otón
(Prince Otto) (1885).
El extraño caso del
doctor Jekyll y el señor Hyde (Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde) (1886).
Novela corta.
Secuestrado (Kidnapped)
(1886) Primera parte de la saga del mismo nombre.
La flecha negra (The Black Arrow: A Tale of the Two
Roses) (1888).
El señor de Ballantrae
(The Master of Ballantrae) (1888).
El muerto vivo, AKA
Aventuras de un cadáver (The Wrong Box) (1889); con Lloyd Osbourne.
Los traficantes de
naufragios (The Wrecker) (1892); con Lloyd Osbourne
Catriona (1893).
Segunda parte de la saga Secuestrado.
Bajamar: un trío y un
cuarteto, AKA La isla de la aventura, AKA La resaca (The Ebb-Tide) (1894); con
Lloyd Osbourne. Editorial Laertes. Barcelona, 2009. ISBN 978-84-7584-646-0
Weir de Hermiston (Weir
of Hermiston) (1896), inconclusa a su muerte.
St. Ives: being the Adventures of a French Prisoner in
England (1897), inconclusa a su muerte, completada por Arthur Quiller-Couch.
The Hair Trunk or The Ideal Commonwealth: An
Extravaganza in August (2014), inconclusa, escrita en 1877.
Libros
de cuentos
Nuevas noches árabes
(New Arabian Nights) (1882), compuesto por 11 relatos.
El dinamitero (More New
Arabian Nights: The Dynamiter) (1885), compuesto por 14 relatos; con Fanny Van
De Grift Stevenson
The Merry Men and Other Tales and Fables (1887),
compuesto por 6 relatos
Noches en la isla, AKA
Cuentos de los Mares del Sur (Island Nights' Entertainments, AKA South Sea
Tales) (1893), compuesto por tres relatos.
Fables (1896),
compuesto por 20 relatos.
Tales and Fantasies
(1905), compuesto por tres relatos.
" El Club de los
Suicidas y EL diamante del Rajá"
Relatos
When the Devil was Well (1875).
Una vieja canción (An
Old Song) (1875).
Edifying Letters of the Rutherford Family (1877),
inconcluso.
El diablo de la botella
(1891)
La mujer solitaria,
también conocido como La mujer errante (The Waif Woman) (1892).
Sophia Scarlet (2008).
Basado en un manuscrito de 1892 editado por Robert Hoskins. AUT Media (AUT
University).
Poesía
Jardín de versos para
niños (A Child's Garden of Verses) (1885). Con ilustraciones de Jessie Willcox
Smith. Traducido por Gustavo Falaquera. Madrid, Hiperión, 2001. ISBN 84-7517-705-0
A Good Play (1885).
Underwoods (1887).
Ballads (1891)
Songs of Travel and Other Verses (1896)
Poems Hitherto
Unpublished (1916-1921).
Libros de no ficción
Libros de viajes:
Un viaje al continente
(An Inland Voyage) (1878).
Viajes con una burra a las Cévennes (Travels with a
Donkey in the Cévennes) (1879).
The Old and New Pacific Capitals (1882).
The Silverado Squatters (1883).
Across the Plains (Across the Plains) (de 1879-80,
publicado en 1892).
A Footnote to History, Eight Years of Trouble in Samoa
(1892).
The Amateur Emigrant
(de 1879-80, publicado en 1895).
En los mares del Sur
(In the South Seas) (1896). Relato de experiencias y observaciones efectuadas
en las islas Marquesas, Pomotú y Gilbert durante dos cruceros realizados en las
goletas Casco 1888 y Equator 1889.
Otras obras:
Apología del ocio, AKA
Apología de los ociosos y otras ociosidades (An apology for idlers) (1876),
ensayo.
Edimburgo: notas
pintorescas (Edinburgh: Picturesque Notes) (1879), Abada, 2012, ISBN
978-84-15289-54-8.
Virginibus Puerisque, and Other Papers (1881), ensayo.
Estudios familiares del
hombre y los libros (Familiar Studies of Men and Books) (1882), ensayo.
On the Choice of a Profession (1887), ensayo.
Memories and Portraits (1887), ensayo.
Aes Triplex (1887), ensayo.
Memoir of Fleeming Jenkin (1888), biografía.
Father Damien: an Open Letter to the Rev. Dr. Hyde of
Honolulu (1890), biografía.
Vailima Letters (1895), cartas.
The New Lighthouse on the Dhu Heartach Rock,
Argyllshire (1995), ensayo. Basado en un manuscrito de 1872
editado por R. G. Swearingen. California. Silverado Museum.
Otras obras
1894 El embarcamiento
inmaduro (incompleta a causa de su muerte)
Adaptaciones
cinematográficas
Al menos dos de las
grandes obras de Stevenson han sido llevadas al cine. El planeta del tesoro es la más reciente versión en película
animada de la obra La isla del tesoro.
Por su parte, El extraño caso del doctor
Jekyll y el señor Hyde ha sido llevado al cine en múltiples versiones. En
la película The Pagemaster (El
guardián de las palabras), una producción de Turner Pictures, se hace alusión a
estas dos historias. En ella, el protagonista, un niño de diez años llamado
Richard Tyler es convertido en un dibujo animado y tiene que lidiar con
personajes de diferentes obras de ficción, como con el mismísimo Dr. Jekyll, y su alter ego, Mr. Hyde, con el capitán Achab, de la novela Moby-Dick de Herman Melville, y con John Silver, otro de los personajes de Stevenson.
El gaucho y el diablo,
película dirigida en Argentina por Ernesto Remani en 1952 se basa en el cuento El diablillo de la botella.
Cerveza
de brezo (Вересковый мед), cortometraje de dibujos animados
de 1974 producido por los estudios Kievnauchfilm (Киевнаучфильм) y dirigido por
Irina Gúrvich (Ирина Гурвич, 1911 - 1995); es adaptación del poema del mismo
título, Heather Ale, que está basado
en una leyenda de Galloway sobre la bebida de brezo que hacían los pictos.
También la novela La flecha negra ha sido llevada al cine
y la televisión en varias ocasiones. La primera adaptación data de 1911,
dirigida por Oscar Apfel. Entre los largometrajes y series, destacan la
dirigida en 1948 por Gordon Douglas y la tv movie de 1985, de John Hough y con
actores como Oliver Reed, Fernando Rey, Benedict Taylor o Georgia Slowe.
"El hombre y la bestia" (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1920),dirigida por John S. Robertson, con John
Barrymore, Brandon Hurst, Martha Mansfield, Charles Lane,
Nita Naldi, Louis Wolheim
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