El
infierno tan temido
Juan
Carlos Onetti
La primera carta, la
primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba
golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el
tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la
aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que los
señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el
triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de
invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”, cuando vio la mano roja
y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el
sobre.
-Esta es para vos.
Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs,
después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les
parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la
columna.
El sobre decía su
nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de
estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del
taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo
espacio de la redacción, pensando en la última frase: “Volvemos a afirmarlo,
con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones.
Nos debemos al público aficionado”. El negro, en el fondo, revolvía sobres del
archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su
cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.
Traía una foto, tamaño
postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se
acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como
en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa,
no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo
que había visto.
Guardó la fotografía en
un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de
su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.
-Hola -dijo ella-, ya
me ve, a estas horas recién termina el sarao.
Risso la miraba desde
arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía
redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías
que le adornaban las ropas. “Es una mujer, también ella. Ahora le miro el
pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de
tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no
un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la
boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser
más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer”.
-Parece una cosa hecha
por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera
disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el material como me habían
prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese,
publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los
contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había.
Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de
la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo
desde la rambla.
Cuando Risso se casó
con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios
pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa
María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes
hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o
desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras, volvía a medias
la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada
por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre
los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff,
había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida,
cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.
Lo cual estaba bien,
debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de
la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables
madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto
actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un
brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con
que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto
frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.
Se casaron, y Risso
creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella,
sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida
necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.
Ella imaginó en Risso
un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos -un
director, un actor-, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de
un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado
por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada
a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los
ensayos, el esfuerzo de adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos.
Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como
si pudiera mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio
su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían,
inseparables, signos de la edad.
Cuando llegó la segunda
fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto, Risso temió,
sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni
odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la
injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la
tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.
La segunda fotografía
le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los
días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de
la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana
del jueves mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió
una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también
aquí el hombre estaba de espaldas.
Pero había mirado
muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la
madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo transitorio. Le
había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo
servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.
Estaba tirado en la
cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.
-Bueno -dijo en voz
alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no
lo viera sabría qué sucede.
(Al sacar la fotografía
con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el
brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta
reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había
previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él
desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de
amor.)
Volvió a protegerse
antes de mirar: “Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la
calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi
soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido”.
En la fotografía la
mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván,
aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer
plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser
reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía “Recuerdos de Bahía”.
En la noche
correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad
de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la
deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la
venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto
amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.
Cuando Gracia conoció a
Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole
la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y
que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le
estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara
hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran
cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera
vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano
la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en
que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años
y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la
curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su
sorpresa.
Durante las primeras
semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas,
aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando
para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de
las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la
cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el
Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en el sótano un sueldo
seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e
indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y
olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los
cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que
cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.
-Todo -insistía Risso-,
absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y
queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.
En realidad, nunca
había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban
imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso,
segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al
trigo.
La tercera foto demoró
tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la
pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de
un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia
conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica,
impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.
La mucama golpeó la
puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la persiana, comenzó a
percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva,
su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a
un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error
propicio.
En la tercera
fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una
habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia
la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y
cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en
cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua
de sus sonrisas.
Solo tenía ahora,
Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que
habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus creencias, por el simple
absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.
Pero también rompió
esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo.
Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar,
Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas
llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.
En el plano mágico,
todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos,
ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el
restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin
sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al
disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella
memorizada argumentación de viajante de comercio.
-Es que nunca tuve un
hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro,
dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una
fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.
Y después de la casi
siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana,
cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la
cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo,
volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un
insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella
con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y
frases que no había comprendido nunca. Sin exceso de esperanzas, trajinaba
sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo
distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre.
Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se
dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba
de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los
recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo
la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.
Pero como nunca pudo
saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de
Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en
documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.
Llegó a permitir y
ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo
sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una
dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse
resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su
corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá
de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión
fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a
Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.
La primera separación,
a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El
Sótano -ahora Teatro Municipal de Santa María- subió hasta El Rosario. Ella
reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores,
de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se emocionaba, aplaudía
o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la
gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de
lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta
desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados,
parlamentos y tramas.
De modo que el juego,
el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba
acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord, estremeciéndose
y murmurando para toda la sala: “Tal vez… pero yo también llevo una vida de
recuerdos que permanecen extraños a los demás”, también era aceptado en El
Rosario. Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se
formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.
La primera separación
duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida
que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a
la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos,
repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión
sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y
en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de
ambiciones irrealizables.
Eran diez o doce
cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos
tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del
invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que
la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro,
de no ser medio para nada. En cuanto a ella, había creído que Risso daba un
lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:
-Todo puede suceder y
vamos a estar siempre felices y queriéndonos.
Ya la frase no era un
juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una
comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría
debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las
posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de
alimento.
Creyó que fuera de
ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido,
habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.
Así que solo pensó en
Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro,
cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.
Era la última semana en
El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso;
porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con
ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta
lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba
agregando a su amor por Risso.
Y cuando volvió a Santa
María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves -porque los jueves Risso no
iba al diario-, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las
veinticinco que llevaban vividas.
Lo empezó a contar
antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado,
simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él
cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la
historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin
desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo
mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y
sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los
hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba, distraída, por el afán
de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar
intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre
de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.
-Bueno; ahora te vestís
otra vez -dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que
todo era posible, que todo sería para ellos.
Ella le examinó la
sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos
mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico
quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día
libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del
divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
Hubo después un tiempo
largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente
la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que
necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la
reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no
interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las
noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.
Volvió a dedicar los
jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que
repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y
vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y
reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y
solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría
que querer, tal vez desde el primer encuentro.
Casi un mes después del
principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se
fue de Santa María.
-No se preocupe -dijo
Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma
el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una
evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte
demandada.
Era aquel un comienzo
húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del
café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una
brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor
nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.
Risso había destruido,
sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el
diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que
oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía
salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la
ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía
esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni
pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que
buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había
planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a
su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que
ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada,
leal, incomprensión.
Había empezado a creer
que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves
separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su
desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar
que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo
de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y
para ella- la destrucción, la paz definitiva de la nada.
Pensaba en la muchacha
que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con
los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el
recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto
dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en
que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le
mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en
que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo
que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de
aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima,
Santiago y Buenos Aires.
Por qué no, llegó a
pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su
puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de
nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La próxima fotografía
le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla.
Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza
persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y
tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber
jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo,
enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca
hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre
las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba
impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.
-De hombre a hombre
-dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida
que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque
nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero
ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada
mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro
por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis,
me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado.
Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién
la mandó.
Tampoco puedo adivinar
por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: “Para ser donada a la colección
Risso”, o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si
dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a
mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca.
Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin
mostrársela.
Risso dijo que sí y
aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo
del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente
menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable.
Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo,
sin poderse inventar un alivio.
La cuarta fotografía no
dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente.
La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre.
Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de
una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.
-Comprenderás que
después de esto… -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de
Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa
de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había
sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás -repitió con furia, con la voz
cómica y envejecida.
Pero no sabía qué era
necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el
sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del
plato.
Afuera la noche estaba
pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del
cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y sus costumbres.
Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una
enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la
voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los
pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al
cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué
era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su
quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en
la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la
muerte, el
ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido
acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre
el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro,
temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire
nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se
extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios,
para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.
Estuvo conociendo hasta
la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el
desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó
a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera,
mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo
invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los
hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de
Gracia, llamarla o irse a vivir con ella. Aquella noche en el diario fue un
hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de
cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un
forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San
Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El
Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros,
evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del
mal que lo aqueja.
-Recordando que él
hacía Hípicas -contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto
comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y
confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque
tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y
tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa
María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa
que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había
estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser,
qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó
yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la
ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía,
insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada
como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de
otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que
estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella
sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra
entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a
matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra
vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar
mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la
maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de
Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso
deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso,
segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.
El infierno tan temido" es una película argentina dramática de 1980 dirigida por Raúl de la Torre y protagonizada por Graciela Borges ,Alberto de Mendoza.y participaciones de Beba Bidart, Cacho Espìndola, Nora Cullen , Flora Steinberg y Arturo Garcìa Burh Se basa en el cuento homónimo del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti.
Juan Carlos Onetti
Borges (Montevideo, República Oriental del Uruguay; 1 de
julio de 1909 - Madrid, España; 30 de mayo de 1994) fue un escritor uruguayo.
La escritora uruguaya
Cristina Peri Rossi, considera que Onetti es «uno de los pocos existencialistas
en lengua española». Mario Vargas Llosa, quien preparó un ensayo sobre Onetti,
dijo en una entrevista a la agencia AFP en mayo de 2008 que «es uno de los
grandes escritores modernos, y no sólo de América Latina». «No ha obtenido el
reconocimiento que merece como uno de los autores más originales y personales,
que introdujo sobre todo la modernidad en el mundo de la literatura narrativa».
«Su mundo es un mundo más bien pesimista, cargado de negatividad, eso hace que
no llegue a un público muy vasto». Con anterioridad Vargas Llosa había
comentado que Onetti «es un escritor enormemente original, coherente; su mundo
es un universo de un pesimismo que supera gracias a la literatura».
Biografía
Los años de formación
(1909-1941)
Juan Carlos Onetti
nació en Montevideo, el 1 de julio de 1909, a las seis de la mañana. Hijo de
Carlos Onetti, funcionario de aduanas, y Honoria Borges, una descendiente de
una familia aristocrática brasileña, de Río Grande do Sul. Tuvo dos hermanos,
uno mayor que él, Raúl, y una hermana menor, Raquel. Onetti recordó su infancia
como una época feliz, describiendo a sus padres como una pareja muy unida y
amorosa con sus hijos. El apellido
original de su familia era O'Nety —de origen irlandés o escocés—, el propio
escritor comentó: «el primero que vino
acá, o sea mi tatarabuelo, ese hombre era inglés nacido en Gibraltar. Fue mi
abuelo el que italianizó el nombre».
En 1930, con apenas
veinte años, se casó con su prima, María Amalia Onetti. En marzo del mismo año
la pareja viajó a Buenos Aires, su nueva residencia. El 16 de junio de 1931
nació su primer hijo: Jorge Onetti Onetti, también escritor, fallecido en 1998.
En 1933 aparece su primer cuento publicado, Avenida
de Mayo - Diagonal - Avenida de Mayo, en La Prensa, después de ganar un concurso convocado por el diario, en
el que hubo diez primeros lugares y cuatrocientos pesos para cada ganador.
Poco después se separa de su mujer y un año más tarde, de regreso en
Montevideo, vuelve a contraer matrimonio con María Julia Onetti, la hermana de
María Amalia. Por esa época escribe la novela Tiempo de abrazar, que publicará décadas después, en 1974.
Continuó ejerciendo
diferentes oficios y escribiendo cuentos y artículos que fueron publicados en
diversos medios de Buenos Aires y Montevideo hasta 1939, en el que tienen lugar
dos hechos importantes: publica su primera novela, El pozo (en Editorial Signo), la cual es considerada como la
primera en abrir la novela de creación o nueva novela en América Latina (escrita,
según testimonio del autor, en una tarde durante un fin de semana en el que se
quedó sin tabaco) y es nombrado secretario de redacción del semanario Marcha, para el que escribirá columnas
bajo los seudónimos Grucho Marx y Periquito el Aguador. Por ese entonces
se separa de su segunda esposa. También desarrolla interés por las artes
plásticas, como se refleja en su correspondencia con su amigo Julio E. Payró y
su relación estrecha con Joaquín Torres García. Desempeña el cargo de
secretario de redacción hasta 1941, cuando abandona el semanario por
diferencias con Carlos Quijano y comienza a trabajar en la agencia de noticias Reuters. Ese año obtiene el segundo
lugar, con su novela Tierra de nadie,
en un concurso que convoca la editorial
Losada, que la publica. El jurado estuvo compuesto por Guillermo de Torre, Norah
Lange y Jorge Luis Borges y
otorgó el primer lugar a la novela Es
difícil empezar a vivir de Bernardo Verbitsky. Poco después, Onetti es
enviado como corresponsal a Buenos Aires, donde permanecerá hasta 1955.
Los años de plenitud
(1942-1975)
Trabaja como secretario
de redacción de las revistas Vea y Lea
e Ímpetu. En 1943 aparece Para esta noche, cuyo título original
fue El perro tendrá su día. En 1945
se casa con una compañera de trabajo en Reuters, la neerlandesa Elizabeth María
Pekelharing. El 26 de julio de 1949 nace su hija Isabel María (Litti).
En 1950 publica La vida breve (en Editorial
Sudamericana), una novela central en su obra. En ella, y mediante un complejo
juego de planos metaficcionales, Onetti funda la ciudad ficticia de Santa María, en la que, a partir de
entonces, situaría la mayoría de sus novelas y cuentos. A pesar de que en sus
primeras ediciones no tuvo mucho éxito, no tardó en ser reconocida como una de
las novelas más innovadoras de su tiempo, y aun hoy es considerada una de las
obras más importantes en lengua española. Poco después publicó la novela corta Los adioses, que si bien no transcurre
en Santa María, alude a un personaje ya recurrente en la obra de Onetti, el doctor Díaz Grey.
A fines de 1955 regresó
a Montevideo y comenzó a trabajar en el diario Acción; contrajo matrimonio por cuarta vez con la joven argentina
de ascendencia alemana Dorothea Muhr (Dolly), a quien había conocido en 1945 y
que será su compañera definitiva.
En 1959 publica la
novela corta Para una tumba sin nombre,
y en 1961 El astillero, otra de sus
novelas más celebradas, incluso considerada por algunos su mejor novela. En
1964 aparece Juntacadáveres, novela
que Onetti había empezado antes de El
astillero, pero que interrumpió para escribir esta última, la cual continúa
la historia. Juntacadáveres fue
finalista del Premio Rómulo Gallegos
en 1967, pero perdió ante La casa verde de
Mario Vargas Llosa, también de tema prostibulario, lo cual dio ocasión a que
Onetti bromeara diciendo que «su burdel
en La casa verde era mejor que el mío en Juntacadáveres. El mío no tenía
orquesta». Estas tres novelas (La
vida breve, El astillero y Juntacadáveres) conforman lo que después
se llamó "Trilogía de Santa
María", si bien no son las únicas obras del autor ambientadas en la
ciudad.
En 1967 Onetti graba un
disco para la serie Voz Viva de América
Latina, que contiene la lectura de fragmentos de la obra en voz del autor.
En el mismo año aparece en Buenos Aires la primera edición de sus Cuentos completos por el Centro Editor de América Latina, y en
1970 la editorial Aguilar de México publica
una primera edición de sus Obras
completas, si bien omite algunos relatos de juventud. En 1973 publica la
novela corta La muerte y la niña. En
1974 publicó una segunda edición de sus Cuentos
completos y la novela corta Tiempo de
abrazar, junto con todos sus cuentos escritos y publicados entre 1933 y
1950, además de ser jurado del Premio
Anual de Narrativa organizado por Marcha,
que se otorgó a Nelson Marra por su cuento «El guardaespaldas». Dado que tanto
el relato como su autor fueron censurados por el dictador Juan María
Bordaberry, Onetti fue detenido y encerrado en un hospital psiquiátrico, de
donde logró salir al cabo de tres meses gracias a la intervención del poeta
español Félix Grande, entonces
director de Cuadernos Hispanoamericanos,
quien recogió firmas para lograr la liberación del escritor uruguayo, y del
diplomático español Juan Ignacio Tena
Ybarra director del Instituto de
Cultura Hispánica (a donde había dictado una serie de conferencias en
1972). Después de una breve estadía en Buenos Aires, es invitado nuevamente a
Madrid por el Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana para participar en un congreso sobre el barroco.
Onetti decide instalarse definitivamente en la capital española, donde residirá
durante casi veinte años.
Los años de exilio
(1976-1994)
Los años españoles se
caracterizaron por una menor producción literaria pero de muchos premios y
participaciones en congresos, participaciones que muchas veces se vieron
afectadas por timidez de Onetti, quien llegó a permanecer encerrado en la
habitación del hotel durante la celebración del Primer Congreso Internacional de Escritores de Lengua Española en la ciudad de Las Palmas, en
Gran Canaria, evento del cual había sido designado presidente, negándose a
participar en ninguna de las actividades previstas.
En 1979 publica Dejemos hablar al viento, novela con la
que concluye la saga de Santa María,
y que está dedicada a su amigo Juan Ignacio Tena Ybarra, en agradecimiento a
las gestiones que emprendió para permitir su liberación. Además de esta novela,
continuó escribiendo artículos, muchas veces tratando la problemática de los
exiliados latinoamericanos. En 1981 es anunciado como el ganador del Premio Cervantes de 1980, recibiendo así
el galardón más importante de su carrera, el mismo año que fue propuesto por el
Pen Club como candidato al Premio Nobel de Literatura, el cual no
recibió. Cuando en 1985 la democracia regresa a Uruguay, el presidente electo,
Julio María Sanguinetti, lo invita a la ceremonia de instalación del nuevo Gobierno;
el escritor agradece la invitación pero decide permanecer en Madrid.
El narrador en Juan
Carlos Onetti
El narrador (o
narradores) en la obra de Juan Carlos Onetti es un complejo elemento que no
deja de asombrar. Con frecuencia Onetti hace del acto de narrar uno de los
hechos de la trama. Ello desdobla sus ficciones, aportándoles un grado de
lucidez ejemplar en la literatura en español del siglo XX. Un pasaje revelador
en este sentido es el siguiente de la novela Juntacadáveres:
Es
fácil dibujar un mapa del lugar y un plano de Santa María, además de darle
nombre; pero hay que poner una luz especial en cada casa de negocio, en cada
zaguán y en cada esquina. Hay que dar una forma a las nubes bajas que derivan
sobre el campanario de la iglesia y las azoteas con balaustradas cremas y
rosas; hay que repartir mobiliarios disgustantes, hay que aceptar lo que se
odia; hay que acarrear gente, de no se sabe dónde, para que habiten, ensucien,
conmuevan, sean felices y malgasten. Y, en el juego, tengo que darles cuerpos,
necesidades de amor y dinero, ambiciones disímiles y coincidentes, una fe nunca
examinada en la inmortalidad y en el merecimiento de la inmortalidad; tengo que
darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles.
En la novelística, el
primer narrador de Onetti (aparecido en El
pozo) es estrictamente un narrador-protagonista, personaje central de la
novela que narra su propia historia. El papel tanto de personaje, Eladio Linacero, como de narrador valen
por igual:
Hace
un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía
por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios
tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los
vidrios.
Me
paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía,
soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las
tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo
golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de
las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía
crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar,
me rozaba los hombros.
Recuerdo
que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el
hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo: «Date
cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita».
En la novela corta Los adioses (1954) un narrador en
primera persona que también es personaje pero secundario, almacenero del
pueblo, se encarga de contarle al narratario lo que sabe y vio de un ex
basquetbolista:
Quisiera
no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que
las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía
sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas
preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo sombrío del
mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque,
embutidos blanqueados por los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y
la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los
portones del hotel viejo.
En Jacob y el otro (novela corta o cuento largo), estamos ante un
relato construido por tres narradores: dos narradores-personaje (uno
protagonista y otro secundario) y un narrador en tercera persona. Jacob y el otro es la historia de la
llegada del luchador Jacob van Oppen
y el Comendador Orsini a Santa María, quienes promueven un
desafío (“500 pesos 500 a quien suba al ring y no sea puesto de espaldas en 3
minutos por Jacob van Oppen”) y una exhibición de lucha grecorromana.
El primer narrador que
aparece, el médico, muestra su intervención como personaje y deja clara la
imposibilidad de omnisapiencia como narrador. Este narrador “junto con sus
lectores sabe ahora que no puede poseer «La Verdad»; ya no mira los hechos
desde una altura olímpica que lo libra de ataduras. No hay «Verdad» y los
hechos se contaminan con su persona al momento de escribirlos (así como él
sufre influencias, también, por este contacto). Está inmerso en el universo
narrativo –no arriba, ni enfrente, ni atrás- y, efectivamente, es una de las
personas que lo transita":
Media
ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y
participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de
póker del club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente
del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí
de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo.
[...]
Antes
de tomar las píldoras comprendí que nunca podría conocer la verdad de aquella
historia; con buena suerte y paciencia tal vez llegara a enterarme de la mitad
correspondiente a, nosotros, los habitantes de la ciudad. Pero era necesario
resignarse, aceptar como inalcanzable el conocimiento de la parte que trajeron
consigo los dos forasteros y que se llevarían de manera diversa, incógnita y
para siempre.
Más adelante aparece el
narrador en tercera persona:
Las
tarjetas decían Comendador Orsini y el hombre conversador e inquieto las
repartió sin avaricia por toda la ciudad. Se conservan ejemplares, algunos de
ellos autografiados y con adjetivos.
Desde
el primer —y último— domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo para las
sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el lunes y el martes, a
la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el viernes, cuando el desafío
quedó formalizado y la curiosidad y el patriotismo de los sanmarianos empezó a
llenar el Apolo.
[...]
Orsini
y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora bajaban de Perú,
Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el desafío y siempre van Oppen
pudo liquidarlo en un tiempo medido por segundos, con el primer abrazo.
Y el narrador que
cierra el relato es el príncipe Orsini, el Comendador Orsini, protector de
Jacob van Oppen:
Sonó
la campana y ya era imposible no respirar y entender el olor de la muchedumbre
que llenaba el Apolo. Sonó la campana y dejé a Jacob solo, mucho más solo y
para siempre que como lo había dejado en tantas madrugadas, en esquinas y
bares, cuando yo empezaba a tener sueño y aburrirme. Lo malo era que aquella
noche, mientras me separaba de él para sentarme en una platea de privilegio, no
estaba dormido ni me sentía aburrido. La primera campana era para despejar el
ring. La segunda para que empezara la lucha. Engrasado, casi joven, sin mostrar
los kilos, Jacob fue girando, encorvado, hasta ocupar el centro del ring y
esperó con una sonrisa.
Influencias
La obra literaria de
Onetti, fuera de su poderosa originalidad, debe mucho a dos raíces distintas.
La primera nace en su admiración por la obra de William Faulkner. Como él, crea un mundo autónomo, cuyo centro es
la inexistente ciudad de Santa María.
La segunda raíz es el existencialismo:
una angustia profunda se encuentra enterrada en cada uno de sus escritos,
siempre íntimos y desesperanzados.
Premios y distinciones
Juan Carlos Onetti
recibió numerosos premios a lo largo de su vida, entre los que destacan el Premio Nacional de Literatura de Uruguay
(lo recibe en 1962 por el bienio 1959/1960), el Premio Cervantes (1980), el Gran
Premio Nacional de Literatura de Uruguay 1985, el Premio de la Unión Latina de Literatura 1990 y el Gran Premio Rodó a la labor intelectual,
de la Intendencia Municipal de Montevideo (1991).
En 1972 fue elegido
como el mejor narrador uruguayo de los últimos cincuenta años en una encuesta
realizada por el semanario Marcha, en
la que participaron escritores de distintas generaciones.
En 1980 fue propuesto
por el Pen Club Latinoamericano como
postulante al Premio Nobel de Literatura.
Ese mismo año Onetti recibía el Premio
Cervantes, máximo premio de la lengua española, siendo totalmente ignorado
por las autoridades uruguayas. En esa oportunidad el ministro de Cultura del
gobierno dictatorial de ese momento en Uruguay, el Dr. Daniel Darracq, dijo
desconocer la obra de Onetti, aunque sí había oído hablar de él.
Obras
Novelas
El pozo (1939)
Tierra de nadie (1941)
Para esta noche (1943)
La vida breve (1950)
Los adioses (1954)
Para una tumba sin
nombre (1959)
La cara de la desgracia
(1960)
Jacob y el otro (1961)
El astillero (1961)
Tan triste como ella
(1963)
Juntacadáveres (1964)
La muerte y la niña
(1973)
Tiempo de abrazar
(1974)24
Dejemos hablar al
viento (1979)
Cuando entonces (1987)
Cuando ya no importe
(1993)
Cuentos
Un sueño realizado y
otros cuentos (1951)
El infierno tan temido
y otros cuentos (1962)
Jacob y el otro. Un
sueño realizado y otros cuentos (1964)
Cuentos completos
(1967, 1974, 1994 y 2006)
La novia robada y otros
cuentos (1968)
Tiempo de abrazar y los
cuentos de 1933 a 1950 (1974)
Tan triste como ella y
otros cuentos (1976)
Cuentos secretos.
Periquito el Aguador y otras máscaras (1986)
Presencia y otros
cuentos (1986)
Obras completas III.
Cuentos, artículos y miscelánea (2009)
Artículos
Réquiem por Faulkner y
otros artículos (1975)
Cuentos secretos.
Periquito el Aguador y otras máscaras (1986)
Periquito el aguador y
otros textos, 1939-1984 (1994)
Confesiones de un
lector (1995)
Obras completas III.
Cuentos, artículos y miscelánea (2009)
Correspondencia
Cartas de un joven
escritor (2009). Correspondencia con Julio E. Payró.
Traducciones
El traductor británico
Nick Caistor vertió al inglés El astillero con el título The Shipyard.
Filmografía
Per questa notte
(1977), por el director italiano Carlo di Carlo, adaptación de la novela Para esta noche.
El infierno tan temido
(1980), del director argentino Raúl de la Torre sobre el cuento homónimo de
Onetti. Ganó el Cóndor de Plata a la mejor película de 1981.
El dirigible (1994),
dirigida por Pablo Dotta; una periodista francesa llega a Uruguay a buscar
información sobre Onetti.
La suerte está echada
(1989), del director argentino Pedro Stocki. Adaptación de la novela La cara de la desgracia.
El astillero (2000),
del director argentino David Lipszyc. Adaptación de la novela homónima.
Cortázar: Apuntes para
un documental, dir. Eduardo Montes-Bradley. Argentina, 2001. (Participación
testimonial).
Nuit de chien (2008),
del director alemán Werner Schroeter, basada en la novela Para esta noche.
Mal día para pescar
(2009), del director uruguayo Álvaro Brechner, basada en el cuento "Jacob
y el otro".
Jámas leí a Onneti
(2009), documental realizado por el director uruguayo Pablo Dotta.
Onetti y su legado
En Uruguay se instituyó
el Concurso Literario Juan Carlos Onetti.
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