La
señorita Cora
Julio
Cortázar
We'll send your love to
college, all for a year or two,
And then perhaps in time the boy will do for you.
And then perhaps in time the boy will do for you.
The trees that grow so high.
(Canción folclórica inglesa.)
(Canción folclórica inglesa.)
No entiendo por qué no
me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su
madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían
traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró
tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es
ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de
irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo
tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora
con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La
impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban
quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y
meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si
verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero
bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que
irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de
vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la
directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que
pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se
hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de
costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es
una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo
para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de
menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo
primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar
a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy
a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga,
menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer
cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo
que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando… Está
bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande
para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta
hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me
hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando
a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama
veía entrar al hombre de la máscara blanca…
La enfermera es
bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a
preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en
seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una
fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía
estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que
ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice
y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y
después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la
cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me
tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que
no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas
a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había
quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle
algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien
podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos… Seguro
que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida;
qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir
enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni
diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor
viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera
tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable
vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas
pastillas
verdes. También ella me
preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza
dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad
porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y
arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y
lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se
hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del
brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo
tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre
querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a
pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la
pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera
porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de
ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que mirándola de
arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida salió el
doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente,
que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad
una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que
me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se
lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención
necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo
sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin
del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme
un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis
días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y
no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o
más allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se
fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
La enfermera de la
tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando
me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y
unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se
me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que
íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a
la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y
media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi
dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando
estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por
ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se
le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da
lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y escondió la
revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la
calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le
pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso.
Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las
persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el
termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los
chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas
cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada
si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de
las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco,
se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es
más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies
de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con
papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la
señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese
tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas
pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco
las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que
le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que
ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo,
y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la
señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me
estuve quejando de ella o algo así.
Volvió a eso de las
seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y
no sé por qué de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero
empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos,
tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar
empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le
agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De
Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su
nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando
le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se
dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el
pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó
con una voz que se le quebró en un gallo. “Sí, claro, el pantalón”, repetí, y
empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían.
Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como
me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha
y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en
tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó
con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún
sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner
a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así
que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de
afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un
segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije
para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la
primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero
me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más
fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan
bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre
y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos
cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de
nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún
sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o
agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo
castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de
jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo,
o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue
preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos
ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La
señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho:
“Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia
tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me
puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que… Bueno, Cora
es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra
cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está
resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que
me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en
ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo
tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se
me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más
tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta
se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería
decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que
se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y
después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy
seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para
que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le
dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza
atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de
las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?”
Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba
desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque
después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es
lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del
doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”,
me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de
saltar de la cama y echarla a empujones, o de… Ni siquiera comprendo cómo pude
decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo
la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de
leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada
para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado
decirle, tenía la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido las
palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero
de otra manera.
Y sí, son siempre lo
mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el
machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que
contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de
operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa
carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer
para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé
yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé
cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se
enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la
prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me
acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora
estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de
pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse
tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de
almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y
linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté
enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no
quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que
entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un
angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué
al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió
a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver,
m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a
punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a
decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el
pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el
irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a
mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo
colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle
que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle
una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de
boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si
gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven
admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como
si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está muy
caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y
yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a
que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta
el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de
antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba
que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz
o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo
alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta
al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer,
a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie
puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba
un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y
gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me
había hecho.
Es lo de siempre, che
Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la
edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar
claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable
es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que
pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui
a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la
cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no
terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo
auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera
bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que
no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el
viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo
que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido
pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la
mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que
te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al
pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había
sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el
apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero
sí, m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo
le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va
pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué
fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés
ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y
creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada
y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no
te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele
aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga
que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí,
m’hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza,
voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo
si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah,
parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto
aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo
más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha
dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me
dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido,
ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo
había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo
por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es
casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero
me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos
pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará
bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era
inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron
otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar
nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no
ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena
propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es
buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo.
Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta
mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede
entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya
te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien.
Parecería que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andate. Váyase le
digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí.
Muchísimo.
Está muy oscuro pero es
mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar
así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me
acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo
miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre
el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me
gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada
al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no
tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo
creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor
estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos,
¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas…
Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé,
a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no
tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita
Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar
mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde,
apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Sí, yo querría pero no
es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la
herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir
los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla
para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo?
Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven,
pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le
dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso
me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el
pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está
enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de
otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire
así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me
gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario,
que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita.
Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me
pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido un
buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté
para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir.
Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que
se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo
mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice
caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que
decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez,
verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas;
haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle
la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía
tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar,
decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo
podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es
para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía
la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo
con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle,
no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me
dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada.
Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo
cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me
pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho a
Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no
entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si
están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya
está, deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un
buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre
apareció esta noche con una cara rara y me costó media hora hacerle olvidar
esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a
algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde
entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de
cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana,
después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería
saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a
poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me
gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe
ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra
inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis.
Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al
fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son
tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me
cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta
tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace
falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de
cosas naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés.
Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de
esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero
es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés,
desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y
le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a
venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre.
Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz
de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me
acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería
y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de
espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a
punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan
chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un
tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado
pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le
vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan
bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por
todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no
tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la
clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es
siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que
sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele
tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón,
me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que
iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio,
haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele
nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le
hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo
pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a
seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene de
nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso,
y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una
corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la
mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que
el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora
van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le
hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un
rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre.
Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto
vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí,
decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien,
amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y
el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero
no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué
le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo
mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con
esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo
del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco
días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo
cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos
días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más
complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la
constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su
señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah,
claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas.
Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a
durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser
un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese
chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a
tener lástima. No me mirés así.
Nadie me prohibió que
leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios
por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener
fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne
un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más
me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo
sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche,
ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a
las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre
parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco
perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía
para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el
día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo,
que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno,
entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué
contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la
mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un
vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima
fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por
evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no
pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los
primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más
furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me
dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia;
había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo
peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve
nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando
a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto
como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo,
Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos
y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré
la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón
y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que
pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me
hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero
era tan ridículo que me
dijera eso mientras se
le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi
miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso.
Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y
cada vez lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse
la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos
a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de
contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que
hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de
lo necesario. Marcial me dijo cuándo se lo conté que había querido darle la
oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo
distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta
dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le
empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua
hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no
mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para
que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho
eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo
abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de
perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en
decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como
a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.
Empiezan siempre a la
misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en
las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al
rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a
darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían
quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé
cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o
dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me
entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther
que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar,
me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor
Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa.
Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo.
No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a
decir por qué. Pero entonces. Marcial… Vení, te voy a hacer un café bien
fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he
estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe…
Por suerte después se
callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte
las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos,
ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo
que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor,
claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar
que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara
sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el
doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo
mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí
me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera
chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir
de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita
Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que
no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo:
“Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la
galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho.
Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el
tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la
cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de
fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a
buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los
ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media
en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la
planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor
Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la
operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio
mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña
para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de
temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar
un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la
calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como
esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera
y me dejara sola
con él, yo hubiera
podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya
lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la
otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo
sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer,
un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara,
no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el
pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él
porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me
duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora
vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar
ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí
contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un
cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De
Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para
pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy
cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos
también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y
ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro
que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y
todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron
en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres,
y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me
relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María
Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se
tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a
dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya
están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se
vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve
soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme,
la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra
vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que
seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me
miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más
y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al
principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado.
“Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró
los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la
boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás,
pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se
enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con
un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso
estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me
gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos.
Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me
dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si
me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos
en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.”
Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua
colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a
llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar
a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí,
por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no
tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se
ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.
Todos
los fuegos el fuego, 1966
(Circe es una película dirigida por
Manuel Antin según su propio guion escrito en colaboración Héctor Grossi y
Julio Cortázar sobre el cuento homónimo de Julio Cortázar, se estrenó el 30 de
abril de 1964 y que tuvo como protagonistas a Graciela Borges, Alberto Argibay,
Walter Vidarte y Sergio Renán)
Casa
tomada
Nos gustaba la casa
porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la
más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y
yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios.
Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo
nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella
la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos
pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra
casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con
la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de
que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica
nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro
a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una
vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que
me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero
cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la
distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y
tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia
Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa
parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y
el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba
a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De
manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía
a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la
puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía
girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más
estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta
advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un
departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo
vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la
puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta
tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a
sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla
una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos
de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se
suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y
los pianos.
Lo recordaré siempre
con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió
poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la
entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso
y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina,
calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a
Irene:
-Tuve que cerrar la
puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y
me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo
recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con
mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me
tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos
pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que
queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la
biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia
(pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las
cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de
todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos
ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las
nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados.
Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo.
Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta
porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de
los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de
estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos
mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene
que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que
se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo
el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito
de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a
no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en
alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua
o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que
mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor.
Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán
que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo
estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La
puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que
quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y
vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos
allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para
no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo
mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le
llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de
este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo
donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos
siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte
-dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro
lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer
alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo
puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.
Como me quedaba el
reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de
alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla.
No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la
casa, a esa hora y con la casa tomada.
(El
perseguidor es una película en blanco y negro de Argentina dirigida por
Osías Wilenski sobre el guion de Ulyses Petit de Murat según el cuento homónimo
de Julio Cortázar –inspirado en la vida de Charlie Parker- que se estrenó el 10
de marzo de 1965 y que tuvo como protagonistas a Inda Ledesma, Sergio Renán, María
Rosa Gallo y Zelmar Gueñol)
La
isla a mediodía
La primera vez que vio
la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la
izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del
almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con
revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose
aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la
pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla
entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que
subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de
cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes,
Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre
y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca
de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de
tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez
hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un
intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado,
que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini
vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la
montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la
mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo
de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla
se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte
interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente
mediodía.
A Marini le gustó que
lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos
lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de
ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un
niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió
otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando
se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía
una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua.
La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha
plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos
campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró
el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El
radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas
esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco.
Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas
islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo
la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las
hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió
pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca,
casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar
tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres
veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la
visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al
reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la
deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde
los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra
irrealidad.
Ocho o nueve semanas
después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas,
Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y
fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre
levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías.
Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la
sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina
de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no
lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban
huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann
había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores
empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se
marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de
habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar
algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría
que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa
que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde
la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días
en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas
que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después
empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini
fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo;
se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a
ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabrakalimera y la ensayó
en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en
Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en
Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o
dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini
se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató
de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa
noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le
perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar
el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió
que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en
infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el
pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la
mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la
tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida,
sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla
mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un
poco irónicamente del
trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas
cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros.
Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le
molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y
Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las
vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente
se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a
mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue
dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un
acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se
instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos
minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una
crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando
implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio
del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban
las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en
filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió
ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las
vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en
Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo
un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa,
llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también
borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla
de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente
se movía la tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las redes se
dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la
izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión.
«Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis
le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días
estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que
treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas
del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por
risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco,
otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con
el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor
del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las
primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca.
Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos.
Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El
capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco
casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron
cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes,
mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una
habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para
irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y
ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no
se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía
un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las
diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas.
Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena;
la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar
o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para
tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó
llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar
afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación
que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría
de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla.
Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se
había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado
cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó
enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes
de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno
de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar,
invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa
roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se
tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena,
Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió
hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó
palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba
empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con
Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería
a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse
y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar
lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada
alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas
de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de
reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor
del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la
brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de
impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de
baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol
y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí
donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de
espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos
encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de
un motor.
Cerrando los ojos se
dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí
mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los
párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo
las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea,
alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o
el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y
en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza,
inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída
casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en
las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el
lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo
previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña.
La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini
tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a
flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las
olas, una caja de
cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final,
cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un
instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta
atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente
el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo
poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de
blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte
estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué
podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía
abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo
arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba
entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los
hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos
rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido
fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale
los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar,
buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla,
y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
Todos
los fuegos el fuego, 1966
La
autopista del sur
Gli automobilisti accaldati sembrano nom avere
storia… Come realtà,
un ingorgo
automobilistico impressiona ma non ci dice gran che.
Arrigo Benedetti “L’Espresso”,
Roma, 21/6/1964
Al principio la
muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al
ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj
pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio
midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de
querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas
salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas
a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopista está íntegramente
reservada a los que regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar
tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la
muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que
conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio
del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y
hace bromas y come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los
dos jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los
altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los
autos de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de
atrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la
altura de un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento
la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que
viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias
consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y
el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más,
puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y
contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que
parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él
descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella
mordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de
encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no
salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna
manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de
neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor
a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol
rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación
contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El
404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando
desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro
autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver
distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había
detallado hasta cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del
Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la
situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta
Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y
Juvisy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicópteros y los
motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía
duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los
impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común,
cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del
2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues
llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot
203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y
media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo
mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le
parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de
camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los
hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del
ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un
plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era
un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que
ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la
vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la
náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los
recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las
bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y
perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó
otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire
campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un
Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La
tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que
alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R,
Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la
pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot,
Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres
del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario
conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la
misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del
Dauphine.
A veces llegaba un
extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otro
lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traía alguna
noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes
kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de
las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido,
pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el
extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para
reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo
largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP
cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat
1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin lleno de turistas
ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del
avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era
falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las
proximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese
punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y
conocían bien la región, contaban con otro domingo en que el tránsito había
estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi
nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en
cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales
y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a
la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara
como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera
apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y
no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una
vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así
otra vez y otra vez y otra.
En algún momento, harto
de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente
interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el
Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido
junto a un De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de
Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho
en la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious,
damn it, y se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de
comercio salió del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes
con la noticia de que un Piper Club se había estrellado en plena autopista,
varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado,
y también al ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al
404, transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al
matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la muchacha del
Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el
Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al
revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque, como si
un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo
sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño
avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo
de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados
autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la
última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en vez
de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento
(suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de automóviles se
teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas del Dauphine,
y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta
suspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada nostalgia,
sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya
invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató
inútilmente de atraparla, aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos
que parecían estar comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha.
Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta
metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad
del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto.
Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo
trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las
monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido
con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún
momento (ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan
contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino
un planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón
Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas
de París; uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam
de la autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían
volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe
natural se propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer
comentarios. Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que
habían respirado un poco más libremente, recordó que en algún momento había
sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en la carrocería del
Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada sobre el
volante, sin preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una
de las monjas le ofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que
tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía
náuseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que
aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate que le había
pasado el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente había salido
de los autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se
empezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y
hasta los vinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203, y el
soldado y el ingeniero abandonaron los autos junto con el padre de la niña para
buscar agua. Delante del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el
ingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos.
No, no tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio
del ID se consultó un momento antes de que la anciana metiera las manos en un
bolso y sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y
quiso saber si tenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente
la cabeza, pero la mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha
del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin
alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana
del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia
de bocinas.
Aparte de esas mínimas
salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por
superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el
ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más
adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los
hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido
llevar mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido las emisiones, y
sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en
transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció
llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no
se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron
al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del
404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato,
el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y
como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer;
ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante
un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde
debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se
dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía
demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin
comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir
los confusos movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los
autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó
las razones, y más tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a
aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo
negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta
blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con el
campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la
gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia
más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La
chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra
los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en la
sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente.
Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando
en silencio.
Por la mañana se avanzó
muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se
abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas
noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente.
Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del
auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como
las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo
para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde
llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor
empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que
se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar
otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del
matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre
silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su
izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un
Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal.
Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar
con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de
provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban
que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto
circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de
erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para
conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del
Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció
las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno
de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,
obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de
hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor.
Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente
contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del
DKW no hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y
dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que
uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se
encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el
momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del
Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y
a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía
mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas
y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero
solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en
cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera
ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento
dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo
que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma
fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido
conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a
la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde,
y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y
le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por
el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a
grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A
su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el
otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos
atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos
de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido,
se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho
gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus.
Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta,
bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca
y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban
de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de
los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el
buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en
un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine,
sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; lo enternecía casi la
rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de
las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia
de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmente por el
retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre
del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido
ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado
todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a
charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se
dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle
algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le
daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que
parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar
contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían
peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la muchacha
del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y la señora
del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas
y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró
pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance
extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor
subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con un
instinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la
noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las
mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se había decidido que el
Ariane de los campesinos sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas
serviría de depósito suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con
los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado
y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando
con más agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían
sus colchones neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la
muchacha del Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su
coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su
sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió
las cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a
la niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam,
envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con
Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y
hablaron de política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino
había entregado a Taunus esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y
brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los
ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del
alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el
ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el
ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el
jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido
un principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había
querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido
mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a
nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse
muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas,
pero como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se impacientaba
ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros,
y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se
envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua
potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole
por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la
miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de
adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que
atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a
retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a
buscarlo. Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los
esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura,
entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con los elementos de una
tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit
se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad
relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron
solos con el médico. Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se
sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde como pudo, visitando otros autos y
descansando en el de Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces
le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para hacerlo
avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que
hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la
madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder
envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que
se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la
noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino
del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la
realidad, y lo dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para
conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los
grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para
no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de
los grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la
seguridad de que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía
bien la región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba
para comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de
designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición.
La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y
llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los
otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y
al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para
que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a
las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio
regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría
habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse,
fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto.
Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la
temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron
relámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua
con un embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos
del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto
que no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó
discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían
fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o
la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre
ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de
las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer
una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el
soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar
mucho tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se
disponía no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico,
que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de
exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos
vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de
emergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que
apareció brevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras
hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche
para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera.
Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con
el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo
sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y
bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las
últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba
sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre
contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar
al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el
tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca
había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su
dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que
tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan
callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó
la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del
Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de
camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo
del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había
fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta
dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo
demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del
404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su
mujer serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona
que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al
vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió
por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle.
Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego
el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la
agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había
abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba
bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido
quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches
y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a
un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el
cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás
a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía
provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían
amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El
campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar
herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se
les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del
ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a
su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el
portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a
la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus
resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha
del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otro
auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus
juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío
se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La
muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los abrigos
disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por
casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo
ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres,
entre ellos el ingeniero, para que trataran de establecer contacto con los
lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total;
bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio
llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo
del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se
movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no formaba parte del grupo
de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a
la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas
sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera
ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca
de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta
de lo que se había avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía
que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se
divertía en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a
ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su
manera profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a
avisar a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó,
pero al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para
la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su
marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine.
Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la
señora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de
agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble
del precio. Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie
abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías
empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la
calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían
llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca
habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y
otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las
portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el
ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido,
abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla
mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó
a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su
gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus
ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero
bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar
completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de
empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de
una ciudad.
Quizá fuera una ciudad
pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente
ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientos metros.
Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo
Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores
hablaban enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y
se hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las
fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su
compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las
sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de
la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la
nieve que caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la
carencia de una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto
con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al
Caravelle donde también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se
divertían mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y
los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros
había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre
los autos.
A nadie se le hubiera
ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones y el agua.
Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de
sacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un
Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero
se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno.
Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres
se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había
sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que
más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco
extraviada. La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el
viajante del DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera
preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la
noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se
abrían silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie
miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas
sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar,
algo de felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había
equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando.
Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía
incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de
explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo
rodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano
acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había
reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse;
entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato
volvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera gustado
tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para
pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante
estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de un
tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury
y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces el
muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la
nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a
ceder, y después de un período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y
aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y
soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones
con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y
finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca
desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo
que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el
mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los
fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué
ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un
golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los
suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los
jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder
por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una
indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de
la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada
para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan
natural como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta
el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía
sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y
consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de
vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver
precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios
previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos
responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el
alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era el
atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo
inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos
cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó
rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían
corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y
repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que
estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado
pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor
y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches;
el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso.
Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el
muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia
el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y
el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a
durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par
de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle,
el 203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera velocidad,
después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como
tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a
tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó
apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza
y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que irían juntos a
cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse
interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría un
dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse
de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos
sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y
vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y
a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y
volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería,
entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse entre las sábanas y
amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en
lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre
que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no se pudiese
subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Con los
paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento, sintió
aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el
Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que
detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía
pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en
la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró
enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era
natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas.
Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas el
perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de
sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una
sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque
estaba a punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el muchacho del
Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un gesto de impotencia, mostrándole
con la mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros
más adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del 404,
agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha
desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado
vio un Crevrolet desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó
seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda se le apareaba un ID
que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera
sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el
203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunus
debía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo
tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del
viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgón negro,
quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera, adelantándose o
perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de la autopista se
veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y el anochecer.
Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el ejemplo de los
que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando
sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más, algunas
filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta.
El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le
permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo
de que era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no
volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los
consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de
la madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de la
monja pasando las cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los
frenos del Simca, el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de
esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y corrió hacia
adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría el Caravelle, pero
poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristales diferentes
lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que no había visto
nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del
Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló alentadoramente
en dirección de París. La columna volvía a ponerse en marcha, lentamente
durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera definitivamente
libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le
pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría
seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante
había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No
se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a
la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado
debía de estar su chaqueta de cuero. Taunus tenía la novela que él había leído
en los primeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas.
Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que
Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de
que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a
los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane;
después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las
estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso
hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de
agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar
con Porsche, siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en la antena de la
radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta
kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se
supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos
desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba
fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
Todos
los fuegos el fuego, 1966
Axolotl
Hubo un tiempo en que
yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes
y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros
movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta
ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después
de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y
L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo
de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro
edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los
tulipanes. Los leones estaban feos y
tristes y mi pantera
dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente
con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca
Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas
larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género
amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños
rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han
encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos
de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las
lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles
y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de
bacalao.
No quise consultar
obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé
a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los
acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de
hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en
esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que
algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había
bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas
corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo
yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario.
Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal,
mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado,
sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles
aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha
y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y
como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso),
semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de
pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo.
Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero
lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en
menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su
cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente
carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que
parecía pasar a través del
punto áureo y perderse
en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los
inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular
pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una
estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano
triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de
frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de
la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas
rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo
único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban
rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los
diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta
movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos
damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas,
fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que
me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente
me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con
una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las
branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación
(algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran
capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus
ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios,
diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes
a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida
diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa
entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era
inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía
la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz;
seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban
cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me
acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan,
al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La
absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi
reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las
manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece.
Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los
ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi
obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que
no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos
de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión
desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin
embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos,
sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles
esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas
de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo;
tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus
vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una
relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a
veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza
tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir
máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin
embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de
no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me
hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos»,
me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se
daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en
un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era
como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los
imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de
pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día
continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen
párpados.
Ahora sé que no hubo
nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el
acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba
ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban
algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había
sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que
alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no
portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno
líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad
proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por
eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio
del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos
de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil
junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en
vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del
otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era
extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el
primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino.
Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados
por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora
instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del
acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo,
siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo
supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl,
transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl,
condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó
cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a
un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin
comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos
nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al
resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al
acuario.
Él volvió muchas veces,
pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo
rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros,
que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar
mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se
sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes
están cortados entre
él y yo porque lo que
era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al
principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-,
y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un
axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un
hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a
comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta
soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a
escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto
sobre los axolotl.
Es considerado uno de
los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato
corto, la prosa poética y la narración breve en general, y creador de
importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en el
mundo hispano, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan
de la linealidad temporal. Debido a que los contenidos de su obra transitan en
la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el
realismo mágico e incluso con el surrealismo.
Vivió tanto la infancia
como la adolescencia e incipiente madurez en Argentina y, desde la década de
1950, en Europa. Residió en Italia, España, Suiza y Francia, país donde se estableció
en 1951 y en el que ambientó algunas de sus obras.
Además de escritor, fue
también un reconocido traductor, oficio que desempeñó, entre otros, para la
Unesco.
Julio Cortázar nació en
Ixelles, un distrito al sur de la ciudad de Bruselas, capital de Bélgica, país
invadido por los alemanes en los días de su nacimiento.
Infancia
El pequeño «Cocó», como
lo llamaba su familia, fue hijo de los argentinos Julio José Cortázar y María
Herminia Descotte. Su padre era funcionario de la embajada argentina en Bélgica,
donde se desempeñó como agregado comercial. Declararía: «Mi nacimiento fue un
producto del turismo y la diplomacia».
Hacia fines de la
Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la
condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más
tarde, a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron
a Argentina y pasó el resto de su infancia en Banfield, al sur del Gran Buenos
Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana (un año menor que
él). Vivió en una casa con fondo (Los venenos y Deshoras, están basados en sus
recuerdos infantiles), pero no fue del todo feliz. «Mucha servidumbre, excesiva
sensibilidad, una tristeza frecuente» (carta a Graciela M. de Sola, París, 4 de
noviembre de 1963).
Según el escritor, su
infancia fue brumosa y con un sentido del tiempo y del espacio diferente al de
los demás. Cuando el futuro escritor contaba seis años, su padre abandonó a la
familia, y esta ya no volvió a tener contacto con él. Julio fue un niño
enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran
compañera. A los nueve años ya había leído a Julio Verne, Víctor Hugo y Edgar
Allan Poe, padeciendo por ello frecuentes pesadillas durante un tiempo. Solía
además pasar horas leyendo un diccionario Pequeño Larousse. Leía tanto que su
madre primero acudió al director de su colegio y luego a un médico para
preguntarles si era normal, y estos le recomendaron que su hijo dejara de leer
o leyera menos durante cinco o seis meses, para que saliera a tomar sol.
Fue un escritor precoz,
a los nueve o diez años ya había escrito una pequeña novela
—"afortunadamente perdida", según el autor— e incluso antes algunos
cuentos y sonetos. Dada la calidad de sus escritos, su familia, incluida su
madre, dudó de la veracidad de su autoría, lo que generó una gran pesadumbre en
Cortázar, quien compartió ese recuerdo en entrevistas.
Muchos de sus cuentos
son autobiográficos y relatan hechos de su infancia, como “Bestiario”, “Final
del juego”, “Los venenos” y “La señorita Cora”, entre otros.
Juventud
Tras realizar los
estudios primarios en la Escuela Nº10 de Banfield, se formó como maestro normal
en 1932 y profesor en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano
Acosta.
De aquellos años surgió
«La escuela de noche» (Deshoras). Fue cuando comenzó a frecuentar los estadios
para ver boxeo, donde ideó una especie de filosofía de este deporte «eliminando
el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera» (La
fascinación de las palabras). Admiraba al hombre que siempre iba para adelante
y a pura fuerza y coraje conseguía ganar (Torito, Final del juego).
A los diecinueve años
recién cumplidos, leyó en Buenos Aires “Opio: diario de una desintoxicación” de
Jean Cocteau, traducido por Julio Gómez de la Serna y con un prólogo de su
hermano Ramón. Este lo deslumbró y se convirtió en uno de sus libros de
cabecera, acompañándolo por el resto de su vida.
Comenzó sus estudios de
Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Aprobó el primer año, pero
comprendió que debía utilizar el título que tenía para trabajar y ayudar a su
madre. Dictó clases en Bolívar, Saladillo (ciudad que figura en su Libreta
Cívica como oficina de enrolamiento); y luego en Chivilcoy. Vivió en cuartos
solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir
(Distante espejo). Entre 1939 y 1944 Cortázar vivió en Chivilcoy, en cuya
Escuela Normal daba clases como profesor de literatura y era asiduo concurrente
a las reuniones de amigos que se hacían en el local de fotografía de Ignacio
Tankel. A propuesta de este, realizó su primera y única participación en un
texto cinematográfico, donde colaboró en el guion de la película “La sombra del
pasado”, que se filmó en esa ciudad entre agosto y diciembre de 1946. Ese
episodio fue tratado en el filme documental “Buscando la sombra del pasado”,
dirigido por Gerardo Panero, que se estrenó en 2004.
En 1944, se mudó a la
ciudad de Mendoza, en cuya Universidad Nacional de Cuyo impartió cursos de
literatura francesa.
Su primer cuento,
«Bruja», fue publicado en la revista Correo Literario. Participó en
manifestaciones de oposición al peronismo. En 1946, cuando Juan Domingo Perón
ganó las elecciones presidenciales, presentó su renuncia. «Preferí renunciar a
mis cátedras antes de verme obligado a sacarme el saco, como les pasó a tantos
colegas que optaron por seguir en sus puestos». Reunió un primer volumen de
cuentos, “La otra orilla”. Regresó a Buenos Aires, donde comenzó a trabajar en
la Cámara Argentina del Libro y ese mismo año publicó el cuento «Casa tomada»
en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges, así
como también un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, «La urna griega en la
poesía de John Keats» en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de
Cuyo.
En 1947, colaboró en
varias revistas, entre ellas, Realidad. Publicó un importante trabajo teórico,
Teoría del túnel, y en Los Anales de Buenos Aires, donde aparece su cuento
«Bestiario».
Al año siguiente obtuvo
el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve
meses estudios que normalmente llevan tres años. El esfuerzo le provocó
síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida)
desaparece con la escritura del cuento “Circe”, que junto con los dos
anteriores citados aparecidos en la revista Los anales de Buenos Aires, serían
incluidos más adelante en el libro “Bestiario”
.En 1949, publicó el
poema dramático «Los reyes», primera obra firmada con su nombre real e ignorado
por la crítica. Durante el verano escribió una primera novela, “Divertimento”,
que de alguna manera prefigura “Rayuela”, que escribiría en 1963.
Además de colaborar en
Realidad, escribió para otras revistas culturales de Buenos Aires, como
Cabalgata y Sur (8 textos, principalmente de crítica literaria y cine). En la
revista literaria Oeste de Chivilcoy publicó el poema «Semilla» y
colaboraciones en otros tres números.
En 1950, escribió su
segunda novela, “El examen”, rechazada por el asesor literario de la Editorial
Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentó a un concurso convocado por la
misma editorial, nuevamente sin éxito, y, como la primera novela, vio la luz
apenas en 1986.
En 1951, publicó
“Bestiario”, una colección de ocho relatos que le valieron cierto
reconocimiento en el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno
de Perón, decidió trasladarse a París, ciudad donde, salvo esporádicos viajes
por Europa y América Latina,residió el resto de su vida.
Parejas
En 1953, se casó con
Aurora Bernárdez, una traductora argentina, con quien vivió en París con cierta
estrechez económica hasta que aceptó la oferta de traducir la obra completa, en
prosa, de Edgar Allan Poe para la Universidad de Puerto Rico. Dicho trabajo
sería considerado luego por los críticos como la mejor traducción de la obra
del escritor estadounidense. Con su esposa vivió en Italia durante el año que
duró el trabajo, luego viajaron a Buenos Aires en barco y Cortázar pasó la mayor
parte del trayecto escribiendo en su máquina portátil una nueva novela.
En 1967, rompió su
vínculo con Bernárdez y se unió a la lituana Ugné Karvelis con la que nunca
contrajo matrimonio y quien le inculcó un gran interés por la política.
Con su tercera pareja y
segunda esposa, la escritora estadounidense Carol Dunlop, realizó numerosos
viajes, entre otros a Polonia, donde participó en un congreso de solidaridad
con Chile. Otro de los viajes que hizo junto a Carol Dunlop fue plasmado en el
libro Los “autonautas de la cosmopista”, que narra el trayecto de la pareja por
la autopista París-Marsella. Tras la muerte de Carol Dunlop, Aurora Bernárdez
lo acompañó nuevamente, esta vez durante su enfermedad, antes de convertirse en
la única heredera de su obra publicada y de sus textos.
Cortázar
político
«La Revolución cubana…
me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío político que
había en mí, mi inutilidad política… los temas políticos se fueron metiendo en
mi literatura» (La fascinación de las palabras).
En 1963, visitó Cuba
invitado por Casa de las Américas para ser jurado en un concurso. A partir de
entonces, ya nunca dejó de interesarse por la política latinoamericana. Durante
esa visita también conoció personalmente a José Lezama Lima, con quien se
escribía desde 1957, y cuya amistad se mantuvo hasta la muerte de este.
En ese mismo año
aparece lo que sería su mayor éxito editorial y le valdría el reconocimiento de
ser parte del boom latinoamericano: “Rayuela”, que se convirtió en un clásico
de la literatura en español.
Según declaró en una
carta a Manuel Antín en agosto de 1964, ese no iba a ser el nombre de su novela
sino “Mandala”: «De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los
lectores que conozcan el esoterismo búdico o tibetano; pero no estaba
arrepentido por el cambio».
Los derechos de autor
de varias de sus obras fueron donados para ayudar a los presos políticos de
varios países, entre ellos Argentina. En una carta a su amigo Francisco Porrúa
de febrero de 1967, confesó: «El amor de Cuba por el Che me hizo sentir
extrañamente argentino el 2 de enero, cuando el saludo de Fidel en la plaza de
la Revolución al comandante Guevara, allí donde esté, desató en 300 000 hombres
una ovación que duró diez minutos».
En noviembre de 1970,
viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende y pasó
unos días a Argentina para visitar a su madre y amigos, y ahí, el delirio fue
una especie de pesadilla diurna que contó en una carta a Gregory Rabassa.
Al año siguiente, junto
a otros escritores cercanos —Mario Vargas Llosa, Simone de Beauvoir, Jean-Paul
Sartre—, se opuso a la persecución y arresto del autor Heberto Padilla,
desilusionado con la actitud del proceso cubano. En mayo de 1971 reflejó su
sentir ambivalente hacia Cuba en «Policrítica en la hora de los chacales»,
poema publicado en Cuadernos de Marcha y reproducido después incluso por Casa
de las Américas.
A pesar de ello, sigue
de cerca la situación política de Latinoamérica. En noviembre de 1974 fue
galardonado con el “Médicis étranger” por “Libro de Manuel” y entregó el dinero
del premio al Frente Unificado de la resistencia chilena. Ese año fue miembro
del Tribunal Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en
América Latina, en particular las violaciones de los Derechos Humanos. Fruto de
esa participación fue el cómic editado posteriormente en México “Fantomas
contra los vampiros multinacionales”, que Gente Sur editó en 1976. También en
1974, junto a otros escritores tales como Borges, Bioy Casares y Octavio Paz,
pidieron la liberación de Juan Carlos Onetti, apresado por deliberar como
jurado en favor del cuento “El guardaespaldas de Nelson Marra”, y cuyo
encarcelamiento le significó secuelas traumáticas.
Su obra poética
Aunque Cortázar es
reconocido por su narrativa, escribió gran cantidad de poemas en prosa (en
libros mixtos como “Historias de cronopios y de famas”, “Un tal Lucas”, “Último
round”); e incluso poemas en verso (“Presencia”, “Pameos y meopas”, “Salvo el
crepúsculo”, “El futuro”, “Bolero”).
Colaboró en muchas
publicaciones en distintos países, grabó sus poemas y cuentos, escribió letras
de tangos (por ejemplo con el Tata Cedrón) y le puso textos a libros de
fotografías e historietas. Grabó en Alemania con el bandoneonista Juan José
Mosalini el poema “Buenas noches, che bandoneón” y, con otros autores
latinoamericanos, “Poesía trunca”, discos de Casa de las Américas en homenaje a
vates revolucionarios (1978).
Nicaragua
En 1976, viaja a Costa
Rica donde se encuentra con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal y emprende un
viaje clandestino y plagado de peripecias hacia la localidad de Solentiname en
Nicaragua. Este viaje lo marcará para siempre y será el comienzo de una serie
de visitas a ese país.
Luego del triunfo de la
revolución sandinista visita reiteradas veces Nicaragua y sigue de cerca el
proceso y la realidad tanto nicaragüense como latinoamericana. Estas
experiencias darán como resultado una serie de textos que serán recopilados en
el libro “Nicaragua, tan violentamente dulce”.
En 1978, a pedido del
grupo musical chileno Quilapayún, remodeló parte del texto de la Cantata Santa
María de Iquique, lo que causó el disgusto de su autor, el compositor Luis
Advis, que no había sido consultado. La versión con las correcciones de
Cortázar fue grabada en dos oportunidades, pero después Quilapayún volvió a
interpretar la obra de acuerdo al original de Advis.
Últimos años
Según una investigación
durante la dictadura militar, el 29 de agosto de 1975, la DIPPBA creó el legajo
n.º 3178 con una ficha que contenía seis datos: apellido (Cortázar), nombre
(Julio Florencio, el segundo escrito a mano alzada), nación (Arg. Francia),
localidad, profesión (escritor) y antecedentes sociales o entidad: "Habeas".
La ficha del escritor fue hallada entre otras 217 000 fichas personales del
archivo perteneciente a la Dirección de Inteligencia de la Policía de la
Provincia de Buenos Aires.
En agosto de 1981
sufrió una hemorragia gástrica y salvó su vida de milagro. Nunca dejó de
escribir, fue su pasión aun en los momentos más difíciles.
En 1983, vuelta la
democracia en Argentina, Cortázar hace un último viaje a su patria, donde es
recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paran en la calle y le piden
autógrafos, en contraste con la indiferencia de las autoridades nacionales (el
presidente Raúl Alfonsín ―rodeado por intelectuales como el ensayista Ernesto
Sábato, la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, el cirujano René Favaloro y el
actor Luis Brandoni (a quien el escritor Osvaldo Soriano le atribuye la autoría
del veto)― se niega a recibirlo.
Después de visitar a
amigos, regresó a París. Poco después, François Mitterrand le otorgó la
nacionalidad francesa.
En París, vivió sus
últimos años en dos casas, una en la rue Martel y otra en la rue de L'Eperon.
La primera correspondía a un pequeño apartamento de tercer piso sin ascensor,
cómodo, luminoso y lleno de libros y discos de música, donde solía recibir
amablemente continuas visitas de otros escritores que pasaban por la ciudad, en
compañía de su gata Flanelle.
Carol Dunlop había
fallecido el 2 de noviembre de 1982, sumiendo a Cortázar en una profunda
depresión. Julio murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. Sin
embargo, en 2001, la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi afirmó en su libro
sobre el escritor que creía que la leucemia había sido provocada por el sida,
que Cortázar habría contraído durante una transfusión de sangre en el sur de
Francia.
Dos días después, fue
enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol. La
lápida y la escultura fueron hechas por sus amigos, los artistas Julio Silva y
Luis Tomasello.3 A su funeral asistieron muchos amigos, así como sus ex parejas
Ugné Karvelis y Aurora Bernárdez. Esta última lo atendió durante sus últimos
meses, luego del fallecimiento de Dunlop. Es costumbre dejar sobre su lápida
recuerdos como guijarros, notas, flores secas, lápices, cartas, monedas,
billetes de metro con una rayuela dibujada, un libro abierto o paquetes de
cerezas.
En abril de 1993,
Aurora Bernárdez donó a la Fundación Juan March de Madrid la biblioteca
personal del autor, de la calle Martel, más de cuatro mil libros, de los cuales
más de quinientos están dedicados al escritor por sus respectivos autores, y la
mayoría poseen numerosas anotaciones de Cortázar, acerca de las cuales habla la
obra “Cortázar y los libros” (2011), de Jesús Marchamalo.
Reconocimientos
En Buenos Aires lleva
su nombre la plaza Cortázar ―antes, plaza Serrano―, situada en la intersección
de las calles Serrano, Jorge Luis Borges y Honduras (en el barrio Palermo
Viejo).
Una calle del Barrio
Rawson tiene su nombre.
El puente Cortázar,
situado sobre la avenida San Martín, en el barrio de Agronomía (en la ciudad de
Buenos Aires), debe su nombre a que el escritor vivió en el cercano Barrio
Rawson algunos años antes de marcharse a París.
Varias instituciones
educativas llevan su nombre:
La Escuela Secundaria
Básica N.º 13 «Julio Cortázar» (en Buenos Aires).
El Colegio Secundario
N.º 1 «Julio Cortázar» (en el barrio de Flores, Buenos Aires).
La escuela N.º 10
«Julio Cortázar», donde Cortázar estudió (Banfield, Buenos Aires.).
La Escuela de Educación
Media n.º 8 «Julio Cortázar», de la ciudad de Florencio Varela, en la zona sur
del Gran Buenos Aires.
La escuela Julio
Cortázar del partido de Ituzaingó (en la zona oeste del Gran Buenos Aires).
El Colegio de Educación
Infantil y Primaria Julio Cortázar (en la localidad madrileña de Getafe)
En 1984 la Fundación
Konex le otorgó posmórtem el Premio Konex de Honor por su gran aporte a la
historia de la literatura argentina.
La Universidad de
Guadalajara (México), inauguró, el 12 de octubre de 1994, la Cátedra
Latinoamericana Julio Cortázar, en honor al escritor. Dicha inauguración contó
con la presencia del escritor mexicano Carlos Fuentes, del colombiano Gabriel
García Márquez y de la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez. Esta cátedra rinde
homenaje a la memoria, la persona, la obra y las preocupaciones intelectuales
que rigieron la vida del argentino.
Durante 2014, con
motivo de los cien años desde su nacimiento, como homenaje se publicaron libros
y realizaron exposiciones sobre el autor en diversos países. En la Plaza
Libertador de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires se inauguró un monumento
en su honor.
Amistades
Cortázar fue amigo de
numerosos escritores, lo que queda plasmado en los más de quinientos libros
calurosamente dedicados de su biblioteca personal al momento de su muerte.
Mantuvo correspondencia entre 1965 hasta 1973 con la escritora argentina Graciela
Maturo. También tuvo varios amigos pintores, como Sergio de Castro, Luis
Seoane, Julio Silva, Luis Tomasello, Eduardo Jonquières o Chumy Chúmez,
extendiéndose su interés artístico hacia las artes plásticas. Dentro de sus
grandes amigos literarios se encuentran, además de muchos otros, Lezama Lima
(de cuya obra fue un importante difusor), Octavio Paz, Pablo Neruda y Carlos
Fuentes. Cortázar también cultivó junto a su esposa Aurora Bernárdez una
estrecha y calurosa relación con la poeta Alejandra Pizarnik, adoptando hacia
ella una actitud de hermanos mayores.
Estilo e
influencias
Cortázar sentía un gran
interés por los antiguos escritores clásicos. En este interés fue fundamental
la presencia del profesor argentino Arturo Marasso, quien lo incitó a leerlos
prestándole libros de su propiedad. Un punto de inflexión juvenil en su manera
de escribir se debió al libro “Opio: diario de una desintoxicación” de Jean
Cocteau, que fue uno de sus libros fijos de cabecera. Cortázar sostuvo así
desde su juventud una gran admiración por la obra de este autor, así como por
la de John Keats, que continuó siendo con los años uno de sus poetas favoritos.
Siempre sintió una gran
admiración por la obra del argentino Jorge Luis Borges, una admiración que fue
mutua pese a sus insalvables diferencias ideológicas, pues mientras Cortázar
era un activista de izquierdas, Borges fomentaba el individualismo y rechazaba
los regímenes totalitarios en general, pese a haber aceptado recibir
condecoraciones de países en dictadura. Sus gustos literarios eran muy
amplios, y sentía una especial atracción por los libros de vampiros y
fantasmas, lo que debido a su alergia al ajo, era motivo de bromas por parte de
sus amistades.
El mismo Cortázar
afirmaba haber leído más novelas francesas y anglosajonas que españolas, lo que
compensaba leyendo mucha poesía española, incluyendo a Salinas y Cernuda, a
quienes dedicó comentarios entusiastas.
Obras
Sus obras han sido
traducidas a varios idiomas. “Rayuela” cuenta con traducciones en 30 idiomas
diferentes. En China aparecieron versiones en mandarín de la pluma del académico
Fan Yan.
“Yo creo que desde muy
pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas
como me eran dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa,
o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario,
en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario
misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se
diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para
no aceptar las cosas tal como me son dadas.” Julio Cortázar
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