Bola
de Sebo
Guy
de Maupassant
Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos
del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en
dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes
hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin
disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una
idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de
fatiga en cuanto separaban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos
de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y
los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables,
prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y
mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división
destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con
reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de
algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los
infantes.
Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos:
Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la
Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por
antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su
dinero -cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de
abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de
campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia
agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de
fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes
del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran
lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando
a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo
hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes,
todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras
nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando
el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba
tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía
intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible
desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria
ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud,
abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el
comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen
armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles
enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal
silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase,
de una vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas,
aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde,
y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa
Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de
Darnetal y de Boisguillaume.Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a
una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas
afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar
en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo
de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los
postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños
de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a
oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los
cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales
toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada
vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existirla
seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la
naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un
terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un
río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los
bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a
los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las
armas vencedoras y ofrenda sus presas un dios, al compás de los cañonazos, son
otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna
justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del
cielo y en el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en
todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían
obligados a mostrarse atentos con los vencedores.
Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se
restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de
una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados,
compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnaba verse obligados a
tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de
aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con
adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A
qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más
temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses
de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que
glorificaron y dieron lustrea la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en
la caballerosidad francesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de
casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente
con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa
era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que retenían todas las noches a su
alemán de tertulia junto al hogar, en familia.
La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los
franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por
las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules,
que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras, no demostraban a los
humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año
anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos
cafés.
Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y
desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la
peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas,
trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se
viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes
pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando,
más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea,
de su fortuna, poniéndola en manos de otro.
A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la
ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart, los
marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún
alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza
aplastada por una piedra o lanzado al aguade un empujón desde oscuras
venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques
mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.
Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos
de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al
rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las
brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de su marcha
triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del
negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían
planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército
francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo
en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los
que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el
viaje.
Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro
caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimiento de un
alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con
objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.
Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el
lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte
descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.
A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se
reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.
Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en
sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición
de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes
barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se
reconocieron; otro los abordó y hablaron.
-Voy con mi mujer -dijo uno.
-Y yo.
El primero añadió:
-No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a El Havre,
nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza semejante y, sin duda, por eso
tenían aspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por un mozo
de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer
inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo,
produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de
hombre dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un
ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se
convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los
movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con un
brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en
las piedras.
Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados,
ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente,
abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma
helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago,
inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido,
encruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
El hombre reapareció con su linterna, tirando de un ronzal sujeto
al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó
los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía
con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de
nuevo al establo para sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros,
blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
-¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?
Sin duda no se les había ocurrido, y ante aquella invitación se
precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres
en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosas y arropadas
fueron instalándose como podían, sin hablar ni una palabra.
En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la
cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban
caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a
media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos
y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en
vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz
desde el pescante preguntó:
-¿Han subido ya todos?
Otra contestó desde dentro:
-Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve,
la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban,
resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo,
volteaba en todos sentidos, enrollándose y desenrollándose como una delgada
culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba
entonces mejor, gracias a un esfuerzo más grande.
La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos
que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una
lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba
entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la
resplandeciente blancura del campo donde aparecía, ya una hielera de árboles
cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.
A la triste claridad de la aurora lívida los viajeros empezaron a
mirarse curiosamente.
Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban,
uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la
calle de Grand Port.
Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por
su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato
un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y
era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.
Tanto como sus bribonadas, comentábanse también sus agudezas, no
siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin
añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.
De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un
globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre
dos patillas canosas.
Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y
seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los
negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.
Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como
vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamandon y su esposa. Era el
señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria
algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado
provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de
oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias
cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que
así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven
que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y
arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.
Sentada junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en
su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos lastimosos el lamentable interior
de la diligencia.
Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la
condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes
de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo
posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su natural semejanza
con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó,
dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta
honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.
Colega del señor de Carré-Lamadon en la Diputación provincial,
representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de
un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo
misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas
maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y
hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis
Felipe, agasajaron la mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones
fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones
de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.
Las posesiones de los Brevilles producían -al decir de las
gentes-unos 500,000 francos de renta.
Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres
caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas
distinguidas y sensatas, que veneran la religión y los principios, se hallaban juntas
a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían
correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y
avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela,
como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble,
inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por
la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.
Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.
El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero
demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía 20 años que salpicaba su
barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en
francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y
aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el
puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas
revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un
error -o de una broma dispuesta intencionalmente-,se creyó nombrado prefecto;
pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos
empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le
contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo,
inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor incomparable,
haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo
cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su
obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda supuso que su
presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos
atrincheramientos.
La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes,
famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de
Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los
dedos estrangulados en las falanges -como rosarios de salchichas gordas y
enanas-, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal
modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne
apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada, como un capullo de amapola en
el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes
pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos
dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.
Poseía también -a juicio de algunos- ciertas cualidades muy
estimadas.
En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia,
comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”,
fueron pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantarla cabeza. Fijó en
sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante que impuso de
pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos
asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.
Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya
recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza,
convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a estrecharse, a
protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de
amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún
dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy fosco y malhumorado en
presencia de una semejante libre.
También los tres hombres, agrupados por sus instintos
conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes
fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación
de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses
robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces
millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon,
precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra 600,000
francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau
dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus
bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría
efectiva en El Havre.
Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su
cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres
a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos
en los bolsillos del pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente, que a las 10 de la mañana no había
recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para
subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque
salieron con la idea de almorzaren Totes, y no era ya posible que llegaran
hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la
carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas
detenidos.
Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía
socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército
francés habían hecho imposibles todas las industrias.
Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo,
acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir
ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y
ladinos, ocultaban sus provisiones, temerosos de que al pasar el ejército
francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.
Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran
vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible
necesidad, manifestando sea cada instante con más fuerza, hizo languidecer
horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.
De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía
inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, su carácter, su
educación, abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo con la
manolas fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.
Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa
debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de
viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban
por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su
esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la
señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en
broma se dijeran semejantes atrocidades.
-La verdad es que me siento desmayado -advirtió el conde-. ¿Cómo
es posible que no se me ocurriera traer provisiones?
Todos reflexionaban de un modo análogo.
Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente.
Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el
frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:
-Al fin y al cabo, calienta el estómago y distrae un poco el hambre.
Reanimose y propuso alegremente que, ante la necesidad
apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más
gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de
mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente
Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las
manos hundidas en sus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos
obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.
Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba
llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se
inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.
Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y
después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos
de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello
apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones
dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas.
Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.
Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con
mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en
Normandía.
El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y
agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus
mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras
inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una
ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y
dijo:
-La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no
descuidan jamás ningún detalle.
Bola de sebo hizo un ofrecimiento amable:
-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo
un día sin comer.
Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:
-Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la
guerra. ¿No es cierto, señora?
Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:
-En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar
almas generosas.
Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus
muslos para no mancharse los pantalones; con la punta de un cortaplumas pinchó
una pata de pollo muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y
comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los
demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.
Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas
que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos
bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una
frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la
moza, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de
los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa
donde servirse.
Las mandíbulas trabajaban sin descanso; abríanse y cerrábanse las
bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su
gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle.
Resistíase la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con
floreos retóricos, pidiole permiso a “su encantadora compañera de viaje” para
servir a la dama una tajadita.
Bola de Sebo se apresuró a decir:
-Cuanto usted guste.
Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.
Al destaparse la primera botella de burdeos, se presentó un
conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo iban pasando uno al otro, después
de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda,
quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.
Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia
necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida,
el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré-Landon
padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De
pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las
miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin
cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayose. Muy
emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez,
no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor delas monjitas, apoyando la
cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno
de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a
colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con
la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el
burdeos que había en el vaso, advirtió:
-Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.
Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro
viajeros que no comían, balbució:
-Yo les ofrecería con mucho gusto…
Pero se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad
exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su
manera, librando de apuro a todos:
-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No
somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de
cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio
para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día
cuando lleguemos a Totes.
Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la
responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.
El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a
sus palabras un tono solemne:
-Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.
Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo
fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además delos pollos, un tarro
de paté, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y
cebollitas en vinagre.
Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era
inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al
principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo
insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las
señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se
mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura
suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo
miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa.
En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso
doblegarse: hablaba poco y comía mucho.
Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los
prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas
que huían del peligro alababan el valor.
Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó,
emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:
-Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad
vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse
más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero
cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y
lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer,
con lágrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus
puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la
cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi
casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello
de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no!¡Se hundían bien
mis dedos en su garganta! Y lo hubiera matado si entre todos no me lo quitan.
Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que
podía irme a El Havre… Así vengo.
La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros
fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet
sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un
sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos
monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego
habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone
alguno en cada esquina, y remató su discurso con párrafo magistral.
Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él;
era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:
-¡Yo hubiera querido verlos a todos ustedes en su lugar! ¡A ver
qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa! ¡El emperador es su víctima! Con
un gobierno de gandules como ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!
Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba
ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la
moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que
son respetables todas las opiniones.
Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que
profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y
reverenciaban con instinto femenil a todos los gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente
sentíanse atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las
más prudentes y encopetadas.
Se había vaciado la cesta. Repartida entre 10 personas, aun pareció
escasez su abundancia, y casi todas lamentaron prudentemente que no hubiera más.
La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.
Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el
frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su
gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón
químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho,
porque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las
suyas hasta los pies de las monjas.
El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor
las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado la nieve del camino parecía
desenrollarse bajo los reflejos temblorosos.
En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar
un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista
penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza
para evitar el castigo de un puño cerrado y certero.
En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a
Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a
la posada del Comercio.
Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los
viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las
losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán.
La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si
temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con
un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de
rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y
espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un
oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme
ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto
recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote -que
disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que
no era fácil ver dónde terminaba-, parecían tener las mejillas tirantes con su
peso, violentando también las cisuras dela boca.
En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.
Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una
santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el
conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar
delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:
-Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a
la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros
en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila;
el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo
temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada
cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante,
fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más
altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba
en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas,
talar bosques y minar caminos.
Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano,
después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde
constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado,
lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco:
-Está bien.
Y se retiró.
Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían
media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los
preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban.
Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de
cristales raspados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un
antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos,
ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
-¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
-¿Qué ocurre?
-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.
-¿Para qué?
-Lo ignoro, pero quiere hablarle.
-Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.
Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el
motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
-Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia
por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir
a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda,
tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron,
sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones
que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
-Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
-Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.
Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la
moza irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín
varias insulseces para el caso de comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida,
exasperada, balbuciendo:
-¡Miserable! ¡Ah, miserable!
Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a
las preguntas y se limitaba a repetir:
-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.
Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el
silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de
los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y
las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto
Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la
botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo
para observar a trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color
de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no
perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la
única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanando las,
confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y
seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.
El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor
Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado
estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo
instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez
primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y
odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo
soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de
tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas;
y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:
-Más prudente fuera que callases.
Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
-Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y
papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros!
Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el
ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y
vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o
trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven
para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy
una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se
fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo
tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros
procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión
que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses?
Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si
degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no
se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más. ¿No es cierto? Nada sé,
nada me han enseñado; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas,
y me parecen injusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
-La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo
tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.
La vieja murmuró:
-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes
ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
-¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la
gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de
aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los
brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías
infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen
a industrias que necesitan siglos de actividad.
Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz
baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba
gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para
la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.
Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron
todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se
hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la
cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.
Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo,
más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas
blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales
raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba,
minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.
Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la
entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprenderlo
que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas
palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:
-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:
-Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se
puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase,
insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia,
le dijo:
-¿No lo comprende?… ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez
pared por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades
frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del
revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se
retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas
y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la
besó y le dijo al oído:
-¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando
en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván;
un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con
estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana,
todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve,
permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban
a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándolo dentro de la posada,
salieron a buscarlo y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia,
entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba
papas; otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que
lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las
campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”,
indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer:
cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona,
pobre vieja impedida.
El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del
presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de
más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una
mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias
lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que
allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos.
Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a
nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted,
caballero: entre los pobres hay siempre caridad…Son los ricos los que hacen las
guerras crueles.
Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida
entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse
aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una
frase oportuna y graciosa; “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una
solemne frase ”Restituyen”.
Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones ,lo
descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en
una taberna.
El conde lo interrogó:
-¿No le habían mandado enganchar a las ocho?
-Sí; pero después me dieron otra orden.
-¿Cuál?
-No enganchar.
-¿Quién?
-El comandante prusiano.
-¿Por qué motivo?
-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar
y no engancho. Ni más ni menos.
-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?
-No; el posadero, en su nombre.
-¿Cuándo?
-Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se
levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas lo dejaba dormir el asma; tenía
terminantemente prohibido que lo llamasen antes de las diez, como no fuera en
caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando
se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de sus
asuntos civiles.
Mientras los maridos aguardaban en la cocina, las mujeres
volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía
un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le
sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas
casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella -una pipa que
parecía servirá la patria tanto como Cornudet-, y se puso a fumar entre sorbo y
sorbo, chupada tras chupada.
Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente trabajada, tan
negra como los dientes que la oprimían pero brillante, perfumada, con una
curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una
facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del
hogar como en la espuma del jarro; después de cada sorbo acariciaba satisfecho
con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las
marañas de sus bigotes macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir a estirar las piernas, recorrió
el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial
discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el provenir de
Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el
otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando
todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón
I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet
sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro; y su pipa embalsamaba el
ambiente.
A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas
apremiantes, pero él sólo pudo contestar:
-El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que mañana
enganche la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo
disponga”.
Entonces resolvieron avistarse con el oficial prusiano. El conde
le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamdonsu nombre y sus
títulos.
El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiera
almorzado. Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo
estaba febril y extraordinariamente desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrara Cornudet,
pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió
a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde
los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la
chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata,
recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos
chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico
ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares
victoriosos!
Luego dijo:
-¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
-Deseamos proseguir nuestro viaje, caballero.
-No.
-Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de
tan imprevista detención?
-Mi voluntad.
-Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un
salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe.
Y supongo que nada justifica tales rigores.
-Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.
Hicieron una reverencia y se retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del
prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la
cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención.
¿Los conservarían como rehenes?¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por
su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos
se amilanaban con ese pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida
en aquel trance, a derramar tesoros entre la manos de un militar insolente. Se
derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que
salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como
infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada
cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron
el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a
la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y,
cortésmente, se acercó a la mesa.
El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés
del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de
común acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:
-El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset se ha
decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego
arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue
posible hablar. Después dijo:
-Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me
decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo,
solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado.
Negose al principio, hasta que reventó exasperada:
-¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¡Nada! ¡Estar
conmigo!
La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamoreo
de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo,
violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara
el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores
inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros.
Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
Cuando le efervescencia hubo pasado, comieron. Se habló poco. Meditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una
partida de ecarté, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con
habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la
obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus cartas,
ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a
repetir:
-Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se
olvidaba de escupir y respiraba con estertor angustioso. Producían sus pulmones
todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos
roncos y destemplados que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajó en su
busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por costumbre levantarse con el
sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no
acostarse hasta el alba.
Cuando se convencieron de que no eran posible arrancarle ni
media palabra, lo dejaron para irse cada cual a su alcoba.
Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza
que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje.
Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía.
Entretuviéronse dando paseos en torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las
reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la moza por no
haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar,
una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo
hubiera sabido? Pudo salvarlas apariencias, dando a entender al oficial prusiano
que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo
tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.
Al mediodía, para distraerse del aburrimiento, propuso el conde que
diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet
prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjas pasaban las horas en la
iglesia o en casa del párroco.
El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las
narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al
descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa
blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma
helada.
Las cuatro señoras iban y las seguían a corta distancia los tres
caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si
aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se
prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no
podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se
lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamdon hizo notar que si los franceses, como
estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente
se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante
ocurrencia.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
-¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras?-exclamó el
conde-. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de
guerra.
-Es cierto, no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos; pero por su ligera
conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.
Cuando apenas lo recordaban, apareció el oficial prusiano en el
extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle
oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los
militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.
Inclinose al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los
caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun
cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas
padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer
a la cual trataba él tan groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su rostro. La señora Carré-Lamdon, que
por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al
prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que
seduciría con el uniforme de húsares muchas mujeres.
Ya en casa, no se habló más del asunto. Se intercambiaron algunas
actitudes con motivos insignificantes. La cena, silenciosa, terminó pronto, y
cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el
hastío.
Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles;
y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al
pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura encasa de unos
labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la
ceremonia.
Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo
que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer
al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir
tranquilamente su viaje.
Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle
siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara
complacido.
Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo
estallar:
-No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer
a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazara uno? ¡Si la conoceremos! En
Rúan lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora;
el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa.
Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace
dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese Prusia no es un hombre muy correcto.
Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a
cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que
pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo,
el señor! Le bastaría decir: “Ésta quiero” y obligar a viva fuerza, entre soldados,
a la elegida.
Estremeciéronse las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron;
sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.
Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable
atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería
tratar el asunto hábilmente, y propuso:
-Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban
en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con
rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir
palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospechara el
argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas
audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en
sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía, sintiéndose a
gusto, en su elemento, interviniendo en un lance de amor, con la sensualidad
propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla
siquiera.
Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El
condese permitió alusiones bastantes atrevidas -pero decorosamente
apuntadas-que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no
lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por
su mujer, persistía en los razonamientos de todos:”¿No es el oficio de la moza
complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora
Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría
menos al prusiano que a otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras
correspondientes; quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que
deberían abrir al enemigo la ciudadela viviente.
Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al
asunto.
Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de
Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no
permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de
salón, dirigió a la moza esta pregunta:
-¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta
frase:
-Algunas veces consuela mucho rezar.
Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con
ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una
conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y
Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando
con los placeres de su lecho a todos los generales enemigos. Y apareció una
historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual
iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al
fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a
todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos
para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus
caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad
a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó inocular
una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a
Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la
cita fatal.
Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de
cuando en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.
De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la
misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo
de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran
cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más íntimas reflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los labios. Dejáronla reflexionar toda
la tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para
repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió ásperamente.
-Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!
Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau
dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas
heroicidades-y sin que saltase al paso ninguna-, cuando la condesa, tal vez sin
premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un
homenaje, se dirigió a una de las monjas -la más respetable por su edad- y le
rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que
habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina
Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a
la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento
contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia
natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una
casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los
aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante,
violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres causísticas, era su doctrina
como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia
ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella
hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su
concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables.
Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice,
la condujo a parafrasear un edificante axioma, “el fin justifica los medios”,
con esta pregunta:
-¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y
perdona siempre, cuando la intención es honrada?
-¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia,
ser meritorio por la intención que lo inspire.
Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas
que atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en sucesos que, a la
verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro
hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia
de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja
hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí
misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para
asistir a cientos de soldados con viruela. Detalló las miserias de tan cruel
enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho
de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos
de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea,
en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto
como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger
heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo
rostro descarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la
guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la
oportunidad de sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente
no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de
paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella
excursión, se quedó rezagado.
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un
” hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde
su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se
metió de lleno en el asunto.
-¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus
violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo
prefiere usted a doblegarse a una… liberalidad muchas veces por usted
consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el
señor conde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo
exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después
comenzó a tutearla de pronto, alegremente:
-No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber
gozado a una criatura como no debe haberla en su país.
La moza, sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de
señoras.
Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la horade
la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba
indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El condese acercó al
posadero y le preguntó en voz baja:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada
a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona
sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
-¡Caramba! Convido champaña para celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando
apareció Follenvie con cuatro botellas.
Mostrándose a cual más comunicativo y bullicioso, rebosaba en
sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era
muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La
conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en
alto, aulló:
-¡Silencio!
Todos callaron estremecidos.
-¡Chist! -y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.
Al poco rato dijo con suma naturalidad.
-Tranquilícense. Todo va como una seda.
Pasado el susto, le rieron la gracia.
Luego repitió la broma:
-¡Chist!…
Y cada 15 minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso
alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía
de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:
-¡Pobrecita!
O mascullaba una frase rabiosa:
-¡Prusiano asqueroso!
Cuando estaban distraídos, gritaban:
-¡No más! ¡No más!
Y como si reflexionase, añadía entre dientes:
-¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!
A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertían a
los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo,
es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire
infestado por todo género de malicias impúdicas.
Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas.
Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que
hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa
oportunidad, comparando su goce al que pueden sentirlos exploradores polares,
bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.
Loiseau, alborotado, levantose a brindar.
-¡Por nuestro rescate!
En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la
general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumoso que no habían
probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.
Loiseau advertía:
-¡Qué lástima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.
Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible.
Parecía sumergido en pensamientos graves, y de cuando en cuando estirábase las
barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.
Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le
dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:
-¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?
Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si
quisiera retratarlos con una mirada terrible, respondió:
-Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una
canallada.
Se levantó y se fue repitiendo:
-¡Una canallada!
Era como un jarro de agua. Loiseau quedose confundido; pero se repuso
con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:
-Están verdes, para usted… están verdes.
Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces
rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor
Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!
-Pero ¿está usted seguro?
-¡Tan seguro! Como que lo vi.
-¿Y ella se negaba…?
-Por la proximidad… vergonzosa del prusiano.
-¿Es cierto?
-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.
El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse
con las manos el vientre, para no estallar.
Loiseau insistía:
-Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta
noche.
Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.
Acabó la tertulia. “Felices noches.”
La señora Loiseau, que tenía el carácter como una ortiga, hizo
notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy
fantasmona”, rió de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron
los dientes largos.
-El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da?
¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una vergüenza como está el mundo!
Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del
oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de
pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por
debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos
de las bujías.
El champaña suele producir tales consecuencias, y, según dicen,
da un sueño intranquilo.
Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillarla nieve
deslumbradora.
La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras
las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras,
picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entre las patas de los caballos.
El mayoral, con su chamarra de piel, subido en el pescante,
llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empaquetaban las
provisiones para el resto del viaje.
Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.
Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar
a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en
ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.
La moza quedó aturdida; pero sacando fuerzas de flaqueza,
dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se
limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió
una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una
humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la
vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera
comunicárseles.
Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después
de todos para ocupar su asiento.
Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo,
sobresaltada, y dijo a su marido:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El coche arrancó. Proseguían el viaje.
Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a
levantarlos ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida
por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a
cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.
Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso
fin al silencio angustioso:
-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?
-¡Vaya! Es amiga mía.
-¡Qué mujer tan agradable!
-Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano,
canta, dibuja, pinta… Una maravilla.
El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el
estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, oíanse algunas de sus
palabras:”…Cupón… Vencimiento… Prima… Plazo…”
Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada,
engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar
al bésique con su mujer.
Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su
cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos,
en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de
cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su
especie de gruñir continuo y rápido.
Cornudet, inmóvil, reflexionaba.
Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas,
dijo:
-Hace hambre.
Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó
un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella
y su marido comenzaron a comer tranquilamente.
-Un ejemplo digno de ser imitado -advirtió la condesa.
Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios.
Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una
cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya
carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y
otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de
periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.
Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias y
Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán, sacó de uno de
ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos,
dejando caer en el suelo el cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.
Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto
ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban
plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo
a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a
los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió
hablar.
Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíasela
infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a
sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No
pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas
gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta,
y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una
cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles
para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al
fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente,
como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la
curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y
rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran
llorar.
Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de
hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa”.
La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:
-Se avergüenza y llora.
Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papel el
sobrante de longaniza.
Y entonces Cornudet -que digería los cuatro huevos duros- estiró
sus largas piernas bajo el asiento delantero, reclinose, cruzó los brazos, y
sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a
canturrear La Marsellesa.
En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno
revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados,
intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los
perros al oír un organillo.
Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo
a la música su letra:
Patrio
amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.
Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y
hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del
camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del
coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono,
obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los
compases del odioso cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía
contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.
Cuento de Guy de Maupassant, relatado en John Silence Radio
René Albert Guy de
Maupassant (pronunciación en francés: /ɡid(ə)
mopasɑ̃/; Dieppe, Normandía; 5 de agosto de 1850 - París, Francia; 6 de julio
de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos, aunque
escribió seis novelas.
Biografía
Existe controversia
acerca del otro lugar exacto de su nacimiento, generada por el biógrafo
fecampés Georges Normandy en 1926. Según una primera hipótesis, habría nacido
en Fécamp, en el Bout-Menteux, el 5 de agosto de 1850. Según la otra hipótesis
habría nacido en el castillo de Miromesnil, en Tourville-sur-Arques, a ocho
kilómetros de Dieppe, como establece su partida de nacimiento. No obstante,
todo parece apuntar a que el auténtico lugar de nacimiento fue este último.
Tuvo una infancia como
la de cualquier muchacho de su edad, si bien su madre lo introdujo a edad
temprana en el estudio de las lenguas clásicas. Su madre, Laure, siempre quiso
que su hijo tomara el testigo de su hermano Alfred Le Poittevin, a la sazón íntimo
amigo de Flaubert, cuya prematura muerte truncó una prometedora carrera
literaria. A los doce años, sus padres se separaron amistosamente. Su padre,
Gustave de Maupassant, era un indolente que engañaba a su esposa con otras
mujeres. La ruptura de sus padres influyó mucho en el joven Guy. La relación
con su padre se enfriaría de tal modo que siempre se consideró un huérfano de
padre. Su juventud, muy apegada a su madre, Laure Le Poittevin, se desarrolló
primero en Étretat, y más adelante en Yvetot, antes de marchar al liceo en
Ruan. Maupassant fue admirador y discípulo de Gustave Flaubert al que conoció
en 1867. Flaubert, a instancias de la madre del escritor de la cual era amigo
de la infancia, lo tomó bajo su protección, le abrió la puerta de algunos periódicos
y le presentó a Iván Turgénev, Émile Zola y a los hermanos Goncourt. Flaubert
ocupó el lugar de la figura paterna. Tanto es así, que incluso se llegó a decir
en algunos mentideros parisinos que Flaubert era su padre biológico.
El escritor se trasladó
a vivir a París con su padre tras la derrota francesa en la guerra
franco-prusiana de 1870. Comenzó a estudiar Derecho, pero reveses económicos
familiares y la mala relación con su padre le obligaron a dejar unos estudios
que, de por sí, ya no le convencían y a trabajar como funcionario en varios
ministerios, hasta que publicó en 1880 su primera gran obra, «Bola de sebo», en
Las veladas de Médan, un volumen
naturalista preparado por Émile Zola con la colaboración de Henri Céard, Paul
Alexis, Joris Karl Huysmans y Léon Hennique. El relato, de corte fuertemente
realista según las directrices de su maestro Flaubert, fue calificado por este
como una obra maestra.
Su presencia en Las veladas de Médan y la calidad de su
relato, permitió a Maupassant adquirir una súbita y repentina notoriedad en el
mundo literario. Sus temas favoritos eran los campesinos normandos, los
pequeños burgueses, la mediocridad de los funcionarios, la guerra
franco-prusiana de 1870, las aventuras amorosas o las alucinaciones de la locura:
La Casa Tellier (1881), Los cuentos de la becada (1883), El Horla (1887), a
través de algunos de los cuales se transparentan los primeros síntomas de su
enfermedad.
Su vida parisina y de
mayor actividad creativa, transcurrió entre la mediocridad de su trabajo como
funcionario y, sobre todo, practicando deporte, en particular el remo al que se
entregó con denuedo en los pueblos de los alrededores de París en compañía de
amistades de dudosa reputación. De vida díscola y sexualmente promiscuo, jamás se le conoció un amor verdadero; para
él el amor era puro instinto animal y así lo disfrutaba. Escribió al respecto:
«El individuo que se contente con una mujer toda su vida, estaría al margen de
las leyes de la naturaleza como aquel que no vive más que de ensaladas». Y por
añadidura, el carácter dominante de su madre lo alejó de cualquier relación que
se atisbase con un mínimo de seriedad.
Su carácter pesimista,
misógino y misántropo, estaba motivado por la poderosa influencia de su mentor
Gustave Flaubert y las ideas de su filósofo de cabecera, Schopenhauer.
Abominaba de cualquier atadura o vínculo social, por lo que siempre se negó a
recibir la Legión de Honor o a considerarse miembro del cenáculo literario de
Zola, al no querer formar parte de una escuela literaria en defensa de su total
independencia. El matrimonio le horrorizaba; suya es la frase «El matrimonio es
un intercambio de malos humores durante el día y de malos olores durante la
noche». No obstante, pocos años después de su muerte, un periódico francés,
L'Eclair, informó de la existencia de una mujer con la que habría tenido tres
hijos. Identificada en ocasiones por algunos biógrafos como la "mujer de
gris", personaje que aparece en las Memorias de su criado François
Tassart, se llamaba Josephine Litzelmann, natural de Alsacia y, sin duda,
judía. Los hijos se llamaban Honoré-Lucien, Jeanne-Lucienne y Marguerite. Si
bien sus supuestos tres hijos reconocieron ser hijos del escritor, nunca
desearon la publicidad que se les dio.
Atacado por graves
problemas nerviosos, síntomas de demencia y pánico heredados —reflejados en
varios de sus cuentos como el cuento Quién
sabe, escrito ya en sus últimos años de vida— como consecuencia de la
sífilis, intentó suicidarse el 1 de enero de 1892. El propio escritor lo
confesó por escrito: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo, pero,
ante todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espíritu, de mi razón,
sobre la cual pierdo el dominio y a la cual turbia un miedo opaco y
misterioso». Tras algunos intentos frustrados, en los que utilizó un
abrecartas para degollarse, fue internado en la clínica parisina del Doctor
Blanche, donde murió un año más tarde. Está enterrado en el cementerio de
Montparnasse, en París.
Estilo literario
Maupassant está
considerado uno de los más importantes escritores de la escuela naturalista,
cuyo máximo pontífice fue Émile Zola, aunque a él nunca le gustó que se le
atribuyese tal militancia. Es cierto que fue un fotógrafo de su tiempo y su
doctrina literaria está recogida en el prólogo que escribió para su novela
Pierre et Jean, donde escribió: «La menor cosa tiene algo de desconocido.
Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura,
permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para
nosotros, a ningún otro árbol ni a ningún otro fuego». Para el historiador
Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se
encontraba muy lejano ya del furor del Romanticismo, fue «una figura singular, casual
y solitaria».
Su prosa tiene la
virtud de ser sencilla pero directa, sin artificios. Sus historias,
variopintas, transmiten con una fidelidad absoluta la sociedad de su época.
Pero lo que más lo caracteriza es lo impersonal de su narración; jamás se
involucra en la historia y se manifiesta como un ser omnisciente que se limita
a describir detalladamente sus observaciones. No en vano, está considerado como
uno de los mayores cuentistas de la historia de la literatura. En los últimos
años de su vida, e influenciado por el éxito de Paul Bourget, abandonó el
relato de costumbres o realista, para experimentar con la novela psicológica,
con la que tuvo bastante éxito. Es en esta etapa donde abandona su visión
impersonal para profundizar más en el alma atormentada de sus personajes,
probablemente un reflejo del tormento que sufría la suya. Siempre padeciendo
grandes migrañas, abusó del consumo de drogas, como la cocaína y el éter, que
potenciaban más su talento natural y le proporcionaban estados alterados de
conciencia que lo hacían sufrir alucinaciones y otras visiones que a la postre
condicionarían su narrativa fantástica o de terror.
Fue tanta la influencia
que ejerció sobre otros autores que llegó a ser uno de los más plagiados. Era
admirado por Chéjov, León Tolstói, Horacio Quiroga y un largo etcétera. Pero
sin duda, el autor que más lo plagió fue el italiano Gabriele D'Annunzio. En su
antología de narraciones Cuentos del río
Pescara podemos encontrar historias y pasajes copiados literalmente de
algunos cuentos de Maupassant. Otro de los que plagió al autor francés fue
Valle Inclán, en su primer libro Femeninas,
donde en el relato Octavia Santino reproduce
fielmente la escena final del libro de Maupassant, Fort comme la mort.
Obra
Su extensa obra incluye
seis novelas, unos trescientos cuentos, siendo el primero, «Bola de sebo»
(«Boule de Suif») (1880), el más aclamado, además de seis obras de teatro, tres
libros de viajes, una antología de poesía y numerosas crónicas periodísticas.
Escribió bajo varios seudónimos: Joseph Prunier en 1875, Guy de Valmont en 1878
y Maufrigneuse de 1881 a 1885.
En cuanto a su
narrativa corta, son especialmente destacables sus cuentos de terror, género en
el que es reconocido como maestro, a la altura de Edgar Allan Poe. En estos
cuentos, narrados con un estilo ágil y nervioso, repleto de exclamaciones y
signos de interrogación, se echa de ver la presencia obsesiva de la muerte, el
desvarío y lo sobrenatural: ¿Quién sabe?, La noche, La cabellera, La mano,
Mesero, una "Bock"!, El Perdón, Reina Hortensia, La aparición, El
diablo o El Horla, relato perteneciente al género del horror. Según Rafael
Llopis, quien cita al estudioso de lo fantástico Louis Vax, «El terror que
expresa en sus cuentos es exclusivamente personal y nace en su mente enferma
como presagio de su próxima desintegración. [...] Sus cuentos de miedo [...]
expresan de algún modo la protesta desesperada de un hombre que siente cómo su
razón se desintegra. Louis Vax establece una neta diferencia entre Mérimée y
Maupassant. Este es un enfermo que expresa su angustia; aquel es un artista que
imagina en frío cuentos para asustar. [...] Este temor centrípeto es centrífugo
en Maupassant. "En 'El Horla' -dice Vax- hay al principio una inquietud
interior, luego manifestaciones sobrenaturales reveladas solo a la víctima; por
último, también el mundo que la rodea es alcanzado por sus visiones. La
enfermedad del alma se convierte en putrefacción del cosmos"».
Maupassant publicó
novelas de corte mayormente naturalista: Una vida (1883), Bel-Ami (1885) o
Fuerte como la muerte (1889), entre otras. Menos conocida es su faceta como
cronista de actualidad en los periódicos de la época como Le Gaulois, Gil Blas
o Le Figaro, donde escribió numerosas crónicas acerca de múltiples temas:
literatura, política, sociedad, entre otros.
Cine inspirado en
Maupassant
Le Rosier de Madame
Husson (1931) - Bernard Deschamps (basada en el cuento del mismo título)
El expreso de Sanghai
(1932) - Josef Von Sternberg (basada en Bola de sebo)
La mujer del puerto
(1934) - Arcady Boytler (basada en El puerto)
Une Partie de Campagne
(1936) - Jean Renoir (basada en el cuento del mismo título)
La Diligencia (1939) -
John Ford (basada en Bola de sebo)
Bel Ami (1939) - Willi
Forst (basada en la novela del mismo título)
Romanza en tono menor
(1943) - Helmut Käumer (basado en los relatos Las joyas y El ordenanza)
Mademoiselle Fifi
(1944) - Robert Wise (basado en Bola de Sebo y Mlle. Fifi)
Boule de suif (1945) -
Christian Jacque (basado en el relato del mismo título)
El buen mozo (1946) -
Antonio Momplet (basado en la novela Bel-Ami)
Los asuntos privados de
Bel Ami (1947) - Albert Lewin (basado en la novela Bel Ami)
La mujer del puerto
(1949) - Emilio Gómez Muriel (basado en El puerto)
Le Rosier de Madame
Husson (1950) - Jean Boyer (basada en el relato del mismo título)
Una mujer sin amor
(1951) - Luis Buñuel (inspirado en Pierre et Jean)
Le plaisir (1952) - Max
Ophuls (basada en La máscara, la Casa Tellier y El modelo)
Bel Ami (1955) - Louis
Daquin (basada en la novela Bel-Ami)
Diario de un loco
(1963) - Reginald Le Borg (basada en el cuento El Horla)
Masculin, Feminin
(1966) - Jean Luc Godard (basada en La mujer de Paul)
Pena de muerte (1973) -
Jorge Grau (basada en Loco)
Guy de Maupassant
(1981) - Michel Drach (biografía)
La mujer del puerto
(1991) - Arturo Ripstein (basada en El Puerto)
Enróllatela como puedas
(1999) - Frederic Golchan (basada en Mosca. Recuerdos de un remero)
Bel Ami (2011) - Declan
Donnellan y Nick Ormerod (basado en Bel-Ami)
Cocote, historia de un
perro (2015) - Pacheco Iborra (basada en Mademoiselle Cocotte)
Teatro en España
inspirado en la obra de Maupassant
La Paix du ménage.
Dir.- Bertrand. Madrid. Teatro de la Zarzuela, noviembre 1902 en v.o.20
Mussotte. Teatro de la
Comedia de Madrid, 14 de abril de 190621
El epitafio,
(monólogo). Madrid, Teatro de la Comedia, abril de 1907 (basado en La
muerta).22
La cena de los húsares.
Madrid. Teatro Apolo 22 octubre 1915. Libreto de Antonio Paso Cano y Joaquín
Abati Díaz; música de Amadeo Vives (basado en Los reyes)23
La Estrella de Olympia.
Madrid. Teatro Apolo, 23 de diciembre de 1915. Libreto de Carnos Arniches y
música de Rafael Calleja (basado en Bola de sebo)24
El dolor de pecar o El
secreto de la muerta. Madrid. Teatro Novedades, 26 de diciembre de 1923. Drama
de Francisco Ramos de Castro (inspirada en ¿El testamento?)25
El señor alcalde.
Madrid. Teatro Español 1924. Versión castellana de José Ignacio Alberti.
(inspirado en ¿La pequeña Roque?)26
Doña Diabla. Madrid.
Teatro La Latina. 1925. Drama de Luis F. Ardavín (inspirado en Yvette)27
La Pájara. Madrid.
Teatro Lara, 12 noviembre de 1926. Comedia de Francisco Serrano (inspirado en
Hautot, padre e hijo).28
15 diamantes. Madrid.
Teatro Rialto, 5 de septiembre de 1947. Comedia de Francisco Serrano (inspirado
en El collar)29
Hotel Comercio. Madrid.
Teatro Reina Victoria, 21 de abril de 1973. Versión castellana de A. Sotomayor
(inspirada en Bola de sebo)
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