Emma
Zunz
JORGE
LUIS BORGES
El catorce de enero de
1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló
en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su
padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego,
la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar
la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis
de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un
compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el
papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego
de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el
día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la
muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente
oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier,
que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una
chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la
casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una
ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el
suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que
su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal.
Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los
dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni
siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad;
quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal
no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento
de poder.
No durmió aquella
noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba
perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como
los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como
siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa
a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que
repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss
discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de
novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años,
pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta,
preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se
obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la
impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio
de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro
de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que
el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba
la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió
esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss
los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y
recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa
final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el
sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió
al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la
había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto;
la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna
realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus
terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que
casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la
memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de
Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los
ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,
inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la
rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá
más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada.
El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una
escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con
losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después
a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque
en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera
del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces,
pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo
para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado
propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la
cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se
refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella
sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola,
Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había
dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo
hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de
su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma
lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores
vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo
advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió,
conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara.
Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo
acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y
opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles
de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a
concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era,
para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los
altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los
ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su
escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año
anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena
dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía
menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener
con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de
oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y
barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la
obrera Zunz.
La vio empujar la verja
(que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un
pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como
los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor
Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron
como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había
soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a
confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que
permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,
sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.)
Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal.
Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal,
más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas
a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera
el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya
había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca
de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban;
Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la
barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi
padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal
ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes
le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el
saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero.
Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con
otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me
hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era
increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las
circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
El Aleph, 1949
(Invasión,
película Argentina de 1969, Escrita por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares
y Hugo Santiago Muchnick. Dirigida y producida por Hugo Santiago Muchnick, con Olga
Zubarry, Lautaro Murúa, Juan Carlos Paz, Martín Adjemián, Daniel Fernández,
Roberto Villanueva y Lito Cruz, entre otros.)
El
Evangelio según Marcos
(El informe de Brodie, 1970)
(El informe de Brodie, 1970)
El
hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el
sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un
estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno
de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad
oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de
Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería
que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le
interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta
inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una
materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador,
como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de
Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que
todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo
largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje;
una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos
con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga
universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos
discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes
creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los
franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que
hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son
mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo,
le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le
gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones
válidas para decir que no.
El
casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del
capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el
padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta
paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de
caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz
había muerto hace años.
Espinosa, en el campo,
fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay
que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a
caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir
los pájaros por el grito.
A
los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una
operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa,
que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo
y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió
quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni
siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El
viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias
a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al
otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados,
pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa
mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos
parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el
caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o
incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo
muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a
todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del
capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del
galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el
gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas
en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si
la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba
en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta
sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir
que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de
mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar
por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa,
que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar
su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los
muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba
lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la
que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a
unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien
donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que
estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando
la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las
páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita
su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin
duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con
indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían
escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el
castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero
en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista
y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no
escucharon.
Hojeó
el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos.
Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió
leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con
atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro
en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le
ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos
historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una
isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las
clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las
parábolas.
Los
Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una
corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó
con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña;
Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no
dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había
escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba
consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes
tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas
y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le
retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió
hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según
Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que
repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran
como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la
novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los
martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran
truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío
era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las
herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas.
Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A
ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban
de azúcar.
El
temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave
en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y
abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que
estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo,
desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba
temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio
un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una
íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría
a nadie esa historia.
El día siguiente
comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le
preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que
era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había
leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del almuerzo,
le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.
"El
muerto", película de Argentina, dirigida por Héctor Olivera, guion de
Fernando Ayala y Héctor Olivera, según el cuento homónimo de Jorge Luis Borges.
Con Francisco Rabal, Thelma Biral, Juan José Camero,Raúl Lavié y Antonio Iranzo.
(1975)
El
jardín de los senderos que se bifurcan
En la página 242 de la Historia de la guerra europea, de
Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas
por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban
había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse
hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán
Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por cierto-. La
siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun,
antiguo catedrático de inglés en la Hochschule
de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas
iniciales.
“…y colgué el tubo.
Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la
del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg,
quería decir el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo– también de nuestras
vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado, o asesinado¹. Antes que
declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era
implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las
órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición, ¿cómo
no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura,
quizá la muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto;
absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha
cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado
de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos
fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber
sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng, ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas que suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente
pasa me pasa a mí… El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden
abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me
importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi
garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz
no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo
parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y
ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo
francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca,
antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo
oyeran en Alemania… Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído
del jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y
de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias
nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos…
Dije en voz alta: Debo huir. Me
incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya
estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis
recursos eran nulos- me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que
iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda
cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del
departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir
inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines
y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala.
Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un
pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La
guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia:
vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
“Soy un hombre cobarde.
Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará
de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania,
no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser
un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto- que para
mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una
hora fue Goethe… Lo hice, porque yo sentía que el jefe tenía en poco a los de
mi raza, a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle
que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del
capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me
vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila
y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un
coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en
la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que
le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé
con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué
un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos
minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y
media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos
labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un
soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí
corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden.
Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido
cristal.
“De esa aniquilación
pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado mi duelo y
que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos,
siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que no era
mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me
deparaba, yo estaría en la cárcel o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que
mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término
la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que
el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino
guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido,
debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí
yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día
que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con
dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el
nombre de la estación. ¿Ashgrove?, les pregunté a unos chicos en el andén.
Ashgrove, contestaron. Bajé.
“Una lámpara ilustraba
el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó:
¿Usted va a casa del doctor Stephen
Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese
camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda.
Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el
solitario camino. Este, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se
confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
“Por un instante, pensé
que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy
pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la
izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio
central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy
bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al
poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un
laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas
heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era
insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese
laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una
montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé
infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y
provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso
laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de
algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede
ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un
país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,
así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una
especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la
segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por
eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si
había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo
de la música prosiguió.
“Pero del fondo de la
íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los
troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la
luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió
el portón y dijo lentamente en mi idioma.
“-Veo que el piadoso
Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el
jardín?
“Reconocí el nombre de
uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
“-¿El jardín?
“-El jardín de senderos
que se bifurcan.
“Algo se agitó en mi
recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
“-El jardín de mi antepasado
Ts’ui Pên.
“-¿Su antepasado? ¿Su
ilustre antepasado? Adelante.
“El húmedo sendero
zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros
orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos
tomos manuscritos de la Enciclopedia
perdida que dirigió el tercer emperador de la Dinastía Luminosa y que no se
dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de
bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de
muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los
alfareros de Persia…
“Stephen Albert me
observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos
grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después
me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
“Nos sentamos; yo en un
largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular.
Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi
determinación irrevocable podía esperar.
“-Asombroso destino el
de Ts’ui Pên -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en
astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros
canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para
componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la
justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se
enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su
muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia,
como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea -un
monje taoísta o budista- insistió en la publicación.
“-Los de la sangre de
Ts’ui Pên -repliqué- seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue
insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he
examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está
vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto…
“-Aquí está el
Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
“-¡Un laberinto de
marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo…
“-Un laberinto de
símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me
ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los
pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió.
Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a
construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y
laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en
el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los
hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras
que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió
que ese era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del
problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto
que fuera estrictamente infinito: Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
“Albert se levantó. Me
dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido
escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado.
Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor
estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi
jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert
prosiguió:
“-Antes de exhumar esta
carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No
conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen
cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar
indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de las 1001 noches, cuando la reina Shahrazad
(por una mágica distracción del copista), se pone a referir textualmente la
historia de las 1001 noches, con riesgo
de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito.
Imaginé también una obra platónica, hereditaria, trasmitida de padre a hijo, en
la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso
cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna
parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios
capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el
manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi
jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de
senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación
en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa
teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable
Ts’ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también
proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang,
digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve
matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al
intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden
morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada
uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de
ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de
los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted
a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
“Su rostro, en el
vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo
inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un
mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a
través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace
menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo
ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente
batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía
con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el
hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio
remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla
occidental.
“Recuerdo las palabras
finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el
admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.
“Desde ese instante
sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible
pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente
coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que
ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
“-No creo que su
ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que
sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En
su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género
despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de
letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus
contemporáneos proclama -y harto lo confirma su vida- sus aficiones
metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su
novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el
abismal problema del tiempo. Ahora bien, ese es el único problema que no figura
en las páginas del Jardín. Ni
siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa
voluntaria omisión?
“Propuse varias
soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me
dijo:
“-En una adivinanza
cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?
“Reflexioné un momento
y repuse:
“-La palabra ajedrez.
“-Precisamente -dijo
Albert-. El jardín de senderos que se
bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa
causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra,
recurrir a metáforas ineptas y a perífrases evidentes, es quizás el modo más
enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los
meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado
centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los
copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido,
he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me
consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan
es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía
Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en
un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red
creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa
trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se
ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos
tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los
dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en
otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo
estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
“-En todos -articulé no
sin un temblor- yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.
“-No en todos -murmuró
con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables
futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
“Volví a sentir esa
pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa
estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran
Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo.
Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín
había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese
hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
“-El porvenir ya existe
-respondí-, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
“Albert se levantó.
Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo
había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin
una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una
fulminación.
“Lo demás es irreal,
insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca.
Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la
ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos
que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert
muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El jefe ha descifrado ese
enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra)
la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona
de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y
cansancio.”
1. Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias
Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de
arresto, capitán Richard Madden. Este, en defensa propia, le causó heridas que
determinaron su muerte.
El
jardín de los senderos que se bifurcan, 1941
Funes
el memorioso
Lo recuerdo (yo no
tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, solo un hombre en la tierra tuvo
derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola
como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el
de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y
singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas
de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda
Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago
paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal
del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no
lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos
aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más
breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que
editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en
el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no
dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo
representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que
Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y
vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un
compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de
Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año
ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos.
Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
Volvíamos cantando, a caballo, y esa no era la única circunstancia de mi
felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra
había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los
árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un
descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta.
Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de
ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo
alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda
como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas,
recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites.
Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué
horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven
Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído
que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo
hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y
el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho
del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no
darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era
hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos
decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un
domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la
vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y
cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y
siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos
y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había
volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado
tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia
me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él
andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de
sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre,
puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres,
permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de
simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás
de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una,
inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la
contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna
vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi
valija incluía el De viris illustribus
de Lhomond, el Thesaurus de
Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo)
mis módicas virtudes de
latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las
orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió
una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro,
desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese
mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de
Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes,
acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original,
porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi
inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo
que Andrés Bello preconizó: i por y, j
por g. Al principio, temí
naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de
Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de
que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para
desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus
ad Parnassum de Quicherat. Y la obra de Plinio.
El catorce de febrero
me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre
no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un
telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción
entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de
dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de
toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba
al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a
casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho,
la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y
que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las
horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el
corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo
parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba
en latín; esa voz (que venía de las tiniebla) articulaba con moroso deleite un
discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de
tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme
diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigesimocuarto
capítulo del libro séptimo de la Naturalis
historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas
fueron ut nihil non usdem verbis
redderetur auditum.
Sin el menor cambio de
voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no
le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo.
La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y
de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato.
Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese
diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras,
irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me
dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la
eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos
que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por
enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por
la Naturalis historia: Ciro, rey de
los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus
ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas
de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba
el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena
fe se maravilló que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde
lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los
cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de
recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no
me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver,
oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el
conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y
tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después
averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que
la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran
infalibles.
Nosotros, de un
vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos
y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del
amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía
compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo
había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el
Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples;
cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había
reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción
había requerido un día entero. Me dijo: Más
recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que
el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y
también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una
circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas
que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas
crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego
cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un
largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni
entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había
cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble
que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos
postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá
todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía
hablando.
Me dijo que hacia 1886
había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días
había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una
sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de
que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en
lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado
principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo)
Máximo Pérez; en lugar de siete mil
catorce, El Ferrocarril; otros
números eran Luis Melián Lafinur, Olimar,
azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín Vedia.
En lugar de quinientos, decía nueve.
Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy
complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era
precisamente lo contrario de un sistema numeración. Le dije que decir 365 era
decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los
“números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o
no quiso entenderme.
Locke, en el siglo
XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual,
cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó
alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general,
demasiado ambiguo. En efecto, Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol
de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.
Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil
recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones:
la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era
inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar
todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que
he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un
inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero
revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el
vertiginoso mundo de Funes. Este, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos
dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las
tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las
tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos,
lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía
el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos
avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de
la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo
multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y
Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres;
nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor
y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía
sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil
dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la
sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo
rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y
más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.)
Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas.
Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tinieblas homogéneas; en esa
dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del
río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin
esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo,
que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el
patio de tierra.
Entonces vi la cara de
la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había
nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto,
anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras
(que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció
el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión
pulmonar.
Ficciones,
1944
Jorge Francisco Isidoro
Luis Borges Acevedo (Buenos Aires, Argentina; 24 de
agosto de 1899-Ginebra, Suiza; 14 de junio de 1986) fue un erudito escritor
argentino, considerado uno de los más destacados de la literatura del siglo XX.
Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura
y el pensamiento universales, además de objeto de minuciosos análisis y
múltiples interpretaciones, excluye todo dogmatismo.
Ontologías fantásticas,
genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples
historias universales, bestiarios lógicos, éticas narrativas, matemáticas
imaginarias, dramas teológicos, invenciones geométricas y recuerdos inventados
son parte del inmenso paisaje que, en sus obras, Borges ofrece tanto a los
estudiosos como al lector no especializado. Sobre todo, la filosofía, concebida
como perplejidad; el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema
de la racionalidad. Aunque fue un literato puro, es preferido por semióticos, matemáticos,
filólogos, filósofos y mitólogos, ya que Borges ofrece —a través de la
perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus
ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una
obra que hace honor a la lengua española y al pensamiento universal.
Galardonado con
numerosos premios, fue también polémico por sus posturas políticas de corte
conservador (derechista), que pudieron ser óbice para ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue
candidato durante casi treinta años.
Que
un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron
más que a un tercero es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa
paradoja es la inocente voluntad de toda biografía.
J. L. Borges, Evaristo Carriego
Trayectoria
Primeros años
Borges consideraba que
había heredado dos tradiciones de sus antepasados: una militar y otra
literaria. Su árbol genealógico lo entronca con ilustres familias argentinas de
estirpe criolla y anglosajona, así como también portuguesa. Desciende de
militares que tomaron parte en la independencia Argentina, como Francisco
Narciso de Laprida, que presidió el Congreso
de Tucumán y firmó el Acta de la
Independencia; Francisco Borges Lafinur —su abuelo paterno—, un coronel
uruguayo; Edward Young Haslam —su bisabuelo paterno, un poeta romántico que
editó uno de los primeros periódicos ingleses del Río de Plata, el Southern Cross; Manuel Isidoro Suárez
—su bisabuelo materno— fue un coronel de las guerras de la Independencia; Juan Crisóstomo Lafinur —su tío
paterno— un poeta argentino autor de composiciones románticas, patrióticas y
profesor de Filosofía; Isidoro de Acevedo Laprida —su abuelo materno— un
militar que luchó contra Juan Manuel de Rosas.
Su padre, Jorge
Guillermo Borges, quien pertenecía a una familia de origen portugués, fue un
abogado argentino, nacido en Entre Ríos, que se dedicó a impartir clases de
psicología. Era un ávido lector y tenía aspiraciones literarias que concretó en
una novela, El caudillo, y algunos
poemas; además tradujo a Omar Jayyam de la versión inglesa de Edward
Fitzgerald. Para 1970, Jorge Luis recordaba con estas palabras a su padre: «Él
me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un
medio de comunicación sino símbolos mágicos y música».
Su madre, Leonor
Acevedo Suárez, era porteña, aunque algunas fuentes la consideran uruguaya
debido a que era hija de orientales. Aprendió inglés de su marido y tradujo
varias obras al español. La familia de su padre tenía orígenes españoles,
portugueses e ingleses; la de su madre, españoles y es posible que portugueses.
En su casa se hablaba tanto castellano como inglés por ende, JLB creció como
bilingüe.
Jorge Luis nació el 24
de agosto de 1899 a los ocho meses de gestación, en una casa porteña de fines
del siglo XIX con patio y aljibe, dos elementos que se repetirán como un eco en
sus poesías. Su casa natal estaba en la calle Tucumán 840, pero su infancia
transcurrió un poco más al norte, en Serrano 2135, en el barrio porteño de
Palermo.
Su relación con la
literatura comenzó a muy temprana edad; a los cuatro años ya sabía leer y
escribir. Diría, ya con 71 años, que «Si tuviera que señalar el hecho capital
de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido
nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo… recuerdo con
nitidez los grabados en acero de la Chambers's
Encyclopaedia y de la Británica».
En 1905 comenzó a tomar
sus primeras lecciones con una institutriz británica. Al año siguiente
escribió su primer relato, La visera
fatal, siguiendo páginas del Quijote.
Además, esbozó en inglés un breve ensayo sobre mitología griega. A los nueve
años tradujo del inglés El príncipe feliz,
de Oscar Wilde, texto que se publicó en el periódico El País rubricado por Jorge
Borges (h). En el barrio de Palermo,
que por aquella época era un barrio marginal de inmigrantes y cuchilleros,
conoció las andanzas de los compadritos que después poblaron sus ficciones.
Borges ingresó al colegio directamente en el cuarto grado. El inicio de su
educación formal a los 9 años y en una escuela pública fue una experiencia
traumática para Borges, los compañeros se mofaban de aquel sabelotodo, que
llevaba anteojos, vestía como un niño rico, no se interesaba por los deportes y
hablaba tartamudeando. Durante los cuatro años de su permanencia en ese
colegio, Borges no aprendió mucho más que algunas palabras en lunfardo y varias
estrategias para pasar desapercibido.
En 1914 el padre de
Borges se vio obligado a dejar su profesión, jubilándose de profesor debido a
la misma ceguera progresiva y hereditaria que décadas más tarde afectaría
también a su hijo. Junto con la familia, se dirigió a Europa para someterse a
un tratamiento oftalmológico especial. Para refugiarse de la Primera Guerra
Mundial, la familia se instaló en Ginebra (Suiza), donde el joven Borges y su
hermana Norah —nacida el 4 de marzo de 19019— asistirían a la escuela. Borges
estudió francés y cursó el bachillerato en el Liceo Jean Calvin. El ambiente en aquel establecimiento de
inspiración protestante era completamente distinto al de su anterior escuela de
Palermo, sus compañeros, muchos de ellos extranjeros como él, apreciaban ahora
sus conocimientos e inteligencia y no se burlaban de su tartamudez. Durante esa
época leyó sobre todo a los prosistas del Realismo
francés y a los poetas expresionistas
y simbolistas, especialmente a
Rimbaud. A la vez, descubrió a Schopenhauer, Nietzsche, Mauthner, Carlyle y
Chesterton. Con la sola ayuda de un diccionario aprendió por sí mismo el alemán
y escribió sus primeros versos en francés.
Gracias al fin de las
hostilidades y después del fallecimiento de su abuela materna, la familia
Borges marchó a España en 1919. Inicialmente se instalaron en Barcelona y luego
se trasladaron a Palma de Mallorca. En esta última ciudad Borges escribió dos
libros que no publicó: Los ritmos rojos,
poemas de elogio a la Revolución rusa,
y Los naipes del tahúr, un libro de
cuentos. En Madrid y en Sevilla participó del movimiento literario ultraísta, que luego encabezaría en Argentina y que
influiría poderosamente en su primera obra lírica. Colaboró con poemas y en la
crítica literaria en las revistas Ultra,
Grecia, Cervantes, Hélices y Cosmópolis. Su primera poesía, Himno a la mar, escrita en el estilo de
Walt Whitman, fue publicada en la revista Grecia
el 31 de diciembre de 1919.
¡Oh, mar! ¡oh,
mito! ¡oh, largo lecho!
Y sé por qué te
amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos
conocemos desde siglos.
Sé que en tus aguas
venerandas y rientes ardió la aurora de la Vida.
(En la ceniza de
una tarde terciaria vibré por primera vez en tu seno).
Oh, proteico, yo he
salido de ti.
¡Ambos encadenados
y nómadas!
Ambos con una sed
intensa de estrellas;
ambos con
esperanzas y desengaños;
ambos, aire, luz,
fuerza, oscuridades;
ambos con nuestro
vasto deseo y ambos con nuestra grande miseria.
En esta época conoció a
su futuro cuñado, Guillermo de Torre, y a algunos de los principales escritores
españoles de la época, como Rafael Cansinos-Assens —a quien frecuentaba en el
famoso Café Colonial y a quien
siempre consideró su maestro— Ramón Gómez de la Serna, Valle Inclán y Gerardo
Diego.
Inicios de su carrera
literaria
El 4 de marzo de 1921,
junto con su abuela paterna —Frances Haslam, quien se les había unido en
Ginebra en 1916— sus padres y su hermana, Borges embarcó en el puerto de
Barcelona en el Reina Victoria Eugenia,
que los devolvería a Buenos Aires. En el puerto los esperaba el escritor,
filósofo de la paradoja y humorista surreal Macedonio Fernández, cuya amistad
Borges heredaría de su padre. El contacto con Buenos Aires llevó al poeta a una
relación exaltada de «descubrimiento» con su ciudad natal. Así comenzó a dar
forma a la mitificación de los barrios suburbanos, donde asentaría parte de su
constante idealización de lo real. Ya en Buenos Aires publicó en la revista
española Cosmópolis, fundó la revista
mural Prisma (de la que sólo se publicaron
dos números) y también publicó en
Nosotros, dirigida por Alfredo Bianchi. Por esa época conoció a Concepción
Guerrero, una joven de dieciséis años de quien se enamoró. En 1922 visitó a
Leopoldo Lugones junto a Eduardo González Lanuza para entregarle el último
número de Prisma. En agosto de 1924
fundó la revista ultraísta Proa junto
con Ricardo Güiraldes, autor de Don
Segundo Sombra; Alfredo Brandán Caraffa y Pablo Rojas Paz, aunque
paulatinamente iría abandonando esa estética. En 1923, en víspera de un
segundo viaje a Europa, Borges publicó su primer libro de poesía, Fervor de Buenos Aires, en el que se
prefigura, según palabras del propio Borges, toda su obra posterior. Fue una
edición en la que se colaron algunas erratas y que, además, carecía de prólogo.
Para la tapa su hermana Norah realizó un grabado. Se editaron unos trescientos
ejemplares; los pocos que se conservan son considerados tesoros por los
bibliófilos y en algunos se aprecian correcciones manuscritas realizadas por el
mismo Borges. En Fervor de Buenos Aires es donde confesó que, finalmente, «las
calles de Buenos Aires/ya son mi entraña». Son treinta y tres poemas
heterogéneos que aluden a un juego de cartas (el truco), a Juan Manuel de
Rosas, o a la exótica Benarés; sin ahorrar el espacio para solazarse en un
patio anónimo de Buenos Aires, «en la amistad oscura/ de un zaguán, de una
parra y de un aljibe». Sobre el espíritu de este libro ha escrito Borges que
«en aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha».
Después de un año en
España e instalado definitivamente en su ciudad natal a partir de 1924, Borges
colaboró en algunas revistas literarias y con dos libros adicionales, Luna de enfrente e Inquisiciones —que nunca reeditó— establecería para 1925 su
reputación de jefe de la más joven vanguardia. En los siguientes treinta años
Borges se transformaría en uno de los más brillantes y más polémicos escritores
de América. Cansado del ultraísmo que él mismo había traído de España, intentó
fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica
de la realidad. Escribió cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el
tango, sobre fatales peleas de cuchillo, como Hombre de la esquina rosada y El
puñal. Pronto se cansó también de este «ismo» y empezó a especular por
escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta el punto de producir
durante dos décadas —desde 1930 a 1950— algunas de las más extraordinarias
ficciones del siglo XX: Historia
universal de la infamia, Ficciones,
El Aleph, entre otros.
Más tarde colaboró,
entre otras publicaciones, en Martín
Fierro, una de las revistas claves de la historia de la literatura
argentina de la primera mitad del siglo XX. Esa revista polemizó respecto de
sus escritores propios, que en el contexto de reunirse en confiterías de la
zona céntrica como la denominada Richmond
se conocieron como Grupo Florida,
versus los escritores que publicaban en la Editorial
Claridad y se reunían en el Café El
Japonés identificados como Grupo
Boedo, quedando dicha rivalidad en la historia de la literatura argentina,
pese a que Borges le restaría posteriormente trascendencia. No obstante su
formación europeísta, reivindicó sus raíces argentinas y en particular las
porteñas, en poemarios como Fervor de
Buenos Aires (1923), Luna de enfrente
(1925) y Cuaderno San Martín (1929).
Compuso letras de tangos y milongas, si bien rehuyó «la sensiblería del
inconsolable tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que «infunde
un aire artificioso a las sencillas coplas». En sus letras y algunos relatos se
narran las dudosas hazañas de los cuchilleros y compadres, a los que muestra en
toda su despojada brutalidad aunque dentro de un clima trágico, cuando no casi
épico.
En 1930 Borges publicó
el ensayo Evaristo Carriego gracias
al editor Manuel Gleizer y prologó una exposición del pintor uruguayo Pedro
Figari. Además, conoció a un joven escritor de solo 17 años, que luego sería su
amigo y con el que publicaría numerosos textos, Adolfo Bioy Casares. En el primer número de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo,
Borges colaboró con un artículo dedicado al coronel Ascasubi. En este primer
número, publicado en 1931, también contribuyeron la propia Victoria Ocampo,
Waldo Frank, Alfonso Reyes Ochoa, Jules Supervielle, Ernest Ansermet, Walter
Gropius, Ricardo Güiraldes y Pierre Drieu La Rochelle. Borges publicó dos años
más tarde una colección de ensayos y crítica literaria titulada Discusión, la que abarca temas tan
diversos como la poesía gauchesca, la Cábala, temas filosóficos, el arte
narrativo y hasta su opinión sobre clásicos del cine. El 12 de agosto de 1933
comenzó a dirigir, junto con Ulyses Petit de Murat, la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento cultural impreso a
color del diario populista Crítica
que duraría hasta octubre de 1934. En 1935 editó Historia universal de la infamia, una serie de relatos breves,
entre ellos, Hombre de la esquina rosada.
Allí sigue interesado en el perfil mítico de Buenos Aires iniciado en Evaristo
Carriego. Al año siguiente se publicaron los ensayos de Historia de la eternidad, donde —entre otros temas— Borges indaga
sobre la metáfora. En la revista quincenal El
Hogar, comenzó a publicar la columna de crítica de libros y autores
extranjeros hasta 1939. Allí publicó quincenalmente gran cantidad de reseñas
bibliográficas, biografías sintéticas de escritores y ensayos. Colaboró también
en la revista Destiempo, editada por
Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou, con ilustraciones de Xul Solar. Para la
editorial Sur tradujo A Room of One’s Own, de Virginia Woolf y
al año siguiente la novela Orlando de
la misma autora. En 1940 publicó Antología
clásica de la literatura argentina.
Tras un golpe militar
—denominado Revolución Libertadora—
que derrocó al gobierno peronista, Borges fue designado en 1955 director de la Biblioteca Nacional, cargo que ocuparía
por espacio de 18 años. En diciembre de ese mismo año fue incorporado a la Academia Argentina de Letras. Publicó Los orilleros, El paraíso de los creyentes, Cuentos
breves y extraordinarios, Poesía gauchesca, La hermana Eloísa y Leopoldo
Lugones. Se le confirmó, además, en la cátedra de Literatura Alemana y,
luego, como director del Instituto de
Literatura Alemana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires. La revista Ciudad
le dedicó un volumen crítico y bibliográfico sobre su obra. Apareció Ficciones en italiano, bajo el título La Biblioteca di Babele. Tras varios
accidentes y algunas operaciones, un oftalmólogo le prohibió leer y escribir.
Aunque aún distinguía luces y sombras, esta prohibición cambió profundamente su
práctica literaria. Borges se fue quedando ciego como consecuencia de la
enfermedad congénita que había ya afectado a su padre. El hecho no fue
repentino («Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento
crepúsculo que duró más de medio siglo»), sino que más bien se trató de un
proceso; como fuere, esto no le impidió seguir con su carrera de escritor,
ensayista y conferencista, así como tampoco significó para él el abandono de la
lectura —hacía que le leyesen en voz alta— ni del aprendizaje de nuevas lenguas.
El haber sido nombrado director de la Biblioteca
Nacional y, en el mismo año, comprender la profundización de su ceguera fue
percibido por Borges como una contradicción del destino. Él mismo lo relató en
una conferencia dos décadas más tarde: «Poco a poco fui comprendiendo la
extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la
especie de una biblioteca. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de
novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar
las carátulas y los lomos. Entonces escribí el Poema de los dones»:
Nadie
rebaje a lágrima o reproche
esta
declaración de la maestría
de
Dios, que con magnífica ironía
me
dio a la vez los libros y la noche.
En 1956 dictó el curso
de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, fue nombrado
catedrático titular en la misma universidad, recibió un doctorado Honoris Causa de la Universidad de Cuyo y fue nombrado
presidente de la Asociación de Escritores
Argentinos. En Montevideo criticó ásperamente al peronismo depuesto y
defendió a la Revolución Libertadora. Por su adhesión al nuevo gobierno resultó
muy criticado, entre otros, por Ernesto Sábato y Ezequiel Martínez Estrada. Sábato
y Borges continuarían, si bien no enemistados, «separados» por motivos
políticos hasta 1973, cuando, a raíz de un encuentro casual en una biblioteca,
Orlando Barone resolvió promover una serie de reuniones, en las que ambos
escritores discutieron sobre literatura, filosofía, cine, lingüística y demás
temas. El resultado de estas reuniones fue la edición de un libro: Diálogos: Borges-Sábato
El Borges vanguardista
y más tarde bucólico se transformó en la década del 30 al Borges de la revista Sur, con su cosmopolitismo de alto
vuelo; al Borges metafísico que especuló sobre el tiempo y el espacio y lo
infinito, la vida y la muerte y si hay destino para el hombre; al Borges que
hace alardes de erudición y que ya pergeña sus celebérrimos textos trampa:
comentarios exhaustivos, por ejemplo, de libros que no existen, o relatos que
juntan y mezclan lo real con lo ficticio. También se percibe un cambio en
materia de estilo, una labor de poda en las prosas y los metros, que pasan a
ser más clásicos, más nítidos, más sencillos.
Los años finales de
esta década fueron funestos para Borges: primero vino la muerte de la abuela
Fanny; después, la del padre, precedida de una muy lenta y penosa agonía.2
Borges se vio arrojado de una vez pero contundentemente al mundo de los adultos
responsables. Tenía que hacer lo que todos hacían desde edades bastante más
tempranas: trabajar, sacar adelante una familia. En esto tuvo suerte: con la
ayuda del poeta Francisco Luis Bernárdez, consiguió en 1938 un empleo en la
biblioteca municipal Miguel Cané del
barrio porteño de Boedo. En esta poco concurrida biblioteca pudo seguir
haciendo lo que solía, pasarse los días entre libros, leyendo y escribiendo.
Después, el mismo Borges sufrió un grave accidente, al golpearse la cabeza con
una ventana, lo que lo llevó al borde de la muerte por septicemia y que, oníricamente,
reflejará en su cuento El sur. En la
convalecencia escribió el cuento Pierre
Menard, autor del Quijote. Esos
sueños de convaleciente le sirvieron para escribir páginas espléndidas;
fantasiosas pero tramadas por su inconfundible mente de siempre, lúcida y
penetrante. Borges salió del trance afianzado en la idea que venía rumiando
desde hacía tiempo: que la realidad empírica es tan ilusoria como el mundo de
las ficciones, pero inferior a este, y que sólo las invenciones pueden
suministrarnos herramientas cognoscitivas confiables.
En 1940 publicó Antología de literatura fantástica, en
colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo, quienes ese mismo año
contrajeron matrimonio, siendo Borges el testigo de su boda. Prologó, además,
el libro de Bioy Casares La invención de
Morel. Publicó en 1941 Antología
Poética Argentina y editó el volumen de narraciones El jardín de senderos que se bifurcan, obra con la que se hizo
acreedor al Premio Nacional de Literatura.
Al año siguiente apareció Seis problemas
para don Isidro Parodi, libro de narraciones que escribió en colaboración
con Bioy Casares. Lo firmaron con el seudónimo «H. Bustos Domecq», el cual
proviene de «Bustos», un bisabuelo cordobés de Borges, y «Domecq», un bisabuelo
de Bioy Casares. Bajo el título Poemas
(1923-1943) reunió en 1943 la labor poética de sus tres libros más los poemas
publicados en el diario La Nación y en la revista Sur. Presentó, junto con Bioy Casares, la antología Los mejores cuentos policiales. Para
esta época, Borges ya había logrado un espacio en el reducido círculo de la
vanguardia literaria argentina. Su obra Ficciones
recibió el Gran Premio de Honor de la
Sociedad Argentina de Escritores (SADE). En sus páginas se halla Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, sobrecogedora
e insuperable metáfora del mundo.
En una reunión en la
casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo, Borges conoció en agosto de 1944 a
Estela Canto, una joven atractiva, inteligente, cultivada y poco convencional,
que llamó su atención —acostumbrado a tratar en los círculos literario y social
con mujeres convencionales de la clase media o alta— y de quien se enamoró sin
ser correspondido. Estela era una mujer vanidosa y hasta su muerte se ufanaba
de haber conquistado el amor, y después la amistad de Borges, así como de haber
sido la destinataria de una colección de cartas de amor que mostraban hasta qué
punto el autor de Ficciones, que
detestaba el sentimentalismo en la literatura, podía ser profundamente
sentimental en la vida. En su libro de memorias, Canto escribió:
La
actitud de Borges me conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él veía
en mí. Sexualmente me era indiferente, ni siquiera me desagradaba. Sus besos
torpes, bruscos, siempre a destiempo, eran aceptados condescendientemente.
Nunca pretendí sentir lo que no sentía
La figura de Estela le
inspiró a Borges ciertos aspectos de El
Aleph, uno de sus mejores cuentos. Él le dedicó a ella ese relato y le
regaló el manuscrito original, el cual Estela hizo subastar cuatro décadas más
tarde en Sotheby´s y fue vendido en
más de 25.000 dólares a la Biblioteca
Nacional de España.
Desafiando a su madre,
para quien Estela era una desclasada, Borges le propuso casamiento. Ese amor no
consumado, siempre agónico, terminó hacia fines de 1952.
En colaboración con
Silvina Bullrich publicó El compadrito en
1945. Junto con Bioy Casares publicó en 1946 Un modelo para la muerte utilizando el seudónimo «B. Suárez Lynch»
y, como H. Bustos Domecq, Dos fantasías memorables, volumen de historias de
suspenso policial. Borges aclaró posteriormente que «Suárez» provenía de su
abuelo y que «Lynch» representaba el lado irlandés de la familia de Bioy. Fundó
y dirigió la revista Los Anales de Buenos
Aires (que concluiría, tras 23 números, en diciembre de 1948). En la
publicación, Borges y Bioy colaboraron con un nuevo seudónimo: «B. Lynch
Davis». Entre 1947 y 1948 editó el ensayo Nueva
refutación del tiempo y publicó sus Obras
Escogidas. En 1949 se editó su célebre obra narrativa El Aleph, libro de género fantástico y que para la crítica es casi
unánimemente su mejor colección de relatos.
En 1946 Juan Domingo
Perón fue elegido presidente, venciendo así a la Unión Democrática. Borges, que
había apoyado a esta última, se manifestaba abiertamente en contra del nuevo
gobierno. Su fama de antiperonista lo acompañó toda su vida. Respecto al nuevo
gobierno, que Borges consideraba una dictadura, manifestó:
Las
dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las
dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la
idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y
mueras prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar
de la lucidez... Combatir estas tristes monotonías es uno de los muchos deberes
del escritor ¿Habré de recordar a los lectores del Martín Fierro y de Don
Segundo Sombra que el individualismo es una vieja virtud argentina?
Borges se sintió
obligado a renunciar a su empleo como bibliotecario cuando fue designado
«Inspector de mercados de aves de corral» por el gobierno. Su madre y su
hermana, también antiperonistas, fueron detenidas por la policía. Esto explica
sus numerosos dicterios contra el peronismo: «Los peronistas no son ni buenos
ni malos, son incorregibles», o «el peronismo es algo inverosímil», o «los
peronistas son gente que se hace pasar por peronistas para sacar ventaja».
Según él, se opuso al peronismo porque era «liberticida y de raíz fascista».
Borges tuvo que convertirse por necesidad en conferencista itinerante por
diversas provincias argentinas y Uruguay. Para ello, debió superar su
tartamudez y su timidez con ayuda médica. La necesidad también lo llevó a
iniciarse en la tarea docente como profesor de literatura inglesa en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza y,
más tarde, en la Universidad Católica.
Madurez
Los albores de la
década de 1950 marcaron el inicio del reconocimiento de Borges dentro y fuera
de Argentina. La Sociedad Argentina de
Escritores lo nombró presidente en 1950, cargo al que renunciaría tres años
más tarde. Dictó conferencias en la Universidad
de la República de Uruguay, donde apareció su ensayo Aspectos de la literatura gauchesca. Editó en México Antiguas literaturas germánicas, escrito
en colaboración con Delia Ingenieros. También en ese mismo año se publicó en
París la primera traducción francesa de su narrativa (Fictions) y en Buenos
Aires la serie de cuentos La muerte y la
brújula. En 1952 aparecieron los ensayos de Otras inquisiciones y se reeditó un ensayo sobre lingüística
porteña titulado El idioma de los
argentinos, junto con El idioma de
Buenos Aires de José Edmundo Clemente. Apareció también la segunda edición
de El Aleph, con nuevos cuentos.
Algunas narraciones de este libro fueron traducidas al francés por Roger
Caillois y publicadas en París en 1953 con el nombre de Labyrinthes. Ese año Borges publicó El Martín Fierro, ensayo que tuvo una segunda edición dentro del
año. Bajo el cuidado de José Edmundo Clemente, la editorial Emecé comenzó a
publicar sus Obras Completas. En 1954
el director cinematográfico Leopoldo Torre Nilsson dirigió el film Días de odio, basado en el cuento de
Borges Emma Zunz.
Con
la colaboración de María Esther Vázquez publicó Introducción a la literatura inglesa en 1965 y Literaturas germánicas medievales en 1966. Al año siguiente se
editó Introducción a la literatura
norteamericana, escrito en colaboración con Esther Zemborain y Crónicas de Bustos Domecq, con Bioy
Casares. Se editaron, además, sus milongas y tangos en el libro Para las seis cuerdas, ilustrado por
Héctor Basaldúa, y su cuento La intrusa.
El 21 de septiembre de
1967 Borges, de 68 años, se casó por iglesia con Elsa Astete Millán, viuda de
57 años. Durante los primeros tiempos, la pareja vivió en la casa de él,
compartiendo sus días con Leonor Acevedo. En el recuerdo de Elsa la madre del
escritor no intervino para perjudicar la relación. No obstante, según los
amigos de Borges, los celos de Doña Leonor eran terribles. Unos meses después
del casamiento, la pareja se mudó a un departamento, donde hicieron por primera
vez la experiencia de vivir juntos y solos, y allí la rivalidad entre su esposa
y su madre cobró mayor virulencia y el escritor tuvo que empezar a visitar a
escondidas a Leonor. Esa experiencia, además, llevaría a la pareja a enfrentar
definitivamente la realidad: la convivencia era intolerable. En una entrevista
publicada en 1993, Elsa admitió que no fue feliz junto a Borges: «Era
introvertido, callado y poco cariñoso. Era etéreo, impredecible. No vivía en un
mundo real». El matrimonio duró hasta octubre de 1970.
Entre 1967 y 1968 el
escritor dictó en la Universidad de
Harvard seis conferencias sobre poesía, algunas de sus reflexiones giraron
en torno al Poema perfecto. En 1968,
con la colaboración de Margarita Guerrero, publicó una ampliación del Manual de zoología fantástica bajo el
título El libro de los seres imaginarios.
Apareció en ese año su Nueva antología
personal. Viajó a Santiago de Chile para asistir al Congreso de Intelectuales Antirracistas y a Europa e Israel para
pronunciar algunas conferencias. El director Hugo Santiago dirigió la película Invasión, con argumento de Bioy y
Borges. En 1969 ordenó y corrigió dos libros de poemas: El otro, el mismo y Elogio de la sombra, el cual logró dos
ediciones dentro del año. Con ilustraciones del pintor Antonio Berni, se editó
su traducción y antología de Hojas de
hierba, de Walt Whitman. Después de algunos años sin publicar cuentos,
reunió varias narraciones en El informe
de Brodie, libro publicado en agosto de 1970.
Sus últimos años
En 1971 Borges publicó
en Buenos Aires el cuento largo titulado El
congreso. Al año siguiente viajó a Estados Unidos, donde recibió numerosas
distinciones y pronunció conferencias en diversas universidades. A su regreso a
Buenos Aires publicó el libro de poemas
El oro de los tigres y el 24 de agosto, día de su cumpleaños, recibió un
homenaje singular: la publicación en forma privada de su cuento El otro. En 1973 fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos
Aires y, paralelamente, solicitó su jubilación como director de la
biblioteca nacional. En 1973 reunió por primera vez en un volumen sus Obras Completas, editadas por Emecé.
Como
De Quincey y tantos otros, he sabido, antes de haber escrito una sola línea,
que mi destino sería literario. Mi primer libro data de 1923; mis Obras
Completas, ahora, reúnen la labor de medio siglo. No sé qué mérito tendrán,
pero me place comprobar la variedad de temas que abarcan. La patria, los azares
de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las
filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios, las
desgarradas orillas de mi ciudad, mi extraña vida cuya posible justificación
está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo... La
prosa convive con el verso; acaso para la imaginación ambas son iguales.
Borges, 1974, « Prólogo
»
En Milán, Franco Maria
Ricci publicó el cuento El congreso
en una edición lujosísima con letras de oro. El libro de poesía La rosa profunda y la colección de
relatos El libro de arena se
publicaron en 1975, junto con la recopilación Prólogos. Se estrenó además la película El muerto, sobre un cuento homónimo, dirigida por Héctor Olivera.
Ante una nueva victoria
del peronismo, Borges insistió en recordar al primer gobierno de Perón como
«los años de oprobio».
En 1975 falleció su
madre, a los noventa y nueve años. A partir de ese momento Borges realizaría
sus viajes junto a una ex-alumna, luego secretaria y —por último, en la
senectud de Borges— su segunda esposa, María Kodama.
En 1986, al conocerse
enfermo de cáncer y temiendo que su agonía fuese un espectáculo nacional, fijó
su residencia en Ginebra, ciudad a la que lo unía un profundo amor y a la cual
Borges había designado una de mis patrias. El 26 de abril se casó —por poderes—
con María Kodama, según Acta de esa fecha labrada en Colonia Rojas Silva,
Paraguay. Falleció el 14 de junio de 1986 a los 86 años víctima de un cáncer hepático
y un enfisema pulmonar. Según cuenta Adolfo Bioy Casares, asistió a su muerte
su traductor al francés, Jean-Pierre Bernès, quien refiere que «murió diciendo
el Padrenuestro. Lo dijo en anglosajón, inglés antiguo, inglés, francés y
español.»
Obedeciendo su última
voluntad, sus restos yacen en el cementerio de Plainpalais. La lápida, realizada por el escultor argentino
Eduardo Longato, es de una piedra blanca y áspera. En lo alto de su cara
anterior se lee Jorge Luis Borges y, debajo, «And ne forhtedon na», junto a un
grabado circular con siete guerreros, una pequeña cruz de Gales y los años
«1899/1986». La inscripción «And ne forhtedon na», formulada en anglosajón, se
traduce como «Y que no temieran». La cara posterior de la lápida contiene la
frase Hann tekr sverthit Gram ok leggr í methal theira bert, que se corresponde
al capítulo veintisiete de la Saga Volsunga (saga noruega del siglo XIII), y se
traducen como «Él tomó la espada, Gram, y la colocó entre ellos desenvainada».
Estos dos mismos versos los utilizó también Borges como epígrafe de su cuento Ulrica, incluido en El libro de arena, único relato de amor del autor y cuyo
protagonista se llama Javier Otálora. Bajo esta segunda inscripción aparece el
grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: «De Ulrica a
Javier Otárola», lo que permite interpretar esta última inscripción como una
dedicatoria de María Kodama a Jorge Luis Borges.
En febrero de 2009, se
presentó un proyecto para trasladar sus restos al cementerio porteño de la Recoleta. Se generó una importante
polémica, su viuda María Kodama se opuso rotundamente y finalmente el proyecto quedó
desechado.
Borges y el ultraísmo
El 25 de enero de 1921
apareció el primer número de la revista literaria española Ultra, que —como su
propio nombre deja adivinar— era el órgano difusor del movimiento ultraísta.
Entre los colaboradores más notables se cuentan el mismo Borges, Rafael
Cansinos-Assens, Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre, quien más tarde
se casaría con Norah Borges.
Así lo definió el mismo
Cansinos: «El ultraísmo es una voluntad caudalosa que rebasa todo límite
escolástico. Es una orientación hacia continuas y reiteradas evoluciones, un
propósito de perenne juventud literaria, una anticipada aceptación de todo
módulo y de toda idea nuevos. Representa el compromiso de ir avanzando con el
tiempo.»
Al respecto, el joven
Borges escribió en 1921 en la revista Nosotros:
Estas palabras fueron
escritas en el otoño de 1918. Hoy, tras dos años de variadísimos experimentos
líricos ejecutados por una treintena de poetas en las revistas españolas
Cervantes y Grecia -capitaneada esta última por Isaac del Vando-Villar- podemos
precisar y limitar esa anchurosa y precavida declaración del maestro.
Esquematizada, la presente actitud del ultraísmo es resumible en los principios
que siguen:
Reducción de la lírica
a su elemento primordial: la metáfora.
Tachadura de las frases
medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles.
Abolición de los
trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y
la nebulosidad rebuscada.
Síntesis de dos o más
imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia.
Los poemas ultraicos
constan, pues, de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene
sugestividad propia y compendiza una visión inédita de algún fragmento de la
vida. La desemejanza raigal que existe entre la poesía vigente y la nuestra es
la que sigue: en la primera, el hallazgo lírico se magnifica, se agiganta y se
desarrolla; en la segunda, se anota brevemente. ¡Y no creáis que tal
procedimiento menoscabe la fuerza emocional!
En ese mismo artículo,
terminó resumiendo:
La poesía lírica no ha
hecho otra cosa hasta ahora que bambolearse entre la cacería de efectos
auditivos o visuales, y el prurito de querer expresar la personalidad de su
hacedor. El primero de ambos empeños atañe a la pintura o a la música, y el
segundo se asienta en un error psicológico, ya que la personalidad, el yo, es
solo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de los estados
de conciencia. Cualquier estado nuevo que se agregue a los otros llega a formar
parte esencial del yo, y a expresarle: lo mismo lo individual que lo ajeno.
Cualquier acontecimiento, cualquier percepción, cualquier idea, nos expresa con
igual virtud; vale decir, puede añadirse a nosotros... Superando esa inútil
terquedad en fijar verbalmente un yo vagabundo que se transforma en cada
instante, el ultraísmo tiende a la meta primicial de toda poesía, esto es, a la
transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y
emocional.
Un año después Borges
publicó en esa misma revista una antología de poemas ultraístas.
Años más tarde, Borges
reprobaría, y hasta despreciaría, aquellos comienzos de su obra y todo lo
relacionado con el ultraísmo. Su entusiasmo de una época, de unos años —de 1919
a 1922— pronto se trocó en desdén y aun en agresividad. Muy pronto llegó a
considerar como pura futilidad la técnica del poema ultraísta: enfilamiento de
percepciones sueltas, rosario de imágenes sensuales, plásticas y llamativas. La
consecuencia fue que, sin perjuicio de haber inoculado el virus ultraísta a
algunos jóvenes argentinos aprendices de poetas, muy pocos años después, Borges
no vacilaría en calificar aquellos experimentos de áridos poemas de la
equivocada secta ultraísta.56 De hecho, para 1966, Borges juzgaba el 'dogma de
la metáfora' como falso, pues...
...basta un solo verso
no metafórico para probar que la metáfora no es un elemento esencial,
concluyendo en que el error del ultraísmo (...) fue el de no haber enriquecido,
el de haber prohibido simplemente. Por ejemplo casi todos escribíamos sin
signos de puntuación. Hubiera sido mucho más interesante inventar nuevos signos,
es decir enriquecer la literatura (...) el ultraísmo fue una revolución que
consistía en relegar la literatura a una sola figura, la metáfora.57
Borges y los cuentos
Al igual que su
coetáneo Vladimir Nabokov y el un poco más viejo James Joyce, Borges combinaba
el interés por su tierra natal con intereses mucho más amplios. También
compartía su multilingüismo y su gusto por jugar con el lenguaje, pero a
diferencia de Nabokov y Joyce, quienes con el paso del tiempo se dieron a la
creación de obras más extensas, Borges nunca escribió una novela. A quienes le
reprocharon esa falta, Borges respondía que sus preferencias estaban con el
cuento, que es un género esencial, y no con la novela que obliga al relleno.58
De los autores que han intentado ambos géneros prefería, generalmente, sus
cuentos. De Franz Kafka, por ejemplo, él aseguraba que eran mejores sus
narraciones breves que El proceso.59 En el prólogo de Ficciones afirmó que era
un «desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar
en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos».60
Borges y la política
Yo
descreo de la política no de la ética. Nunca la política intervino en mi obra
literaria, aunque no dudo que este tipo de creencias puedan engrandecer una
obra. Vean, si no, a Whitman, que creyó en la democracia y así pudo escribir
“Leaves of Grass”, o a Neruda, a quien el comunismo convirtió en un gran poeta
épico… Yo nunca he pertenecido a ningún partido, ni soy el representante de
ningún gobierno… Yo creo en el Individuo, descreo del Estado. Quizás yo no sea
más que un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de
los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y de un mínimo de Estado es lo
que desearía hoy…
El anarquismo
filosófico de raíz liberal spenceriana, aprendido del padre y alimentado en las
conversaciones con Macedonio Fernández marcaría a Borges fundamentalmente para
un rechazo de toda tiranía de carácter personalista. Durante su juventud tuvo
una activa militancia en la Unión Cívica Radical, por influencia de su abuelo
Isidoro Acevedo Laprida, amigo personal de Leandro Alem, si bien más tarde,
afirmó haberse afiliado al Partido Conservador. En 1928 escribió sobre
Hipólito Yrigoyen:
Razonar
esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil. Equivale a pensar ante los
demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la continuidad argentina.
Es
el caballero porteño que supo de las vehemencias del alsinismo y de la patriada
grande del Parque y que persiste en una casita (lugar que tiene clima de
patria, hasta para los que no somos de él), pero es el que mejor se acuerda con
profética y esperanzada memoria de nuestro porvenir.
Es
el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de
todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose
con él se hace porvenir (...) Yrigoyen, nobilísimo conspirador del Bien, no ha
precisado ofrecernos otro espectáculo que le dé su apasionado vivir, dedicado
con fidelidad celosa a la Patria.
Carta de Borges a Raúl
González Tuñon hacia marzo de 1928.
De su despego con
respecto a las utopías políticas da fe el copioso anecdotario del autor. Borges
consideró su afiliación al Partido Conservador como «una forma de escepticismo».
Es muy recordado el siguiente caso: «Una mañana de octubre de 1967, Borges está
al frente de su clase de literatura inglesa de la facultad. Un estudiante entra
y lo interrumpe para anunciar la muerte del Che Guevara y la inmediata
suspensión de las clases para rendirle un homenaje. Borges contesta que el
homenaje seguramente puede esperar. Clima tenso. El estudiante insiste: 'Tiene
que ser ahora y usted se va'. Borges no se resigna y grita: 'No me voy nada. Y
si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio'. El estudiante amenaza
con cortar la luz. 'He tomado la precaución –retruca Borges- de ser ciego
esperando este momento'.El mismo escepticismo observó con respecto a lo que
hoy llamamos «corrección política». Sobre un doctorado honoris causa recibido
en los Estados Unidos en 1972, dice a Bioy Casares: «El acto fue evidentemente
político. Si lo hubiera sabido, no iba. Nos dieron el título a cuatro personas:
dos blancos, un piel roja y un negro. Yo creo que solo por racismo, porque
toman en cuenta las razas, nos eligieron». Con ocasión de otro doctorado honoris causa, en 1976, en el
Chile de Pinochet, recibió una llamada de Estocolmo advirtiéndole de que si
acudía a recogerlo nunca iba a ganar el Nobel. Su respuesta fue:
Mire,
señor; yo le agradezco su amabilidad, pero después de lo que usted acaba de
decirme mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no puede permitir:
sobornos o dejarse sobornar. Muchas gracias, buenos días.
Se opuso tajantemente
al golpe de Estado encabezado por José Felix Uriburu que derrocó a Yrigoyen en
septiembre de 1930. Tuvo un cruce al respecto con el reconocido escritor
anarquista Roberto Arlt, que apoyaba el golpe. Según cuenta el propio Borges:
Fíjese
que Arlt, en ese entonces, era partidario de Uriburu; bueno, un poco después.
Pero cuando se produjo la revolución, él apoyó a Uriburu y yo era radical. Sin
embargo, ahora se lo muestra a Arlt como todo lo contrario...
Si bien siempre
priorizó su desarrollo literario por sobre la política, mantuvo una militancia
relativamente activa dentro de la resistencia radical. Tras el fracaso de la
revolución radical de 1933 en Paso de los Libres, Arturo Jauretche se vio
obligado a exiliarse en Montevideo. Allí conoció a Borges, que había viajado al
Uruguay a visitar familiares maternos. Jauretche le mostró su poema El Paso de los Libres, donde
reivindicaba el levantamiento radical. A Borges le agradó a tal punto que
aceptó escribir el prólogo para la primera publicación.
Durante toda su vida él
trataría de rescatar, destacar y fomentar la individualidad por sobre los
movimientos de masas. En particular en aquellos movimientos que, amparados en
la figura de un líder carismático, se multiplicaban en las décadas de los
treinta y cuarenta en la Argentina y el mundo. Borges, lejos de estar fuera de
los acontecimientos de su época, interpretaba y criticaba muchos de ellos en el
mismo momento en que sucedían. Así, en mayo de 1937, escribió en el número 32
de la revista Sur contra el racismo
de los libros de texto de las escuelas alemanas:
No
sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que
la estén corrompiendo con enseñanzas de odio
En la misma revista, en
1939, escribió en su Ensayo de
imparcialidad: «Es posible que una derrota alemana sea la ruina de
Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento
del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial
sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros que el inexorable azar nos depararía. […]
Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo
atroz de Versalles».
Se debe destacar el
carácter profético de la preocupación de Borges por la multiplicación de Übermenschen nativos. Para Borges, tal
profecía se vería realizada en la figura de Perón y su ascensión al poder.
Cuando, en 1946, Perón toma efectivamente el poder, Borges, que trabajaba en
una biblioteca pública, fue «ascendido» a inspector de gallinas y conejos en
los mercados. Borges fue a la municipalidad para preguntar a qué se debía ese
nombramiento. Él mismo cuenta la anécdota en su autobiografía:
«Mire —dije al
empleado—, me parece un poco raro que de toda la gente que trabaja en la
biblioteca me hayan elegido a mí para desempeñar ese cargo». «Bueno —contestó
el empleado— usted fue partidario de los aliados durante la guerra. Entonces,
¿qué pretende?» Esa afirmación era irrefutable, y al día siguiente presenté mi
renuncia. Los amigos me apoyaron y organizaron una cena de desagravio. Preparé
un discurso para la ocasión» («Borges», 1999, p. 112)
El discurso, dada la
timidez de Borges, fue leído por su amigo Pedro Henríquez Ureña el día 8 de
agosto de 1946 y publicado en el número 142 de la revista Sur. En él, Borges afirmaba que «las dictaduras fomentan la
opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la
crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez». Agregaba que
combatir esas tristes monotonías «es uno de los muchos deberes del escritor».
«Yo nunca negué ser
antiperonista. Además de razones generales, tengo razones particulares: mi
madre estuvo presa. Sí, al principio participó en una manifestación que hubo
para que no se modificara el Himno Nacional. Y entonces tomaron presas a
algunas personas. A mi madre le dieron, como prisión, esta casa. (...) Y luego
mi hermana estuvo presa, en el Buen Pastor. Era una cárcel para prostitutas. Y
a un grupo de señoras las destinaron allí, bueno, para insultarlas
deliberadamente. Y cumplieron sus 30 días. Salvo que ellas no sabían que iban a
ser 30 días, de modo que para ellas fue indefinido aquello. (...) Los domingos
íbamos a verlas. Y me parecía tan raro ver la cara de mi hermana detrás de la
ventanilla con rejas. Y le llevábamos… bueno, lo que se lleva a los presos:
dulce de membrillo, dulce de leche…»
Relato de Borges en una
entrevista durante la década de los 80
Borges es
frecuentemente cuestionado por ciertos sectores progresistas que lo acusan de
haber avalado las dictaduras militares que imperaron en América Latina durante
la década de los '70. Según Edwin Williamson, ya «durante sus estancias en
España, Borges pregonó a los cuatro vientos su apoyo a los regímenes militares
de Iberoamérica, descartando la democracia como una “superstición”». Por otra
parte, «de la guerra civil española declaró: “yo estaba del lado republicano,
pero luego me di cuenta, en la paz, de que Franco era merecedor de elogios”»
Su apoyo a los
levantamientos militares contra el peronismo (tanto en 1955 como en 1976)
respondía al deseo de que se emprendiese una normalización democrática que
excluyera al peronismo y al comunismo, más no un régimen dictatorial. Prueba de
esto son sus posteriores críticas a la Revolución
Libertadora y al Proceso de
Reorganización Nacional.
-¿Qué opinión le
merecerá a Borges, entonces, la que dio en llamarse Revolución Libertadora?
-Estábamos todos
engañados, creímos que todo iba a cambiar, que era como una suerte de aurora.
Estábamos muy entusiasmados todos por la Revolución Libertadora. (...) Después
hubo gobiernos mediocres, y algunos cómplices, como el de Frondizi.
-¿Qué recuerdo habrá
dejado en el escritor el gobierno de Arturo Illia? -Creo que fue el mejor. Al
menos el menos malo, sí, seguro. Porque los gobiernos militares realmente son
un mal de toda esta América del sur.
-Claro que a nadie se
le escapa que Borges estuvo esperanzado con el golpe militar de 1976… -Sí, es
verdad. Yo estaba en California con un amigo y recuerdo que cuando supimos lo
que había ocurrido nos abrazamos. La gente que pasaba, con toda razón, pensaba
que estábamos locos. Pero luego fuimos gradualmente desengañándonos. Los
militares subieron con el apoyo del país, sin excluir a los peronistas. A todo
el mundo le pareció bien que sacaran a Isabel Perón y a López Rega. Luego hemos
tenido estos 6 o 7 años desastrosos.
Fragmento de una
entrevista realizada en 1983
En 1980 había firmado
una Solicitada por los desaparecidos
en el diario Clarín. Borges dijo al respecto:
Una
tarde vinieron a casa las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo a contarme lo que
pasaba. Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas venían llorando
sinceramente porque uno siente la veracidad. Pobres mujeres tan desdichadas.
Esto no quiere decir que sus hijos fueran invariablemente inocentes pero no
importa. Todo acusado tiene derecho, al menos, a un fiscal para no hablar de un
abogado defensor. Todo acusado tiene derecho a ser juzgado. Cuando me enteré de
todo este asunto de los desaparecidos me sentí terriblemente mal. Me dijeron
que un general había comentado que si entre cien personas secuestradas, cinco
eran culpables, estaba justificada la matanza de las noventa y cinco restantes.
¡Debió ofrecerse él para ser secuestrado, torturado y muerto para probar esa
teoría, para dar validez a su argumento!
En otra entrevista
realizada en 1983, se refirió más en detalle respecto a la dictadura militar y
su relación con ella:
-¿Cómo y por dónde
supone usted que debe comenzar la difícil tarea de volver a poner el país en
marcha?
Tenemos un camino muy
arduo que recorrer todavía. Hay que desandar muchos años del gobierno militar.
Lo primero es la situación económica, luego, durante tantos años la deshonra,
la corrupción, la coima. Todos estamos un poco manchados tal vez. Es muy
difícil modificarlo en forma rápida. No sé si la gente espera un milagro de la noche
a la mañana. Si nuestra esperanza es impaciente, creo que es un grave error.
Ahora mismo, el peso argentino, traspuestas las fronteras, se evapora. Cuando
me brindan dinero argentino, es lo mismo que me ofrecieran hojas secas...
Tantos años que yo me dejé engañar con los militares, con los militares que
subieron al poder...
-Pero no sólo usted.
Mucha gente pensó lo mismo...
-Gran parte del pueblo
argentino. Es que se esperaba no que fuera un gobierno eficaz, sino honesto,
que se diferenciara del peronismo. Pero despojaron el país, lo expoliaron, lo
destrozaron. Han cometido todos los errores y todos los crímenes posibles.
Hasta se habla de 30.000 desaparecidos... Desaparecidos es un eufemismo, pero
es decir 30.000 personas, acaso secuestradas, torturadas y tal vez asesinadas.
Hasta inventaron una guerra.
El día que Borges
asistió a la sala donde se juzgaban a las Juntas Militares argentinas escribió
una crónica para la agencia española EFE. Se tituló Lunes, 22 de julio de 1985.
La
Guerra de las Malvinas fue un conflicto armado entre Argentina y el Reino Unido
ocurrido en las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur entre el 2
de abril y el 14 de junio de 1982 por la soberanía sobre estos archipiélagos
australes tomados por la fuerza en 1833 y dominados desde entonces por el Reino
Unido. El saldo final de la guerra fue la reocupación de los tres archipiélagos
por parte del Reino Unido y la muerte de 649 militares argentinos, 255
británicos y 3 civiles isleños. En Argentina, la derrota en el conflicto
precipitó la caída de la junta militar que gobernaba el país y que había
sucedido a otras juntas militares instauradas tras el golpe de Estado de 1976 y
la restauración de la democracia como forma de gobierno. Por otro lado se
sostiene que la victoria en el enfrentamiento permitió al gobierno conservador
de Margaret Thatcher lograr la reelección en las elecciones del año 1983. En
1982 Borges condenó la invasión argentina de las Islas Malvinas, y valoró en
forma positiva las consecuencias de la derrota:
...si
se hubiesen reconquistado las Malvinas, posiblemente los militares se hubiesen
perpetuado en el poder y tendríamos un régimen de aniversarios, de estatuas
ecuestres, de falta de libertad total. Además, yo creo que la guerra se hizo
para eso, ¿no?
Al respecto, dijo
Julian Barnes: «Durante la guerra de Malvinas, (Borges) nos recordó que la
obligación del escritor es decir la verdad más allá de la popularidad. Es lo
que hizo con su comentario, brillante y sagaz, de que la guerra no era más que
“dos pelados peleándose por un peine”».
Aparte de ese
comentario, Borges logró sintetizar lo absurdo de los nacionalismos y de las
guerras en su poema Juan López y John Ward.
Les
tocó en suerte una época extraña.
El
planeta había sido parcelado en distintos países,
cada
uno provisto de lealtades,
de
queridas memorias,
de
un pasado sin duda heroico,
de
derechos,
de
agravios,
de
una mitología peculiar,
de
próceres de bronce,
de
aniversarios,
de
demagogos y de símbolos.
Esa
división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López
había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;
Ward,
en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown.
Había
estudiado castellano para leer el Quijote.
El
otro profesaba el amor de Conrad,
que
le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran
sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara,
en
unas islas demasiado famosas,
y
cada uno de los dos fue Caín,
y
cada uno, Abel.
Los
enterraron juntos.
La
nieve y la corrupción los conocen.
El
hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Mauthner: Filosofía y
lenguaje
Fritz Mauthner,
filósofo del lenguaje y autor del Diccionario
de Filosofía (Wörterbuch der Philosophie), ejerció gran influencia sobre
Borges. Así lo reconoció este en numerosas ocasiones a lo largo de su vida.
Según afirmó en 1940 en la revista «Sur», la obra mencionada fue uno de los
cinco libros más anotados y releídos por él. Citó por primera vez a Mauthner en
1928 en El idioma de los argentinos
para justificar la imposibilidad de ordenar las ideas por afinidad
(clasificación psicológica). Posteriormente, se refirió a él en diversas
revistas y escritos suyos como uno de sus autores predilectos. En 1962 volvió a
mencionarle para alabar su erudición y su fino sentido del humor.
El Diccionario de Filosofía suministró a Borges un repertorio de temas
filosóficos (el alma, la conciencia, el mundo, el espíritu, etc...) sobre los
que explorar sus posibilidades literarias. Cada tema incluía una parte
histórica donde exponía las aportaciones de filósofos como Plotino,
Schopenhauer, Hume, Spinoza, Berkeley, Russell y otros. Para Mauthner la
primera y más fundamental preocupación filosófica fue el lenguaje: «la realidad
de la filosofía es esencialmente lingüística».
Borges abordó el tema
del lenguaje en varias de sus obras, desde diversos ángulos. La influencia
directa de Mauthner se revela en ocho relatos, como lo señala Silvia G. Dapía.
Así, en Pierre Menard, autor del Quijote,
encontramos la interpretación temporal del lenguaje. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius aborda la discrepancia entre lenguaje y
realidad. Emma Zunz y Tema del traidor y del héroe tratan de la superstición de la palabra, es decir, de
la creencia que respaldaría la existencia de una palabra por la existencia de
un objeto. En Tigres azules está
presente la tesis mauthneriana de la insuficiencia lógica del lenguaje. El otro
vindica la naturaleza metafórica de todo lenguaje. El inmortal plantea el poder
de los arquetipos sobre los procesos mentales individuales. Por último, en El congreso, uno de los relatos más
ambiciosos de Borges, se probaría la arbitrariedad de los sistemas de
clasificación lingüística.
Borges y la filosofía
Borges mantuvo una
relación sumamente original con la filosofía. Prueba de ello son las
incontables menciones filosóficas presentes en su obra ensayística y literaria,
así como también su influencia sobre importantes filósofos y pensadores
contemporáneos, como Michel Foucault, Ilya Prigogine, Richard Rorty, Umberto
Eco y Fernando Savater. Sin ser propiamente filósofo Borges era, no obstante,
un ávido lector de filosofía. Uno de los elementos originales de su abordaje es
que en sus textos las ideas filosóficas aparecen de forma tal que producen en
los lectores su vivencia antes que su conceptualización. Borges rescata ciertas
ideas y las representa en clave literaria, destacando lo que éstas tienen de
vívido y de maravilloso, apelando a la intuición del lector antes que a su
captación conceptual o argumentativa. Las ideas así presentadas son
comprendidas en toda su fuerza expresiva. Para generar este efecto, uno de sus
procedimientos consiste en asumir las premisas propias de un determinado
sistema filosófico y recrear el universo tal como sus partidarios lo perciben.
Por ejemplo, en su cuento Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius, Borges ilustra el idealismo filosófico al presentarnos un
mundo —Tlön— cuyos habitantes conciben lo real como un producto de la mente.
Según Nicolás Zavadivker, Borges no nos habla en esa historia sobre el
idealismo, sino que nos presenta directamente un mundo construido según las
premisas idealistas. De esta forma genera una comprensión de estas ideas desde
dentro del propio sistema, desde sus posibilidades y sus límites. Desliza, por
ejemplo, que no existen los sustantivos en las lenguas de Tlön, por la sencilla
razón de que sus habitantes no creen que haya cosas a las que éstos puedan
referirse, como afirma el idealismo. Borges ilustra magistralmente los alcances
de esta ausencia traduciendo la frase «surgió la luna sobre el río» por la
tlöniana «hacia arriba detrás duradero-fluir luneció».
Este rescate de Borges
de las consecuencias más maravillosas de las perspectivas filosóficas que trata
se vincula a su explícita opción por la belleza antes que por la verdad. Así,
Borges afirma encontrar en su obra una tendencia consistente en «estimar las
ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aún por lo que encierran
de singular y de maravilloso». Su esteticismo posiblemente sea una de las
claves de la aparente adscripción de Borges hacia filosofías contradictorias,
lo que generó discusiones en torno de su propia posición filosófica. También en
varias ocasiones destacó su escepticismo con respecto a las posibilidades de la
filosofía: «No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una
doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo;
giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la
historia de la filosofía». Según Zavadivker, su esteticismo y su descreimiento
en las posibilidades de la filosofía para explicar el mundo lo llevó a asumir y
hasta festejar la pluralidad de perspectivas con que los hombres han
interpretado el mundo, sin necesidad de definirse por alguna de ellas.
Borges y la religión
Durante toda su vida,
Borges no profesó religión alguna y se declaró algunas veces agnóstico y otras
ateo. Sin embargo, por expreso pedido de su madre -católica devota- Borges
rezaba un padrenuestro y un avemaría antes de irse a dormir, y en su lecho de
muerte recibió la asistencia de un sacerdote católico. En 1978, en una
entrevista del periodista peruano César Hildebrandt, Borges afirma tener la certeza
de que Dios no existe.
Borges, la ciencia e
internet
Con el pasar del tiempo
se ha hecho cada vez más difícil ser un lector de Borges «en el sentido ingenuo
de la palabra». Todos creen encontrar en cada frase, y aún en cada palabra de
sus cuentos, los más sofisticados e intrincados mensajes y sub-mensajes, los
que son objeto de novedosas interpretaciones y contra-interpretaciones. Es
interesante observar que entre las ideas que sirven de fundamento para las
fantasías de Borges, junto a las doctrinas filosóficas, o pseudo-filosóficas,
se encuentran también alusiones a ciertas ideas científicas. Estas últimas han
entusiasmado enormemente a algunos críticos que han querido encontrar en ellas
significativas antelaciones científicas y le atribuyen así a Borges un profundo
entendimiento en la materia. Este entusiasmo ha sido avivado por muchas
referencias en textos de popularización científica para los cuales los cuentos
de Borges ofrecen buenas y asequibles ilustraciones de ideas que de otra manera
pueden parecer extremadamente abstractas e incomprensibles para el público no especializado.
En numerosos textos de
divulgación científica se citan cuentos de Borges. Así, se menciona a La biblioteca de Babel para ilustrar
las paradojas de los conjuntos infinitos y la geometría fractal, referencias a
la taxonomía fantástica del doctor Franz Kuhn, en El idioma analítico de John Wilkins (un favorito de neurocientíficos
y lingüistas), invocaciones a Funes el memorioso para representar sistemas de
numeración, y hasta una cita de El libro
de arena en un artículo sobre la segregación de mezclas granulares. En
todos estos casos, las citas a cuentos de Borges no son más que ejemplos
metafóricos que dan brillo a la prosa opaca de las explicaciones técnicas. Sin
embargo, una notable excepción la constituye El Jardín de senderos que se bifurcan, donde Borges propone sin
saberlo (no podría haberlo sabido) una solución a un problema de la física
cuántica todavía no resuelto. El jardín,
publicado en 1941, se anticipa de manera prácticamente literal a la tesis
doctoral de Hugh Everett III publicada en 1957 con el título Relative State Formulation of Quantum
Mechanics, y que Bryce DeWitt habría de popularizar como La interpretación de los muchos mundos de la
mecánica cuántica. El físico Alberto Rojo ha analizado esa sorprendente
correspondencia y ha concluido que el parecido entre los textos de Borges y de
Everett III muestra de qué manera extraordinaria la mente de Borges estaba
inmersa en el entramado cultural del Siglo XX, en esa complejísima red cuyos
secretos componentes se ramifican más allá de los límites clasificatorios de
cada disciplina. La estructura de ficción razonada de los cuentos de Borges,
que a veces parecen teoremas con hipótesis fantásticas, es capaz de destilar
ideas en proceso de gestación que antes de convertirse en teorías hacen escala
en la literatura. Y así como las ideas de Everett y DeWitt pueden leerse como
ciencia ficción; en El Jardín de los
senderos que se bifurcan, la ficción puede leerse como ciencia.
Por otro lado, un
número creciente de comentaristas contemporáneos —ya se trate de profesores de
literatura o de críticos culturales como Umberto Eco— concluye que, por más
extraordinario e insólito que parezca, Borges prefiguró la World Wide Web. En un libro reciente, Borges 2.0: From Text to Virtual Worlds (Borges 2.0: del texto a
los mundos virtuales), Perla Sassón-Henry explora las relaciones entre la
Internet descentralizada de YouTube, los blogs y Wikipedia y los cuentos de
Borges, que «hacen del lector un participante activo». Un grupo de relatos de
Borges —entre ellos Funes, el memorioso, La biblioteca de Babel y Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius— se publicó en los Estados Unidos bajo el título de Labyrinths a principios de la década de
1960. Con sus bibliotecas infinitas y hombres que no olvidan, enciclopedias y
mundos virtuales que se conjuran desde la página impresa, así como portales que
abarcan todo el planeta, estos relatos (junto con algunos otros como El Aleph) pasaron a constituir según
muchos críticos las claves de la intersección entre la nueva tecnología y la literatura.
Un ejemplo es la idea de una «biblioteca total» que aparece en 1941 y que
anunciaría la capacidad de Internet. Sassón-Henry, profesora asociada del Departamento de Estudios del Lenguaje de la
Academia Naval de los Estados Unidos, describe a Borges como alguien «del
Viejo Mundo pero con una visión futurista». New
Directions, la editorial que publicó Labyrinths,
reeditó la antología en mayo de 2008 por primera vez en más de cuarenta años.
En un indicio de cómo cambian los tiempos, la primera edición de Labyrinths estaba prologada por André
Maurois, de la Academia Francesa de la
Lengua; la edición actual, en cambio, comprende una introducción de William Gibson, el escritor ciberpunk.
Del mundo creado por
Borges en su cuento sobre Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius a la configuración de la Wikipedia y su funcionamiento en el
medio digital hay solo un paso lleno de referencias cruzadas. La lectura del
relato de Borges desde esta perspectiva nos hace también replantearnos el
estatus de realidad de la imagen del mundo que crea la Wikipedia como trabajo
anónimo colaborativo, que es lo que se plantea Borges.
Respecto a A First Encyclopedia of Tlön, donde se
describe el planeta Tlön, escribe
Borges:
Ahora
tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un
planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus
mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus
minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su
controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin
visible propósito doctrinal o tono paródico.
Borges (1974, p. 434)
Wikipedia, un proyecto
nacido en el año 2001, cuyo lema es «La enciclopedia libre que todos podemos
editar», y, según palabras de su cofundador Jimmy Wales, el proyecto constituye
«un esfuerzo para crear y distribuir una enciclopedia libre, de la más alta
calidad posible, a cada persona del planeta, en su idioma», para lograr «un
mundo en el que cada persona del planeta tenga acceso libre a la suma de todo
el saber de la humanidad». Con respecto a la autoría, las semejanzas también
son notables:
En
los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es
raro que los libros estén firmados. No existe el concepto de plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y
es anónimo.
Borges (1974, p. 439)
Wikipedia, por su
parte, es esencialmente un wiki —un sitio web el cual permite la autoría
pública general y edición de cualquier página—. De hecho, una política esencial
de Wikipedia es que es de contenido abierto:
El
texto y material de contenido abierto se encuentra licenciado por el dueño del
copyright, al público general, permitiendo a todos la redistribución y
alteración del texto sin ningún cargo y garantizando que nadie puede restringir
el acceso a versiones modificadas del contenido.
Un autor múltiple y
anónimo tanto en la enciclopedia de Tlön
como en Wikipedia, en realidad construye el conocimiento del mundo, sea este
una invención o no: en Tlön,
siguiendo unas directrices filosóficas idealistas; en Wikipedia, siguiendo unas
normas de universalidad del conocimiento y respeto democrático a las ideas, y
prohibida la aportación original, se exige describir conocimientos y teorías
respaldadas y popularmente aceptadas.
Ahora muchos piensan
que «el contacto y el hábito de Tlön
han desintegrado este mundo» y quizás es tan cierto como que ha construido
otro, rizomático y laberíntico: Tlön significa
mapa en islandés, y Tlön es verdaderamente
mapa enciclopédico de un laberinto originado en Uqbar (que significa desviándose del camino), laberinto que crece y
se bifurca constantemente, cuyos objetos ideales o hrönir (que significa en islandés pilas de materia que cambian por
la acción externa) varían y se suceden en la tecnología wiki (en hawaiano, con rapidez), formando un Tlön informático, depósito dinámico de la memoria colectiva humana
mediante el consenso de unos wikipedistas. Como al Borges del relato, «si
nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien
tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlón.»
Claro está que, debido a su soporte informático, esa espera es innecesaria.
Wikipedia se está reescribiendo ya, en este instante, constantemente.
Igualmente enigmática y
profética es la referencia a Orbis
Tertius (Mundo 3º, en latín), término (World 3 o Mundo 3) que muchos años
después sería usado por el filósofo de la ciencia Karl Popper para designar a
los mundos construidos por la mente humana. Cabe la aclaración de que lo
citado anteriormente en esta sección son puramente especulaciones, ya que
Borges nunca realizó o contribuyó con un descubrimiento científico sólido
verificable; lo suyo fueron exclusivamente aportaciones literarias que no se
sostienen en al ámbito científico ya que difícilmente podría él entender así
fuera los rudimentos de los campos científicos en los que supuestamente él fue
un precursor.
Discípulos
contemporáneos
Si bien Borges no ha
tenido «discípulos» directos —pues ello supondría una estética y una escuela
previsibles de las que él mismo descreía— hay autores contemporáneos que, de
acuerdo con sus críticos, han recibido su influencia de modo directo. El hecho
de que hubieran conocido a Borges personalmente y hayan leído su obra en castellano,
puede haber influido en las obras de Ricardo Piglia, César Aira, Roberto
Bolaño, Carlos Fuentes, Orhan Pamuk, Paul Auster, Salman Rushdie y Umberto Eco,
por no mencionar a algunos de los obvios (que además lo han reconocido):
Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Julio Ramón Ribeyro, entre
otros. También es destacable la influencia que la obra de Borges tuvo en
diversos pensadores contemporáneos de otras latitudes, como es el caso de
Gilles Deleuze o Michel Foucault.
Las amistades de Borges
Borges tuvo dos amigos
íntimos durante la mayor parte de su vida: los escritores Adolfo Bioy Casares y
Manuel Peyrou. A Bioy Casares lo conoció en la casa de su también amiga
Victoria Ocampo, a Peyrou se lo presentaron en un bar alemán de la calle
Corrientes cerca de Pueyrredón, en la década de 1920. La relación de amistad
con cada uno de ellos fue profundamente diferente. Con Bioy se trataba de una
amistad «a la inglesa», que excluía las confidencias; la que mantuvo con el
segundo, en cambio, incluyó las confesiones más íntimas y personales. Cuando
Borges necesitó la ayuda de un psiquiatra —así lo reveló Estela Canto—, fue
Peyrou quien se lo recomendó. Tras la muerte de su amigo en 1974, Borges
escribió un poema que lleva por título Manuel Peyrou y que publicó luego en
Historia de la noche:
Suyo
fue el ejercicio generoso
de
la amistad genial. Era el hermano
a
quien podemos, en la hora adversa,
confiarle
todo o, sin decirle nada,
dejarle
adivinar lo que no quiere
confesar
el orgullo (...)
También cultivó la
amistad del mexicano Alfonso Reyes, a quien conoció a través de Pedro Henríquez
Ureña. Durante la etapa en que Reyes fue embajador en Buenos Aires (de 1927 a
1930) se veían con frecuencia, primero en la villa de Victoria Ocampo y después
en las tertulias que el propio Reyes organizaba los domingos en la sede
diplomática. A Borges «sobre todo le subyugaba el refinado y seductor estilo
literario del escritor mexicano», hasta el punto de considerarlo «el mejor
prosista de lengua española en cualquier época». En su recuerdo escribió el
poema In memoriam. Para algunos críticos, su cuento Funes el memorioso sugiere
un «velado reconocimiento y homenaje del ya maduro alumno a su evocado mentor».
Aparte de estos amigos
muy cercanos —y de Silvina Ocampo, hermana de Victoria y mujer de Bioy—, que lo
fueron desde el principio de la década de los treinta hasta el fin, otros que
giraron en la órbita de ese grupo —en distintas épocas y por diversos espacios
de tiempo— fueron Carlos Mastronardi, Emma Risso Platero, Francisco Luis
Bernárdez, Xul Solar, Ernesto Sabato, Enrique Amorim, Ricardo Güiraldes,
Oliverio Girondo, Norah Lange, Elvira de Alvear, Ulises Petit de Murat,
Santiago Dabove, Alicia Jurado, Julio César Dabove, Gloria Alcorta, Estela
Canto, María Esther Vázquez, Néstor Ibarra y Héctor Germán Oesterheld.
Macedonio Fernández no fue estrictamente amigo sino una especie de mentor de
Borges, y únicamente durante unos años, hasta que se distanciaron por razones
políticas. Curiosamente, Fernández se graduó de abogado en la Universidad de
Buenos Aires en 1897, junto a los padres de Borges y Peyrou.
Maurice Abramowicz, es
un abogado, escritor y poeta de origen judío-polaco. Borges lo conoció en
Ginebra en 1914, mientras estudiaba en el Collège Calvin. Dos años menor que
Borges, lo inició en la lectura de Rimbaud y mantuvo correspondencia con él
sobre temas literarios. En algunos relatos Borges le atribuye comentarios o le
dedica páginas. José Bianco (1908-1986) fue un escritor y traductor argentino.
Publicó, entre otras obras, La pequeña Gyaros (cuentos, 1932), Sombras suele
vestir (1941) y Las ratas (novela, 1941). Realizó excelentes traducciones, como
Otra vuelta de tuerca, La lección del maestro, La muerte del león y Hermosas
imágenes. Borges, fue su amigo personal y prologó diversas obras suyas y
publicó, en 1944, una reseña de la novela Las ratas en la prestigiosa revista
Sur. Susana Bombal fue una escritora argentina. Su amigo Borges, prologó su libro
Tres Domingos (1957) en donde expresa que «El método narrativo es el de
Virginia Woolf; no recibimos los hechos directamente sino su reflejo en una
conciencia y la pasión o el pensamiento con los datos sensibles». En 1969
obtuvo el Premio Municipal de Teatro Leído (Green wings, una versión anterior
de esta obra, escrita en inglés, había sido publicada por la editorial Losange
en 1959). El cuadro de Anneke Loos (cuentos, 1963) fue premiado por la Sociedad
Argentina de Escritores con la Faja de Honor. Borges publicó en 1971 El arte de
Susana Bombal, un ensayo sobre su obra aparecido en el diario La Nación.
Las mujeres y el sexo
en la vida y en la obra de Borges
El papel de las mujeres
en la vida y en la obra de Borges ha hecho correr ríos de tinta. Con respecto a
su madre, por ejemplo, el hispanista escocés Edwin Williamson le atribuye una
importancia fundamental en su biografía sobre Borges. Esa cualidad de «madre
opresora» fue desmentida por el propio Borges, que reconoció siempre la
autoridad de su padre, y quien a diferencia de la «ignorante familia de su
madre» (según él mismo afirmó) le heredó un «mundo intelectualmente más
complejo», el idioma inglés y su biblioteca, el hecho más importante de su vida
según su famosa confesión. Para Emir Rodríguez Monegal, por ejemplo, el papel
de «Madre» en la vida de Borges era menor: «la parte que Madre juega en el mito
personal de Borges: está siempre allí, siempre mencionada con cortesía, pero
siempre mantenida (de manera muy sutil) en una posición subordinada.»
Prácticamente todos los biógrafos coinciden en esta interpretación de la menor
importancia relativa de Leonor Acevedo en la vida de su hijo, excepto Estela
Canto que fue víctima de su desdén.
Los pormenores de su
estancia en Ginebra y España durante la adolescencia, en donde no solo tuvo su
primera y según todos sus biógrafos traumática experiencia sexual, sino que
conoció a su primer amor, Emilie, y encontró una nueva literatura y nuevos
amigos con quien compartirla. La sorprendente y detectivesca «evidencia» del
gran amor de Borges —cuya identidad ha sido siempre motivo de especulación— es
la tan aparentemente tangencial Norah Lange. A ella, por ejemplo, según
Williamson, estarían dedicados los Two
English Poems y, desde luego, Historia
universal de la infamia. La profunda huella que le habría dejado su
rechazo, la supuesta rivalidad con el estentóreo Oliverio Girondo por los
favores de Norah. Así, varias mujeres han gravitado en la vida de Borges:
Emilie, Concepción Guerrero, Norah Lange, Estela Canto, Elsa Astete, María
Kodama, a las cuales habría que agregar aquellas a las que les habría insinuado
su simpatía sin éxito: Ema Risso Platero, Marta Mosquera Eastman, Cecilia
Ingenieros, Wally Zenner, Sara Diehl, Beatriz Bibiloni, Delia Ingenieros, María
Esther Vázquez, Luisa Mercedes Levinson, Esther Zemborain…
El sexo y las mujeres
son dos componentes problemáticos de la ficción de Borges: la ausencia de estos
dos elementos, que parece tan casual, realmente destaca la extrañeza de su
exclusión. Por ejemplo, las escenas de actos sexuales se hallan casi
totalmente ausentes en los escritos borgeanos (el encuentro sexual de Emma Zunz
con un marinero anónimo es la excepción más notable) y aun la más velada
sugerencia de actividades eróticas se hallan limitadas a unos pocos relatos.
Tan escaso como lo anterior en la obra de Borges son los personajes femeninos
que tengan un papel central en la narración o que posean una personalidad
independiente. En general prima su ausencia o una presencia meramente
decorativa. El mundo ficticio creado por Borges es un lugar donde las mujeres,
si es que aparecen, parecen existir como objetos secundarios con el propósito
de proveer a los hombres de una oportunidad para el sexo. El sexo y las mujeres
se utilizan principalmente como piezas de negociación en la relación entre
hombres, nunca para la procreación o el placer. El sexo en la ficción de
Borges, no es más que una táctica, una estrategia, que otorga significado y
dinamismo a la interacción entre hombres.
Premios, distinciones y
homenajes
Recibió importantes
premios y distinciones de diversas universidades y gobiernos de diversos
países. En 1961 compartió con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Editores, y que fue el comienzo de su
reputación en todo el mundo occidental. Recibirá luego el título de Commendatore por el gobierno italiano,
el de Comandante de la Orden de las
Letras y Artes por el gobierno francés, la Insignia de Caballero de la Orden del Imperio Británico y el premio Miguel de Cervantes, entre otros
galardones y títulos. Su obra fue traducida a más de veinticinco idiomas y llevada
al cine y a la televisión.
En 1999 el gobierno
argentino emitió una serie de monedas conmemorativas por el centenario del
nacimiento de Borges. El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires organiza visitas
guiadas gratuitas sobre puntos de la ciudad que tuvieron que ver con Borges y
un tramo de la Calle Serrano, del barrio de Palermo, fue renombrado como Jorge
Luis Borges en honor al escritor. De modo similar, una banca del jardín
zoológico de Buenos Aires conmemora al escritor con un panel, que refiere que
era en esa banca que Borges se sentaba para mirar a los tigres, por los que
sentía fascinación. A continuación se presenta un listado cronológico de los
diversos premios, distinciones y homenajes recibidos por Borges durante su
vida.
1929. Da a conocer su
tercer libro de poemas, Cuaderno San Martín, con el que gana el segundo Premio Municipal de Poesía de Buenos Aires.
1944. Su obra Ficciones
recibe de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) el Gran Premio de Honor.
1955. Borges es elegido
miembro de la Academia Argentina de
Letras.
1956. Es nombrado
catedrático titular en la Universidad de Buenos Aires y recibe un doctorado honoris causa de la
Universidad de Cuyo.
1957. Dicta una
conferencia el 23 de octubre en la Biblioteca Pública de la Universidad
Nacional de La Plata mientras ocupaba el cargo de director de la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires sobre el tema «Los castillos en el primer círculo».
1961. Comparte con
Samuel Beckett el Premio Internacional de
Literatura (10 mil dólares), otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor, Mallorca. Es
condecorado por el presidente de Italia, Giovanni Gronchi, con la Orden de Commendatore.
1962. Recibe en Buenos
Aires el Gran Premio del Fondo Nacional
de las Artes. Recibe la insignia de Commandeur
de l'Ordre des Lettres et des Arts del gobierno de Francia.
1963. En diciembre es
nombrado doctor honoris causa por la
Universidad de los Andes, en Colombia.
1964. El gobierno
peruano le otorga la Orden del Sol en el
grado de Comendador. La revista francesa L'Herne le dedica un número especial monográfico de homenaje, con
numerosas colaboraciones nacionales y extranjeras.
1965. Recibe en Gran
Bretaña la insignia de Caballero de la
Orden del Imperio Británico, donde se le otorga el título de Sir. Recibe la medalla de oro del IX Premio de Poesía de la ciudad de
Florencia.
1966. La comuna de
Milán le entrega el Premio Internacional
Madonnina. La Fundación Ingram Merril
de Nueva York le concede su premio literario (5 mil dólares).
1968. Es nombrado
miembro de la Academia de Artes y
Ciencias de los Estados Unidos. Recibe del gobierno de Italia las insignias
de Gran Oficial de la Orden al Mérito de
la República Italiana.
1970. La Fundación
Bienal de San Pablo (Brasil) le otorga el Premio Interamericano de Literatura 'Matarazzo Sobrinho' (25 mil dólares),
el más importante del país, durante el Primer Seminario de Literatura de las
Américas. Se lo nombra miembro de la 'The
Hispanic Society of America', Nueva York.
1971. Viaja a Estados
Unidos para recibir los nombramientos de la American
Academy of Art and Letter de Nueva York y del Instituto de Artes y Letras de Estados Unidos (INAL) como miembro
honorario de ambas instituciones. En Israel recibe el Premio Jerusalén (2 mil dólares). Es nombrado doctor honoris causa por la Universidad
de Columbia, Nueva York. En abril viaja a Londres, invitado por el Instituto de Arte Contemporáneo que lo
incorpora como miembro de su cuerpo docente. La Universidad de Oxford le
confiere el título de doctor honoris
causa como Doctor en Letras.
1972. Viaja a Estados
Unidos para recibir el doctorado honoris
causa en Humanidades por la
Universidad de Michigan State, East Lansing, Míchigan. En septiembre se lo
nombra miembro del Museo Judío de Buenos
Aires.
1973. La Municipalidad
de Buenos Aires lo declara ciudadano
ilustre. Viaja junto con Claude Hornos de Acevedo a España y México, donde
recibe el Premio Internacional Alfonso
Reyes.
1974. En Milán, Franco
María Ricci publica el cuento El congreso
en una edición lujosísima con letras de oro.
1976. Recibe el título
de doctor honoris causa de la
Universidad de Cincinnati. En Chile, recibe el título de doctor honoris causa por la Universidad de Chile y la dictadura
militar lo condecora con la Gran Cruz de
la Orden al Mérito Bernardo O´Higgins.
1977. Recibe el título
de doctor honoris causa por la
Universidad de La Sorbona. Le otorga el mismo título la Universidad de Tucumán.
1978. Es declarado ciudadano meritorio de Bogotá.
1979. La Academia Francesa lo distingue con
una medalla de oro. Recibe la Orden al
Mérito de la República Federal Alemana y la Cruz Islandesa del Halcón en el grado de Comendador con estrella.
Se le hace un homenaje nacional en el Teatro Cervantes, con motivo de cumplir
los ochenta años.
1980. Recibe el Gran Premio de la Real Academia Española,
el Premio Cervantes (5 millones de
pesetas), otorgado por el Ministerio de Cultura de España. Lo comparte con el
poeta español Gerardo Diego. Recibe en París el Premio Mundial Cino Del Duca (200 mil francos). Sandro Pertini,
presidente de Italia, le entrega el Premio
Balzan (140 mil dólares).
1981. Viaja a Estados
Unidos, Puerto Rico y México, donde recibe el premio Ollin Yoliztli (70 mil dólares).
1983. En su última
visita a España, recibe la Gran Cruz de
la Orden de Alfonso X el Sabio. En París, el presidente Miterrand le hace
entrega de la Legión de Honor. Recoge
en Estados Unidos el premio de la
Fundación Ingersoll (15 mil dólares).
1984. En Sicilia recibe
una rosa de oro como homenaje y
símbolo de la sabiduría. Vuelve a Estados Unidos, donde el editor italiano
Ricci le entrega 84 libras esterlinas de oro, una por cada año de vida. Vuelve
a Italia, recibe de manos del presidente Pertini la Gran Cruz de la Orden al Mérito. Va a Marruecos y a Lisboa, donde
es condecorado.
1984. Obtuvo el Premio Konex de Brillante a la figura
más importante de la historia de las Letras
en Argentina, otorgado por la Fundación
Konex.
A pesar de su enorme
prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, no
fue distinguido con el Premio Nobel de
Literatura, no obstante haber sido nominado por muchos años consecutivos.
Se especula que fue excluido de la posibilidad de obtenerlo por haber aceptado
un premio otorgado por la dictadura militar de Augusto Pinochet.
Eponimia
Tres especies de
fanerógamas nuevas para la ciencia lo honran con su epónimo.
(Arecaceae) Attalea borgesiana Bondar ex Dahlgren
(Araceae) Philodendron borgesii G.S.Bunting
(Poaceae) Catapodium borgesii H.Scholz
Obras
Si bien la poesía fue
uno de los fundamentos del quehacer literario de Borges, el ensayo y la
narrativa fueron los géneros que le reportaron el reconocimiento universal.
Dotado de una vasta cultura, elaboró una obra de gran solidez intelectual sobre
el andamiaje de una prosa precisa y austera, a través de la cual manifestó un
irónico distanciamiento de las cosas y su delicado lirismo. Sus estructuras
narrativas alteran las formas convencionales del tiempo y del espacio para
crear mundos alternativos de gran contenido simbólico, construidos a partir de
reflejos, inversiones y paralelismos. Los relatos de Borges toman la forma de
acertijos o de potentes metáforas de trasfondo metafísico.
Borges, además,
escribió guiones de cine y una considerable cantidad de crítica literaria y
prólogos. Editó numerosas antologías y fue un prominente traductor de inglés,
francés y alemán (también tradujo obras del anglosajón y del escandinavo
antiguo).
Su ceguera influyó en
su escritura posterior. Entre sus intereses intelectuales destacan la
mitología, la matemática (véase también Borges y la matemática), la teología,
la filosofía y, como integración de éstas, el sentido borgiano de la literatura
como recreación —todos estos temas son tratados unas veces como juego y, otras,
con la mayor seriedad—. Contemporáneo de la mayor parte del siglo XX, Borges
vivió el período modernista de la cultura y la literatura; en especial, el
simbolismo. Su ficción es de una profunda erudición y siempre concisa.
Desde una perspectiva
más histórica, su obra puede dividirse en períodos. Una primera etapa inicial,
vanguardista, acotada entre los años 1923 y 1930. Este período está
caracterizado por la importancia fundamental del poema, el verso libre y la
proliferación metafórica (sobre todo la proveniente de Lugones), la apelación a
un neobarroco de raigambre española (Quevedo, en primer término) y cierto
nacionalismo literario, que llega a proclamar la independencia idiomática de
Argentina, en textos luego repudiados por el propio autor. A este período
pertenecen los poemarios Fervor de Buenos
Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, así como los
ensayos de Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos y Evaristo Carriego. A partir de 1930 la
obra de Borges, durante unos treinta años, se inclinará a la prosa y surgirá
una doble vertiente de su tarea: el ensayo breve, normalmente de lecturas
literarias, y la llamada «ficción», que no es estrictamente un cuento, aunque
su trámite sea narrativo y su convención de lectura sea la ficcional. En ella
aparecen, a menudo, escritores y libros apócrifos como Pierre Ménard y su
Quijote, o Herbert Quain. Apelando a citas deliberadamente erróneas en sus
meditaciones sobre la tradición literaria, Borges definía la tarea del escritor
como esencialmente falsificadora y desdibujaba toda pretensión de originalidad
y creación. La literatura era, según su concepción, la infinita lectura de unos
textos que surgen de otros y remite a un texto original, perdido, inexistente o
tachado. En otro sentido, la obra ficcional borgiana se inclinó a temas
recurrentes, como son lo fantasmal de la vida, el combate singular como
reconocimiento del otro en el acto de darle muerte, el espejo como cifra de las
apariencias mundanas, la lejanía y la desdicha vinculadas con la relación
amorosa, o la busca del nombre de los nombres, el prohibido nombre de Dios,
donde se realicen las fantasías de perfecta adecuación entre las palabras y las
cosas. Estéticamente, en este segundo período de su obra, Borges efectuó una
crítica radical a sus años de vanguardista. Se replegó hacia una actitud
estética de apariencia neoclásica, aunque en él pervivieran los tópicos del
infinito y de lo inefable, recogidos en sus juveniles frecuentaciones de
Schopenhauer y de los poetas románticos alemanes. El afán de tersura en la
expresión, la relectura de los clásicos y su cita constante, la concisión que
exigen los géneros breves, son todos gestos de su neoclasicismo en el que la
razón intenta ordenar, jerarquizar y clarificar hasta los límites admisibles de
su poder sobre el lenguaje, siempre resbaladizo, engañoso y ambiguo. Borges en
esta etapa vuelve sobre algunos episodios costumbristas de ambiente campesino o
suburbial, que había tratado en su juventud, como el duelo a cuchillo, para
repasarlos en un contexto de mitología universal. Así, sus gauchos y
compadritos de las orillas se entreverán con los héroes homéricos, los teólogos
medievales y los piratas del mar de la China. No son ya el motivo de una
exaltación peculiarista ni se los encara como emblemas de un universo cultural
castizo y cerrado, sino que se los relativiza en un marco de ambiciones
eclécticas y cosmopolitas. A este período, prescindiendo de antologías y
reelaboraciones, pertenecen los ensayos de Discusión (1932), Historia de la
eternidad (1936) y Otras Inquisiciones (1952); los relatos de Historia
universal de la infamia (1935), de Ficciones (1944) y El Aleph (1949), y un
buen número de obras en colaboración con Bioy Casares (Seis problemas para don
Isidro Parodi, 1942; Dos fantasías memorables, 1946; Un modelo para la muerte,
1946, y los guiones cinematográficos Los Orilleros y El paraíso de los
creyentes, 1955, con Delia Ingenieros (Antiguas literaturas germánicas, 1951),
con Betina Edelberg (Leopoldo Lugones, 1955) y con Margarita Guerrero (El
Martín Fierro, 1953 y Manual de zoología fantástica, 1957).
La mayoría de sus
historias más populares abunda en la naturaleza del tiempo, el infinito, los
espejos, laberintos, la realidad y la identidad; mientras otras se centran en
temas fantásticos. El mismo Borges cuenta historias más o menos reales de la
vida sudamericana; historias de héroes populares, soldados, gauchos, detectives
y figuras históricas, mezclando la realidad con la fantasía y los hechos con la
ficción.
Con un manejo inusual
de las palabras, la obra borgiana impulsó una renovación del lenguaje
narrativo, resaltando la índole ficticia del texto y amalgamando fuentes y
culturas de índole diversa (europeas y orientales, vanguardistas y clásicas) a
través de la parodia y la ironía. Sus textos surgen de otros textos previos, y
suponen una estrecha familiaridad con ellos. Las tramas se superponen a otras
tramas, cada párrafo es la variación de otra escritura o lectura previas. Es
difícil no descubrir algunas de sus claves; es casi imposible descifrarlas
todas. Su escritura rescata ideas y preguntas que atraviesan el pensamiento
occidental desde sus remotos orígenes y las reformula, legándolas a la
posteridad. No intenta seriamente solucionar las contradicciones; prefiere
resaltarlas, reordenándolas en paradojas, a las que envuelve una y otra vez con
diferente ropaje.
En sus páginas más
características, propone un contexto lúdico y desafía al lector a resolver un
enigma. Como en un buen laberinto policial, exhibe todas las pistas necesarias
para deducir las respuestas; entre esas pistas se destaca su propia biblioteca
clasificada y comentada. Hay una solución obvia que satisface al detective
chapucero, pero la verdadera clave está reservada para el héroe. Cuál es el
enigma y quién es en realidad ese héroe son también parte del misterio. Abunda
en referencias inexistentes disimuladas entre un fárrago de citas eruditas. Hay
frases copiadas traviesamente de obras ajenas, guiños al iniciado, a sus
amistades y a sí mismo. Sus mejores cuentos acumulan múltiples significados,
ordenados en capas que se tornan alternativamente transparentes u opacas según
el punto de vista. El lector vislumbra un reflejo aquí y otro allá, de acuerdo
a su experiencia y a sus circunstancias; la comprensión completa, sin embargo,
nos está vedada. El único privilegiado es el tramoyista, el que visualiza el
universo cifrado, el que urdió la trama, ubicado en el centro del laberinto,
reflejado y multiplicado en sus propias palabras: el mismísimo Jorge Luis
Borges.
Como afirmó Octavio
Paz, Borges ofreció dádivas sacrificiales a dos deidades normalmente
contrapuestas: la sencillez y lo extraordinario. En muchos textos Borges logró
un maravilloso equilibrio entre ambas: lo natural que nos resulta raro y lo
extraño que nos es familiar. Tal proeza determinó el lugar excepcional de
Borges en la literatura. En ese mismo sentido, Fritz Rufolf Fries sostuvo que
Borges consiguió formar su propia identidad en el espejo de los autores que él
interrogaba, mostrándonos lo insólito de lo ya conocido.
Poesía
Fervor de Buenos Aires
(1923)
Luna de enfrente (1925)
Cuaderno San Martín
(1929)
El hacedor (1960).
Verso y prosa.
El otro, el mismo
(1964)
Para las seis cuerdas
(1965)
Elogio de la sombra
(1969). Verso y prosa.
El oro de los tigres
(1972). Verso y prosa.
La rosa profunda (1975)
La moneda de hierro
(1976)
Historia de la noche
(1977)
La cifra (1981)
Los conjurados (1985)
Cuentos
Historia universal de
la infamia (1935)
Ficciones (1944)
El Aleph (1949)
El informe de Brodie
(1970)
El libro de arena
(1975)
La memoria de
Shakespeare (1983)
Ensayos
Inquisiciones (1925)
El tamaño de mi
esperanza (1926)
El idioma de los
argentinos (1928)
Evaristo Carriego
(1930)
Discusión (1932)
Historia de la
eternidad (1936)
Otras inquisiciones
(1952)
Nueve ensayos dantescos
(1982)
Prólogos
Prólogos con un prólogo
de prólogos (1975)
Biblioteca personal
(1988)
Prólogos de La
Biblioteca de Babel (2000)
El círculo secreto
(2003)
Conferencias
Borges oral (1979)
Siete noches (1980)
Arte poética (2000)
Borges profesor (2000).
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
El aprendizaje del
escritor (2014). Transcripción del seminario sobre escritura que dictó en
Columbia, en 1971
El tango. Cuatro
conferencias (2016)
Libro de viaje
Atlas (1984). Verso y
prosa.
Misceláneas
Textos cautivos (1986).
Reseñas, semblanzas y ensayos publicados en El Hogar.
Borges en Revista
Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges (1995).
Textos recobrados
1919-1929 (1997). Poesía, prosa poética, relatos, artículos, traducciones,
reseñas, discursos, notas de cine, entrevistas, traducciones, prólogos.
Borges en Sur (1999).
Ensayos, reseñas, traducciones, poemas y notas literarias y de cine publicados
en Sur y no recogidos en otros libros.
Borges en El Hogar
(2000). Reseñas, semblanzas, ensayos y traducciones publicados en El Hogar.
Textos recobrados
1931-1955 (2001). Poesía, prosa poética, relatos...
Textos recobrados
1956-1986 (2003). Poesía, prosa poética, relatos...
Miscelánea (2011).
Incluye los libros Prólogos, con un prólogo de prólogos, Borges oral,
Biblioteca personal, Borges en Sur y Textos cautivos/Borges en El Hogar.
Memorias
Autobiografía o Un
ensayo autobiográfico (en 1999 apareció como libro; publicado por primera vez
en inglés, en 1970, por The New Yorker; también fue prólogo de The Aleph and
Others Stories, 1970; otras apariciones: en La Gaceta, de México, en 1971 (en
traducción de José Emilio Pacheco), y en La Opinión, de Buenos Aires, en 1974).
Antologías
De
su obra
Antología personal
(1961)
Nueva antología
personal (1968)
Prosa (1975).
Introducción de Mauricio Wacquez.
Páginas de Jorge Luis
Borges seleccionadas por el autor (1982)
Jorge Luis Borges.
Ficcionario. Una antología de sus textos (1985). Compilada por Emir Rodríguez
Monegal.
Borges esencial (2017).
Edición conmemorativa de la Real Academia Española y la Asociación de Academias
de la Lengua Española.
De
otros autores
Libro de sueños (1976)
Con otros autores
Índice de la nueva
poesía americana (1926), con Vicente Huidobro y Alberto Hidalgo
Antología clásica de la
literatura argentina (1937), con Pedro Henríquez Ureña
Antología de la
literatura fantástica (1940), con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo
Antología poética
argentina (1941), con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo
Los mejores cuentos
policiales (1943 y 1956), con Adolfo Bioy Casares
El compadrito (1945),
antología de textos de autores argentinos en colaboración con Silvina Bullrich
Poesía gauchesca
(1955), con Bioy Casares
Cuentos breves y
extraordinarios (1955), con Adolfo Bioy Casares
Libro del cielo y del
infierno (1960), con Adolfo Bioy Casares
Breve antología
anglosajona (1978), con María Kodama
Obras en colaboración
eis problemas para don
Isidro Parodi (1942), con Adolfo Bioy Casares
Dos fantasías
memorables (1946), con Adolfo Bioy Casares
Un modelo para la
muerte (1946), con Adolfo Bioy Casares
Antiguas literaturas
germánicas (México, 1951), con Delia Ingenieros
El lenguaje de Buenos
Aires (1952), con José Edmundo Clemente. Borges aporta tres ensayos previamente
publicados al libro: "El idioma de los argentinos", del libro
homónimo; "Las alarmas del doctor Américo Castro", de Otras
inquisiciones; y "Las inscripciones de los carros", titulado
"Las inscripciones de carro" en Evaristo Carriego.
El Martín Fierro
(1953), con Margarita Guerrero
Los orilleros/El
paraíso de los creyentes (1955), con Adolfo Bioy Casares
La hermana de Eloísa
(1955), con Luisa Mercedes Levinson
Manual de zoología
fantástica (México, 1957), con Margarita Guerrero. Actualizado y reeditado en
1967 como El libro de los seres imaginarios
Leopoldo Lugones
(1965), con Betina Edelberg
Introducción a la
literatura inglesa (1965), con María Esther Váquez
Literaturas germánicas
medievales (1966), con María Esther Vázquez. Revisa y corrige el tratado
Antiguas literaturas germánicas
Introducción a la
literatura norteamericana (1967), con Estela Zemborain de Torres
Crónicas de Bustos
Domecq (1967), con Adolfo Bioy Casares
¿Qué es el budismo?
(1976), con Alicia Jurado
Nuevos cuentos de
Bustos Domecq (1977), con Adolfo Bioy Casares
Museo. Textos inéditos
(2003), con Adolfo Bioy Casares
Guiones de cine
Los orilleros (1939).
Escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares
El paraíso de los
creyentes (1940). Escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares
Invasión (1969).
Escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares y Hugo Santiago.
Les autres (1972).
Escrito en colaboración con Hugo Santiago
Traducciones
A la edad de 11 años,
tradujo a Oscar Wilde. Borges creía que la traducción podía superar al original
y que la alternativa y potencialmente contradictoria revisión del original
podía ser igualmente válida, más aún, que el original o la traducción literal
no tenía por qué ser fiel a la traducción. A lo largo de su vida, tradujo,
modificando sutilmente, el trabajo de, entre otros, Edgar Allan Poe, Franz
Kafka, James Joyce, Hermann Hesse, Rudyard Kipling, Herman Melville, André
Gide, William Faulkner, Walt Whitman, Virginia Woolf, Henri Michaux, Jack
London, Gustav Meyrink, Novalis, Marcel Schwob, George Bernard Shaw, May
Sinclair, Jonathan Swift, H. G. Wells y G. K. Chesterton.
Filmografía sobre
Borges
En 1978 se estrenó una
película documental dirigida por Ricardo Wullicher llamada Borges para millones
sobre la vida y obra del escritor.
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